XIX. Noviazgo y matrimonio

Granada, con sus cipreses y sus álamos, sus corrientes de agua y su elevada situación, parece que debería ser una ciudad como Florencia, en la que las artes y la poesía, la pintura y la música arraigan y florecen. Pero nunca ha sido así, excepto durante un corto período antes de la guerra civil. Hasta 1571 fue una ciudad mora enteramente distinta del Tetuán actual, y luego se vio eclipsada por Sevilla, a la que el comercio con las Indias proporcionó toda la riqueza y la vida del país que no se había acumulado en Madrid. El Siglo de Oro de la cultura española pasó sin que Granada produjera ningún pintor o escultor de importancia, excepto Alonso Cano; ni ningún escritor, salvo el aristócrata Diego Hurtado de Mendoza y el predicador Luis de Granada. Después, ya en el siglo XIX, produjo un pensador político, Ángel Ganivet, pero no se puede hablar de grandes figuras ni de una sociedad suficientemente madura para nutrir un arte vigoroso antes de la década de 1920. Entonces destacan dos nombres: el compositor Manuel de Falla y el poeta Federico García Lorca. Falla vino del norte durante la guerra europea y se estableció en una casa al lado de la iglesia de la Alhambra. Tenía entonces unos cuarenta años, y el estreno de El sombrero de tres picos, en Londres, en 1919, empezó a cimentar su fama internacional. Estaba profundamente interesado por la canción popular y la música andaluza, y la Fiesta del Cante Hondo, que organizó en 1922 en el Palacio de Carlos V, ayudó a atraer la atención sobre este tipo de cante al enseñar a la gente a distinguir entre cante andaluz o jondo y su versión vulgarizada, llamada flamenco. García Lorca también se interesó por este festival. Era entonces un joven de veintitrés años que pasaba los veranos en la casa de sus padres, en las afueras de la ciudad, y los inviernos en la famosa Residencia de Estudiantes de Madrid. Era muy aficionado a la música y, como el folclore estaba en el aire, compartía plenamente el entusiasmo de su amigo Falla por la canción popular y la música de guitarra de su provincia.

Me gustaría poder describir este ambiente de música, el cante jondo, las corridas de toros, los paseos a la luz de la luna por el Albaicín o por la Alhambra y las conversaciones literarias, de las cuales surgieron los poemas y las obras teatrales de García Lorca; pero, desgraciadamente, no puedo hacerlo con una descripción de primera mano. Nunca conocí a Falla y mis dos encuentros con García Lorca fueron tan insignificantes que solamente tengo un vago recuerdo de ellos. Pero cuando, años después, leí su Romancero gitano sentí cuán impregnados estaban esos poemas de la Granada de aquellos días, que tanto ha cambiado de humor y sentimientos en los últimos tiempos.

Los años veinte fueron un período de prosperidad económica que siguió a una o dos décadas de mejora y renovación cívica. El tranvía eléctrico se hallaba en su primera gloria y navegaba como un cisne por en medio de las calles, rechinando y chillando mucho menos que hoy, y sus tentáculos llegaban a través de campos y olivares hasta los pueblos vecinos. De esta misma época data la luz eléctrica, quizá el único de todos los inventos del siglo XIX que fue bien recibido por los españoles, pues les permitió convertir en realidad algo que siempre habían deseado: hacer de la noche día. Sin embargo, faltaban todavía los coches. Luego cayó del cielo la Dictadura del general Primo de Rivera y las carreteras que los anteriores habían construido fueron asfaltadas, e hizo su aparición el motor.

Aunque Granada tenía todo el aspecto exterior de una ciudad moderna (su nueva calle principal, que atravesaba un barrio antiguo, era de una fealdad genuinamente moderna) continuaba perteneciendo espiritualmente, y por la fuerza de la inercia, al pasado. Los niños todavía jugaban al corro en las plazas, los aguadores pregonaban su agua de la Fuente del Avellano, las cabras subían por las escaleras para que las ordeñaran, las pastelerías todavía no habían aprendido a hacer pasteles franceses y los heladeros seguían subiendo en mula a las cimas de la sierra en busca de hielo, lo mismo que se venía haciendo desde la época de los árabes. Desde la mañana hasta la noche, la plaza de Bibarrambla, que hoy está tan muerta, estaba llena de campesinos con sus trajes de pana negra, sus largas blusas negras y púrpura y sus pañuelos en la cabeza. Ese era el sobrio traje de todo el año de las gentes del campo, que contrastaba con las melodramáticas capas ribeteadas al frente con seda escarlata que los hombres de la clase media llevaban en los meses de invierno. ¿Y quiénes eran aquellos jóvenes que aparecían al caer la tarde apiñados como polillas contra las rejas de las plantas bajas? Eran los novios, que hablaban de amor y de matrimonio con sus novias, situadas al otro lado, dentro de la casa.

Una de las cosas que menos había cambiado en Granada era la manera de cortejar. Databa del siglo XVIII y era una cosa mucho más interesante de lo que sugieren sus aspectos pintorescos, de la misma manera que la corrida es algo más que el traje de los toreros y el paseíllo ceremonial. Para comprender cómo funcionaba esto hay que asentar la idea de que los sexos estaban rígidamente separados. Una chica no podía ser vista fuera de casa con un joven, aunque estuviera correctamente acompañada, sin provocar un escándalo, y tampoco podía ella esperar encontrarse con un hombre en una casa particular al menos que fuera hermano de una amiga del colegio, porque, excepto en ocasiones muy raras, no había nunca bailes, ni fiestas, ni diversiones. Sin embargo, ella podía intercambiar palabras fugaces o miradas durante el paseo de la tarde y, si tenía novio, pasar todas las tardes, hasta la media noche, hablando con él en la reja de su ventana.

Una chica podía cambiar de novio muchas veces, aunque manchara un poco su reputación al hacerlo, porque un noviazgo únicamente se convertía en compromiso serio cuando los padres daban su consentimiento formalmente y se fijaba para poco tiempo después la fecha de la boda. Cuando esto ocurría, el novio era invitado a la casa, se hacía amigo de los hermanos de su chica y era tratado (excepto quizá por el padre, que podía ser que no se ablandara hasta el día de la boda) como un miembro más de la familia, mientras que hasta entonces había sido un enemigo potencial que debía ser mantenido más allá de las rejas de la ventana. Durante el cortejo en la ventana, los parientes varones de la muchacha, al entrar y salir de la casa, debían hacer como que no notaban la presencia del novio. Este tipo de cortejo tenía sus ventajas. Para empezar, no eran necesarias las presentaciones. Un joven podía conocer a cualquier chica que viera en la calle simplemente con mirarla fijamente al pasar a su lado, seguirla hasta su casa y luego pasear la calle arriba y abajo hasta que la muchacha, si estaba libre y le gustaba el pretendiente, le hacía una señal y aparecía aquella noche en la reja. Si su conversación le resultaba agradable, el muchacho podría convertirse en novio de la muchacha, y después de esto él sería el único hombre fuera de sus familiares que podría bailar con ella e incluso, si ella tomaba en serio sus obligaciones, el único hombre al que podría mirar. Los novios también tenían sus deberes. Debían llegar todas las tardes al oscurecer a la ventana de su novia y quedarse allí, con un corto intermedio para la cena, hasta medianoche o incluso hasta más tarde. Esto se llamaba estar pelando la pava. No deja de ser significativo el hecho de que, entre las clases trabajadoras, el acto de pedir a una chica relaciones fuera llamado pedir la conversación, puesto que la vida de una pareja de novios consistía en estar hablándose sin descanso.

En estas circunstancias, la chica que podía disponer de una ventana en una planta baja era una privilegiada. Si vivían en una planta superior tenía que arreglárselas y pedir prestada la habitación a la familia que viviera abajo, o a la de algún vecino o pariente en quien su familia tuviera confianza. Si esto fallaba, el novio tendría que quedarse en la calle y hablar a gritos para que le oyeran en la segunda o tercera planta. Hasta que las costumbres se liberalizaron en los años treinta y se dejó que los jóvenes fueran juntos al cine, a nadie se le ocurría construir casas altas, porque nadie las hubiera comprado. Una chica que viviera en un piso alto nunca podría casarse.

A Andalucía se la suele considerar como un país de actitudes románticas, pero es también, como Irlanda, un país de absurdos. Por eso, el clásico cuadro de la muchacha asomada a la ventana enrejada acompañada por su galán embozado en su capa y tocado con un sombrero cordobés, puede compararse a un espectáculo muy diferente. En los portales de la mayoría de las viejas casas españolas solía haber un pequeño agujero, cerca ya del suelo, para uso de los gatos (en los conventos solía haberlo siempre, y en la Encarnación de Ávila, donde Santa Teresa pasó una gran parte de su vida, había uno en la puerta de su pequeño apartamento, o celda, de tres habitaciones). Estas gateras, pues ese es su nombre, eran empleadas en algunas zonas por los novios en lugar de las ventanas. El hombre se tumbaba o se agachaba sobre el pavimento de adoquines y la chica tomaba la misma posición en la parte de adentro, pero —y aquí está lo importante— invisible a los que pasaban, protegida así de las miradas que pudieran ofender su modestia. Yo he visto esta clase de cortejo en el Albaicín, pero su verdadero centro estaba en ciertos pueblos grandes de Cádiz y Sevilla, donde hábitos tan anticuados pervivieron largo tiempo. En una noche cualquiera podían verse en las largas y vacías calles de estas ciudades campesinas (deslumbrantemente blancas por la luz de la luna) una fila de figuras embozadas y postradas hablando en susurros con sus novias.

Puedo hablar del rito del cortejo a través de las rejas por experiencia propia. Durante una temporada, a finales de los años veinte, residí en una pequeña pensión en Almería. Un día salí a darme un paseo, pues me sentía un tanto aburrido, cosa que me pasaba con frecuencia en aquella hermosa ciudad. Al volver una o dos horas después por las callejuelas polvorientas, en esa hora inquietante en que el cielo toma el color carmesí y toda la calle parece fundirse en el crepúsculo, me di cuenta que un par de ojos negros me miraban desde las rejas de una ventana. Di la vuelta y volví a pasar. Los ojos todavía permanecían allí, una pálida nariz bizantina y una boca aparecieron bajo ellos, dibujaron una sonrisa y, después de dar una o dos vueltas más, me encontré parado en el lugar e incluso agarrado a la reja. La chica se llamaba Carmen y, antes de que me diera cuenta de lo que había pasado, era yo su novio.

Mis horas de servicio eran: desde las siete hasta las nueve y media y desde las diez hasta las doce. Engullía rapidísimamente mi cena y me vi obligado a prescindir de mi habitual café. Allí me la encontraba siempre, enmarcada por la oscuridad de la habitación, con las luces de la calle iluminando su cara, en la que estaba fijada una sonrisa dulce, pero más bien convencional. Y entonces emprendía yo la tarea de conversar entre rejas con una chica a la que no tenía nada en absoluto que decir.

Como persona, Carmen no me causó nunca una impresión demasiado precisa, ya que sus sentimientos siempre fueron enmascarados por el papel que estaba representando. Muchas de las cosas que decía parecían formar parte de un ritual. Nunca llegué hasta su ventana sin que me dijera: «¡Qué tarde llegas!», ni nunca me marché sin que me preguntara: «¿Por qué tienes tanta prisa en marcharte?». Estas frases, y otras por el estilo, parecían formar parte del lenguaje convencional del noviazgo; estuvimos jugando a estar enamorados, de la misma manera que la gente juega a conversar en las visitas protocolarias. Y por fin, cuando al sonar las doce, ya medio muerto de fatiga, me arrancaba de la reja, ella me sonreía y me decía en un tono que supongo que quería ser picaresco: «Ahora, cuidado, no te vayas a uno de esos sitios malos». Parecía que el formalismo exigía que yo debería estar excitado por aquellas horas frente a la chica en la reja, que necesitara alguna satisfacción.

Los padres de Carmen tenían una tienda de ultramarinos especializada en la venta de jamones, salchichón y bacalao. Cuando se pasaba enfrente de la puerta de la tienda, que estaba situada en una calle paralela a aquella donde yo tenía mi puesto, podían verse todos estos géneros colgados del techo en filas grises y sin atractivo. En su familia había un tío que había sido torero y varios hermanos que eran aficionados y que ella se esforzaba por presentarles como gente quisquillosa y feroz, llenos hasta los topes de orgullo y de pundonor. Me decía que si ellos tuvieran la más remota idea de que un desconocido hablaba a su hermana en la ventana, «¡Oh! ¡No puedo ni pensar lo que serían capaces de hacer!». Parecía como si quisiera ofrecerme el cuadro de sus siete hermanos dispuestos a defender una muy estricta idea de su honor, aunque yo realmente sabía suficientes cosas sobre España como para estar seguro de que su familia estaba muy al tanto del cortejo y de que quizá en aquel mismo momento estaban considerando —aunque siempre del modo más caballeroso— cuántos miles de reales, o duros, podría yo aportar como yerno. Pero para Carmen, con sus ideas anticuadas (había aprendido a tocar la guitarra en lugar del piano y podía cantar cante jondo), había que mantener durante el tiempo más largo que fuera posible la convencional idea del galán como ladrón, que tanto interés prestaba al cortejo.

Mi noviazgo se terminó de forma abrupta y dolorosa. Yo había estado cortejando a Carmen pacientemente y con toda circunspección durante un par de semanas, y había llegado hasta el punto en que se me permitía tener uno de sus dedos en mi mano, cuando me vino la cruda idea anglosajona de que debía avanzar un paso más y darle un beso a través de las barras de la jaula. Pero cuando intenté hacerlo me encontré con una reacción inmediata. Retirándose varios pies dentro de la habitación, ella me dijo, aunque con una sonrisa, para suavizar la dureza de la negativa, que jamás los labios de hombre alguno habían tocado los suyos, ni nunca permitiría que lo hicieran hasta que los de su marido se posaran en los suyos la noche de bodas. Luego, al ver que aquellas palabras tenían sobre mí un efecto congelante, me hizo una oferta. Se vería conmigo a la tarde siguiente en cierto lugar de los jardines públicos acompañada de su hermana menor y podríamos pasear un poco. Pero yo debía comprender que aquello era una concesión extraordinaria a la cual ella nunca hubiera accedido si yo no fuera un extranjero, acostumbrado a una mayor libertad en estos asuntos.

Llegó la hora y me aproximé a la cita. Y allí, al final de la avenida de árboles, vi a dos chicas vestidas de negra seda brillante, de pie, con las manos cruzadas, bajo un árbol de flores blancas. Una de ellas era muy joven, una niña, mientras que la otra, que podía tener unos veinticuatro años, era baja y rechoncha, casi una enana. Tenía la cara de Carmen —una cara guapa y distinguida, que no tenía nada de estúpida—, pero ¡qué cuerpo! En un acceso de pánico di la vuelta y hui, incapaz de enfrentarme con la prueba de conocerla y pretender que nada había pasado, cuando realmente su pequeñez hacía que mi alta estatura pareciera una deformidad.

La situación había llegado a un punto insostenible después de esto. Aquella noche tuve que tomar varias copas antes de reunir el valor para enfrentarme con ella en su ventana. Mientras me acercaba podía ver su blanco rostro, de pómulos salientes, sus ojos negros fuertemente arqueados mirando a través de las rejas. No se había cambiado el vestido negro, que le sentaba tan mal, y sus labios estaban más pintados que nunca, mientras que había sustituido el clavel de su pelo por un lirio rojo. Había un olor más intenso que lo acostumbrado a agua de jazmín y parecía que, no sé cómo, Carmen era otra vez alta y delgada. Rápidamente le di la caja de bombones que había comprado y, sin mencionar mi falta de la tarde, le dije que había recibido un telegrama diciendo que mi madre estaba enferma y que me marchaba al día siguiente para Inglaterra. Me expresó su condolencia —disimulaba muy bien— y yo prometí escribirle. Dulcemente, como si me creyera, sonrió. Pero aquel gesto de su rostro, severo y melancólico como el de una dama de la corte de los Paleólogo, no era en vano y yo sabía que en su interior se sentía orgullosa e incrédula. Luego le dije adiós. Mientras me inclinaba para besarle la mano se abrió una puerta detrás de ella dejando entrar un poco de luz y vi que estaba de pie sobre un escabel de madera. No, no me había equivocado.

Este relato de mi breve noviazgo es, naturalmente, poco más que una caricatura de las relaciones de un español con su chica. Pero una cosa puede observarse en él. Como en aquel tiempo no había ningún futuro para una mujer española que no se casara, y como al llegar a los veinticinco años era, por lo general, demasiado tarde, a menudo desesperaban de encontrar marido. ¿Cuál era la mejor manera? Belleza, encanto, posición, dinero, todo contaba, pero para algunos hombres contaba más una reputación de modestia y reserva. Una chica de la que se sospechara que había sido algo libre con su novio —por ejemplo, haberle dado un beso— podía tener dificultades en encontrar otro si perdía el que tenía. Había pequeños campesinos que exigían de sus mujeres un grado de intangibilidad casi oriental. En su opinión, una muchacha de la que se supiera que había bailado con un hombre o que había tenido un novio, incluso en los términos más distantes, se había descalificado a sí misma. Estas ideas eran especialmente corrientes en Granada y, para mantenerlas, existía una clase de chicas severas y recoletas que se enorgullecían de no haber mirado nunca por la ventana ni haberse demorado en el balcón, ni siquiera haber participado en los paseos de la tarde. El único día del año en que se podía estar seguro de verlas a todas era la fiesta del Corpus Christi, cuando todas salían y se paseaban con sus vestidos nuevos. Y no eran necesariamente vulgares. Una que me señalaron ese día y que tenía fama de ser inaccesible a los hombres, era una de las mujeres más hermosas que he visto en mi vida. Era hija de un rico campesino, nunca salía de casa, salvo en hora temprana, para ir a misa, y tenía cinco hermanos que la guardaban.

Casos como este, sin embargo, eran excepcionales. La mayoría de las chicas estaban intensa y activamente ocupadas en la búsqueda de un marido. Ahí radicaba la importancia del balcón. Hasta que aparecía un novio y se le llevaba a las barras de la reja, un balcón en un primer piso de una casa anticuada ofrecía a una chica las mejores oportunidades de encontrar uno. Allí, lo suficientemente elevada sobre la calle, enmarcada por tiestos y persianas verdes, con algo para coser en la mano, adquiría un aspecto sencillo y natural que sería peligroso tener en otro lugar. Un joven que la mirara al pasar sentiría que había sorprendido un momento de su intimidad en la familia, tal como podría ser un día si él le pidiera que se casaran. Por otra parte, para la chica, el balcón era un respiradero, un punto para mirar al mundo, desde el cual podría mirar y ser mirada sin comprometerse. Esto lo convertía en un lugar poético, como puede serlo una chimenea o un hogar en las tierras del norte, un foco en torno al cual se reunían los deseos, porque era la frontera de la casa —el territorio de la mujer— que daba a la calle —que pertenecía a los hombres—. También, aunque nadie se acordaba ya de ello, representaba la victoria que las mujeres habían obtenido cuando en el siglo XVIII habían echado abajo las celosías que cubrían las ventanas de sus habitaciones, como todavía cubren las de los conventos, estableciéndose, con sillas y todo, al aire, sobre la calle. La libertad de la cita en la reja vino después.

Si nos preguntamos cómo llegó a producirse un patrón semejante de relaciones sexuales, encontraremos que, sin duda, ha habido influencia musulmana, pero que, fundamentalmente, no es más que el desarrollo del patrón clásico de los pueblos del Mediterráneo. Está basado sobre la creencia, muy antigua, de que los sexos están poseídos por poderes y aptitudes mágicos enteramente diferentes y que, por tanto, sus papeles en la sociedad deben ser mantenidos muy distantes el uno del otro. Para asegurarse de que esto se realiza así existían tabúes muy severos que prohibían que el hombre hiciera el trabajo de la mujer y que la mujer hiciera el trabajo del hombre, incluso a costa de grandes inconvenientes. Cualquiera que quebrantara uno de estos tabúes sufriría una pérdida en su propia estimación, porque desde la niñez se había enseñado a los niños a estar tan orgullosos como les fuera posible de su virilidad, y a las mujeres, de su feminidad, y que meterse en los asuntos del sexo opuesto les acarrearía una especie de contaminación. Esto quiere decir que cada sexo tenía su propia esfera vital, de la cual no podría apartarse bajo ninguna circunstancia, y además sus propias normas éticas.

El paso siguiente se dio cuando estas dos mitades de la sociedad, que tenían costumbres y reglas de conducta tan diferentes, tuvieron que relacionarse entre sí. No había apartheid sexual en los países árabes, porque los jóvenes y las jóvenes, aunque separados por barreras físicas, tenían numerosas oportunidades para verse y buscarse en privado. A decir verdad, las barras de la reja estaban tan lejos de ser un obstáculo real que se puede decir que lo que hacían era aumentar la intensidad de la fuerza que jugaba a través de ellas, de la misma manera que una presa aumenta la fuerza de un río. El amor nacía, como siempre, de la dificultad, y el hecho de que dos novios nunca pudieran estar juntos en el mismo lado de la reja les daba una naturalidad y soltura en la conversación desconocidas por nuestros antepasados victorianos.

Tal sistema, en aquellos años de que hablo, daba a la vida andaluza distinción y limpieza y, en el sentido griego de la palabra, belleza. ¡Qué diferencia con la situación en la que parecía que nos movíamos en Inglaterra! ¡Aquí, en nombre de la justicia y de la igualdad, se trataba de hacer que los hombres y las mujeres fueran lo más parecidos posible!

Así podemos decir que lo que distinguía el patrón de las relaciones sexuales en el sur de España de los del norte de Europa era que se levantaba una barrera física entre los jóvenes y las jóvenes; pero al mismo tiempo se les facilitaba que se vieran mutuamente en lugares públicos y privados. Las calles tomaban el lugar de los salones de baile de otros países. Aparecían las muchachas peinadas y perfumadas, con el pelo recién arreglado; los tacones dotaban a su manera de andar de un movimiento lento y deliberado, con las cabezas y los torsos erguidos, como si ignoraran lo que hacían las piernas. Gran parte de los ahorros de los padres se habían invertido en producir este resultado, porque el hombre debía ser deslumbrado, fascinado y tentado, para que se sintiera movido a declararse y renunciar a sus ventajas de soltero. Pero, si consideramos a los casados, veremos que la situación era totalmente diferente. Hombres y mujeres no se conocían, no podían encontrarse ni debían saludarse. Los celos de los maridos flotaban como una nube en el aire. La respetabilidad de las mujeres casadas veía incluso en los varones más imposibles un riesgo para su castidad. De común acuerdo, los vecinos daban la peor interpretación a los actos más inocentes. Porque Eros era poderoso. Eros era fuerte y además tenía un apetito ilimitado y ningún sentido de la discriminación. Cualquier hombre o mujer eran capaces de correr el uno a los brazos del otro en cualquier momento —por lo menos esa era la teoría—. Por ello, cuando dos personas estaban juntas y solas se corrían grandes riesgos.

Pero esto no significa en absoluto, como han supuesto escritores como D. H. Lawrence, que la vida sexual de esta gente —tomando aquí la palabra en su sentido más estricto— fuera más intensa o más libre de culpabilidad que la de los anglosajones. Más bien, era todo lo contrario. Los jóvenes españoles se acercan al amor con un espíritu romántico y puritano que deja muy poco campo a la sexualidad. Incluso después del matrimonio, las mujeres, con frecuencia, son frígidas, porque, bajo la influencia del catolicismo, consideran el acto sexual como algo indecoroso al que hay que someterse pacientemente para tener sujeto al marido y tener hijos. Luego llegan estos. Casi inmediatamente, la mujer empieza a vestir de oscuro, como una persona mayor, sale de casa cada vez menos y se convierte, con profunda satisfacción de su marido, en una figura maternal. Esto es lo que él siempre ha querido; por esto se ha casado. Ha vuelto a crear la casa feliz de su niñez y él es, al mismo tiempo, su propio padre y el mayor de sus hijos, atado por una ley que no admite el divorcio de la madre-esposa. Ha sido alzada la maldición del sexo y, bajo el gran sistema matriarcal del país, sus hijos crecen para continuar con la misma tradición. Él mismo, sin por eso sentirse muy desleal a su mujer, puede buscar aventuras y satisfacciones sexuales fuera de su casa.

Si, a pesar de todo, se quiere considerar la actitud de las mujeres hacia el amor físico desde otro ángulo, uno puede mirar fuera del matrimonio. Como es de esperar, en las ciudades hay muchos asuntos subrepticios. Estos se dan entre hombres de una clase y mujeres de niveles más bajos, aunque esta regla tiene muchas excepciones.

Excluyendo Madrid, donde se da la variedad que puede brindar cualquier metrópoli, se puede decir que en casi todos estos casos las mujeres, por muy respetables que sean en otros aspectos, se dan por dinero. Como decía un amigo mío español, un don Juan siempre tiene el bolsillo bien provisto. Una mujer que se entrega a un hombre que no es su marido sacrifica un bien que, se piense lo que se piense hoy en día en Inglaterra, es todavía altamente considerado en España: su honra. Aunque privadamente no le dé importancia o lo trate como un asunto que tan sólo afecta a su fama, ella esperará que le den algo a cambio de esa honra, y si no lo recibe sufrirá y no sólo en su bolsillo, sino en el sentido de su propio valor. Una mujer inglesa puede opinar que ella es pagada en diversión y placer, pero una opinión semejante contradice la creencia española de que en estos casos la mujer da más que el hombre. Incluso el Código Civil sanciona este punto de vista al hacer del adulterio de una mujer una justificación para el divorcio, pero no así del cometido por el varón, a menos que sea público y escandaloso. Pero ¿qué ocurre si realmente la mujer está enamorada? Por supuesto, rechazará toda clase de compensación económica, pero lo único que se puede decir es que en los pueblos y ciudades provincianas esto es muy raro. En estos lugares, las oportunidades de conocer a personas del sexo opuesto casadas son tan escasas que unas relaciones amorosas íntimas son casi imposibles, como no sea entre miembros de una misma familia. Y, además, situaciones de este tipo no son idealizadas en absoluto. No estoy muy seguro de que, por lo menos en la clase media baja, la mayoría de las mujeres casadas no considerarían más respetable entregarse por dinero que por amor, especialmente si el dinero es para comprar una ropa mejor y así elevar su status social. Desde el momento en que se sale de los niveles de indigencia, la apariencia, el nivel de vida, es lo que cuenta, como hoy en Inglaterra. En un estudio sobre las relaciones sexuales en el sur de España hay que tener siempre presente la influencia de la Iglesia. Esta es en sí misma una especie de figura maternal. Envuelve a todo el mundo y a menudo parece una sociedad particular de las mujeres de la clase media, a las que proporciona un elemento mágico que les hace aferrarse a su lucha pasiva con sus maridos. Porque todo el que conoce España se percata enseguida de la abundancia de matrimonios en los que la mujer es profundamente piadosa y el hombre es irreligioso. Esta es una situación bastante normal. El sentido de la honra de los hombres está en agudo conflicto con las enseñanzas de la Iglesia, sobre todo en el campo sexual, mientras que se siente irritado por las numerosas, pequeñas y minuciosas reglas y normas que le tratan —piensa— como si fuera un niño. Excepto en Irlanda, donde la bebida y la violencia ocupan el lugar del sexo y del orgullo sexual, el catolicismo produce anticlericalismo por una reacción casi química. Pero en tiempos normales no se debe tener demasiado en cuenta esta división en la familia, porque en el fondo de su corazón el marido aprueba la piedad de su esposa, piensa que él solamente está haciendo novillos y que, después de haberse pasado la vida atacando y despreciando a la Iglesia, volverá a ella a tiempo de recibir los últimos sacramentos.

Esta manera de hacer novillos es tan típica del varón español que puede, sin demasiada exageración, explicar muchas de sus actividades. Explica, por ejemplo, el persistente donjuanismo de los hombres de edad madura o mayores que pueden permitirse el lujo de pagar por sus conquistas. Explica su actitud política absurda, normalmente revolucionaria, que termina en fracasos o desastres. Explica su falta de sentido de la responsabilidad social. Es como un niño mimado —todos los niños son mimados en España— que ve la vida como una sucesión de aventuras, en la cual, por supuesto, él desempeña el papel principal. Por otra parte, el sólido soporte de la vida cultural española que mantiene en pie a esta sociedad naturalmente anárquica, es el trabajo de la mujer. Cuando termine la revolución, su conservadurismo intocado devolverá al país su modo de vivir de hace siglos, haciendo que los discursos y las actividades de los hombres parezcan tan sólo un poco de espuma en la superficie.

Es justamente por ahí por donde ha entrado la influencia de la Iglesia. Al debilitarse la sujeción en que mantenía a los hombres empezó a preocuparse más de la mujer. Los obispos tronaron contra la inmoralidad, representada a sus ojos por las mangas cortas, los trajes escotados, los bañadores modernos y, algunas veces incluso, los bailes. En sus reuniones de beneficencia en las iglesias y en sus reuniones sociales las mujeres captaron la idea, y su fuerte reserva y su modestia naturales salieron fortalecidas. Un español me dijo una vez: «¿Sabe usted por qué se casaron tantos castellanos con judías en la Edad Media? Porque ellas eran sensuales. Nuestras mujeres no se entregan nunca, ni a sus maridos ni a nadie». Pero no cabe duda de que, a pesar o incluso por esta reserva y orgullo de las esposas, muchos matrimonios en España son felices. Esto se debe, dirá un español, a que no están montados sobre la base del amor, es decir, de la pasión, sino sobre el cariño, que es un afecto fuerte y tierno. Esto es, sobre la amicitia recomendada por Santo Tomás de Aquino. Si más tarde el marido, en busca de un poco de animación en su vida, empieza con aventuras, la esposa, si lo sospecha, normalmente se consolará pensando que así son los hombres y que, aunque es muy desagradable, hay que aguantarse. A menos que el matrimonio haya sido un fracaso desde el principio, la mujer no sentirá ningún deseo de imitarle.

Los españoles, desde luego, no se han sentido nunca atraídos por la galanterie formal de los ingleses. En el siglo XVIII, el sistema italiano del amante autorizado o cicisbeo existió algún tiempo en los círculos cortesanos, pero no sobrevivió a la Guerra de Independencia. Todos sus sentimientos y pensamientos sobre el amor se limitan al cortejo de dos jóvenes que, si todo va bien, llevarán su romance a feliz conclusión al contraer matrimonio. Hace mucho que este cortejo fue fijado en formas rituales, tales como la ronda del enamorado bajo el balcón de la novia, la serenata de medianoche y, lo más importante de todo, la conversación nocturna de la reja. Con la ayuda de un clima espléndido estas cosas proporcionan a la vida una agudeza y garra especiales, al dotar al cortejo amoroso, que es algo esencialmente privado, de un elemento de drama y exhibición. Más tarde, en los años treinta o un poco antes, la atmósfera empezó a cambiar. Del extranjero llegaron nuevas ideas sobre la independencia de la mujer, y con la proclamación de la República empezó a subir la tensión política. Llegó la guerra civil y, al terminar, nada quedaba del rito del cortejo en la ventana. Y no ha sido revivido. El novio de hoy lleva abiertamente a su novia al cine, a un bar de moda o al café. Pero, por debajo, muy poco ha cambiado. La castidad de hierro de las muchachas españolas se ha fortalecido con la revitalización religiosa, de manera que, cuando una pareja se sienta a oscuras en un cine o va a casa por callejones apartados, el fantasma de las barras de la ventana se interpone entre ellos. Y se puede observar que las chicas de la clase media alta, que son las que probablemente están más influidas por la Iglesia, son las que obran con mayor libertad. En las familias de las clases trabajadoras tienen menos libertad porque sus padres piensan que los novios aprovecharán la más mínima posibilidad que se les presente para seducirlas. Si no lo hacen así, los jóvenes serán considerados blandos, pues en el mundo formal español, donde todo está organizado para producir y mantener una tensión, el hombre tiene la obligación de empujar hacia adelante y la muchacha de resistirle. Si ella no es capaz de hacerlo, está perdida, porque luego su novio la despreciará por no preservar su castidad y se negará a casarse.

Había terminado de escribir estas páginas sobre las costumbres andaluzas referentes al cortejo y al enamoramiento cuando un amigo español, con el que estaba discutiéndolas, me dio una idea ingeniosa sobre el tema, que, admito, no se me había ocurrido antes: la conexión entre el amor y la política. Con la ayuda de uno o dos vasos de vino esta idea creció entre nosotros hasta adquirir una cierta consistencia y verosimilitud. La expreso, más o menos en sus palabras, por lo que pueda valer.

La política, según mi amigo, es la pasión primaria y fundamental de todo español, el cuadro donde se vuelcan sus energías agresivas inconscientes. El amor no es capaz de competir con ella, ni lo ha sido nunca en ningún momento de la historia española. Así, se podría decir que el verdadero don Juan era un hombre que iba por ahí rompiendo las urnas y que la famosa novela renacentista, La Celestina, es una alegoría sobre un cacique que apoyaba a un partido izquierdista de soñadores, pero que fue destrozado junto con él cuando los pistoleros se encontraron con que les negaban los salarios que pedían.

¿Cómo sucede esto? Una mañana tiene lugar un pronunciamiento e inmediatamente termina en un silencio deprimente la era de los debates parlamentarios, de los insultos con palabras finas, de los estallidos de las bombas, de la quema de iglesias. Los periódicos se convierten en lectura demasiado aburrida. Los discursos del partido único y victorioso son todavía más insufribles. Excepto en los días de corrida —y desde la muerte de Manolete estas han empeorado— la vida se vuelve insoportable. Y luego, una bonita tarde de primavera, justamente cuando aparecen los primeros kioscos de helados en los parques, los hombres descubren el hecho de que existe otro sexo en el mundo llamado las mujeres. ¡Qué descubrimiento más delicioso! ¿Cómo es que no nos habíamos dado cuenta en estos años? Seguro que nuestras mujeres son las más hermosas, las más simpáticas, las más vivaces y las más seductoras que hay en el mundo. Y no son, ¡oh, no!, como las liebres o las perdices de las sierras que deben ser seguidas y acechadas durante horas sin fin; al contrario, se las encuentra en todas partes, con sus zapatos de tacón y sus ojos lucientes como los faros de una bicicleta y sus cabellos como auroras boreales. Cada paseo vespertino es un desfile de maniquíes donde uno va a admirar y a elegir, no el vestido, sino la chica que está dentro de él.

Por eso nosotros vamos a hacer algo que pocos pueblos liberales han hecho antes, y es alabar a las dictaduras. Para grandes sectores de la sociedad hay períodos de felicidad obligatoria cuando el Homo hispanicus se ve obligado a apartarse de la búsqueda del poder y del engrandecimiento de su autoestima, a la que le inclina espontáneamente su naturaleza, para volverse al cultivo del placer, que considera despreciable. El amor, el mirar a las mujeres y llevar limpios los zapatos han pasado a ser la orden del día, de modo que para mucha gente habría llegado la utopía, si no fuera porque para poder procurarse todas estas cosas hace falta más dinero. El nivel de vida ha subido durante la veda de la política, pero el nivel de las necesidades ha aumentado mucho más, de manera que ningún alza de salarios puede mantener su ritmo. Se produce el descontento general, la Dictadura cae y la orquesta democrática empieza a tocar con sus instrumentos magníficamente desafinados, mientras que las calles se llenan de novias y de queridas olvidadas.

—Esta es —dijo mi amigo, haciendo una seña al camarero— la historia española. Se puede decir lo que se quiera sobre ella, pero de todos modos tiene el ritmo de la vida. ¿Piensas que realmente puedes decir lo mismo de vuestro sistema?