La Granada de los años veinte era una ciudad provinciana tranquila, sosegada y reservada, apenas turbada por los turistas, excepto durante el mes de abril y muy distinta de esa agitada ciudad en expansión que es en la actualidad. Su encanto radicaba, por supuesto, en su situación: la inmensa llanura verde, las montañas cubiertas de nieve, los olmos y cipreses de la colina de la Alhambra, los arroyos de aguas rápidas y ruidosas. Todos estos elementos componían un conjunto que nadie confiaba encontrar en ninguna otra parte. Pero la ciudad era también atractiva por sí misma. Sus calles, sus plazas, sus perspectivas y paseos públicos no eran lo bastante impresionantes como para captar al turista normal, pero poseían bastante carácter y variedad para el residente. Y, además, ahí estaba la llana y verde campiña con sus grandes olivos centelleantes y sus arroyos claros ribeteados de flores de lis azules y de bosquecillos de álamos en la ribera. El lugar tenía calidades líricas, una elegancia de situación y detalle, de tono y forma, que evocaba Toscana o Umbría más que la dura y leonada piel de España.
No todo el mundo estará de acuerdo con este cuadro, dado que existe una tradición en los libros de viajes ingleses y franceses, establecida por los primeros escritores románticos, según la cual Granada representa la cumbre de lo exótico y lo oriental. Pero al visitarla se comprueba que, a pesar de su latitud, tiene un carácter y un clima mucho más norteño que Nápoles. Una ojeada a una guía lo confirmará, pues está situada a una altitud de seiscientos cincuenta metros sobre el nivel del mar, y las lluvias, en invierno, superan a las del sur de Inglaterra. Aunque ese glorificado torreón, el palacio de la Alhambra, recuerde durante algunos meses del año el aburrimiento de las bailarinas y el parpadeo de la luz y del calor, las lluvias del otoño borran rápidamente esa impresión. Ya en diciembre, el visitante se encuentra rodeado por cosas norteñas —el toque frío del aire bajo el sol, las castañeras acurrucadas en las esquinas de las calles, las hojas amarillentas que yacen fosilizadas en los caminos y la neblina de la mañana, en ascenso desde la llanura—. Y luego viene el año nuevo; la nieve cae, cuelgan témpanos de hielo de los aleros y la Alhambra toma un aspecto que, a pesar de todo su pintoresquismo, nunca queda plasmado en las postales. Los ciudadanos de esta poética ciudad están muy lejos de conformarse a la idea que tenemos sobre el carácter andaluz. Al contrario de los sevillanos y de los malagueños, son gente sobria y convencional, más puritanos que la mayoría de los españoles, poco dados a la risa y que visten de negro en cuanto pueden. Son independientes y animosos, obstinados en la defensa de sus derechos y muy trabajadores. Desde luego, están tan provistos de lo que suele llamarse «carácter» que fácilmente podrían pasar por castellanos, si no fuera por su amor a los jardines, a los tiestos y a otros refinamientos estéticos odiados por los habitantes de la Meseta, que viven de modo parecido a los campesinos de la Anatolia, en sus ciudades y pueblos de adobe. Pero la diferencia radica en que poseen una de las llanuras más ricas y mejor regadas de Europa, donde el trigo, las alubias, las patatas, el tabaco, la remolacha y el maíz crecen a la perfección entre los granados y los grandes olivos.
Esta llanura o vega, como la llaman, es, desde luego, la razón de la existencia de Granada. En tiempos de los moros sostenía a más de medio millón de personas. Luego, expulsados los moros, los cristianos la tomaron y la ciudad comenzó a declinar. En 1800, Granada, junto con los treinta y tantos pueblos circunvecinos, no llegaba a los cien mil habitantes. Pero la vega, aunque cultivada sin esmero, era tan fértil que continuaba produciendo con igual abundancia que antaño. Como el estado de las carreteras y la lejanía de los mercados no permitían más que la exportación de la seda, el coste de la vida alcanzó un nivel muy bajo. Granada llegó a ser conocida como la tierra del ochavico, porque casi nada en ella costaba más de esa cantidad. Según un novelista, Juan Valera, una familia podía alquilar una buena casa con sirvientes y caballos y consumir los mejores alimentos disponibles por seiscientos reales al mes, mientras que los hoteles más caros cobraban seis reales al día. Tal era la situación cuando, en la primavera de 1807, Chateaubriand hizo su famosa visita y colocó a la Alhambra en el mapa de los románticos, y Granada continuó sin muchas subidas de precios hasta 1870, cuando el ferrocarril a Málaga quedó terminado y un viaje que hasta entonces suponía tres días en diligencia pudo hacerse en uno. A continuación, la agricultura empezó a prosperar, y durante la primera guerra alemana se hicieron pequeñas fortunas con la remolacha y el eucaliptus, que crece rápidamente.
En mi primer viaje de Ugíjar a Granada paré en la posada de San Rafael, que estaba situada en la calle de la Alhóndiga, lugar de numerosas posadas y pensiones baratas. Aquí acudían siempre los arrieros de los pueblos de la Alpujarra oriental, como lo venían haciendo, según parece, desde el siglo XVII. Los dormitorios eran como pequeñas celdas sin ventanas que se abrían a un balcón de madera que daba la vuelta al patio, y su precio era de una peseta diaria. Posteriormente, don Fadrique, mi patrón, que había pasado una temporada en Yegen, me invitó a volver a pasar con él y con la familia de su mujer una o dos semanas en un pueblo de las cercanías.
Era agosto de 1920. Para escapar del calor del día, salimos un poco antes de la puesta del sol y viajamos casi toda la noche, montado él en su huesudo caballo gris, cargado con bultos y paquetes, y yo a pie, a su lado. La luna brillaba, los ruiseñores cantaban en los tamariscos y en los álamos, casi al alcance de nuestras manos, y una agradable frescura se levantaba del río al vadearlo. Descansamos durante unas horas en una de las ventas de la carretera (cada cinco o seis kilómetros había una, a lo largo de los caminos principales y de los senderos de mulas) y llegamos a nuestro destino a la tarde siguiente, sudorosos y polvorientos.
La casa en que vivía don Fadrique era un sólido edificio situado al final de una calle del pueblo. Su puerta principal daba a un patio interior cubierto por un toldo movible, y allí pasaba la familia las tardes de verano, y además había, por un lado, un salón oscuro, de persianas cerradas, en el cual las sillas talladas y doradas, envueltas ligeramente en muselina, se reflejaban en los espejos polvorientos, y al otro, un pequeño comedor con una habitación contigua, una especie de sombrío cuchitril donde la familia, según supe más tarde, pasaba los días de invierno apiñada en torno a la mesa camilla y al brasero. En las grandes casas españolas, donde la calefacción es tan difícil, los meses fríos provocan una contracción general, una retirada parecida a la del caracol, a la última y más pequeña celda, mientras que el primer signo del verano trae una expansión. Me di cuenta de que, aunque había una criada de aspecto desaliñado, doña Lucía cocinaba todo ella misma. Las familias ricas andaluzas suelen vestir bien cuando salen y generalmente tienen buenas casas, pero viven con economías. Hasta hace un siglo no conocían el uso de los platos, sino que comían todos en el plato común, como hacen en la actualidad las gentes más pobres de los pueblos. Naturalmente, no tenían invitados. Nunca olvidaré la bondad y la honestidad con que esta familia trató a un joven que vestía de pana y alpargatas, como un obrero, y hablaba un español execrable. Allí estaba yo, disfrutando de la mejor cama —un magnífico armatoste de latón pulido— en el mejor dormitorio —decorado en colores azul y rosa—, mientras que se me servía cuatro o cinco veces al día un té flojo, pero medicinal. Si hubieran podido me habrían proporcionado niebla londinense para aliviarme de la nostalgia que ellos pensaban que sentía. Pero al hablar de ellos me refiero sobre todo a doña Lucía. Su marido, mientras liaba un cigarrillo, me miraba con aquellos ojos habitualmente cínicos y divertidos. Sin duda se sentía satisfecho de que su inglés particular hubiera resultado un tipo verdaderamente excéntrico. La madre de ella y sus hermanos, molestos quizá por mi atuendo, se limitaban a ser corteses y amables.
Mi anfitriona sí que vertió sobre mí aquel calor generoso y aquella bondad que la experiencia posterior me enseñó a ver como característica de las mujeres andaluzas.
Desgraciadamente, no puedo decir lo mismo de su madre, doña Ana. Era una representante ruda y colérica del antiguo matriarcado. Una masculinidad retrasada había hecho crecer vello sobre su labio superior y sobre la barbilla, y cuando, como ocurría a menudo, se sentía fuera de conversación, su ego emergía y se desbordaba, gritaba y agitaba sus brazos, mientras que su corto y regordete cuerpo palpitaba por todas partes como un motor. Sus hijos se mantenían alejados cuando estaba en este estado y todas sus reclamaciones de atención caían sobre su hija. Pero incluso ella tenía cosas interesantes que contar. Todas las mujeres andaluzas de su edad podían recordar a la caballería cargando en las calles y a los miembros de la milicia revolucionaria registrando las casas en busca de armas. Sus relatos fueron mi primer contacto con la historia de España en el siglo XIX. Su fin fue terrible: algunos años más tarde se tiró por una ventana, en uno de sus ataques de irritación, y murió.
Doña Lucía tenía dos hermanos, uno de los cuales, Tancredo, vivía en la casa, y el otro, casado, vivía unas cuantas puertas más abajo. Aunque los dos habían estudiado derecho en la universidad, no hace falta decir que ninguno de ellos pensó jamás trabajar como abogado. Eran señoritos andaluces y sus vidas estaban totalmente entregadas a vivir de las rentas de sus tierras, que unas veces dejaban en arriendo a medias y otras en simple renta a los campesinos. Tanto por sus apariencias como por sus caracteres, los dos hermanos eran diferentes. Jaime, el hermano casado, era un hombre que había sacrificado voluntariamente su personalidad a un gran ideal: ser un caballero perfecto y cumplido. Para él, un perfecto caballero era el hombre que no podía permitirse ni la más ligera desviación de la norma. Debía ser tan similar a los otros caballeros perfectos de su club como un guijarro de la playa lo es de los demás guijarros. Ello significaba que estaba obligado a suprimir cualquier inclinación a afirmarse a sí mismo que pudiera sentir y a seguir la estricta vía de la corrección en el vestido, en la conversación, en las opiniones, en las maneras, en la caligrafía, en las formas de pasar el tiempo, en los amigos y en todo lo demás. Solamente se desahogaba en sus cartas (poseo algunas que tienen más de veinte páginas). Y llegaba a unos niveles de sublimidad y elocuencia al hablar de la restauración monárquica —sin una sola tachadura y escritas enteramente a mano— que me resultan imposibles de reproducir. Este hombre, a pesar de la forma implacable con que perseguía su meta de autoperfección, que me recordaba a veces la austera unilateralidad de los ascetas y místicos españoles, nada tenía de vulgar ni de pretencioso. Podía haberse ahorrado sus esfuerzos en pulirse, porque tanto por su voluntad como por su naturaleza fue siempre un caballero.
El otro hermano, Tancredo, era persona de tipo más común y más tosco. A primera vista se le hubiera tomado por un oficial retirado o, incluso, por un maestro de esgrima. Un sentimiento especial le embargaba en presencia de las mujeres. Ante ellas hacía reverencias y sonreía ampliamente, levantaba sus gruesas cejas, retorcía sus mostachos encerados y hacía que sus negras pupilas emitieran una especie de humedad que las hacía brillar. Y las mujeres, tal vez para demostrar que podían hacer lo mismo, le replicaban de parecida manera. Este aire de galán le dio en las fiestas y bailes a los que asistía en Granada una especie de popularidad donjuanesca entre las mujeres. Pero no estaba disponible para el matrimonio, pues, aparte del problema de su edad, tenía una amante. Era esta una mujer de mediana edad, esposa de un oficial retirado, que le había abandonado para dedicarse a una vida disoluta y del cual tenía un hijo y una hija. Tancredo pasaba parte del día con ellos y en lugar alguno se podría encontrar un ménage más respetable. El amante echaba continuamente sapos y culebras sobre los modales de los niños, deprimentemente aburridos y modélicos, y agotaba a la madre con la exuberancia de sus sentimientos paternales. Ella no podía decirle que eso era asunto suyo, como hubiera hecho cualquier otra esposa española, porque, como no estaban casados, dependía económicamente de él. Pero hay que decir, para hacerle justicia, que estaba dispuesto ansiosamente a casarse con ella, y al llegar la República, que legalizó el divorcio, tomó medidas para obtener su libertad. Su familia, cuyos sentimientos de humanidad eran más fuertes que su obediencia a la Iglesia, le apoyó en ello, pero antes de que el asunto pudiera solucionarse estalló la guerra civil y fue abolida la ley del divorcio.
El papel de la querida en el sur de España es algo distinto del que juega en otros países. Para el hombre casado es un lujo, tan caro como un coche americano, pero menos satisfactorio, pues no se puede enseñar a los amigos. En las ciudades de provincias hay pocos hombres lo suficientemente ricos como para sostener una carga semejante. Pero para el soltero es como una esposa de segunda categoría, y mientras que él siga viviendo en casa de sus padres y visitándola en un piso barato que le haya alquilado, le resultará una mujer económica. La situación generalmente empieza así. Un joven retrasa su boda porque no puede económicamente o porque no quiere perder su libertad. Mientras tenga dinero encontrará numerosas chicas, más o menos respetables, con las cuales divertirse. Luego, al envejecer, surge en él el deseo de una vida estable, pero tampoco quiere perder la posición privilegiada de que goza con respecto a las mujeres, debido a la dependencia económica de estas con respecto a él. Además, quizá se haya acostumbrado a la idea de que su vida sexual debe ser secreta y furtiva. Si vive con su madre y está emocionalmente fijado en ella, es probable que tal sea el caso. Lo que suele ocurrir es que encuentra alguna joven de la clase baja o de la clase media baja, se enamora un poco de ella y la instala en un piso en el barrio popular. Si ella llega a tener hijos de él, posiblemente la relación se convierta en permanente y en el lecho de muerte puede ser que se celebre la boda. Estos arreglos, hay que decirlo, suelen funcionar bien. La amante será fiel, aunque no sea más que porque sabe que la vigilan mil ojos hostiles y será abandonada enseguida si se compromete con alguien. El amante se mostrará bondadoso, porque tiene las riendas en las manos, y solamente visitará a la mujer cuando tenga ganas de hacerlo. Los dos considerarán que poseen algo que un matrimonio con una persona de su misma edad no hubiera podido proporcionarles.
Granada era una ciudad tan obviamente habitable —sus aguas, tan claras; sus paisajes, tan bonitos; sus confituras, tan excelentes— que era de esperar que tuviera una pequeña, pero sólidamente asentada, colonia británica. Los británicos vivían no en la ciudad, entre los españoles, tan amantes del ruido y de las multitudes, sino asentados sobre ella, en el borde sur —y por eso el más protegido— de la colina de la Alhambra. Allí ocupaban una fila de modestos cármenes o villas, cada uno con una porción de jardín y una pequeña vista sobre tejados, calles, iglesias, ríos, llanura y las distantes montañas, de forma de ballena. De pie junto a la puerta de una de estas villas se oían al atardecer los gritos y los ruidos de la ciudad, que subían como algo que se alejaba y que no tenía ninguna conexión con nada, mientras que las luces se iban apagando una a una.
El primero de estos cármenes pertenecía a William Davenhill, el vicecónsul británico. Vivía este con su encantadora familia —su madre, tres hermanas y un hermano— y ejercían una hospitalidad que muchos visitantes de paso recordarán con placer. El puesto era hereditario, pues su padre había venido de joven y había sido vicecónsul, y una de las hazañas de la familia Davenhill era que, aun siendo pura y totalmente ingleses, podían mezclarse con la sociedad andaluza como si fueran españoles. Su desgracia consistía en que, después de haber elegido el lugar donde edificar su casa, atraídos por el paisaje que dominaba, les construyeron justo enfrente el vasto Hotel Palace. Unos cien metros más allá, en la ladera, estaba la pensión Matamoros, con su atractivo jardín. La dirigía una señora escocesa de carácter un tanto hosco y brusco, miss Laird —baja, de pelo blanco, siempre vestida de negro—, que en sus años mozos había sido la institutriz de los Davenhill. Y al lado de la pensión, en una casita de una planta, que se decía había pertenecido a aquel famoso soldado del Renacimiento, Gonzalo de Córdoba, el Gran Capitán, vivía el miembro más antiguo de la colonia: Mrs. Wood.
Esta anciana —había nacido en 1840— era una persona notable. En su juventud había sido famosa por su belleza, y seguía vistiendo como entonces. Por eso, una invitación a tomar el té con ella era un acontecimiento. Se empezaba por tocar el timbre de la verja de hierro que daba entrada a sus dominios y, abierta esta, se veía una figura alta, erguida, vestida con un traje de lino blanco que barría el suelo, y llevaba cuello alto de encajes e iba tocada con un sombrero Leghorn. Collares de pesado ámbar y cuentas de plata colgaban de su cuello como amuletos, y su cara, en la que destacaban sus ojos, enormes y suavemente brillantes, estaba muy pintada y empolvada. Al ver a su visitante ponía en el suelo la regadera que tenía en la mano, se quitaba el guante y le daba la mano. Luego, con voz rápida, que a veces daba paso a un español que, por su acento americano y su sintaxis defectuosa, era bastante ininteligible, le conducía a uno a una habitación muy pequeña, llena de antigüedades y chucherías, que olía a muchas cosas y, además, a flores. Su sobrina, miss Dillon, una hermosa mujer de cabellos blancos, hacía el té, y había una gran abundancia de pastelillos calientes y de pastas.
Al terminar la merienda, Mrs. Wood, todavía en conversación infatigable, le llevaba a uno al jardín. Una línea de cipreses corría a lo largo del borde de la escarpadura y, si era el mes de abril, se podían ver fresías, junquillos, cepas y alhelíes amarillos. Entre los troncos se divisaba un paisaje de verde llanura y grises olivos, que se extendían hacia las distantes montañas. El camino terminaba en un muro cubierto de yedra y cerrado por una verja. Al abrirla se veía enfrente otro jardín y otra terraza, pertenecientes a otra casa, que llevaba el nombre de Los Mártires. Fue aquí, en un convento carmelita del que solamente quedaban algunos trozos de pared, donde San Juan de la Cruz escribió su Noche oscura del alma.
Mistress Wood era una de esas heroicas mujeres que mantienen una cerrada defensa contra los embates de la ancianidad. Pasaba gran parte de su tiempo vistiéndose y arreglándose el rostro, y los ratos que le quedaban los ocupaba en tranquilas actividades, como trabajar en el jardín o leer. La conversación le cansaba más que nada, posiblemente porque se sentía obligada a hablar más que su interlocutor. Pero esto no era porque tuviera mucho que decir, sino porque escuchar la cansaba aún más. Con su palabrería mantenía a raya las voces peligrosamente disonantes, contradictorias. Su sobrina me dijo que había inventado un modo de comportarse para cada situación. Su divisa era «disimular, disimular siempre», con lo cual quería decir que solamente escondiendo los pensamientos propios puede uno disfrutar de libertad y paz espiritual. Era evasiva en sus gestos, y sus ojos, grandes y oscuros, que tenían sombras profundas, se movían sin cesar sobre la mesa o el suelo, pero evitaban encontrarse con los ojos ajenos.
Encontré el otro día algunas cartas tensas y neuróticas de su sobrina, en las que se explayaba sobre el tema de esa sociedad compuesta por una docena, o algo más, de personas, la mayor parte mujeres solteras, a las cuales siempre iba a ocurrir algo, pero, de hecho, nunca les ocurría nada, por lo cual sus sentimientos eran desproporcionadamente intensos. Como en las novelas de Dostoievski, los acontecimientos más nimios se convertían en prodigiosos dramas. Los escándalos yacían siempre cerca de la superficie. Sin embargo, nada de esto afectaba a Mrs. Wood. Sus sentimientos se despertaban solamente por los asuntos que se referían a su generación, que en la práctica estaba únicamente representada por miss Laird, a la que había hecho dueña de una pensión para asegurarse sus propias comidas, por lo que la miraba como una creación particular suya. Y miss Laird se sublevaba continuamente. Era obstinada, de rostro enrojecido y ferozmente independiente, y tenía, o así se decía, una secreta afición a la ginebra y al whisky. Después de largos retiros en su dormitorio, surgía lanzando oscuros y críticos discursos o aparecía tambaleante y desmelenada en las escaleras. Entonces, Mrs. Wood, temblando por lo que consideraba un atentado personal contra su autoridad, intervenía:
—Está intentando asustarme —decía a su sobrina—; pero puedes decirle de mi parte que si ella tiene un ataque de apoplejía y se muere antes que yo nunca la perdonaré.
Como todas las personas ancianas, Mrs. Wood era una exiliada en el tiempo presente. Aunque hablaba pocas veces del pasado, su mente volvía libremente a su niñez en México, durante los turbulentos tiempos de la guerra con los Estados Unidos, y luego a la guerra civil norteamericana, época en que su belleza estaba en todo su esplendor. Recordaba haber visitado París antes de que se construyeran los bulevares, pero qué había hecho a partir de entonces, o quién había sido Mr. Wood, al que debía su pasaporte británico, nadie parecía saberlo. Vivió hasta 1935, con sus facultades intactas, y mi mujer y yo tomamos el té con ella en su noventa y cinco aniversario. Aquella mañana hizo una demostración de su lucha contra la edad al ir sola a misa a la ciudad y volver luego en tranvía. Pero siempre había hecho cosas por el estilo. Cuando tenía cerca de los ochenta había ido en mula y en autobús a aquella posada de Cádiar que tanto había horrorizado a Lytton Strachey; luego, alquiló una montura y se puso a recorrer el campo tocada con su sombrero blanco. Siete u ocho años después de aquello ocupó mi casa en Yegen, durante el verano, mientras yo estaba en Londres, desafiando el largo viaje de ida y vuelta en medio del calor. Tenía espíritu y nunca se quejaba de nada, y eso, supongo, fue lo que le hizo vivir tantos años.
Muy diferente en todos los aspectos a los residentes británicos que habían hecho sus casas a lo largo del borde de la colina de la Alhambra, era un matrimonio que al año siguiente de la guerra se estableció en una nueva y lujosa casa situada en el desnudo espolón próximo al cementerio. Eran los Temple. Él era un hombre alto, delgado y guapo, de cincuenta y pocos años, que tras buscar caucho en el Gran Chaco había ingresado en el Servicio Civil, ascendiendo rápidamente a vicegobernador del protectorado de Nigeria. Luego, después de estar solamente tres años en ese puesto, se había retirado, deshecha su salud por las fiebres de que fue presa en Paraguay, y se había establecido en Granada. Su mujer era escocesa, hija de sir Reginald Mac Leod of Mac Leod, del Castillo de Dunvegan, en Skye, subsecretario para Escocia a principios de siglo.
Su matrimonio se había producido de una manera extraña. Olive Mac Leod había estado prometida a un joven soldado romántico llamado Boyd Alexander, que vivía, como ella, en un castillo escocés, vestía al modo medieval y sentía pasión por la ornitología. Posteriormente se dedicó a la exploración. En 1905 dirigió la primera expedición que cruzó África desde el lago Tchad al Nilo, y unos años después, en una segunda expedición, fue muerto por los nativos de las marismas que circundan el lago. Su prometida, que había estado muy enamorada de él, resolvió llevar un bloque de granito nativo a su tumba. Sus padres le dieron autorización y marchó con un matrimonio que tenía alguna experiencia de África occidental. La ruta más fácil hubiera sido por la Nigeria británica, pero como el gobernador de las Provincias del Norte, que era Temple, le negó el paso, sobre la base de que el país no ofrecía seguridades para una mujer blanca, fueron por una ruta más larga, por el Congo francés. Después de un viaje difícil a través de un país inexplorado, que ella describe en su libro, encontró la tumba y colocó la piedra. Luego volvió por Nigeria, donde conoció al hombre al que había desafiado, y se casó con él.
Charles Temple era un hombre que habría llamado la atención en cualquier sitio. Su gran estatura, su rostro enjuto, hermoso, y su aire autoritario, se imponían. Uno imaginaba en él al gran señor feudal, divirtiéndose con sus amigos en un momento, y al siguiente —ya que era caprichoso e impaciente— ordenando que les cortaran la cabeza. Pero para él no había lugar en la Europa moderna. Su costumbre de andar como un águila majestuosa entre gorriones y su indiferencia demasiado patente a lo que la gente pensara de él, producían una penosa impresión. Además, sus largos años en las selvas africanas habían hecho de él un excéntrico. En el verano andaba con dos sombreros de fieltro, uno encima de otro, en la cabeza, porque había descubierto que era tan agradable como llevar un salacot. Esto motivaba que le siguieran tropeles de niños con harapos y cazos rotos en la cabeza, lo que le producía una profunda irritación. Luego, cuando sus ataques de fiebre requerían que tuviera puesto un abrigo dentro de casa, se ponía uno que estaba cubierto de manchas de pintura y de aceite de su taller (estaba orgulloso de ser un experto ingeniero, que trabajaba con sus propias manos) y no se lo quitaba. Lo llevaba puesto encima del smoking el día que el embajador fue a cenar a su casa.
Temple también tenía peculiares ideas sobre arquitectura. No veía por qué los únicos ángulos utilizados eran ángulos rectos. Creaban un edificio demasiado rígido e impersonal e impedían que la construcción siguiese la línea natural de la tierra. Las ideas mongólicas (más tarde taoístas) según las cuales la tienda debe ser levantada en un lugar en donde esté en armoniosa relación con el campo, para no ofender a los genius loci o atraer a los malos espíritus, le parecían más acertadas. También tenía sus teorías sobre las chimeneas. Desde su punto de vista, nunca debían estar situadas al nivel del suelo, sino a más de un metro por encima de este, al nivel de la cara de una persona sentada. Por eso, cuando construyó su casa sobre el emplazamiento de un antiguo reducto francés en la colina de la Alhambra y por encima de esta, se aseguró de que sus ángulos fueran agudos u obtusos y de que las chimeneas, una en cada habitación, estuvieran situadas en pequeños recintos a la mitad de la altura de la pared. Tenían un aspecto bastante agradable, pero no calentaban los pies. Mrs. Temple era completamente diferente de su fascinante, caprichoso e inquieto marido. Hablaba lentamente, pero cuando había concluido se sentía que había puesto toda la fuerza de su carácter, la amplitud total de su experiencia, detrás de sus palabras. Tenía una especie de gravedad, una solidez en su forma de ser mayor que la de cualquier persona que yo haya conocido, y cuando se decidía a hacer una cosa nada en el mundo podía impedir que la llevara a cabo. Pero si bien estas cualidades graníticas no hacían de ella una persona muy entretenida, sí la convertían en persona admirable, porque era liberal, de mentalidad abierta, casi dolorosamente honesta y dotada del más fuerte sentido de la responsabilidad. Se podía apreciar esto en su vida de casada, porque había sojuzgado enteramente su voluntad y su personalidad a la de su marido, cuya mala salud crónica y temperamento impaciente hacían de él una persona con la cual era difícil convivir. Noche tras noche se sentaba con él hasta las dos o las tres de la mañana, leyéndole en voz alta.
Los Temple pertenecían ambos, por temperamento y educación, a la clase gobernante eduardiana. Eran raros ejemplos de ella, porque tenían la amplitud de visión y el sentido de los principios de los «Whigs» y la devoción por el interés público propia de los funcionarios del Estado que ocupan los más altos puestos. Pero eran algo distantes y sombríos. En sus casas de campo, bien ordenadas, y en sus residencias coloniales, esta clase de gente respiraba un aire diferente al de los mortales ordinarios, y esto y la conciencia de su propia eficacia e integridad les hacía apartarse de lo que ellos consideraban asuntos frívolos y mezquinos de los demás. Podría considerárseles como una especie de superhombres, educados especialmente para llevar el fardo del hombre blanco y cuyo único defecto estribaba en tener tan pocas debilidades. En un país feudal y guerrero como el norte de Nigeria esto no importaba, pero en una civilización antigua, como es la de Andalucía, su incompatibilidad resaltaba enseguida. Esto era inmediatamente evidente a cualquier persona que acabara de salir del mundo español y estuviera presente en la ceremonia de la puesta del sol.
Para explicar en qué consistía esta debo decir antes que los Temple habían edificado su casa sobre una alta colina, encima de la ciudad, para poder contemplar las montañas nevadas. Todas las tardes, después del té, a la hora en que el sol iba a ponerse, Mrs. Temple llevaba solemnemente a sus invitados hacia la barandilla o, si hacía frío, al gran ventanal que daba al sur, y pronunciaba con su lenta, enfática y cuidadosa voz: «No creo que tarde mucho ya». Mirábamos y esperábamos. Gradualmente, las cimas lisas, onduladas, que hasta aquel momento habían parecido remotas y ultraterrestres, empezaban a volverse de un color rosa pálido, como si un rayo de un proyector de tecnicolor las estuviera enfocando. «Ya —decía ella—. Ahora». Enseguida caía el silencio sobre todos nosotros y nos sentábamos sin movernos, mirando cómo el rubor rosado se hacía más profundo y desaparecía luego poco a poco. En cuanto se había ido completamente, la gente empezaba a hablar otra vez, con el alivio que se siente al salir de una iglesia y sin que a nadie le hubiera producido ilusión alguna lo que acababa de ver.
Me había acostumbrado tanto a esta pequeña ceremonia que había dejado de pensar en ella hasta que una tarde me encontré en casa de los Temple con un amigo español, Fernando de los Ríos. Era profesor de la Universidad de Granada y, a pesar de su encanto y cultura, se había ganado la enemistad de aquel lugar tan conservador debido a sus opiniones moderadamente socialistas. Después de la cena salimos juntos de casa de los Temple.
—¿Quiere usted decirme —me preguntó mientras bajábamos la colina— qué es lo que ocurría cuando todos nosotros nos sentamos sin hablar mirando aquel lugar rosado de la montaña?
—Estábamos contemplando la puesta del sol.
—Sí, ya lo sé; pero ¿por qué estaba todo el mundo tan serio?
Vacilé un momento. A nadie le gusta traicionar a su país revelando sus secretos. Sin embargo, no parecía que hubiera otra alternativa, de manera que expliqué cómo esto era un rito místico confinado a los altos niveles del Raj británico.
—Aquí es la puesta del sol sobre la nieve —le dije—; pero en otros lugares puede tomar la forma de mirar con binóculo a algún pájaro raro, por ejemplo, un pinzón o un halcón peregrino posándose en su nido. Nuestros virreyes y nuestros ministros de asuntos exteriores sacan fuerza de cosas semejantes para los momentos difíciles.
—No comprendo —dijo.
—No —contesté—. Realmente no es explicable. Hay que esperar a que alguien escriba un libro sobre ello. Hasta entonces lo único que le puedo decir es que algunos lo han comparado con el budismo zen.
Don Fernando no contestó nada. Era un hombre sencillo, gentil, que no conocía lo suficiente a los ingleses como para ver su lado absurdo. Todo lo que pensaba es que la escena política en su país sería mejor si hubiera gente como los Temple en posiciones influyentes. De lo que no se percataba es que estos sólo tenían verdadera eficacia en su trato con los pueblos coloniales.