Durante los años que siguieron llegué a conocer bastante bien Almería. Era tan fácil llegar —tan sólo nueve o diez horas de viaje— que solía ir cuando quería cambiar mi vida de aldea. Incluso el viaje en autobús era entretenido. Este botaba entre una nube de polvo a lo largo de la extensa llanura pedregosa, abrazada por los riscos amarillentos que caían hacia el mar y, de repente, se veía abrirse al frente la ciudad blanca, como una ilustración de un libro de viajes a Oriente. Luego, después de lavarme y cepillarme en el hotel, me sentaba frente a uno de los cafés del paseo. La gente iba de arriba a abajo, de abajo a arriba, deambulando ociosamente, sin fin. Terminé por reconocer a la ciega conducida por un niño, al ciego guiado por una vieja, al enérgico hombre de una sola pierna, a la chica con cara de sonámbula, de modo que al cabo del tiempo la mitad de la gente que pasaba por la calle me resultaba familiar.
Cada momento del día tenía un rasgo diferente. Por las mañanas, por ejemplo, al salir del hotel, podía oírse un ruido como de una cascada, que procedía del mercado. Al acercarse se podían distinguir las voces nasales, gimoteantes, de los vendedores callejeros, que hacían vibrar el aire al pregonar sus mercancías y se elevaban por encima del murmullo general de la gente. Había algo excitante en este chisporroteo de sonidos exóticos (hoy ya no se escuchan, pues han sido prohibidos todos los gritos del mercado), al salir de este lugar se tenía la impresión de haber recibido un masaje de corrientes eléctricas. Luego, alrededor de las dos, la ciudad se vaciaba para ir a comer, y después de este intermedio venía el espectáculo de una población sentada, compuesta enteramente por hombres que ocupaban todas las sillas de los cafés. Un poco más tarde empezaba la procesión de que he hablado. Crecía y crecía, hasta que al atardecer la calzada entera estaba ocupada por una corriente en suave movimiento; las chicas paseaban en grupos con sus vestidos de flores, contoneándose, y sus ojos negros, que levantaban oleadas de excitación en el aire en torno a ellas y sus perfumes, que dejaban una estela a su paso. Aunque individualmente pocas de ellas, pienso, eran realmente bonitas, si se elegía una nariz aquí, un cuello allí y más allá una cabeza adornada por una centelleante cabellera que caía en forma de cascada, se podía componer un deslumbrante retrato colectivo.
Dos cosas se combinaban para dar a Almería su carácter especial: la animación y la monotonía. Era un organillo. Todas las mañanas y todas las tardes se representaba el acto milagroso, que era siempre igual. El patrón cultural español es tan rígido y ajustado, que en una capital de provincias como esta no podía haber ninguna variación. El noviazgo debía terminar en matrimonio, el matrimonio en hijos, los cuales hacían que sus padres se metieran en un círculo de estrecheces económicas de las cuales no había esperanza de salir jamás. La monotonía que descendía como la luz del sol, ni siquiera atemperada por el fantasma de alguna historia de amor ilícito. De este modo, el individuo, con sus esperanzas y con sus sueños, se había marchitado a los treinta años, un eslabón en la cadena de nacimientos y muertes, y a los cuarenta era como un helecho prensado entre las páginas de un álbum. Los únicos que ganaban algo eran los niños, porque los padres ponían en ellos sus propias ilusiones de juventud y los trataban como a los herederos de un reino. El espectáculo de una vida intensa y animada, que impresionaba tanto al recién llegado de un pueblo, era un espejismo. La rutina del campesino, con su tranquila variación de siembras, cosechas y estaciones, era mucho más satisfactoria que la de un trabajador de cuello blanco en esta ciudad del ritournelle, aunque el campesino era el último en saberlo.
De todos modos puedo decir que siempre que bajé a Almería sentí una animación que Granada, con ser una población mayor y por lo tanto de vida más compleja, nunca me dio. Era como una feria o una ópera, y todo lo que ocurría en ella había ocurrido muchas veces antes. ¿Era esto lo que daba a sus matices una variedad tan curiosa? Ciertamente, el mar parecía aquí doblemente Mediterráneo, y la ciudad, extendida en la luz brillante y coloreada, llevaba en sí ecos de lejanas civilizaciones.
Otro sentimiento que me asaltaba, al llegar de las montañas, y que encontraba difícil de resistir, era que un delicioso vicio y corrupción yacían ocultos bajo la superficie. El clima era tan disolvente que cuando me había paseado un par de veces a lo largo del paseo, me sentía gozoso de hundirme en una silla. Si un exceso de energías me llevaba a pasear por la vega, notaba una suculencia y lozanía en la vegetación, una abundancia de savia en las plantas sin nervio que aleteaban y se arrastraban por el suelo, que parecía infectar mi propio sistema. Luego, cuando volvía al atardecer por las calles llenas de gente, entre el polvo que subía por los caminos y una nube purpúrea flotando en el cielo, pasaba al lado de las mujeres que estaban en las puertas de sus casas o esperando para llenar sus cántaros en la fuente. Sus ojos oscuros y aterciopelados, sus cuerpos morenos escasamente cubiertos por los vestidos de algodón, sus posturas y sus lánguidos gestos no podían ser otra cosa, pensaba uno, sino una invitación deliberada. Sin embargo, estas suposiciones carecían de fundamento. Cuanto más subversivo es el clima, más cuidadosamente guardadas y cercadas están las mujeres y menos oportunidades hay para las aventuras amorosas casuales.
Sobre los planos tejados de la ciudad está el Alcázar árabe, con sus fortificaciones exteriores. Este gran edificio, que data de los siglos X y XI, y que ha sido convertido en museo y parque público, estaba en aquel tiempo ocupado por una estación de señales del ejército, pero el castillo de San Cristóbal, que corona otra colina y es de la misma época, estaba abierto a cualquiera que quisiera visitarlo. Había que trepar, pasando entre chabolas, chumberas y excrementos secos, para llegar a un lugar llano que daba a la ciudad, al mar y a las distantes montañas de color ocre y rosa.
El castillo, o lo que de él quedaba, consistía en una larga pared almenada revestida de yeso amarillo desconchado y reforzada a intervalos por unas torres cuadradas. En la cámara alta de una de estas torres vivía una vieja acartonada que se sostenía mendigando. El acceso a aquella cámara era difícil y, como ella era coja y ciega, no tenía manera de bajar. Poca gente, con la excepción de los niños del barrio, que subían a jugar o a comer la fruta de las chumberas, visitaba aquel lugar, por lo cual era sorprendente que la vieja ganara lo suficiente para sobrevivir. Conseguía hacerlo gracias a que tenía el sentido del oído muy desarrollado. Cuando este le advertía que alguien pasaba, salía cojeando sobre sus muletas a una pequeña plataforma que había fuera de su habitación y llamaba con voz plañidera:
Por el amor de Dios, una limosnica. Por el amor de Dios y de María Santísima, una limosnica, caballero, una limosnica.
Los chicos se burlaban de ella. «No hay ningún caballero, estamos nosotros solamente y no tenemos nada para darte». Esto la hacía callar y escuchar de nuevo. Luego, en un tono más desanimado y gimoteante, sin creer ya que sus oídos le hubieran dicho la verdad, empezaba de nuevo:
Caballero, una limosnica. Dé a una pobre anciana una limosnica.
Cuando alguien le daba algo —y había que subir por una escalera rota para hacerlo— dejaba caer un torrente de bendiciones.
«Que la Virgen Bendita le dé todo lo que desea. Que le dé a usted y a sus padres una larga vida». Luego, después de contar las monedas: «Que San Miguel y el coro santísimo de los ángeles bajen por el aire y le suban al cielo».
Bendiciones semejantes traían buena suerte y, a menudo, pienso, la gente le daba las monedas no tanto por bondad como por obtener la baraka que ayudaría a uno a elegir el número ganador en la lotería. De la miseria de la vieja puede dar idea el hecho de que una perra chica le inspiraba un torrente de palabras que, según las normas de los mendigos de la ciudad, valdría por lo menos tres perras gordas. Pero tal vez ese descuento era rentable. No me sorprendería que tuviera una considerable clientela de jugadores que subían la escarpada colina para visitarla, pues podían hacer sus buenas obras por menos de la mitad de lo que costaban las que se hacían con los mendigos de las iglesias de la ciudad.
Un día subí la escalera de piedra rota que ascendía al final del muro y llegué a su madriguera. Me encontré que olía horriblemente y que no había nada en ella sino un jarro de agua y un montón de paja y harapos. Como se había olvidado de la manera de conversar y solamente gruñía gritos y gemidos, era imposible que contara nada de su vida. Más tarde, sin embargo, me encontré con una niña harapienta que le llevaba semanalmente una ración de pan, que compraba con el dinero mendigado, y una lata de agua. Por hacerlo, la vieja le daba de vez en cuando una perra chica. Quién era ella o cuánto tiempo llevaba allí, la niña no lo sabía, pero me dijo que en la torre vecina había un viejo que no podía ni moverse.
—Van a dejarle morir allí —dijo—. Ha vivido ya bastante tiempo.
Entré y le vi: estaba tumbado sobre la paja y no me respondió más que con murmullos incoherentes. Al día siguiente le llevé un poco de pan y vino, pero no parecía comprender de lo que se trataba y supongo que los niños, que también vivían en un estado permanente de hambre, se lo tomarían en cuanto me marchara. Como había dicho la niña, no parecía que valiera la pena prolongar una existencia semejante. Sin embargo, la vieja vivió muchos años. Cada vez que iba a Almería la visitaba, y su alta y aguda voz sonando en la torre en ruinas a la puesta del sol, mientras las nubes se teñían de púrpura, era siempre una experiencia misteriosa y macabra.
Durante la Dictadura del general Primo de Rivera fue construido un gran monumento al Sagrado Corazón en aquella colina, el cual se iluminaba por las noches y dominaba la ciudad y el puerto. Estaba hecho de materiales tan precarios que empezó a desmoronarse casi inmediatamente después de ser inaugurado, y cuando llegó la República, todas las cabezas de los santos modeladas en yeso que había en el monumento, con la excepción de la de la Virgen, fueron mutiladas. Durante la guerra civil fue derribado, pero actualmente ha sido reconstruido a escala mucho mayor y con mejores materiales.
Almería ha tenido una historia típicamente oriental, con un corto período de opulencia en la línea de Las Mil y una noches, seguido por un declive largo y lento. La ciudad fue fundada durante los primeros años del siglo X. Una confederación de marinos mercantes hispano-árabes, que habían puesto una factoría en la costa africana cerca de Orán, decidieron trasladar su cuartel general a Pechina, sobre el río Andarax, unos cuantos kilómetros tierra adentro de Almería y cerca del viejo pueblo romano e ibérico de Urci. Pero el río no era navegable, excepto para barcos pequeños, por lo que su flota se vio obligada a anclar en la costa, al abrigo de la Sierra de Gádor. Allí construyeron arsenales y creció una población que tomó el nombre de Almería o «Atalaya» (y no, como se dice habitualmente, «Espejo del mar») de una vieja torre de la costa. Rápidamente sobrepasaría a Pechina. Abd al-Rahman III le dio un puerto, una mezquita y un castillo, y cuando cayó el califato de Córdoba, en 1008, se convirtió en un reino independiente, gobernado por la dinastía de los «Reyes Eslavos», procedentes de las que más tarde serían llamadas jenizarías del Califa.
Aquel fue el breve período de esplendor de Almería. Sus cinco mil telares abastecían de ricos tejidos —camelotes, cendales georgianos, damascos, el costoso tiraz— y de gasas de finos colores, llamadas almajares y alguexís, a Europa y África. Poseía astilleros, una marina poderosa, fundiciones de hierro y cerámicas, mientras que su comercio con el extranjero era tan amplio que se jactaba de tener mil posadas y baños públicos para acomodar a los negociantes que la visitaban. Con una población que quizá alcanzara las trescientas mil personas, fue durante una época la ciudad más rica y de comercio más activo de Europa, después de Constantinopla. Pero esta prosperidad no duró mucho. Los ejércitos cristianos empujaban desde el norte, y para rechazarlos los pequeños reinos en los cuales se había fragmentado la España musulmana invitaron a la dinastía sahariana de los almorávides, que acababan de conquistar Marruecos, a cruzar el estrecho y venir en su ayuda. Los almorávides lo hicieron y, tras alcanzar una gran victoria, decidieron quedarse. En el año 1091 desfilaron por Almería batiendo sus tam-tam, y los grandes días de la ciudad terminaron.
Durante los siguientes cuatro siglos, Almería se mantuvo como una ciudad de tamaño medio, dedicada a la manufactura de la seda. Luego, en 1489, se rindió a los Reyes Católicos, que acababan de ocupar Baza, y su decadencia se acentuó aún más. Expulsada su población morisca, afectada la ciudad por dos terremotos y, ya sin comercio, se hundió definitivamente y se convirtió en un pueblo que se sostenía gracias al contrabando. Más tarde, a finales del siglo XIX, revivió merced a la construcción de un ferrocarril y un puerto. Surgió una considerable industria minera con la ayuda de capital belga y británico, y cuando esta declinó, la industria de la uva ocupó su lugar. La ciudad, tal como se ve hoy, data de las últimas décadas del siglo pasado, y su típica arquitectura con casas de una o dos plantas (casi el doble de lo normal), con las molduras de yeso que adornan las ventanas y las puertas, lleva el sello del reinado de Isabel. Realmente, la mala arquitectura urbana no empieza en España antes de 1890, cuando, desde Viena, llegó el estilo del art nouveau.
Al este de Almería se extiende una enorme región semidesértica que llega hasta Murcia y Cartagena. Los romanos la llamaban Campus Spartarius, debido a que en ella sólo crecía el esparto. El suelo es realmente bueno, pero la lluvia es escasa e incierta, ya que a veces no llueve durante varios años. La mayor parte de la población masculina emigra a Barcelona, mientras que las mujeres se ganan penosamente la vida haciendo encajes. Sin embargo, el viajero que tiene sentido del paisaje aprecia en esta una de las regiones más bellas de la Península. Está compuesta de pequeñas llanuras, atravesada por filas bajas de colinas desnudas tan llenas de cárcavas y barrancos, originados por los temporales, que parecen sus propios esqueletos. Según la hora y el terreno, las colinas cambian de color, desde el cromo o cadmio amarillo al rosa, del violeta al azul; con aquella luz, seca y engañosa, parecen a veces casi transparentes, como si estuvieran hechas de vidrio o de cristal fundido. Se llega de pronto a una pequeña escarpadura y se ve abajo el lecho de un río, donde el verde profundo y refrescante de los naranjos y de la alfalfa contrasta fuertemente con los tonos ligeros y fuertes de las llanuras y de las montañas. Oasis y desierto, aldeas de cuevas y palmeras de dátiles: uno podría imaginarse en África, si este país no estuviera hecho a una escala mucho más pequeña, con los detalles más perfilados y mejor definidos, y la composición del conjunto no fuera más pictórica que todo cuanto se pueda encontrar en aquel continente ondulante y borracho de espacio.
Níjar, a unos treinta y dos kilómetros al este de Almería, es un buen punto de partida para la exploración de esta región. Es un lugar de cierta consideración, que yace como una gran vaca blanca sobre la falda pelada de un alcor, y tiene una buena posada. Vive de sus cerámicas, que, con las de Sorbas, en las cercanías, son las únicas en España que no utilizan los tintes de anilina. Los hombres hacen las vasijas y las mujeres las pintan en los tres colores primitivos del manganeso, del óxido de cobre y del cobalto. Como el brillo del plomo es blando y se desgasta rápidamente se venden a muy bajo precio entre las clases trabajadoras. Por esta misma razón, y porque los pobres españoles son descuidados y destructivos por naturaleza, es raro encontrar piezas que tengan más de unos cuantos años, aunque en Níjar algunos de los dueños de las cerámicas hayan guardado ejemplares antiguos.
Estas vasijas, tan despreciadas en su propio país, algunas veces ocupan lugares de honor en las colecciones extranjeras debido a su diseño y factura oriental. Hasta 1936 en el Museo Británico se exhibían una jarra de vino y un tazón que eran bastante modernos, y que estaban marcados Samarra, siglo VIII, y Egipto, siglo XVIII. Cuando señalé este error a mi amigo William King, fueron —lamento decirlo— eliminadas. Pero parte de la loza de Níjar es atractiva. Yo mismo poseo dos jarras de vino, que tal vez tengan un siglo, que cualquier museo de arte oriental estaría encantado de poseer, con la condición de que desconociera su procedencia.
A unos veinte kilómetros al sur de Níjar está el cabo de Gata, un cabo que protege la bahía de Almería de los vientos del este. Su nombre es, en realidad, una corrupción de cabo de Ágata. Sus rocas rojas, resecas, son de origen volcánico y desde los tiempos de los fenicios han sido famosas por sus reservas de piedras preciosas y semipreciosas, como los carbunclos y las amatistas. Sobre la costa, un poco más al oeste del cabo, en un lugar llamado Torre García, se alza una pequeña capilla que señala el lugar donde la Virgen del Mar, que es la patrona de Almería, se apareció a unos marineros en 1502 y les enseñó el lugar donde yacía su imagen enterrada en las dunas de arena. Pero, realmente, el culto de esta Virgen data de mucho antes, porque se nos cuenta que la confederación de mercaderes del mar que fundó la ciudad en el siglo IX montó su estatua sobre las puertas de Pechina. Como es evidente que la mayor parte de aquella gente era musulmana, podemos suponer que asumió el papel de Isis, como protectora de los marineros y pescadores del Mediterráneo. Desde luego, incluso hoy, la devoción a la Virgen trasciende los credos, pues, en los años anteriores a la guerra civil, los pescadores andaluces, que eran, casi sin excepción, de filiación anarquista, y por tanto violentamente anticatólicos, la invocaban en los temporales, y cuando fueron quemadas las iglesias respetaron una donde se veneraba su imagen.
El cabo de Gata es también interesante para los botánicos debido a la rareza de su flora. En las doscientas cincuenta hectáreas aproximadamente de tierra de marisma que hay al pie del promontorio se encuentran alrededor de veinte plantas que no existen en ningún otro lugar de Europa. La mayoría de ellas son bastante comunes, aunque no para el ojo experto; una de ellas, de pequeño tamaño, agradará a los amantes de lo raro. Es la Melanthium punctatum, una especie de cólquico con pétalos rayados azules y blancos que florece en diciembre. Sin embargo, se puede decir que, en conjunto, esta costa es muy árida y tiene una flora que es más africana que europea. Como la costa atlántica de las cercanías de Agadir, depende tanto del rocío como de la lluvia.
La botánica de los climas extremos posee un poder de fascinación especial. Las plantas que superan grandes obstáculos de la naturaleza, sobre todo cuando lo hacen con exceso y con coraje, producen una viva emoción. Por eso nunca me olvidaré de una tarde en que subía una colina yerma no muy lejos de Almería. La tierra apenas podía sostener más que a una sola planta leñosa, casi sin hojas, cada pocos metros, pero de repente me encontré con un grupo de largos pedúnculos inclinados de flores de color de rosa, cada uno de ellos de un tamaño de unos setenta centímetros de largo, que estaban rodeados de hojas finamente cortadas. Esta planta pertenece a un grupo que tiene un nombre muy apropiado: insignis. También podría mencionar a la coloquíntida, la fruta del mar Muerto de la Biblia. Si uno se pasea por la costa al principio de otoño, puede dar con unos pequeños melones amarillos casi al borde de las olas. Parecen no pertenecer a nadie y uno imagina delicioso quitarse la sed probándolos. Sin embargo, corte el más maduro de ellos con un cuchillo y deje que su lengua toque el jugoso interior e inmediatamente la boca entera se encogerá como si hubiera gustado una solución de ácido clorhídrico. La coloquíntida es la cosa más amarga que puede imaginar y sería un veneno mortal si se encontrara la forma de tragarlo.
El botánico puede que tenga interés en dos plantas más bien insignificantes que crecen a lo largo de esta costa. Una es un arbusto espinoso de flores blancas, de la misma familia que el bonetero, y llamada Catha europea. Está emparentada muy de cerca con la Catha edulis, en árabe kat, cultivada en Yemen y Abisinia debido a su riqueza en cafeína. Se hace de ella una bebida deliciosa, a medias entre el café y la manzanilla, pero según me han dicho, con un ligero sabor a estiércol de avestruz. Pensando que el precio del café en España es en la actualidad de trece chelines la libra, uno se pregunta por qué ningún químico emprendedor ha pensado en dar a este arbusto, actualmente inútil, alguna utilidad. La segunda planta que debe ser reseñada es una especie enana y leñosa, sin hojas, que crece sobre los acantilados de la costa y se llama efedra. De ella se extrae la droga llamada efedrina, y además posee notable interés botánico. Sus órganos primitivos de floración demuestran que pertenece a la familia, antes muy extensa pero hoy muy reducida, de las gnetáceas, que forma el eslabón entre las que florecen, y las gimnospermas, y en la cual se da una de las más sobresalientes extravagancias vegetales, la welwitschia, del sudoeste de África.
Hay otras plantas interesantes a lo largo de la costa, aunque las que mencionaré no son ni raras ni peculiares de la provincia de Almería. A cualquier persona que se pasee entre las dunas de arena en el mes de agosto, le sorprenderá gratamente un grupo de grandes, blancas y fragantes lilas con pétalos escarolados. Su nombre es Pancratium maritimum. Aún más bonita, en mi opinión, es la Urginea scilla, que florece en septiembre. Su tallo largo, ahusado, de flores blancas, delicadamente marcado con rayas lilas, sube directamente de la tierra, sin follaje alguno alrededor, debido a que sus hojas verdes, semejantes a correas, muy visibles en invierno, se marchitan antes que aparezca el tallo. Se parece mucho a aquella alta planta del Himalaya, la Eremurus, que se ve a veces en los jardines ingleses, pero es más corta y más elegante. Uno de sus rasgos más característicos son sus enormes bulbos, como de papel, a flor de tierra, que en España son conocidos como cebollas albarranas. Desde los tiempos clásicos han servido como poderosa medicina contra la tos y como estimulante cardíaco, y la invención del ojimiel de cebollas albarranas se atribuye a Pitágoras. Durante los períodos romano y árabe, la recolección de cebollas albarranas dio lugar a una importante industria española, especialmente en la isla de Ibiza, pero en la ignorante Edad Media cristiana el bulbo fue buscado principalmente como afrodisíaco y para usos caseros.
No hay mucho más que decir de las plantas de esta costa, excepto que la mayor parte de ellas son un tanto siniestras. Aquel tomate amarillo de hojas punzantes es el Solanum sodomaeum o manzana de Sodoma, y le matará a uno si se le usa como ingrediente en una ensalada, mientras que aquel arbusto alto, con pequeñas flores amarillas y hojas glaucas, que a nadie llama la atención, es la Nicotiana peruana, o tabaco, que se aclimató aquí desde el siglo XVIII. Es mejor no fumarlo. Las plumas escarlata de la planta del ricino son familiares a la mayoría de la gente, y casi todas aquellas amarillas umbelíferas tienen una larga historia medicinal, que procede de Teofrasto. Concluyo estas notas con el áloe. El áloe indígena, en español zádiva, tiene flores amarillas, y escasea debido a que ha tomado su lugar la especie escarlata, más vistosa, de África del Sur. Pero en un tiempo fue una planta importante. Los árabes la trajeron del Oriente. Su importancia radicaba no sólo en sus virtudes medicinales, sino en que su capacidad de vivir durante largos períodos sin agua la convirtió en un símbolo de la paciencia. Por esta razón se plantaba en las tumbas: los muertos que esperan el día del juicio necesitan de todo el ánimo que pueda dárseles. En tiempos cristianos su valor comercial era tan grande que Fernando de Aragón descubrió que podía sufragar el mantenimiento de la Alcazaba de Málaga con un impuesto sobre su cultivo.
Más allá de Níjar y del cabo de Gata, la provincia de Almería se extiende hasta el Almanzora, el único río, con un poco de humedad, en casi trescientos kilómetros de costa. Sorbas, que está sobre la carretera principal, es un lugar de aspecto salvaje, que se yergue en el ángulo de dos gargantas, y Mojácar, en una colina cerca del mar, es un pequeño refugio de corsarios, donde las mujeres todavía lavan la ropa al estilo moro, pisándola, y ocultan parcialmente sus rostros con velos. Luego se llega a Vera, la romana Baria, y unos cuantos kilómetros más allá a las Cuevas de Almanzora, que hasta hace sesenta años se llamaban Cuevas de Vera. Estos dos pueblos se odian mutuamente, y uno de los motivos es que el nombre de Cuevas sugiere que este pueblo era simplemente un barrio de cuevas de su rival. Finalmente, después de años de agitación, las Cortes tuvieron piedad de sus sufrimientos y, mediante un acuerdo especial, decidieron que el pueblo se llamara en lo sucesivo Cuevas de Almanzora.
Tengo recuerdos tristes de este lugar porque, una vez, poco antes de su muerte, pasé una tarde y una noche en él con Roger Fry. Grandemente impresionado por el castillo moro y el barrio de cuevas estuvo pintándolos hasta que el sol se puso y la luz se desvaneció, y luego, de repente, como siempre le ocurría a esta hora, su interés por el mundo visible se desvaneció. Aunque era hondamente sensible al paisaje y tenía un sentido casi griego para captar el genius loci, era demasiado pintor para pensar en la naturaleza como algo más que un tema de cuadros y, a menos que uno quisiera oírse llamar romántico, no se le podía pedir que mirara nada a la luz de la luna. Se pasó la noche jugando al ajedrez en el casino, rodeado por un grupo de aficionados gozosos que estaban entusiasmados de tal manera por la presencia de un nuevo jugador que, al poco tiempo, el maestro, que había estado una semana en París y hablaba un poco de francés, le rogó que se quedara e hiciera su casa entre ellos. Esta hospitalaria sugerencia fue bien acogida por todo el grupo, y como prueba de que iba en serio, un señor mayor que estaba sentado y mordisqueaba la plateada cabeza de su bastón, le ofreció enseguida una casa. De regreso hacia nuestra posada nos llevaron a verla: era una villa lujosamente decorada con arcos de herradura y azulejos seudomoriscos, y la lucha de Roger Fry por combinar la verdad con la educación —porque era un hombre que, a pesar de su gran urbanidad, era incapaz de decir algo que no sentía— resultó divertida de escuchar.
Unas millas más abajo del río, en un lugar llamado Herrerías, vivía un ingeniero belga llamado Louis Siret, que era un famoso arqueólogo. Había trabajado como director de unas pequeñas minas de plata y su conocimiento de la metalurgia les permitió a él y a su hermano, que había muerto algún tiempo antes de mi visita, hacer algunos sorprendentes descubrimientos sobre las Edades del Cobre y del Bronce. Como mi mujer y yo teníamos ganas de conocerle y de ver sus colecciones, fuimos en coche a su casa una tarde, en 1933.
La carretera pasaba por una región desértica de tierras amarillas y rojas, hollada y cicatrizada por los milenios de minería insultante, y terminaba en un solitario bosque de eucaliptos en el que se habían dado cita todos los gorriones del vecindario, con un guirigay ensordecedor. En medio de aquel bosquecillo se alzaba el bungalow de Siret. Franqueada la puerta, nos condujeron a una habitación en la cual todo rincón disponible estaba ocupado por bandejas de pedernal y tiestos, así como por libros y papeles con apariencia de confuso montón. Pronto su dueño se reunió con nosotros y nos habló, en francés, sobre sus descubrimientos. Era un hombre que a primera vista recordaba una caricatura de Punch que representaba a un profesor extranjero. Alrededor de su cara danzaban mechones de pelo plateado, blancos mechones descuidados de su barba y un mostacho níveo, y todo esto, unido a unos ojos salientes y brillantes y a un hablar rápido y nervioso, configuraba un cuadro en el que había un ligero pálpito de extravagancia. Pero pronto descubrimos que no había nada de loco ni de crédulo en él. Su voz se deslizaba con facilidad hacia el tono irónico y sus ojos tenían un duro destello. En los intervalos, al enseñamos su museo y hablar de sus descubrimientos, nos contó algo de su vida. Resultó que llevaba viviendo en aquella casa, que construyera él mismo, cincuenta años: veinticinco con su hermano Henry y los otros veinticinco solo. ¡Cincuenta años en Herrerías! Era difícil de imaginar.
Siret era un hombre inteligente y educado, cuya vida solitaria le había dado tiempo para pensar mucho. Era un devoto de España, de la que decía era la tierra originaria de las sirenas. Aquellos que habían sentido su encanto alguna vez —decía— nunca podrían acostumbrarse a vivir en otro sitio. Pero se quejaba de la clase media española, a la que llamaba ignorante y perezosa, y hablaba solamente bien del pueblo. Este tenía grandes cualidades, pero que nadie creyera que podía ayudarle a mejorar su suerte, porque su mérito estribaba en permanecer igual que estaba. En todos los intentos de elevar su nivel de vida veía la mano de Moscú.
Su obra, por supuesto, había sido muy notable. Podía decir que con el pequeño sueldo de un ingeniero de minas, sin la ayuda financiera de nadie, él y su hermano habían excavado más terreno que todos los arqueólogos españoles de su tiempo juntos y que, al hacerlo, habían encontrado, encajada en su lugar, una pieza enteramente nueva del rompecabezas de la prehistoria. Aquí, en el remoto tercer milenio, los hombres del Mediterráneo oriental habían poseído una especie de Potosí, en el que fundían el cobre y extraían la plata por un complicado procedimiento de calentar juntos dos minerales obtenidos separadamente. En su opinión, la mayoría de la plata usada en Minos y Micenas se había obtenido aquí, lo que demostraba lo pronto que se habían abierto los caminos del comercio en Occidente. Pero él mismo ensombrecía el valor de sus descubrimientos al insistir en que todo esto había sido obra de los fenicios. El mundo de la erudición mantenía que por aquel tiempo los fenicios vivían en el golfo Pérsico, negándose a aceptar su punto de vista e incluso dudando, durante algún tiempo, de la autenticidad de sus excavaciones. Me di cuenta de que esto aún le molestaba. Su cólera estalló mientras paseaba por su museo y coronaba alegremente una calavera neolítica con una pantalla rosa o acariciaba un huevo de avestruz grabado. Dijo que denigrar a los fenicios se había convertido en la manía de ciertas personas. Se podría decir que era el antisemitismo de los sabios. Y era inútil discutir. Los únicos hechos que merecían la atención de los arqueólogos eran sus propias envidias y celos: «Ce n'est pas une science, l'archéologie, c'est un combat á mort».
Cuando lo hubimos mirado todo, Siret salió con nosotros hasta el porche para despedirnos. Gritaba para hacerse oír en medio del guirigay de los gorriones.
—Esto es lo que ocurre —dijo, agitando la mano en dirección a los pájaros— cuando uno piensa que ha conseguido enterrarse en un lugar tranquilo y solitario. Cada año empeoran y cada año decido destruirlos. ¿Mais que voulez vous? Cuando se vive solo no es tan fácil pelear con el único vecino que se tiene.
Al cabo de un año volvimos a Cuevas a ver a Louis Siret. Él había prometido visitarnos en Yegen y hacer algunas excavaciones en Piedra Fuerte y en Ugíjar, y yo quería recordárselo. Pero al entrar en la calle mayor nos detuvo una procesión funeral. El ilustre anciano había muerto el día anterior.
La campiña que rodea a Cuevas constituye una de las más ricas regiones arqueológicas de Europa y ha sido continuamente explotada en busca de cobre y plata desde la mitad del III milenio a. C. hasta hoy. Pocos kilómetros por debajo de la casa de Siret, por donde el Almanzora desemboca en el mar, se puede llenar todavía una cesta con trozos de cerámica de Samos y caminar sobre los emplazamientos de las ciudades púnicas, romanas, bizantinas y árabes en esta costa, en la cual hoy no se ve ni una sola edificación, ni una brizna de yerba. O, si se prefiere, se pueden visitar, en las cercanías de la aldea de Antas, las estaciones neolíticas de El Gárcel o El Argar, de la Edad de Bronce, o algunas otras —El Oficio, Gatas, Fuente Álamo, Fuente Bermejo— situadas en un radio de unos diez kilómetros. Pero al viajero fortuito hay que advertirle que hay muy poco que ver en la superficie de estos lugares, y sin una ojeada a los planos y descripciones de Siret, es probable que saque poco en limpio. La única excursión que yo recomendaría a un no profesional es de tipo puramente sentimental. Le aconsejaría que llegue hasta El Gárcel, como yo hice en una ocasión, y que contemple el paisaje desde la llana cima de la colina pelada; allí, con toda seguridad, se celebró un acontecimiento que, aunque parezca increíble a la mayor parte de la gente, marca el principio de la historia inglesa.
Dese marcha atrás a la máquina del tiempo, hasta alcanzar una remota fecha de hace cuatro mil seiscientos años, más o menos. Acaba de ser construida la gran pirámide de Kheops, el pueblo de Creta pasa del neolítico a la primera cultura minoica. Sobre esta colina, en una colonia amurallada, viven unas gentes de pequeña estatura, de rostros alargados y pelo oscuro (los hombres miden menos de un metro cincuenta y dos centímetros de altura y las mujeres son dos o cuatro centímetros más altas), siembran y cosechan cereales, funden un poco de cobre, cuidan cabras, ovejas, perros y un ganado pequeño de larga cornamenta. Visten ropas hechas de lino y hacen vasijas lisas, oscuras, de base redonda, de un tipo semejante al que se había hecho en el delta del Nilo mil años antes. Pero los pastos son pobres y siguen afluyendo de África nuevos inmigrantes, por lo que, un día, un pequeño grupo de aquellas gentes marchan con sus sacos de esparto llenos de semilla de cereal y sus animales domésticos en busca de tierras mejor regadas. Siguiendo la costa oriental pasan a Francia, tuercen luego hacia el norte por los bosques de robles, habitados por una escasa población de cazadores cavernícolas, y llegan, después de errar tal vez durante generaciones, hasta el canal de la Mancha. Este era más estrecho de lo que es hoy, y, empujados quizá por la esperanza de encontrar un país virgen, al amparo de las flechas de los habitantes de los bosques, lo cruzaron con su ganado en sus canoas de cuero. Allí, por fin, terminaron sus andanzas. Se establecieron en un territorio cretácico y erigieron pequeñas aldeas con empalizadas, y se dedicaron a cultivar la tierra, hilar sus vestidos de lino, cocer sus vasos redondeados, apacentar sus ovejas y ganado y, de vez en cuando, observadas determinadas ceremonias, comerse unos a otros. Así introdujeron las artes de la vida civilizada en Inglaterra. ¿Cuánto tiempo, se pregunta uno, mientras se sentaban en sus húmedas cabañas, mirando caer la lluvia continuamente, perduraría entre ellos el recuerdo de que sus padres habían viajado hasta allí desde un país de sol perpetuo? ¿Soñarían alguna vez con volver?
El sol se puso mientras yo me encontraba entre las ruinas de las cabañas, en la cima de la colina. Las largas sombras desaparecieron, y un brillo frío, rosado, inundó la parte occidental del cielo. Del pueblo venía el sonido rápido, duro, de una campana de iglesia y, de repente, la tarde se convirtió en un cuadro de Ingres y tomó el aspecto del cadáver de una joven en su cámara mortuoria. Corrí por la pendiente hacia el seco lecho de un río y subí hasta la carretera donde estaba mi coche. Muy lejos me encontraba, entre aquel aire cálido y lechoso y aquella luz clara y marmórea, de las tierras cretácicas y de los olmos de Inglaterra.
Hay otra zona arqueológica en la provincia de Almería de la que me gustaría hablar. Es el refugio rocoso conocido como la Cueva de los Letreros, donde se encuentran algunas de las más interesantes pinturas prehistóricas de tipo estilizado que hay en Europa. Para visitarla se debe ir a Vélez Blanco, un pueblo al lado de la carretera de Granada a Murcia, en el que, como ya he dicho, se encuentra un castillo del Renacimiento que, a pesar de la pérdida de sus mármoles, vale la pena contemplar. La cueva está muy alta, sobre la aldea, justamente debajo de la cima de la montaña, y se piensa que sus pinturas son más o menos contemporáneas de las de El Gárcel, aunque realizadas por un pueblo diferente. Lo más notable de las pinturas, situadas sobre un pequeño panel de roca, es la figura de un mago enmascarado, con cuernos, como Pan, que sujeta una hoz con ambas manos y de uno de cuyos cuernos cuelga lo que parece ser una fruta grande o una flor. Representa claramente a un espíritu de la vegetación, análogo a los que aparecen en los sellos del minoico antiguo, y la ceremonia que está haciendo es la recogida de una rama sagrada. Algunas de las pinturas que la acompañan parecen repetir en forma más abstracta o abreviada el mismo tema, mientras que otras emplean distintos símbolos. Cualquier interesado en estas extrañas pinturas puede consultar los volúmenes que les dedica el abate Breuil en su obra L'art rupestre schématique de la Péninsule Ibérique (4 vols., 1933).