La ciudad de cierta importancia más próxima a Yegen es Almería. La distancia por carretera es de unos noventa kilómetros, que se podían hacer a pie o en autobús. La primera ocasión en que la visité fue en febrero de 1920, cuando, como ya he dicho, fui allí a comprar muebles. Como conservo de esta ocasión un vivo recuerdo y un relato escrito de ella, empezaré por ahí.
Todavía era de noche cuando me senté cerca del fuego de la cocina para tomar mi café. Las estrellas tachonaban el cielo y el canto del gallo se escuchaba en la distancia como un largo brazo estirado sobre las colinas. El silencio se rompió con el ruido de unas herraduras en la calle. Me puse la mochila al hombro y, mientras se filtraba la primera luz desde oriente, me dejé caer por las terrazas de las pendientes cubiertas de olivos y por las suaves cuestas sin árboles que descendían hasta Ugíjar. Desde aquí, la carretera zigzagueaba endemoniadamente hacia Berja por encima de unas colinas pedregosas donde había numerosas hierbas aromáticas y finos olivos. Berja es un pueblo de cierta importancia, situado bajo la Sierra de Gádor, y constituye un centro importante de la industria de la uva. Las uvas verdes, de piel dura, que son enviadas cada otoño desde Almería hasta Londres, crecen en parras que dan al paisaje, o más bien a la parte por ellas cubierto, un extraño aspecto de aplastamiento, como si estuviera cubierto por una lona verde. En torno a estos viñedos se alzan pequeñas colinas de caliza, blancas y casi completamente desnudas, pues llueve muy poco en esta región.
Cuando entré en el pueblo el sol se ponía. Una masa de nubes de color rosado, suaves y voluminosas como cojines amontonados, flotaban por el cielo sobre las montañas de cimas aplanadas y lanzaban sus reflejos sobre las casas aportaladas. Las palomas surcaban el aire, las voces de los niños sonaban más agudas y descendía la vehemente irrealidad del atardecer. Había un café en el mercado y allí pude ponerme a salvo del tedio y la tristeza que se enseñorea de las posadas después de la cena.
A la mañana siguiente, después de haber caminado unos dieciséis kilómetros, llegué a la carretera de la costa. La visión que se me ofrecía era muy deprimente. Durante unos veinticinco kilómetros la carretera discurría en una línea perfectamente recta a través del desierto pedregoso, sin que se pudiera ver ni una sola casa ni un árbol en el camino en todo lo que abarcaba mi vista. La carretera aparecía y desaparecía en pequeñas ondulaciones entre la tierra blancuzca del desierto hasta que se unía con el horizonte. Este desierto es conocido por el Campo de Dalías. Es un delta de piedra y escombros, empujado a lo largo de doce kilómetros hacia el mar por la erosión de la Sierra de Gádor, descendiendo hacia él suavemente. Hoy, sin embargo, su aspecto ha cambiado. Los manantiales subterráneos que en el pasado alimentaban la colonia romana de Murgi han sido abiertos y la llanura que una vez fue árida está plagada de blancas casas entre el verdor de los cereales y árboles frutales. Cuando lo vi por primera vez podía ser el desierto del Sinaí. Mientras arrastraba mis pies a lo largo de la enervante atmósfera de la costa, la cortina de hierro de las montañas brillaba monótonamente a mi izquierda y deseaba vanamente encontrar una venta donde tomar un trago.
De repente, la llanura terminó: las montañas caían desnudas y a pico sobre el mar y la carretera se recortaba entre ellas. Pronto rodeé un escarpado y vi ante mí la ciudad blanca, de tejados planos, de Almería. Los barcos de pesca estaban saliendo para las faenas de la noche y el sonido de los remos y de una voz cantando me llegó a través del agua tranquila.
Almería es como un cubo de cal arrojado al pie de una desnuda montaña gris. Un pequeño oasis —el delta del río Andarax— se extiende más allá de ella, verde y plantado de boniatos y alfalfa, con palmeras de dátiles y caña, y más allá comienza de nuevo al paisaje desnudo, pedregoso. A lo lejos se alzan las montañas, lila y ocre. Como la lluvia solamente cae una o dos veces al año, el riego es indispensable.
El castillo árabe y sus fortificaciones exteriores se yerguen sobre una piedra desnuda que domina la ciudad, como si fuera un guardián que la defendiera del desierto. En este país el enemigo es la sequía, no el hombre. Debajo del castillo se alzan la catedral y la plaza con los soportales, con que los conquistadores cristianos buscaban restaurar las glorias del pasado, y entorno a estos las estrechas callejuelas que todavía siguen el trazado del barrio árabe. Pero el carácter oriental del lugar es más reciente y lo dan las calles de casas azules y blancas con tejados planos, construidas el siglo pasado. La principal entre ellas es el Paseo, un bulevar amplio que baja lentamente hacia el mar entre los árboles de hojas oscuras y brillantes. En él están las tiendas y cafés principales. Una calle inquietante, una calle cargada, como todo en esta ciudad, de sugerencias peculiares, aunque para el observador superficial tenga simplemente un aspecto decimonónico y provinciano.
Encontré los muebles que buscaba y me dispuse a esperar el dinero que había pedido. Para ahorrar más me instalé en una pensión barata, en las cercanías de la plaza del mercado, llamada La Giralda. Daban cama y comida completa por once reales, es decir, dos pesetas y setenta y cinco céntimos diarios. Pero el lugar era sórdido. Había seis o siete hombres más en mi habitación y las sábanas que me dieron estaban sucias y manchadas de sangre. No me dormí fácilmente. Durante todas las noches pasé largas horas tumbado, escuchando los extraños ruidos que hacían mis compañeros. Uno hacía gargarismos y arcadas, otro roncaba, otro se rascaba con un ruido muy fuerte, como si estuviera rascando sobre una lona, mientras un cuarto —un muchacho de tímido aspecto que estaba tumbado con su abrigo remendado, roto por las sisas— suspiraba con aliento anhelante. Pero existía un cierto placer en este descenso a la pobreza y en los contrastes que presentaba. Desde el pequeño patio encalado, en el que la puerta del retrete estaba siempre abierta, venía el hedor repugnante de los desagües y de la orina rancia, pero la luna hinchaba las paredes con su luz y creaba con su brillo una especie de silencio. Luego, a medida que pasaban las horas, el canto de los gallos se hacía más alto e insistente. Estaban guardados en jaulas de madera sobre los tejados planos de las casas y, a través de la blanca ciudad cubierta por la luna, se retaban y se contestaban unos a otros. Sus voces preguntonas, anunciadoras, proféticas, ascendían como cohetes en la noche y, al morir, dejaban tras de sí un hálito de felicidad y seguridad. De alguna manera, en algún tiempo, en algún lugar, ellos parecían decir, el mundo se salvaría, y todos, incluyéndome a mí y a la gente que me rodeaba, nos salvaríamos con él. Un futuro tan misterioso como el canto de los gallos nos esperaba a todos.
Pasé una semana caminando desanimado por la ciudad o dando paseos por la lujuriante vega de las afueras, al cabo de la cual me ocurrió una aventura que describiré. Una tarde, mientras comía en el lúgubre comedor de La Giralda, con el acompañamiento del ruido ensordecedor y del griterío del vecino mercado, se sentó a mi lado un hombre delgado, harapiento, que debía tener alrededor de cuarenta años. Vestía un traje no muy limpio que le sentaba muy mal, con los zapatos rotos, pero lo que había de notable en él era su rostro, surcado por profundas arrugas, con pesadas bolsas bajo unos ojos que parecían como si las golondrinas hubieran hecho sus nidos en ellos. Empezamos a hablar y me dijo que era corredor. Al saber que yo hablaba francés me preguntó si le haría el favor de servir de intérprete entre él y un vendedor árabe que acababa de llegar de Orán y traía cierta cantidad de contrabando del que debía deshacerse. Le dije que sí y cuando terminó el negocio entramos en una taberna para tomar un trago. Allí, de pronto, se puso muy confidencial. Su nombre, me dijo, era Agustín Pardo y estaba a mi disposición; luego, señalando su cara arrugada y sus ojos hinchados, hartos de ver, me informó que su salud estaba arruinada y que el médico le había dicho que no tenía mucho tiempo de vida. La naturaleza le había proporcionado una constitución excelente, pero su vida viciosa había minado aquella fortaleza. No podía mantenerse alejado de las mujeres, explicándome que las circunstancias lo habían convertido en agente de los burdeles principales de la ciudad y que, con la ayuda de unas cuantas palabras en inglés y en noruego, esperaba a los barcos que llegaban y se llevaba a los marineros a los lugares donde podían conseguir lo que querían. Así fue como empezó su vida de vicio y por lo que no podía dejarla. Luego, al ver que yo tenía curiosidad por conocer estos lugares —ya que nunca había visitado un burdel— se ofreció a llevarme a una gira por ellos. Contesté que aunque me gustaría aceptar su oferta no podía hacerlo, pues no me sentía atraído por las prostitutas, a lo que contestó, quitándole importancia, que si yo iba con él no tenía ninguna obligación en absoluto. Las prostitutas eran buenas chicas, muy tranquilas, llenas de respeto hacia sus clientes. El espectáculo era interesante y para un hombre de cultura y educación, como yo, resultaría instructivo. En cuanto a los gastos, él se encargaría de todo, y si yo dejaba una pequeña propina, digamos dos reales, a la muchacha que se sentara a mi lado, habría hecho todo lo necesario. Con dos reales se quedaría encantada.
Agustín era un hombre muy jactancioso, aunque no era de sus buenas cualidades de lo que se jactaba, sino de sus fracasos. Si uno fuera a creerle, tenía una mujer y cuatro hijos, a los cuales amaba con todo su corazón, pero vivían abandonados porque todo lo que ganaba lo utilizaba para pagar sus vicios. Su salud, su dinero, todo lo gastaba con las mujeres y, como el destino le había dado aquella naturaleza, no podía hacer otra cosa.
—Aquí me tiene usted —exclamaba—. Algunos hombres son víctimas de las circunstancias, pero yo soy una víctima de mi temperamento, es decir, de mi estrella. Esa perra de Venus estaba en una de sus conjunciones cuando yo llegué a este mundo, y por eso tuve que ser un hombre de grandes vicios. No vale la pena que luche; no vale la pena que tome decisiones; estoy hundido en ello hasta los ojos. Soy un crápula hasta la médula de los huesos. No tiene que preguntar qué es lo que hago; se puede ver en mi cara a una milla de distancia. Cualquier persona que no me conozca podría tomarme por un marqués. Pero le digo a usted que si no fuera por esas mujeres sería uno de los hombres más ricos de la ciudad, ya que tengo un gran sentido de los negocios. Mi padre, que en paz descanse, tenía una tienda de ultramarinos y yo solía viajar para él y hacer sus compras. Nadie puede arreglar un asunto privado mejor que yo, porque tengo muchísimo tacto y, además, todo el mundo se fía de mí. «Agustín —se les oye decir— puede que tenga sus defectos, pero de todas maneras es un caballero». Y así, porque les gusto y soy apreciado, tengo buenos amigos en todos los senderos de la vida: amigos entre los guardias de la costa, amigos en las aduanas, amigos en la policía y, con esas ventajas, podría estar metido en una línea de contrabando de primera categoría con Orán y Melilla. Pero ¿para qué si no me levanto hasta la tarde y dejo que todo el dinero que gano se me vaya entre los dedos? Por eso digo que soy un desgraciado, un hombre imposible. Un hombre que puede ver sufrir a su mujer y a sus hijos (fíjese: dos de ellos se están consumiendo de tuberculosis) es una calamidad. No hay otra palabra para definirlo —se tomó otro trago de vino y se frotó la nariz con el dedo—. Si no fuera por esas benditas muchachas no me quedaría el menor respeto hacia mí mismo. Me metería una bala en la cabeza ¡pim, pum!, y acabaría de una vez. Pero ellas me comprenden. Saben que estamos embarcados en el mismo barco y que, algunas veces, es la gente más noble la que cae. La gente más generosa. Esta noche podrá usted comprobar cuánto me aprecian y con qué alegría me reciben. Cuando no tengo dinero me dejan dormir con ellas lo mismo y, algunas veces, cuando ven que tengo solamente unas cuantas pesetas, no las aceptan; me dicen que se las lleve a mi mujer y a mis hijos, que no tienen nada para llevarse a la boca. Son putas, por supuesto; esa es su profesión, esa es la forma con que se defienden contra el mundo; pero son mujeres también. Algunas de ellas, lo crea usted o no, tienen el corazón de oro. Y no es por mi cara bonita por lo que les gusto. Claro que no. Pero ellas saben que me he arruinado la salud a su servicio, y esto les hace ver que soy una víctima de la fatalidad, como ellas. Como dice el refrán, del árbol caído todos hacen leña.
El barrio de los burdeles, si uno puede llamarle con un nombre tan ambicioso, está inmediatamente detrás de la plaza Vieja. Es esta una pequeña plaza con soportales, encalada y plantada de árboles, y durante la mayor parte del día está desierta. Hace un siglo o más alojaba a la crema de las familias comerciantes, pero hoy los ricos se han mudado a barrios más espaciosos, de manera que, aunque todavía se alza en ella el Ayuntamiento, está ocupada en su mayor parte por pequeños talleres y bodegas. Caminando bajo los frescos soportales, mirando los verdes jardines, se podría pensar que se está en un claustro, si no fuera por el ruido de los niños que juegan allí entre las horas del colegio. Desde esta plaza parte un camino adoquinado, una pronunciada cuesta que desemboca en los parapetos árabes. A ambos lados se alzan filas de casas de una planta, pobres, incluso de aspecto escuálido. Aquí, en las tardes apacibles —y todas las tardes son apacibles en Almería— pueden verse mujeres enormes, pintadas con colorete y untados de brillantina los negros cabellos, que caen blandamente sobre los hombros. Toman el sol en sillas bajas, mientras los niños pequeños las despiojan. De vez en cuando una mujer joven, vestida con una bata descolorida y calzada con zapatillas de andar por casa, mirará a la calle y vaciará una bacinilla. Una vez, al tomar un atajo, bajo la cálida luz de atardecer que caía del castillo, me encontré a dos chicas morenas y casi desnudas, con los vestidos abiertos por delante, haciendo señas a un soldado. Sin embargo, cuando uno se recuperaba de la primera impresión, esta callejuela no parecía siniestra ni mala. Si un cierto orgullo aparecía en estas amazonas sentadas, si lo miraban a uno fijamente mientras pasaba, permanecían de hecho tranquilas y pacíficas como gatas tomando el sol. Estas casas no eran de las que asustarían a uno al entrar a medianoche con el billetero lleno.
Llegó la tarde y Agustín y yo nos encontramos después de la cena, como habíamos acordado. Bebimos un vaso de vino en una taberna para llevar el espíritu dispuesto y luego nos fuimos a la que él llamaba calle de la Esperanza.
—Yo la llamo así —dijo— porque nunca sabes lo que vas a encontrar. Estos sitios son como la lotería. Pero, de todas formas, verá usted el vicio verdadero. Algunas de estas chicas están completamente gastadas al llegar a los veinticinco años. A los veintisiete son verdaderas tarascas.
Llegamos a la plaza y subimos por el camino adoquinado, a la luz de la luna. Llegamos a una puerta y entramos. Nos encontramos en una pequeña habitación donde no había nadie más que una mujer vieja extremadamente gorda —el ama— que estaba sentada en una mecedora, abanicándose. Llevaba una especie de peinador o bata sobre la braga, ceñía su pelo tras la nuca con una cinta escarlata y llevaba una flor roja de papel en la oreja. Sobre la pared, detrás de ella, colgaba un cuadro pintarrajeado de la Patrona de Almería, la Virgen del Mar. Concha, pues deduje que este era su nombre, saludó a Agustín con un movimiento de cabeza y con un apretón de manos que parecía dado a un familiar al que se ve todos los días. Me presentó. Luego entraron desde una habitación interior dos chicas muy pintadas que habían dejado de ser bonitas hacía bastante tiempo y se sentaron a nuestro lado. Una de ellas llevaba una blusa blanca que pretendía, de una manera bastante pobre, ser transparente, mientras que la otra, que se llamaba Lola, llevaba una bata amplia de algodón, no demasiado cuidadosamente abrochada por delante. Encima de la mesa pusieron una garrafa de vino y algunos vasos.
—¿Qué tal va el negocio, Concha? —preguntó Agustín.
—Escaso, hijo, escaso —contestó la mujer gorda, bostezando detrás de su abanico—. Desde las Navidades parece que nada se mueve en esta bendita ciudad. Si no hay barcos, todo está muerto, y, además, la mayoría de los clientes se van a la casa de Teresa. Nadie tiene dinero para gastarse aquí, pero eso al recaudador de impuestos no le importa; viene a cobrar. Tampoco al cara de mono de la luz eléctrica. Ellos tienen que cobrar aunque nadie cobre.
—Bueno, toma un trago.
—Gracias, Agustín; pero esta noche no. Ando a vueltas otra vez con lo de los riñones. Me viene cuando hay luna llena. ¡Ay, madre mía! —dijo la vieja, agarrándose un costado—. Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, con la Virgen María y el Espíritu Santo, que este dolor se vaya porque no lo aguanto.
Y santiguándose se besó el pulgar ruidosamente.
—¿Por qué no pruebas con los polvos de la Madre Celestina? —dijo Agustín, mirándola irónicamente—. Te harán mucho más bien que todas esas bobadas de sacristía. Y vosotras —dijo mirando a las chicas y alzando el vaso—, a vuestra salud. Conservad vuestras caras bonitas un poco más y os casaréis con un marqués.
—Mejor es casarse con un inglés.
—Eso es justamente lo que os he traído, guapas; solamente que no podéis casaros con él. Tiene mujer y dos niños con caras de angelitos esperándole en su país. Además, no os excitéis con él porque no hay nada que hacer. No le interesa.
—Entonces, ¿por qué ha venido?
—Porque le he traído conmigo. Quiere ver las cosas de España para poder contarlas al volver a su casa.
—¿Querrán saber algo de nosotras?
—Por supuesto, idiota. Esta casa es tan típica, tan típicamente típica como el Palacio de la Alhambra, en Granada, o las procesiones de Semana Santa, en Sevilla. Es un trocito de folclore genuino. Viene de los moros. Vosotras, chicas, no sabéis lo interesantes que sois para los extranjeros.
—¿Y no hay putas como nosotras en su país?
—Sí; pero no metidas en casa así.
—¿Y cuánto ganan?
—Entre veinte y treinta pesetas cada vez.
—Eso es entre ochenta y cien reales. ¡Bendita sea la Virgen Purísima! ¿Por qué seguimos viviendo aquí? ¿Sabe lo que ganamos nosotras? Dos miserables pesetillas si tenemos suerte.
Agustín inició un discurso sobre la situación del país.
—Oiga, Agustín —dijo Concha, cuya voz, que antes era amable, se fue endureciendo poco a poco—, un poco de calma si no le molesta. Se puede disfrutar como Dios manda sin meterse en política. Usted tiene todo el día por delante para menear la lengua hablando de esto y de aquello. ¿No puede pensar en otra cosa cuando viene aquí? Ya debería saber que a nosotras las mujeres no nos gustan esta clase de conversaciones. Mire usted a esas pobres chicas que están aquí para quitarle sus penas, ¿no es hora ya de que les haga un poco de caso? Además, permítame que le diga que nada bueno le va a venir de esas ideas. Esos republicanos, como se llaman ellos mismos, no respetan ni a Dios. Y eso no es en lo que nos educaron ni a mí ni a mis chicas. Todos los años, por San Martín, en mi casa, se mataba un cerdo y hacíamos morcillas y, aunque no llegábamos a tanto como a ir a misa, no nos perdíamos una novena a la Purísima. Y hasta que se murió la mula no le debíamos un céntimo a nadie. Pero, como dice el refrán, quien calla otorga, y quien anda con lobos aprende a aullar. Y por eso le digo que un poco más de respeto para todos y así todo andará bien. Abre la puerta, Lola; hay alguien llamando.
Entró un hombre alto, con barba de una semana. Un mulero. Se sentó y enseguida surgió otro tema de conversación: el precio de las cebollas y de las patatas. Todo andaba muy mal. Con los precios que había no se sabía cómo podía vivir la gente. Los grandes comerciantes se lo chupaban todo y dejaban al pequeño morirse de hambre. Sí, hacía falta un cambio. Pero en todos los cambios pasaba lo mismo, el rico se colocaba arriba. Entonces, ¿para qué cambiar? No había vergüenza en el país, ninguna vergüenza; pero él no creía que los republicanos fueran mejores que los otros. No, él no estaba de acuerdo con la política y las revoluciones. Todos los gobiernos eran parecidos; nada bueno venía nunca de ellos. Como dice el refrán, es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Luego, apurando su vaso, hizo señas a una tercera chica que había entrado en la habitación —hasta entonces no había mirado a ninguna— y pasó con ella a uno de los pequeños dormitorios que había al lado. Agustín, que ya había bebido un par de vasos, se levantó y pagó la cuenta.
—¿No tienes un momento para mí esta noche? —dijo Lola, alzando su mano y acariciando la hirsuta barbilla de Agustín, a la vez que hacía un gesto con la otra—. Sabes que estoy loca por ti.
—Otra vez será, preciosa. Ahora no puedo quedarme.
—Sí, por favor, aunque sólo sean diez minutos. Tú eres el único hombre que me dice algo, ¿sabes?
—No, Lolita; ahora no. Me gustas mucho, pero esta noche no es posible. Me espera alguien.
—¿Otra persona esperándote? Eso es lo que dices siempre. Yo creo que ya han pasado por lo menos tres meses sin que hayas estado con una mujer. Todos los hombres que presumís y habláis de política sois iguales. Me gustaría saber por qué has venido.
—Dale un regalito, hijo, para calmarla un poco —dijo Concha—. Es muy sensible, la pobrecita. Al fin y al cabo es una huérfana. Si no fuera por mí no tendría nada: el día y la noche y el agua en el cántaro.
—Está bien, toma eso para comprar golosinas. Sé buena hasta que volvamos a vernos.
—Un sitio de segunda categoría —me dijo Agustín tan pronto como salimos—. No hay ninguna animación. Huele a sacristía. Este barrio es como una aldea. Solamente voy a esa casa por no ofender a Concha. Debería haberla visto antes de que envejeciera y se hiciera beata; era una mujer maravillosa. Hemos pasado juntos muchos buenos ratos.
—¿Y por qué están tan gordas estas amas? —pregunté.
—¡Oh! Tiene que ser así. Tienen que ocupar muchísimo espacio. De otra manera las chicas no las respetarían. En estas casas tiene que haber mucho respeto. Al fin y al cabo, esas mujeres ocupan el lugar de las madres.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Nada; justamente, eso. Ellas reciben a las chicas nuevas porque tienen un aspecto maternal. Y, desde luego, la mayor parte de ellas son mujeres muy bondadosas. Concha tiene un corazón de oro. Además, tenga en cuenta que tienen que tratar con la policía. La policía respeta a las mujeres gordas, las respeta muchísimo. Nunca he visto a una mujer gorda en la cárcel. Las gordas saben hacerse respetar.
Llamamos a la puerta de una casa que estaba a corta distancia. En el pequeño salón, dos hombres, sentados, estaban bebiendo con tres chicas, y Agustín, que los conocía, los saludó cordialmente. Tenían el aspecto de ser clientes habituales, y efectivamente, como me contó mi amigo más tarde, eran tenderos del mercado que venían todas las semanas. La política volvió a surgir, y aquí todos, incluida el ama, que era un poco menos gorda que Concha, estaban por la república. Si Lerroux fuera presidente, decían, mandaría a los curas y a los jesuitas que se metieran en sus asuntos. Pero los hombres empezaron a dar muestras de haber bebido demasiado. Sus voces broncas y elevadas se encrespaban, y las chicas, para calmarlos y llevarlos a la cama, empezaron a provocarlos, actuando desvergonzadamente. Al final tuvieron éxito. Los hombres se fueron tambaleando por dos puertas, tras las cuales pude vislumbrar sendas camas sucias, presididas por un cuadro de la Virgen. Agustín, que después de haber discutido de política enérgicamente se había hundido en el silencio, pidió la cuenta. La chica que quedaba, que al principio dirigía su atención hacia mí, hizo pocos esfuerzos para detenernos porque los dos únicos dormitorios de la casa estaban ocupados.
—No es un lugar muy edificante —dijo Agustín, cuyo lenguaje se iba haciendo más refinado a medida que bebía—. Ningún orden, ningún respeto. El vicio tiene sus reglas, como todas las demás cosas. Dignidad; debe haber dignidad; muchísima dignidad. Conozco a esos dos hombres; no son gente muy recomendable. Uno de ellos me debe dos duros setenta y cinco céntimos y no me los devolverá. Un ladrón, de veras.
—¿Adónde vamos ahora? —pregunté.
—Pues podemos ir al establecimiento de Jesusa. Tiene algunas chicas simpáticas, pero conviene recordar que la tía materna de Jesusa trabaja como mujer de la limpieza en el Palacio Episcopal. Eso deja un mal gusto de boca, ¿no es cierto? Además, puede estar seguro de que cada palabra que se diga allí va directamente al obispo.
—Pero él no estará muy interesado en lo que se diga en lugares semejantes, ¿no?
—¿Y en qué otra cosa va a estar interesado? La Iglesia y la policía tienen por estas amas toda la información de lo que sucede. Suprima usted los burdeles y a los seis meses habrá una revolución, porque las autoridades habrán perdido contacto con lo que se dice en el país.
—En ese caso…
—No, la verdad; no vamos a ir a casa de Jesusa. No quiero ver a una chica santiguándose antes de acostarse en la cama, como si la fueran a operar de apendicitis. Iremos a la de Teresa. Es muy diferente; es un lugar de recreo internacional donde van los marineros extranjeros. Allí verá usted el vicio verdadero, sin tener que comprar un billete para París. Bueno, si está de acuerdo, dejaremos este barrio de casitas. Antes eran algo, pero ahora son sitios aburridos, establecimientos que decaen por falta de dirección. Si tuviera algo de capital los compraría y los pondría en condiciones. Pero la de Teresa es una casa completamente distinta. Allí encontrará usted chicas que se le comerán por dos alfileres, y otras, recién llegadas del pueblo, con caras como angelotes de azúcar. Venga, vamos a darnos prisa. No perdamos más tiempo pensando en lo que nos está esperando —pero enseguida se detuvo de nuevo—. ¡Oh, esta vida! —exclamó, abriendo los brazos con un gesto teatral—. Esta vida acabará conmigo. ¡Mujeres, mujeres, mujeres todo el tiempo! No puedo dejarla y, sin embargo, me está matando. Don Juan Tenorio, ¿sabe usted quién era? Un inocente, comparado conmigo. ¿Qué sabía del vicio? Tres o cuatro seducciones, cuatro o cinco falsas promesas de matrimonio; eso no es nada cuando se tiene dinero. Yo hago mucho más todos los meses y no tengo un céntimo —se volvió, me miró mientras que con una mano me cogía por la manga y con la otra hacía movimientos en el aire—. No; le digo a usted que aquel hombre no era nadie, absolutamente nadie. Hay jóvenes como él en todos los pueblos de España, que se pasan la vida limpiándose los zapatos y acicalándose la cara y luego tienen que gastar tres meses para embobar a una sirvienta. ¿Qué hay de notable en eso? En el verdadero vicio hay una obsesión, abandono completo. Te hundes, te hundes, olvidas tu orgullo, te dejas ir como en una ola de generosidad. Lo dejas todo y no te agarras a nada. Mueres, te destruyes, desciendes hasta la verdad última de las cosas. Vuelves a ser como Dios te hizo. Yo digo que hay más religión verdadera en esa vida que en todos los sermones que se oyen en las iglesias, porque nada te guardas ni hay hipocresía —soltó la manga de mi abrigo y volvió a caminar.
Enseguida, al torcer una esquina, nos encontramos con una calle larga y estrecha, cortada profundamente, como por un cuchillo, entre las fachadas de las casas. Había terminado la corriente habitual de gente paseando, las últimas parejas de novios se habían ido a casa. No había luces en las ventanas. De vez en cuando pasaba a nuestro lado una figura apresurada cuyas alpargatas hacían un suave ruido sobre el pavimento. Tan sólo la luna, lanzando sus brillantes placas de luz sobre los pisos altos, mientras la calzada permanecía hundida en la sombra, parecía plenamente viva y activa.
Bajo la influencia del aire fresco y del vino ingerido, Agustín se fue excitando progresivamente. Con la cabeza alzada hacia el cielo, las bolsas de sus ojos centelleaban hasta parecer dos enormes lágrimas.
—Mire esa luna —exclamó repentinamente, agarrando mi brazo—. Nos arrastramos por la tierra como insectos, pero ella gira allá arriba y lo mira todo. ¿Qué es lo que ve? Vicio en los pueblos, vicio en las ciudades, vicio, vicio y vicio y ninguna vergüenza. Míreme, tengo todas las enfermedades que un hombre puede pillar de una mujer, pero no me matan. Al contrario, me crezco con ellas. Son como un tónico para mi sistema. Me estimulan a nuevos esfuerzos. Aquí, tome usted mi pulso —y extendió su muñeca—. ¿Ve usted? Está saltando. Mi pulso está saltando. Tengo una salud espléndida. Sólo por el día me siento enfermo. Mi tiempo es la noche. Mi hora suena cuando brilla la luna. Venga, le digo, vamos aprisa a lo de Teresa. Vamos a probar a aquellas mujeres feroces. Esta noche especialmente debemos terminar bien.
Llegamos. Una casa sólida, con llamador de hierro y ventanas enrejadas. Del interior venía un sonido de voces y de risas. Llamamos y un par de ojos nos inspeccionaron a través de una mirilla; luego, alguien tiró de una cuerda y la puerta se abrió. Pasamos a un pasillo embaldosado donde una mujer corpulenta, excesivamente pintada, estaba de pie junto a una mecedora. Encima de la mesa que había a su lado había un enorme gato negro durmiendo, y, contra la pared, una maceta con aspidistras.
—¡Vaya, Agustín! —exclamó la mujer, alargándole distraídamente la mano—. Ya estás aquí otra vez. ¿A quién has traído contigo esta vez? ¿A otro alemán?
—No, no, Teresa; este es un inglés. Un literato y científico que ha viajado por todo el mundo viendo cosas nuevas. Está escribiendo un libro sobre las mujeres españolas y por eso le traje a verte. Le dije que en tu casa encontraría la flor del mujerío de Almería. ¿No es verdad? Pero esta es una visita de información y exploración, nada más. Él está esperando de un día a otro una orden de pago de su tío millonario, y, como puedes comprender, su interés es puramente teórico.
—Está bien. Ya sabes el camino. Todos los extranjeros son bien venidos.
Pasamos al salón, si esa es la palabra adecuada: una habitación grande, amueblada con mesas pequeñas, un sofá y un grupo de sillas diversas. En la pared había un cartel de toros y un anuncio donde se veía a una mujer tocada con sombrero negro cordobés y bebiendo una copa de jerez. Había un biombo en un rincón y a su lado estaba una muchacha de aspecto enfurruñado y aburrido a la que acompañaba un hombre delgado, melancólico, vestido de negro. Tenía un vaso de vino en la mano y, de vez en cuando, miraba a su alrededor y decía:
—A su salud, caballeros.
Evidentemente, estaba totalmente borracho, y Agustín me susurró que estaba siempre así desde que se le murió la mujer, hacía poco tiempo.
Pedimos vino; aparecieron otros hombres y otras chicas que se sentaron a las mesas. En el interior se oía el tintineo de unos vasos y el ruido de una animada conversación. Procedían de un grupo que había alquilado un reservado; para los clientes ordinarios, el salón era suficiente; aquí se sentaban y bebían hasta que se armaban de valor para llevar su visita un paso adelante, o se marchaban. Exceptuando que las muchachas iban ligeras de ropa, la atmósfera no podía ser más decorosa. Los hombres hablaban entre sí, manteniéndose juntos como para afirmarse, haciendo poco caso a las figuras caprichosamente vestidas que se sentaban bostezando a su lado. Cuando les dirigían la palabra lo hacían en un tono medio paternal, medio desdeñoso, como si quisieran dejar bien claro que el hecho de elegirlas como compañeras para ciertas ocasiones no las situaba a su mismo nivel. Tan sólo aquellos que tenían la suficiente edad como para tener hijas mayores se comportaban de forma sencilla y natural.
Agustín estaba todavía en vena eufórica.
—Míralas —dijo señalando a dos chicas que se habían sentado a nuestro lado—. No se ven mujeres así todos los días. Ojos como faros, pechos que te apuntan como un cañón, pies como patitas de paloma. Y son tigres. Te comerán en cuanto te miren.
—¿De qué ánimo estás esta noche? —dijo la mayor de las dos—. ¿Qué te ocurre? Normalmente no escuchamos discursos tan elocuentes.
—De mí, sí. Cada vez que vengo aquí te digo cosas bonitas, porque cada vez estás más guapa.
—Puedes guardarlas para tu amiga si es qué la tienes. Quizá a ella la puedas engañar. Y ahora, dime si has podido ver a aquel marinero alemán otra vez.
—Todavía no; pero lo veré pronto, preciosa.
—Bueno, pues asegúrate de que lo traes si llegas a verle. Me prometió un par de pendientes de oro y todavía los estoy esperando. ¿Y quién es este extranjero que has recogido por ahí? Parece una persona tranquila.
—Le he contado cosas tan terribles de ti que te tiene miedo.
—Supongo que es un maricón, como tú. ¿Sabe algo de español?
—Más que tú, idiota. Ha leído el Quijote entero dos veces.
—¿Qué es eso? ¿Una historia de amor?
—Don Quijote —dijo un hombre de aspecto apoplético que se sentaba en la mesa vecina— es la gloria nacional de España. Quien no lo conozca no tiene derecho a llamarse español. Tiene un monumento en Madrid y todos los años la Academia Española, los miembros del gobierno y todas las autoridades de la ciudad le llevan flores. Fue nuestro primer revolucionario.
—Ese es un policía —me susurró Agustín—. De la rama política.
—¿Habla usted inglés? —me preguntó el policía.
—Sí —contesté—. ¿Y usted?
Me miró sin contestar.
—Yo soy de la policía —dijo luego en español—. Un oficial de policía debe hablar todos los idiomas, hasta el de los moros. ¿Le gusta a usted nuestra ciudad?
—Muchísimo, desde luego —contesté—. Me encanta.
—Bueno, pues déjeme decirle con toda franqueza que esta ciudad es una desgracia para España. He nacido aquí y quiero a mi ciudad, pero nadie me puede negar que no es una desgracia. ¿Sabe usted cómo la llaman los otros españoles? El culo de España, y aunque lo considere como un insulto personal, porque está dirigido a mi ciudad, tengo que admitir que no están demasiado equivocados. Porque, ¿sabe usted que el setenta por ciento de la población no sabe leer ni escribir? Puedo decirle que los almerienses que tenemos conciencia de esa situación estamos profundamente avergonzados.
—¿Por qué no dice que todos los españoles están profundamente avergonzados?
—Sí, se podría decir eso también. España es hoy en día una calamidad nacional. La que una vez fue gloria y orgullo del mundo es hoy uno de los países más atrasados. Nuestro suelo es el más rico de Europa; nuestras montañas están llenas de hierro, cobre, oro, plomo, plata, aluminio, manganeso, mercurio, rubíes, ágatas y carbunclos. Sobre todo, carbunclos. La gente es seria, valerosa, sana, noble, franca, honesta y trabajadora y, sin embargo, vivimos como usted ve. Yo digo que eso es una desgracia y los responsables deben responder por ello.
—Los políticos y los curas, por supuesto —dijo Agustín—, mantienen al pueblo en la ignorancia.
—Yo no nombro a nadie —dijo el policía—. Estoy al servicio del Estado y no me concierne a mí fijar responsabilidades. Yo obedezco órdenes. Si me dicen que detenga a un revolucionario, lo hago. Si me dicen que cierre los ojos hasta colocar una bomba yo mismo, lo hago también. Un servidor del Estado puede que tenga sus opiniones, pero si las tiene debe guardarlas para él. Aquí, encerradas en su pecho.
Y golpeando esa parte de su cuerpo miró alrededor como si fuera a recoger un aplauso y escupió silenciosamente bajo la mesa.
—Ven acá, Manolo —dijo la muchacha que estaba con él, cogiéndole por el hombro—; hay una habitación desocupada.
—Pero algún día, señor —dijo levantándose lentamente—, habrá un cambio, y entonces se verá lo que puede hacer España. Y cuando esto llegue será algo extraordinario.
Y salió del salón con el paso cansino de un hombre que abandona una habitación llena de amigos para atender a una llamada telefónica de negocios.
—Un buen hombre —comentó Agustín—. Se puede ver que tiene el corazón de republicano. Y sabe cómo expresarse. Algún día, cuando venga la revolución, tendrá un puesto importante. Es de esa clase de hombres que, cuando uno menos lo piensa, son nombrados gobernadores o incluso ministros.
—Pero escupe como una mujer —dijo la chica que estaba conmigo—, debajo de la mesa.
—¡Ah!, eso demuestra que ha sido educado correctamente. Tiene un verdadero refinamiento.
Ahora Agustín empezó a cambiar. Se sentó mirando apagadamente hacia el extremo del salón y no decía nada. Al mismo tiempo, las muchachas que estaban sentadas con nosotros se marcharon. Yo no había animado a la que estaba a mi lado y ninguna de las dos parecía interesada en absoluto en mi compañero. Había otros clientes en la habitación que daban más esperanzas de requerir sus servicios. Lo mismo podíamos haber estado sentados en un café, ya que los hombres estaban hablando entre sí, sin mostrar más que un interés esporádico por las chicas que se sentaban con sus ligeros vestidos junto a ellos.
—Vámonos —dije a Agustín, pero él no demostró el menor interés en moverse. Había caído en una especie de estupor y solamente se levantaba lo suficiente para decir:
—Nada, nada; es todavía temprano.
De repente se oyeron fuertes golpes en la puerta de la calle, seguidos de alboroto en el pasillo. Entró un grupo de cuatro jóvenes, apuestos y bien vestidos, con las caras enrojecidas por la bebida, y pidieron pasar al reservado. Pero aquella habitación estaba ocupada. Después del jaleo de una larga discusión, durante la cual el ama braceaba en su mecedora como si estuviera remando, los jóvenes consintieron en sentarse a una mesa y pidieron ver a la nueva muchacha que acababa de llegar. Hubo nuevas discusiones, pero al final trajeron a una moza delgada, con cara de muñeca, de alrededor de dieciocho años, vestida con una bata limpia de color rosado y adornada con una flor roja en el pelo. Ya me habían contado su historia. Procedía de Tabernas, un pueblecito situado en la carretera de Murcia; un viajante se la había llevado de su casa, abandonándola después, y para poder comer no le había quedado más solución que venir a aquella casa. Atravesó paseando la habitación, con la tensa y enfurruñada expresión de una colegiala a la que la maestra acaba de reprender, por no mostrarse dispuesta a colaborar, y enseguida los chicos se pegaron a ella y a otras dos chicas un poco mayores que estaban con ella, iniciando una conversación ruidosa y animada.
De repente, Agustín se despertó y empezó a demostrar interés por lo que pasaba en la mesa de los chicos.
—Mire —me dijo—. Ya le dije que vería algo bueno si esperaba. La flor de la morería. Mejor decir, tres perlas orientales. No encontrará usted bellezas semejantes en ningún otro lugar. La nueva le costará diez pesetas por media hora, pero las otras cuestan sólo cinco pesetas. Y el precio es tirado, porque recibirá usted más de lo que valen en dinero. Después de una noche con una de ellas no podrá ir andando a casa; tendrán que llevarle en coche. ¿Le he dicho que el año pasado murió un hombre en esta casa? Acababa de ganar un premio en la lotería y pensaba que se lo podría gastar aquí todo. La mayor de las muchachas con las que hablábamos antes lo mató.
—¿De verdad?
—Sí. Un hombre muy respetable que iba todas las tardes al casino: don Indalecio Buzón. Bajito, fuertote y bastante calvo. Era el dueño de la pastelería de la plaza de San Martín. Dejó una mujer y tres hijas ya crecidas. Se podría haber esperado que la policía arreglara el asunto y contase a la familia que se había muerto mientras realizaba un acto de caridad con un pobre lisiado, por lo cual iría directamente al paraíso. Pero no fue así. Le tenían inquina porque se negaba a pagar ciertas cantidades y le soltaron todo de sopetón a la viuda. Ella lo recibió muy mal. En su indignación no podía contenerse y decía a todo el mundo: «Fíjense, aquel marido mío nunca me dijo que había ganado la lotería. Espero que ahora esté sufriendo por haberme engañado». Por aquel entonces, la hija mayor, Satisfacción, estaba prometida con el hijo del dueño de una tienda de imágenes religiosas. Pero cuando el padre, a quien dicho sea de paso, he visto varias veces en este casa, se enteró de lo que había pasado, obligó a su hijo a romper las relaciones por temor a que el escándalo afectara a su negocio. Sin embargo, como para compensar este contratiempo, la pastelería empezó a marchar muy bien, porque todo el mundo iba a ella a oír cómo doña María Josefa contaba la historia, y muchos de los que fueron se convirtieron en clientes habituales. Antes no iba mucha gente porque el viejo, al que le gustaba estar siempre en el mostrador, tenía un aliento malísimo, y eso es malo en una pastelería. Pero ahora eran las muchachas quienes servían, y ellas huelen a colonia y a pastillas para la garganta. A Satisfacción le salió un novio nuevo, hijo del peluquero del paseo, que, por supuesto, era un partido mucho mejor que el anterior. El peluquero aprobó el noviazgo porque, como es anticlerical, quería desairar al dueño de la tienda de imágenes y, por otra parte, su mujer, a la que le gustan mucho los pasteles, pensó que estaba muy bien relacionarse con el lugar donde los hacían. El chico del peluquero estaba enamorado de Satisfacción desde hacía mucho tiempo, pues su cabello le volvía loco. La chica tiene un pelo muy fino, de color castaño pálido, y el muchacho, desde que dejó el colegio, soñaba con pasar el resto de su vida peinándolo y acariciándolo y haciendo con él nuevos y extraordinarios peinados. Incluso había escrito poemas sobre él, y uno se llegó a publicar en El Eco de Almería. Pero aquí no acaba la buena racha de la familia. En la animación general que se produjo con el asunto, las otras chicas, que no tienen nada de atractivas, encontraron novio también, y, para dar el último toque a tanta felicidad, se descubrió que el viejo no había tenido tiempo para gastar más que una parte del dinero ganado en la lotería. Incluso después de que el ama y la policía se apoderaran de lo que creían honrado, quedaban en el billetero casi mil cien pesetas en billetes. Como comprenderá, aquello fue una sorpresa muy agradable. Después de pagar el funeral y algunas misas para ayudar al viejo en sus problemas del otro mundo, quedaba para pagar el ajuar y aún más. Como se ve, todo el asunto se resolvió con bien para todo el mundo, menos para don Indalecio, e incluso él se puede decir que murió feliz. Realmente, murió de felicidad.
Los jóvenes de la mesa vecina se reían y hablaban animadamente, y apenas parecían notar que la nueva muchacha no hacía caso de sus ocurrencias. Con su pequeña boca fruncida y la expresión enfurruñada parecía la imagen misma de la adolescencia arrinconada y resentida. Se veía claramente que no era su presencia física, sino la palabra «nueva», la que los había atraído. Durante algunas horas yo había estado bebiendo sin parar y el vino empezaba a producir sus efectos. Escuchaba las voces, veía las caras, pero no podía captar claramente lo que estaba ocurriendo. Agustín también, tras su estallido de locuacidad, había vuelto a caer en un silencio pesado y miraba lúgubremente hacia la pared de enfrente. Más tarde, sin que me sea posible saber el tiempo que pasó, el sonido de las voces altas y el ruido de las sillas arrastrándose por el suelo me despertó. El grupo que estaba en el reservado había salido y estaba discutiendo el precio con el ama. Cuando por fin se fueron, el salón quedó vacío, pues los jóvenes y las muchachas se habían metido en el reservado.
Me levanté y puse en pie a Agustín. Estaba tan borracho como yo e hipaba ruidosamente.
—Muy bien —dijo—; ahora que la fiesta de la belleza ha terminado nos iremos. Enseguida. Ciertamente. Dígales que llamen a mi carruaje.
En aquel momento pasó por allí una chica.
—¿Todavía esperándome, cariño? —Le dijo de manera burlona a Agustín, y le vertió por el cuello los restos de un vaso de vino. Él no pareció darse cuenta de su existencia.
En la entrada, el ama dormitaba tranquilamente, con el gato negro a su lado. Las líneas azules de pintura que cubrían sus párpados me sugirieron las sombras de montañas cubiertas de pinos, quizá de los Cárpatos, pero antes de que yo pudiese acordarme ella bostezó y su bostezo me desilusionó. Pagué las bebidas y nos marchamos. Un cuarto de hora más tarde yo estaba en mi habitación.
A la mañana siguiente desperté tarde. La habitación donde estaba tumbado se había quedado vacía y el olor del retrete en el patio se filtraba hacia mí, junto con el griterío del mercado y la luz del sol. Pero mi cabeza estaba clara y después de tomar una taza caliente de malta y unos buñuelos saqué un cuaderno y me puse a escribir los acontecimientos de la noche anterior. El día pasó sin que viera a Agustín. Sin embargo, a la tarde siguiente entró en La Giralda, se sentó a la mesa donde yo estaba escribiendo y pidió un vaso de vino. Parecía estar con el humor bajo, y, después de permanecer un rato en silencio, me empezó a hablar en un tono no muy convincente del maravilloso negocio que le habían ofrecido. Podría ganar muchos cientos de pesetas dentro de pocos días si ahora podía aportar cincuenta. ¿Podría yo dejarle la mitad de esa cantidad, es decir, veinticinco? Él juraba por su honor devolvérmelas y además se las arreglaría para que yo pudiera estar con la chica nueva —ya había notado que yo me sentía muy atraído hacia ella— a un precio excepcionalmente bajo. En la casa de Teresa estaban siempre dispuestos a complacerle.
Por entonces, mi dinero casi se había agotado, de modo que me negué a dejarle nada, pero insistió tanto que le di dos pesetas y le hice la promesa de que le daría más cuando hubiera llegado el dinero. Se embolsó el dinero sin hacer comentarios y se marchó.
—Veo que ha hecho usted un amigo —me dijo el dueño de La Giralda cuando se hubo marchado Agustín.
—Sí. ¿Quién es?
—¡Oh! Un pobre diablo arruinado por la bebida. Procede de una buena familia. Su padre tenía una tienda de ultramarinos en la calle de Granada.
—Creo que tiene mujer y cuatro hijos.
—Mujer sí; pero no hijos. No es la clase de personas para tenerlos.
—¿Por qué?
—Bueno, mire usted, yo solamente digo lo que dice la gente. Pero es un rumor general que no es un hombre completo. ¿Me entiende?
Aquella tarde, al contar mi dinero, me di cuenta de que no me quedaba casi nada. Cuando hubiera pagado la cama y la cena me quedaría menos de una peseta. Sin embargo, al llamar a Correos me dijeron que la carta esperada tan impacientemente había llegado por fin. Al abrirla me enteré de que mi pariente me negaba el dinero pedido. Esto iba a poner las cosas difíciles para mí y también para Agustín. Creía que le debía mucho, no por haberme llevado a los burdeles, que eran totalmente aburridos, sino por haberme revelado su notable personalidad. Cuando me encontrara con él en alguna ocasión futura, probablemente me sentiría menos generoso.
Mientras estaba en cama aquella noche, mezclando, a la manera de Baudelaire, la brillantez de la luna llena con el hedor del cubo del retrete, creí que iba a titular el cuento que iba a escribir «Un don Juan de nuestro tiempo». Porque, ¿quién más don Juan que un hombre dispuesto a superar toda clase de obstáculos para satisfacer su pasión dominante? En el pasado, los obstáculos estaban en el exterior, en las defensas de una sociedad llena de dueñas, de ventanas enrejadas y de hombres armados con espadas, pero hoy esos peligros se habían vuelto tan insignificantes que el hombre que quería ser un héroe amoroso debía vencerlos dentro de sí. Nadie puede creer que alguien se ha convertido en un héroe de ese tipo porque haga demostraciones amorosas a lo Casanova. Me dije que la situación particular de Agustín estribaba en que como él no podía superar su obstáculo en un sentido práctico y normal, podía al menos sublimarla, elevándola a esa otra dimensión de la imaginación. Con su don de la impotencia podía evocar una región maravillosa donde el hombre ordinario se purificaba y se ennoblecía por el vicio, al igual que don Quijote hacía de su intrínseco prosaísmo y vulgaridad, su noble carrera de caballero andante.
Estaba yo metido en esas casuísticas reflexiones, que parecían explicar por qué un hombre como Stendhal, cuya vida había sido una sucesión de fracasos amorosos, había llegado hasta nosotros como uno de los grandes exponentes del arte de amar, cuando me dormí. Pero la luz del día me trae siempre ideas más positivas. Mientras caminaba a lo largo del interminable camino que corre, tan derecho como la cinta de un topógrafo, a través del Campo de Dalías, decidí que toda mi concepción era absurda. Nadie, ni siquiera Dostoievski, hubiera podido escribir con éxito una historia de amor cuyo protagonista fuera un impotente. Hasta la musa de la comedia se negaba a ello.