Ya he escrito todo lo que he podido recordar de mi vida en Yegen hasta la primavera de 1924, en que volví a Inglaterra, y he dado la mejor descripción de que soy capaz de los hábitos y costumbres de mis vecinos. Todavía tengo que escribir sobre cómo eran Granada y Almería en aquella época y describir los cambios acaecidos cuando volví a mi casa, en 1929. Pero este libro tiene también el propósito de hablar de esa peculiar región de España que lleva el nombre de la Alpujarra. ¿No sería el cuadro más completo si contara su fondo con un esbozo sobre la historia y prehistoria del país? El tema —sobre todo en lo referente a la prehistoria— tal vez no sea demasiado apasionante, pero tiene para el lector inglés un interés mayor del imaginable, porque las gentes del sur de España fueron quienes poblaron y civilizaron nuestra isla. Hasta para quienes encuentran confusos y aburridos los restos culturales de aquellas razas nómadas y sin nombre del Neolítico y de la Edad del Bronce, el hecho ha de despertar su interés.
Para empezar desde el principio diré que los primeros restos del hombre que se encuentran en la Alpujarra pertenecen al Mesolítico. Esta época corresponde a aquel largo y poco conocido período que siguió a la última glaciación del norte de Europa. En los refugios rocosos de la costa entre Adra y Málaga se pueden encontrar pequeños utensilios de pedernal de la clase llamada microlitos, que datan de aquellos tiempos. Antes se solía pensar que eran obra de los capsienses, una raza africana que se había visto obligada a emigrar hacia el norte debido a la desecación del Sahara. Pero hoy ya no parece tan cierto. Todo lo que realmente se puede decir de estas gentes es que vivían de la caza y de la pesca, recolectaban alimentos y habían domesticado al perro. Parecen haber sido contemporáneos de una raza de cazadores negroides que vivían en las montañas cercanas a Valencia y a los que se deben las pinturas de vivas escenas de caza y danza pintadas en los abrigos rocosos que habitaban, y que figuran en todos los libros sobre arte prehistórico. Sólo la gente de la costa no pintaba.
Al perder sus huellas durante el cuarto milenio comienza gradualmente la cultura neolítica. En las regiones montañosas del sur la encontramos en los restos de un pueblo, sin duda descendiente de las razas mesolíticas antes señaladas, que en su mayor parte vivían en cuevas. Tenían ovejas, cabras y un ganado vacuno pequeño, de largos cuernos; tejían el esparto para hacer sogas y tejidos y elaboraron una tosca cerámica que decoraron con incisiones en forma de puntos y rayas. Para adornarse utilizaban collares de conchas y piedras de colores, y enterraban a sus muertos en el suelo de sus cuevas. En general, las mujeres cultivaban pequeños huertos. Sembraban guisantes, lentejas, cebada y espelta en pequeños trozos de tierra labrada con sus azadas, y para la recolección utilizaban pequeñas hoces de madera provistas de lascas de sílex. También hacían incursiones en busca de los panales de las abejas silvestres, buscando miel, y elaboraban una especie de cerveza o aguamiel. Pero, aunque tenían puñales de hueso y hachas de piedra bastante pulimentadas, no usaban armas de guerra, como flechas o lanzas. De hecho, nos hallamos ante una Edad de Oro —o lo que viene a ser lo mismo— un período matriarcal.
En la Alpujarra se pueden encontrar los más espléndidos de estos enterramientos en cuevas. En 1857, un arqueólogo, Manuel de Góngora, exploró una gruta llamada cueva de los Murciélagos, que se encuentra en una de las vertientes de una empinada rambla, cerca de Albuñol. Anteriormente había sido ya excavada por un campesino que buscaba estiércol de murciélago, pero parece fuera de duda que contenía sesenta y nueve cadáveres vestidos con túnicas, gorros y calzado de esparto; todos ellos —menos dos— habían sido asesinados para procurar a sus amos servidores en el otro mundo. En el primer enterramiento, de tres, que yacía justamente en la entrada de la cueva, se encontró un esqueleto de varón que portaba una gran diadema de oro, mientras que los gorros de esparto de los otros dos todavía ostentaban —o así pensó su descubridor— manchas de sangre. Un segundo grupo de tres, que yacía en la segunda cámara, había sido enterrado junto con cestas de esparto que contenían cereales, corolas de adormidera y mechones de cabello. Luego, en una tercera cámara, había un grupo de doce muchachas dispuestas en semicírculo en torno a una mujer mayor que vestía una túnica de piel con lazos al costado, con collar de conchas y un colmillo de jabalí en el cuello y pendientes de piedras negras en las orejas. Finalmente, al fondo de la cueva se encontraron cincuenta esqueletos de varones, con hachas pulimentadas, cuchillos de pedernal y, por supuesto, cerámica.
Aquí tenemos las tumbas de una mujer, jefe importante, y de un hombre, también jefe. Si es cierto, como la cerámica parece indicar, que estos enterramientos datan del final del cuarto milenio, la diadema de oro que adorna la calavera del jefe es la pieza más antigua de oro labrado descubierta en Europa occidental. Y solamente pudo haber llegado de un lugar: los arroyos auríferos que se unen en Ugíjar y desembocan por Adra en el mar. Las arenas del río contienen aquí todavía tanto oro que, como he dicho antes, recientemente se ha formado una compañía francesa para extraerlo. De todos modos se puede ver que la parte oriental de la Alpujarra sostenía una importante población, gobernada por un jefe único, y que en ella la mujer gozaba de una importante posición.
La escena cambia rápidamente. Hacia el 2700 a. C. hace su aparición una nueva y más avanzada cultura sobre el río Almanzora, en la provincia de Almería. De su primer establecimiento toma el nombre de cultura del Garcel. Estaba formada por aldeas fortificadas, de chozas de mimbres y barro, levantadas en las cimas llanas de las colinas. Los muertos eran enterrados en pequeñas arquillas cubiertas de losas. Fueron encontrados, en gran número, cuchillos de pedernal, puntas de flechas y hachas de piedra finamente pulimentada, además de collares de conchas y unos recipientes ventrudos sin decorar, cuyos modelos originales procedían, obviamente, de Egipto. Los cereales eran guardados en fosas. Había pequeños ídolos de piedra plana similares a los encontrados en el Egeo, y se cultivaban la vid y el olivo. Parece bastante claro que el pueblo que dejó estos restos era extranjero y, dado que sus calaveras son alargadas y sus huesos ligeros, la mayoría de los arqueólogos los consideran miembros de la llamada raza mediterránea y antecesores de los íberos. Al parecer procedían de Libia o del sur de Túnez. Para nosotros tienen un interés especial porque un pequeño grupo de ellos, viajando hacia el norte a lo largo de la costa española con sus rebaños y manadas y subiendo luego por el valle del Ródano, llegaron a Inglaterra y allí, hacia el 2500 a. C., introdujeron la cultura neolítica. Fueron el primer pueblo que entró en nuestro país, ya separado del continente, y su primer asentamiento conocido es el de Windmill Hill, en las proximidades de Avebury.
A partir de este momento todo comenzó a marchar deprisa en el sur de España. La población de Almería había encontrado una de las regiones mineras más ricas de Europa, y el cobre, el plomo y la plata aparecían cerca de la superficie; además, la plata se encontraba —lo que es muy raro— en estado puro. Al cabo de un par de siglos, la excavación y extracción de estos metales y la recogida de oro en las arenas de los ríos se convirtieron en una considerable industria. La riqueza, sin embargo, exponía a estos pueblos al peligro de un ataque repentino, por lo cual se vieron obligados a gastar gran parte de sus ingresos mineros en armarse y defenderse. Por eso en todos los asentamientos de este período que han sido explorados se han encontrado considerables cantidades de armas de cobre y sílex cuidadosamente trabajadas.
Uno de los asentamientos mejor preservados, aunque data de unos siglos después, es el de Los Millares, situado a unos ochenta kilómetros al oeste del Almanzora, al pie de la Sierra de Gádor, es decir, al borde de la Alpujarra. Allí pueden verse los muros de piedra y los fosos que una vez cercaron las cabañas de mimbre de la aldea, un conducto que traía agua desde un manantial situado a más de un kilómetro y —lo más notable de todo— la grande e impresionante necrópolis. Consta de cerca de cien tumbas circulares, que admiten entre cincuenta y cien enterramientos cada una. Tienen cámaras mortuorias de falsa bóveda, a las que se llega por estrechos pasadizos de tabiques de piedra cuyos techos son también de losas de piedra. Cada una de estas tumbas estaba coronada por un montículo de tierra y piedras, mientras que a su entrada se elevaba un recinto circular cerrado en el que tenían lugar los ritos funerarios. A las personas versadas en arqueología todo esto les recordará los tholoi del minoico antiguo de Creta. En el Museo Municipal de Almería se pueden ver algunos de los objetos que han sido encontrados aquí —vasos campaniformes del tipo andaluz y otras vasijas, de procedencia egipcia; discos idólicos de la diosa madre similares a los encontrados en las Cicladas; ornamentos de ámbar, azabache y turquesa, de huevos de avestruz y de marfil de hipopótamo; huesos de seres humanos y de animales tallados con una siniestra decoración de ojos gemelos.
Los techos en forma de colmena de las tumbas colectivas y la cerámica campaniforme, ninguno de los cuales había sido encontrado en los primeros asentamientos del valle del Almanzora, demuestran que la colonia de los Millares había caído bajo la influencia de otra cultura que, entre tanto, había surgido más al oeste. Es esta la cultura llamada megalítica, que por aquel entonces construía en Antequera, no muy lejos de Granada, y en Carmona, cerca de Sevilla, algunos de los mayores enterramientos con pasadizos que se conocen, y los cubría con enormes losas a manera de techos. Sus orígenes son discutidos todavía. La explicación más plausible es que surgió mediante la fertilización de la vieja cultura de cuevas de Andalucía, perteneciente a una raza de ganaderos que vivieron en la parte baja del valle del Guadalquivir, por gente nueva procedente del Mediterráneo oriental que traía consigo el arte del metal y de la construcción de cámaras mortuorias de falsa bóveda. De todos modos, es posible distinguir los que parecen ser dos de los primeros centros de esta cultura, dependientes entre sí, uno cerca de Huelva, donde el suelo es pobre, pero donde existen inagotables yacimientos de cobre, y otro en Carmona, donde no hay cobre, pero la tierra da buenos pastos. Desde Carmona los constructores de tumbas de pasadizos se extendieron hacia el este, hasta Granada y Guadix, deteniéndose al llegar a las fronteras de las gentes de Almería. Los de Huelva siguieron los yacimientos del mineral hasta el sur de Portugal y hacia el norte o a lo largo de la costa hasta Galicia, y desde allí se lanzaron a través de los mares.
Con el ascenso de la cultura megalítica alcanzamos uno de los grandes momentos de la historia española y europea. Una nueva forma de vivir, junto con una nueva religión, se extendieron con tanta fuerza que al cabo de un siglo, más o menos, alcanzaron la totalidad de la costa de Europa occidental, llegando hasta Dinamarca y las Orcadas, que cubrieron con sus monumentos. El pueblo que realizó todo esto estaba formado por ganaderos y pescadores primitivos, que tomaron con tanto celo la búsqueda de oro y de cobre que, para descubrir nuevos yacimientos de estos metales, estaban dispuestos a emprender los viajes más arriesgados a través de los mares. Pero no consiguieron estos metales impunemente. Su valor estribaba en la magia que encerraban (al ser duros, maleables y del color de los rayos del sol), y por esta razón había un gran peligro en buscarlos y en trabajarlos. La minería y el trabajo del metal eran peligrosos a menos que los poderes catatónicos que los guardaban fuesen propiciados, y de este modo (o así parece) nació un culto a los muertos que dio lugar a que estos fueran enterrados en grandes tumbas colectivas y aplacados mediante sacrificios regulares. Como durante la irrupción española en América, cuatro mil años después, se daba la mano la búsqueda del oro y la propagación de una religión mistérica.
Hemos visto que en el valle del bajo Guadalquivir vivía una raza de pastores que habían comenzado a cultivar los cereales estrechamente vinculados con las gentes de las minas de cobre que habitaban una zona un poco más al oeste. Era una raza de hombres de cabezas redondas y prominentes arcos ciliares, como los que en la actualidad viven allí. Adoptaron la religión megalítica, pero su producto más característico fue una especie de vaso de tipo especial, el famoso vaso campaniforme. Era este como un gran cuenco, ricamente decorado, que había evolucionado a partir de la cerámica de incisiones de los pueblos de las cavernas andaluces, y que se empleaba para contener la cerveza o el hidromiel que se bebía en determinadas ocasiones. Esta cerveza, como el soma védico, era, probablemente, una bebida de sagradas propiedades mágicas y embriagadoras, puesto que su consumo desempeñaba evidentemente un papel importante en las ceremonias. Hacia el 2400 a. C., una parte de este pueblo emigró hacia las llanuras que circundan Madrid, llevando consigo los vasos campaniformes, pero no la técnica de su producción (que quizá les era todavía desconocida) y el arte de la construcción de tumbas colectivas. Desde allí se extendieron por una gran parte de España, conduciendo sus rebaños y manadas y viviendo en cabañas ligeras o tiendas, pero practicaban también algún comercio con las armas de cobre, que obtenían en Huelva o en Galicia. Llevaban consigo los vasos campaniformes. Pronto pasaron a Francia y, al final del milenio, pequeños grupos habían alcanzado Bretaña, el norte de Italia y el Rhin, penetrando hasta lugares tan lejanos como Hungría y Sajonia, sin alterar en modo alguno sus hábitos de vida pastoril ni la decoración o la forma de sus vasos. Desde el continente y en tres oleadas sucesivas pasaron a Gran Bretaña, sometiendo a sus habitantes y erigiendo los grandes templos solares de Avebury y Stonehenge. Esta veneración, no muy española, por el sol la recibieron de algunos indoeuropeos con los que se habían unido a su paso por Alemania, pero en su corazón continuaban siendo castellanos, como se puede comprobar por el hecho de que no habían perdido la deformación del fémur que sus antepasados de los alrededores de Madrid habían adquirido por su costumbre de permanecer largo tiempo en cuclillas. Es esta, se podría decir, la primera señal de la costumbre de las tertulias de café del madrileño.
Podemos decir, entonces, que durante el tercer milenio tres grupos enteramente distintos de gentes abandonaron el sur de España y se establecieron en la Gran Bretaña. El primero de ellos trajo consigo las técnicas campesinas del cultivo de la tierra, del tejido y de la cerámica; el segundo, el grandioso culto a los muertos y la búsqueda de los metales; el tercero, el pastoreo en grandes unidades tribales y el culto del vaso campaniforme. Hasta la llegada de los celtas, Inglaterra fue habitada mayormente por gentes que venían de más allá de los Pirineos. Pero hay un elemento que hemos dejado fuera de este relato. Coincidiendo con la cultura megalítica y los primeros vasos campaniformes, una nueva clase de arte hizo su aparición en las regiones montañosas de España. Lo encontramos en las pinturas de las cuevas y abrigos. Estos lugares remotos, que evidentemente eran santuarios tribales, están decorados con dibujos en ocre rojo en los cuales se mezclan signos y símbolos esquemáticos con representaciones reconocibles de personas y animales. Se pueden distinguir ciervos salvajes, vacas y burros domésticos, así como criaturas fantásticas que, evidentemente, representaban hechiceros enmascarados, y junto a ellos encontramos soles, espirales, laberintos, rayados y otros signos cuyo significado puede solamente presumirse. Así vemos que la concentración en los temas de la gran caza que había inspirado el arte paleolítico, y en la acción y drama tribales que habían regido el arte mesolítico, se cambió con el advenimiento de la agricultura en un amor por lo secreto y lo esotérico. Los signos que transmiten significados sin representarlos visualmente se piensa ahora que tienen un elemento mágico mayor que aquellos cuyo sentido se capta con facilidad —lo que significa, sin duda, que el especialista en ritos, el sacerdote o el hechicero han hecho su aparición.
Aunque este era esencialmente un arte local y pictórico, exclusivo de los habitantes de cuevas del sur de España, muchos de sus símbolos fueron adoptados por el pueblo megalítico, siendo tallados en tumbas, discos idólicos y cerámica. Y por eso, algunos de ellos decoran las grandes piedras de las tumbas con pasadizo de Newgrange, en Irlanda.
Durante todo este tiempo, desde el año 3000 al 2000 a. C., ¿qué había ocurrido con la gente de la Alpujarra? Esta pequeña región, encerrada entre montañas casi infranqueables, constituía el centro mismo de estas culturas cuya expansión hemos descrito, pero no hay ninguna señal de que fuese penetrada por ellas. Por lo que sabemos continuó evolucionando calladamente, siguiendo las líneas de las viejas culturas de las cavernas; las mujeres cavaban la tierra con sus azadas y esparcían unos puñados de semillas, y los hombres se dedicaban al pastoreo de los animales domésticos y a la caza de animales salvajes. Posiblemente bastaba con esto, porque sus colinas y valles eran fácilmente defendibles.
La región entera, entre Sierra Nevada y la costa, excepto donde había sido quemada para la agricultura, estaba en aquel tiempo cubierta de bosques de pinos, alcornoques y encinas. Sobraban las cuevas habitables, ya que casi todas las aldeas pueden mostrar aún hoy una de grandes dimensiones: la de Yegen está en parte cerrada por un desprendimiento de rocas. Los arroyos auríferos tendrían, sin duda, una importancia especial, y en esto Yegen tenía una situación privilegiada, porque no sólo dominaba uno de ellos, sino que también tenía un gran manantial, una extensión de terreno llano fácilmente regable y una posición muy apta para la defensa. El puente, que entonces formaba la única entrada al pueblo, podía ser fácilmente fortificado, y justamente a su lado estaba la Piedra Fuerte. Esta, a la que ya he aludido, es una roca inmensa, de cima plana, con una extensión de unos quinientos metros cuadrados cuyos costados verticales se levantan hasta unos quince metros por encima del valle. En uno de sus lados ha sido excavada una estrecha senda, y como hay un arroyo que corre justamente debajo de ella, se puede subir agua con un cubo atado a una cuerda. En tiempos de los árabes fue construido un pequeño castillo en este lugar, pero ciertos restos de basta cerámica sugieren una ocupación mucho más temprana. Naturalmente, un lugar como este debe estar encantado. En las profundidades de la roca vive una princesa mora rodeada de sus damas, y a ciertas horas se pueden escuchar sus cánticos mientras trabajan en sus bordados. Sin embargo, debo prevenir al lector de que no vayan a escucharlas durante la Semana Santa ni durante las fiestas de la Iglesia. Desde la expulsión de sus compatriotas demuestran cierta inclinación hacia el cristianismo y, aunque es demasiado pronto para hablar de su conversión, manifiestan su respeto guardando silencio en estas ocasiones.
El siguiente paso en el avance del pueblo de Almería fue el descubrimiento, procedente del este, del valor de mezclar el estaño con el cobre. Con ello se inicia la Edad del Bronce en España. En la aldea fortificada de El Argar, sobre el río Almanzora (está solamente a unos cientos de metros del primer asentamiento de El Garcel), la vemos plenamente desarrollada en una fecha entre 1700 y 1400 a. C. Esta gente teñía con rojo de cinabrio sus túnicas de lino, que iban abrochadas a los costados, llevaban el pelo muy largo y cuidadosamente peinado, les gustaban los collares y pendientes de plata, bronce y marfil y, cuando eran bastante ricos, lucían diademas de plata. Cultivaban el olivo, tenían lámparas de aceite, carretas y trillos y —como el clima era seco— practicaban el riego. Sus casas eran edificios de piedra de dos plantas, con tejados planos de arcilla, y enterraban a sus muertos bajo el suelo, en grandes tinajas de barro, al igual que se hacía en Anatolia. Esto ha dado lugar a controversias. Ya que marido y esposa estaban metidos juntos en la misma tinaja y, según parece, sus entierros eran simultáneos, uno de ellos debía sacrificarse a la muerte del otro. Pero ¿cuál? En esta sociedad más o menos igualitaria, las mujeres parecen haber gozado de una posición muy elevada, y algunos arqueólogos, influidos quizá por un sentimiento caballeresco, creen que eran los hombres los sacrificados. Otros, de ideas menos sentimentales, opinan de modo diferente.
El pueblo de El Argar y de otras colonias de las colinas cercanas estaba integrado por campesinos y mineros que trabajaban duramente, y demostraban cierto interés por su atuendo personal, pero ninguno en asuntos artísticos. Quizá carecían de tiempo para ello. Además de cultivar sus campos, fundían cobre, plomo y plata, y así moldeaban las armas, pero les faltaba el estaño, que posiblemente tenía que ser importado de Toscana o Cataluña. Vivían en sus pueblos fortificados, de poco más de cuatrocientos habitantes —a los que se puede añadir un cierto número de esclavos— con el continuo temor de ser atacados y capturados. Era aquella una época de piratas.
La nueva cultura de Almería se extendió hacia el norte, subiendo la costa hasta los Pirineos y por el interior hasta la región minera de Linares. Pronto nos encontramos con su influencia en toda España, menos entre los pueblos megalíticos occidentales. Estos, al parecer, ya habían descubierto el uso del estaño, y lo traían por mar y tierra de los ricos yacimientos de Galicia. De este modo la zona de Huelva y de Río Tinto, donde se encuentran las minas de cobre más importantes de Europa, pronto se convirtió en el centro de una importante industria del bronce. Esa debió de ser la época de la creación del poderoso Estado de Tartessos o Tharsis, cuya ciudad más importante estuvo enclavada en algún lugar entre Huelva, Sevilla y Cádiz. Se extendieron un poco más hacia el este, ocuparon las valiosas minas de plata cercanas a Linares, y con el tiempo establecieron una especie de soberanía sobre los pueblos de Almería. Pero la época de las emigraciones españolas al extranjero había terminado. Una vigorosa cultura de la Edad del Bronce se había iniciado en Bohemia, y un pueblo guerrero de la Europa central, los celtas, en su primera oleada, había ocupado las regiones del antiguo megalítico y de la cultura del vaso campaniforme en Bretaña y las Islas Británicas. España, que en el tercer milenio se había extendido por toda la Europa occidental, en el segundo se convirtió en un tranquilo remanso, si bien el lento crecimiento de la riqueza en Tartessos, donde se contaba que los caballos comían en pesebres de plata, creó un El Dorado para los pueblos históricos del Mediterráneo oriental. Desgraciadamente, sin embargo, ningún lugar de este reino de riqueza fabulosa ha sido todavía excavado por los arqueólogos.
Gádir o Cádiz fue fundada en una isla arenosa fuera de la costa de Tartessos, un poco antes del 1101 a. C. Los fenicios llegaron hasta allí sin tocar puerto desde Tiro, aunque años más tarde establecieron una colonia, a la mitad del camino, en Utica, cerca de Túnez. Pero las leyendas de los viajes de Hércules nos hacen sospechar que no fueron los primeros o, por lo menos, los únicos pueblos del Mediterráneo oriental que navegaron por aquellas aguas. Los escritores griegos hablan de emigraciones de carios y de lidios al lejano occidente, y se tiene como bastante cierto el hecho de que los rodios fundaron colonias allí en el siglo X a. C. El nombre que dieron a España fue Ophiussa, Tierra de las Serpientes, y una sucesión de nombres terminados en oussa testimonia la visita de unos pueblos que hablaban los dialectos de la costa del sudoeste de Asia Menor. Una de estas visitas es la mencionada por Plinio, que nos cuenta que un cierto Meidocritos pasó las columnas de Hércules y llegó a las Casitérides, o islas del estaño, en las costas de Galicia. Tal vez fue en esa época cuando se estableció una factoría para el comercio en Abdera, hoy Adra. Este nombre es griego, y posteriormente fue impuesto a una colonia fundada por dos ciudades jónicas en Tracia. Si es esto cierto, no es difícil saber los motivos: las arenas auríferas de Ugíjar constituían una evidente atracción, y se puede presumir que fueron ellos, y quizá alguna similitud en los nombres, lo que hizo que esta ciudad fuera llamada Odysseia, y que se creyera que los escudos y mascarones de los barcos clavados a los muros en el templo de Atenea, y vistos en el siglo primero a. C. por un tal Asclepíades de Mirlea, fueran «recuerdos de los viajes de Ulises». Después de esto el telón desciende y se pierde el rastro de cualquier colonia que los griegos o los lidios pudieran haber establecido en las costas de España; ¿se debió ello al poder de los fenicios o, más probablemente, al de los piratas?
El telón vuelve a levantarse con el redescubrimiento de España por los griegos de los tiempos históricos. Este hecho está descrito en un pasaje muy conocido de Heródoto. En una fecha algo anterior al 650 a. C., Kolaios de Samos fue arrastrado hacia el oeste de Egipto por los temporales y llegó a Tartessos. Volvió con un gran cargamento que vendió por la enorme cantidad de sesenta talentos. El pueblo de Focea, una ciudad de marineros de la costa de Jonia, se interesó por su aventura y organizó una expedición que no estuvo compuesta por los buques mercantes al uso, sino por navíos más rápidos. El rey de Tartessos, que llevaba el nombre celta de Argantonios, les recibió calurosamente y les animó a fundar colonias y factorías en la costa española, la más occidental de las cuales era Mainake, cerca de Málaga. Por primera vez recibimos una información fidedigna del país. Sabemos que el este del estrecho de Gibraltar fue ocupado por una gente llamada masienos o mastienos, que tenían como ciudad principal Mastia o Cartagena, pero a lo largo de la costa había, dispersos, un buen número de libio-fenicios, o mezcla de africanos y cartagineses, que principalmente eran comerciantes y pescadores. Sierra Nevada era conocida por Mons Silurus, que en tiempos de Plinio se había convertido en Mons Solorius. Las colinas costeras, hoy tan desnudas, estaban cubiertas por una fronda de pinos. Pero ¿qué pasaba con la gente de la Alpujarra? ¿Se lavaban los rostros y los dientes con orines rancios, al igual que otras tribus españolas; iban desnudos en verano o se vestían normalmente de túnicas y capas negras, mientras que las mujeres llevaban sus cabellos peinados hacia lo alto de los que pendían mantillas? ¿Bailaban frenéticamente las noches de luna llena a la puerta de sus casas, o se agarraban de las manos y bailaban, vestidos con largas túnicas coloreadas, al son de la flauta? ¿Los amigos y parientes del novio celebraban las bodas teniendo relación sexual con la novia, y eran los hombres quienes galantemente se acostaban y gemían cuando sus esposas tenían los dolores de parto? No lo sabemos, pero sí podemos estar seguros de que en cualquier caso eran muy conservadores.
La presencia de los griegos en estas costas duró apenas cien años. Los cartagineses arrebataron a los fenicios la ciudad de Gádir y el comercio de metal con Tartessos, y, alrededor del 535 a. C., se aliaron con los etruscos para destruir la flota de Focea en una batalla que se dio cerca de Alalia, en Córcega. La factoría comercial griega de Mainake desapareció y los cartagineses establecieron factorías fortificadas en Adra, Almuñécar y Málaga, donde salaban el pescado y fabricaban la salsa griega llamada garo. El dominio nativo sobre la parte interior del país se había visto debilitado por las invasiones celtas, quienes llegaron a ocupar y destruir la ciudad de Tartessos y establecer un cierto control sobre sus minas. Durante la conmoción que todo esto causó en las tribus, un pueblo ibérico, los bástulos o bastetanos, cuya principal ciudad era Baza, cerca de Guadix, pasó a primera fila y tomó el lugar de los masienos.
La conquista del sur de España por Amílcar en el 237 a. C. fue, así, la culminación de un largo período de penetración más o menos pacífica. Le siguió la conquista romana. Ahora seguramente imaginarán ustedes que vamos a saber algo de la gente de la Alpujarra. Pues no. Los seiscientos años de gobierno establecido que siguieron no dejaron huella alguna en los libros de historia, excepto que fue construida una carretera a lo largo de la costa, siguiendo la vieja Vía Hercúlea, por la cual se creía que Hércules había viajado a las Columnas, Málaga y Gibraltar desde Urci, unos cuantos kilómetros al norte de Almería. Podemos seguir su trazado todavía a través de la llanura del Campo de Dalías, y visitar las escasas ruinas del pueblo de Murgi, que fue construido allí.
Los visigodos ocuparon el lugar de los romanos y, después, en el 712, llegaron los árabes, que establecieron un gobierno más justo y más tolerante. Los intrigantes nobles y los terribles obispos cedieron ante una religión que, por lo menos, intentaba llevar a la práctica los mandamientos de su fundador. La rápida conversión de la mayor parte de España al Islam demuestra que la pesadilla había terminado. Y ahora, poco a poco, empezamos a saber algo sobre la Alpujarra. La palabra fue utilizada por primera vez en el siglo X por un cronista árabe, y se dice que significa en aquel idioma «colinas de hierba». Contra esta interpretación se sitúa la opinión de algunos filólogos en el sentido de que alp es un término muy antiguo, de los pueblos preneolíticos o ligures de la Europa del sur, que significa blanco. Si es así, Alpujarra significaría simplemente «Alba Sierra». Sea cual sea, los primeros relatos conocidos sobre los pobladores de la Alpujarra nos los describen como independientes y guerreros. Como a la mayoría de los montañeses, no les gustaba nada la autoridad y se inclinaban al bandidaje. Con toda probabilidad habían sido convertidos sólo nominalmente al cristianismo y continuaban ofreciendo los viejos sacrificios ibéricos a las fuentes, árboles y cuevas, y seguían bailando en lugares abiertos las noches del solsticio de verano y de luna llena. De todos modos, durante la insurrección general que precedió a la fundación del Califato, existen noticias de que apoyaron a la aristocracia árabe de Elvira —es decir, Granada— contra la población cristiana y judía de aquella ciudad, que era fiel a los emires de Córdoba. Ni la muerte de su jefe en una emboscada les hizo someterse, pues en el 913 vemos al joven califa Abd al-Rahman cruzando Sierra Nevada, desde Guadix hasta Ugíjar, y marchando con su ejército sobre el país. Después de un difícil asedio tomó el castillo de Juviles, por encima de Cádiar, que estaba defendido por una guarnición mixta de muladíes, o musulmanes españoles, y cristianos que habían sido enviados desde la Sierra de Ronda por el famoso rebelde Ibn Hafsun. De aquí podemos deducir que el pueblo de la Alpujarra era indiferente en materia de religión y luchaba tan sólo por su independencia.
Para los alpujarreños, la fundación de Almería en los primeros años del siglo supuso una gran apertura. Almería creció rápidamente hasta convertirse en una de las mayores ciudades industriales de Europa, un Manchester que exportaba tejidos no de algodón, sino de seda. Las colinas de la Alpujarra se poblaron de moreras, cultivadas en bancales, y hubo una gran afluencia de colonizadores, la mayor parte bereberes del norte de Argelia. Al mismo tiempo, la brillante corte de los reyes taifas, que gobernó Almería durante el siglo XI, ofrecía oportunidades a los hombres de talento. Así, los dos únicos escritores que ha producido la Alpujarra son de esta época. Uno de ellos fue Ibn Charaf, de Berja, que abandonó el amargo y envidioso mundo de la poesía por la más decente profesión de médico, dejando como recuerdo un libro de soporíferas máximas, mientras que el otro, Ibn Omar, nacido en Dalías, escribió sobre la antigüedad y la geografía árabes. Era una figura moderna, que se ganaba de vida dando conferencias en diversas ciudades de la España musulmana.
El siglo XIII fue escenario de otra sublevación en la Alpujarra, y, más tarde, después de la toma de Sevilla por Fernando III en 1248, Granada se convirtió en la capital de un reino musulmán independiente bajo la dinastía nazarita. El nuevo Estado, que se extendía desde Ronda hasta más allá de Almería, estaba cuidadosamente organizado. Para tener tranquilos a sus ingobernables habitantes, la Alpujarra fue dividida en distritos administrativos llamados tahas o taas, y se construyó una torre o castillo en cada alauz o término municipal. Yegen tenía una de estas fortalezas, a unos cien metros de mi casa, y el lugar es conocido todavía como el castillo.
Tras la pérdida de Sevilla frente a los cristianos hubo un éxodo de musulmanes hacia el reino de Granada. Desde Damasco, los aventureros árabes habían llegado en tropel a España tras su conquista por Tarik, asegurándose las mejores tierras en las que construyeron sus casas de campo, lo cual supuso que la masa de nuevos inmigrantes, en su mayor parte de ascendencia española, se vio obligada a apiñarse en los pueblos, ocupando el lugar de los cristianos y de los judíos expulsados un siglo antes. Por su parte los bereberes se fueron a las montañas como habían estado haciendo durante siglos. En la Alpujarra, donde había agua de sobra, el gradual aumento de los cultivos en bancales y los canales de riego permitió un incremento constante de la población, de modo que la vieja estirpe de montañeses, probables descendientes de los pueblos de las cavernas de los tiempos neolíticos se berberizó totalmente. Así, la arquitectura de las casas y la disposición de los pueblos en barrios y cortijadas tomaron una forma típicamente norte-africana. Sin embargo, la aristocracia árabe de Granada mantuvo sus lazos con la comarca y poseía casas y tierras en la mayoría de los pueblos. Tanto Válor como Mecina Bombarón podían mostrar descendientes del profeta.
La mayor riqueza económica del reino residía en el comercio de seda con Italia. Granada, al igual que Almería y Málaga, tenía fábricas que elaboraban los mejores géneros de seda, y todos los pueblos contaban con telares. Juviles, que hoy es un villorrio miserable y decadente, era entonces una «mina de seda que semejaba el oro puro» y además poseía industrias de muebles y joyas. Ugíjar era el pueblo más grande, aunque Láujar, Berja, Dalías, Albuñol y Órgiva eran todos considerables. A finales del siglo XV la población era mayor de lo que es en la actualidad. Como curiosidad puede notarse que el nombre romano de Sierra Nevada, Mons Solorius, pasó por una curiosa transformación. Los árabes la llamaban Djebel Sholair, pero cuando los cristianos empezaron a llamarla con el nombre más fácil de Sierra Nevada, trasladaron el viejo nombre a la Sierra de Gádor. Luego esta se convirtió en Sierra del Sol y del Aire, y finalmente Sierra del Sol, pasando el término Sierra del Aire a la Sierra de la Contraviesa. Esta nomenclatura poética, sin embargo, ha dejado de usarse hace tiempo.
En 1492 el reino de Granada desapareció al ser tomada la ciudad por Isabel y Fernando. Los términos de la capitulación permitían a los moros el pleno ejercicio de sus leyes y de sus costumbres. Boabdil, el rey moro, recibió como feudo perpetuo la Alpujarra, para él y para sus herederos, y siguiendo este acuerdo se estableció en Andarax, unos cuantos kilómetros al este de Ugíjar. Nos queda un cuadro de él cazando liebres con sus galgos y cazando con sus halcones. Pero los españoles, una vez cubiertos sus objetivos, mostraron poco entusiasmo en llevar a cabo las capitulaciones que habían firmado. Además de su mala disposición a tolerar una religión extraña, temieron que los turcos, cuyo poder estaba en ascenso en el Mediterráneo, utilizaran las regiones moras del país como cabeza de puente para intentar reconquistarlo. Al cabo de un año, Boabdil fue enviado a África, e Isabel, cuyo confesor le advertía que era una ofensa contra Dios tolerar a los infieles, inició una política de conversión forzosa. La consecuencia fue que en el territorio comprendido entre Ronda, Baza y Almería, hubo un levantamiento armado.
La rebelión fue aplastada tras varios años de lucha. Se promulgó un decreto que daba a elegir a todos los moros del reino de Castilla entre la conversión y la expulsión. La mayoría de ellos eligieron la primera opción, pero su cristianismo fue siempre puramente nominal, ya que la Iglesia se tomó poco trabajo en instruirlos en sus doctrinas. Encontrando menos problemático aplicar la fuerza que la persuasión, procedió a hacerles la vida imposible. Les fue prohibido bañarse, celebrar sus fiestas, tocar sus instrumentos musicales, llevar sus vestidos tradicionales, hablar su idioma, hasta que, por fin, tras un edicto particularmente duro, decidieron sublevarse una vez más. La fecha elegida fue la Nochebuena de 1568, y esta vez fue la Alpujarra la única en levantarse.
Su jefe fue un tal don Fernando de Válor. Descendía de una vieja estirpe árabe, de los antiguos califas de Córdoba, pero había sido educado entre la nobleza española de Granada y, aunque pretendió volver al Islam, su corazón era cristiano. Tomó de nuevo su nombre árabe de Aben Omeya y fue proclamado rey bajo un olivo que todavía puede verse hoy en Cádiar. Cuando, un año después fue asesinado, su primo Aben Aboó, que poseía tierras en Mecina Bombarón, fue proclamado rey en su lugar. El bando cristiano contaba al principio con dos comandantes, el marqués de Mondéjar, un hombre moderado y humano, y el marqués de los Vélez, que era un hombre despiadado. Al no ponerse de acuerdo, el hermanastro del rey, don Juan de Austria, recibió el mando supremo con nuevas tropas venidas de Italia.
La guerra fue salvaje, como todas las guerras civiles españolas. En los dos bandos había jefes que trataban de controlar a sus seguidores, pero los monfíes o bandidos —más correctamente, los habitantes de las montañas— eran musulmanes fanáticos que torturaban y mataban a todos los clérigos que caían en sus manos, mientras que la famosa furia española —la Saguntina rabies, como decía Tito Livio— era frecuente en el otro bando. En las últimas etapas de la lucha, las tropas españolas recibieron la orden de matar a todos los prisioneros, incluidos niños y mujeres, lo mismo que hicieron las tropas inglesas bajo el mando de lord Grey en Irlanda, con la aprobación del poeta Spenser. La escena final tuvo lugar en una cueva de Bérchules, donde Aben Aboó fue acuchillado por sus propios seguidores.
La sublevación había durado más de dos años, agotando al máximo los recursos del país. Los términos de la rendición no podían ser sino duros. Se dieron órdenes de que todos los moriscos —es decir, los moros cristianos— del reino de Granada, tanto los que se habían sublevado como los que no, fueran deportados al noroeste de España y asentados como labradores. Como única excepción se aceptó la permanencia de dos familias en cada pueblo, que debían quedar para enseñar el sistema de riego y el arte de criar gusanos de seda. Para llenar el vacío creado por esta inmensa emigración, fueron invitados a ocupar su lugar los campesinos de las regiones montañosas del norte de España, ofreciéndoles condiciones muy favorables. Se proporcionaban tres tamaños distintos de suertes en feudo franco, pagando un pequeño diezmo anual al Estado, aunque la producción para el mercado estaba restringida por el impuesto de un tercio de su valor que gravaba el capullo de seda y el aceite de oliva. Gracias a una sabia previsión, estos lotes eran inalienables y a nadie se le permitió alquilar o poseer más de uno.
A los pocos años, doce mil quinientas cuarenta y dos familias procedentes de Asturias y Galicia se habían establecido en la Alpujarra en doscientos cincuenta y nueve lugares. Cuatrocientos lugares fueron abandonados, dejando que se arruinaran. Algunos de ellos eran muy pequeños o habían sido quemados durante la lucha, pero otros estaban en la zona costera —el Cehel, como todavía se le llama hoy, que quedó vacío y deshabitado debido al temor que infundían los piratas—. La población era ya mucho mayor que antes. Extrañamente —como nos informa un historiador eclesiástico del siglo XVII— los nuevos inmigrantes, aunque venían de regiones que no habían sido jamás ocupadas por los moros, apenas estaban más cristianizados que sus predecesores moriscos. Se habían criado en pequeñas aldeas montañosas y a todos los efectos eran paganos todavía. Este cuadro gana verosimilitud al ser cotejado con informaciones referentes a otras partes de España. El clero español era demasiado aficionado a las ciudades como para preocuparse por las zonas remotas del campo, y así podemos observar que, al mismo tiempo que Santa Teresa estaba fundando sus conventos, había aldeas a unos ochenta kilómetros de Ávila donde nadie había oído hablar nunca de Cristo o de Dios. En algunos valles de la Sierra de Gata, cerca de Salamanca, esto ha seguido sucediendo hasta nuestro siglo.
Con este reparto de la tierra, la historia política de la Alpujarra toca su fin. Lo que queda por decir concierne a su desarrollo económico. La seda continuó siendo la fuente casi exclusiva de los ingresos económicos hasta el principio del siglo XX. Como los capullos pesan muy poco pueden ser transportados, con pequeños gastos, en mulas, y las montañas fueron plantadas de moreras. En 1797 se dio permiso a los poseedores de feudos francos para convertir sus tierras en propiedad privada. Esto transformó una comunidad cerrada de grandes y pequeños propietarios en otra en la que la tierra fue repartida más desigualmente. Una política económica similar llevó a la destrucción de los bosques. A una compañía que explotaba las vetas de plomo de la Sierra de Gádor le fue permitido cortar los bosques de pinos que entonces la cubrían, así como las encinas y alcornoques de las montañas vecinas. Las minas se agotaron cuando ya no había árboles. Luego, en los primeros años del presente siglo, se dio un gran paso adelante con la construcción de carreteras, porque esto permitió que otros productos, además de la seda, fueran llevados a los mercados. Berja, Dalías y el valle del Andarax se embarcaron en el cultivo en gran escala de la uva de Almería, mientras que los pueblos más remotos empezaron a exportar ajos, garbanzos y castañas. Hoy, la red de carreteras alcanza hasta el más remoto de los pueblos montañeses, aunque el alto precio de la gasolina pone un límite a las ganancias que se pueden obtener en los mercados de las ciudades. Una estimación aproximada de la población actual de la Alpujarra, incluyendo el valle de Lecrín, da unas ciento cincuenta mil personas, que viven en unos ochenta pueblos, cuarenta aldeas y un pequeño número de granjas aisladas y cortijadas. La población se ha mantenido bastante estable desde 1870 debido a las emigraciones periódicas a América del Sur.