Los veranos en Yegen eran largos, lentos, monótonos, y aunque no excesivamente calurosos, plenos de una luz implacable. No corría ni un soplo del aire puro de las montañas. Todos los días eran iguales. Sentado en mi sillón de barbero en un rincón de mi hogar, con un libro y una taza de café sobre la mesa, oía descender por el cañón de la chimenea —como si la aldea se alzara sobre una isla en medio del cielo— una serie de sonidos lentos y adormecedores: el ladrido de los perros, el rebuzno de los burros, el zumbar de las abejas, el arrullo de las palomas, una voz cantando en la distancia o, a veces, el rasgueo agudo, bruscamente interrumpido, de una guitarra. Las contraventanas estaban semicerradas para que las moscas no entrasen. En aquel calor y oscuridad la mente se disolvía y tenía que esforzarse para seguir el libro —que en 1921 podía ser Por el camino de Swan o la Correspondencia, de Flaubert—. Luego, unas veces sí y otras no, subía hasta el tejado para ver si algo nuevo ocurría. No, no ocurría nada. Tan sólo un turbión de aire ondulante y oleadas de calor frente a las montañas de color ocre amarillento y violeta.
Mi alcoba daba al campo abierto. Una sencilla ventana, cerrada por una reja de hierro y que llegaba hasta el suelo, dejaba entrar el aire nocturno y el ruido de la cascada al precipitarse en el fondo del barranco. Un ruiseñor cantaba, los grillos mantenían su estrépito, y mientras me sentía flotar entre el sueño y la vigilia imaginaba que estaba escuchando un coro de voces en el sonido del agua, cuyas palabras podría captar si escuchaba con atención. Me despertaba y encontraba al sol volando como un pájaro por el cielo, y entonces comprendía que debía huir de esta sucesión de días inmutables y visitar las altas montañas.
En el mes de junio era demasiado temprano. Las colinas todavía estaban inundadas de agua o cubiertas de nieve. Pero en julio, cuando subían los pastores, ya eran habitables. Después de realizar unas exploraciones preliminares, encontré una pequeña cueva protegida del feroz viento de la noche en un valle alto llamado El Horcajo, a la que se podía llegar en burro. Todos los veranos después de aquel descubrimiento subía allá con mantas y provisiones para pasar una o dos semanas en esa combinación de aburrimiento y animación que producen las excursiones en solitario a las montañas.
En El Horcajo había dos o tres cortijos, situados a una altura de más de dos mil metros sobre el nivel del mar, en los que se siembra el centeno en septiembre y se recoge en el agosto siguiente. Los campesinos suben con su ganado desde Trevélez en julio, y durante los dos meses que viven allí se alimentan casi exclusivamente de leche cuajada, quesos frescos y gachas, que es una especie de sopa de harina de trigo, leche de oveja y un poco de ajo. Por una pequeña cantidad de dinero me dejaban compartir su rancho, y aunque la comida era espartana, el aire de las montañas me daba tal apetito que comía a gusto. Los cortijos eran pequeños y primitivos. Las paredes estaban hechas de piedras sin cementar, ennegrecidas por el humo. Los techos eran de tierra y no había más muebles que un par de sillas y una mesita. A pesar de ser oscuros y sin ventanas, las moscas estaban perpetuamente zumbando en las paredes, y en el momento en que se empezaba a comer se instalaban en tales cantidades sobre la mesa y la comida que no se podía evitar tragar unas cuantas. Sin embargo, la pureza del aire y de las aguas hacía que todo esto pareciera menos repugnante de lo que hubiera sido a niveles más bajos. Más arriba de El Horcajo, los pastores reunían todas las noches a las ovejas en el aprisco y cocinaban su única comida a la entrada de la cueva. Pasaban los inviernos en el Campo de Dalías, una gran llanura pedregosa situada entre la Sierra de Gádor y el mar, y subían aquí durante los meses cortos del verano, mientras que sus mujeres se quedaban en uno de los pueblos vecinos. Por regla general, los pastores españoles son gente agradable y sociable, ya que su vida solitaria les hace agradecer cualquier oportunidad de conversación, pero aquellos hombres eran rudos y brutales, por lo cual no había que descartar la idea de que pudieran robar a cualquier viajero indefenso. Ello se debía, pienso, a su carencia de una experiencia de vida comunitaria, pues en el Campo de Dalías vivían tan aislados como en estas montañas.
Inmediatamente por encima de El Horcajo se alza el Mulhacén, la cima más alta de Sierra Nevada. Está situada a tres mil cuatrocientos setenta y ocho metros sobre el nivel del mar, siendo la mayor altura europea a excepción de los Alpes y el Cáucaso. Para llegar a él hay que subir a pie por un valle cubierto de fino césped y gencianas azules y luego por una pendiente muy inclinada que lleva hasta una morrena que albergaba dos lagunas. Un glaciar en miniatura surgía de la laguna más alta, protegido por un circo escarpado de rocas, y trozos de él flotaban rotos en las aguas, como «icebergs». Desde allí se inicia un fácil ascenso hasta la cima, desde la cual se pueden contemplar, en frente y a los pies, profundos precipicios y pendientes pizarrosas.
Existen unas cuarenta de estas lagunas, alineadas a una altura de unos tres mil cien metros, todas las cuales, según la creencia de los campesinos y de los pastores locales, son de una profundidad insondable y se comunican con el mar, que está a más de cincuenta kilómetros. Se pretende que esto se puede probar por la afirmación —por supuesto, falsa— de que cuando hay un temporal en el mar las aguas de las lagunas se encrespan y emiten ruidos semejantes a los producidos por la artillería. Debido a esto se las conoce como ojos del mar, y aunque, como dice Américo Castro, la palabra ojo se deriva de una palabra que significa a la vez ojo y manantial, el término (muy empleado en España para dar nombre a los grandes manantiales, como, por ejemplo, los Ojos del Guadiana, en La Mancha), es evidentemente erróneo. Una de las lagunas más grandes, la de Vacares, posee un misterio especial. En sus profundidades se encuentra un palacio que, como todo lo raro e inhabitual en el sur de España, fue construido por un rey moro, y en él habita una hermosa mujer que sufre un insaciable deseo de acostarse con hombres. Esto la mueve a arrastrar a las profundidades a toda persona de sexo masculino que cometa la insensatez de bañarse en la laguna. Como esto debe ser bastante raro, se aparece a los pastores y cazadores de cabras monteses en forma de pájaro blanco, que les atrae al borde del agua helada y luego les empuja dentro. Pero no se limita a estas cosas, sino que cuando oscurece sale del agua bajo su real forma voluptuosa y, si se encuentra a un viajero que, sorprendido por la noche, duerme bajo las rocas, se acuesta junto a él y, después de agotarle con sus caricias, lo lleva a su mansión subacuática con objeto de procurarse un ulterior solaz. Por esta razón ningún pastor se queda por estos lugares después del atardecer.
En mi primera visita a El Horcajo puse a prueba esta leyenda. Deseando ver levantarse el sol desde la cima, subí hasta la laguna con mi saco de dormir y pasé una noche muy fría. Pero ¡ay! —o quizá, felizmente— ninguna princesa de ojos de hurí apareció ni se deslizó entre mis mantas. Tirité de frío solo y sin compañía hasta el amanecer. Más tarde, cuando estaba de pie en la cima y el sol subía como una bala de cañón sobre las sierras distantes, la costa entera de África, desde el estrecho de Gibraltar hasta Orán, apareció ante mi vista, y en la parte opuesta pude ver el valle del Guadalquivir hasta Sierra Morena. Después descendió la ola de calor.
Un paseo de unas cuantas horas por las cimas lleva hasta el Picacho de la Veleta, más abrupto, pero un poco menos alto que el Mulhacén. Allí todos los años, el día quince de agosto, festividad de la Virgen de las Nieves, se celebra una romería y se dice una misa. Desde que construyeron una carretera desde Granada hasta un lugar justamente bajo la cima, una multitud de gentes de la ciudad y turistas asisten a ella y durante una hora o dos despiertan a la montaña solitaria con sus risas y sus animadas conversaciones. Luego se marchan, dejando atrás las botellas vacías y los papeles de los bocadillos. Un poco más allá, en un valle que lleva a Dílar, esta Virgen tiene una ermita desde la cual vigila las nieves y rescata a quienes se encuentren en peligro, y no muy lejos del lugar se alza un dolmen cuyo valor estriba en ser el único monumento prehistórico de la zona. Después, la Sierra Nevada desciende bruscamente a una cresta baja y terrosa, el Suspiro del Moro, y allí termina.
Un mes de septiembre, un poco antes de las primeras lluvias, me entró la locura de hacer el viaje desde Granada hasta mi casa, andando, en un solo día. Salí de la ciudad a las tres de la madrugada, llegué al pueblo de Güéjar Sierra al amanecer y encontré un bar abierto, donde tomé un vaso de café. Desde allí hasta la depresión de la laguna de Vacares hay una subida casi continua y próxima a los dos mil quinientos metros, y al encontrarme envuelto en una nube en la cima tuve la suerte de poder ver la laguna bajo su aspecto más solemne y misterioso: un bloque de hielo flotaba todavía en su superficie y un cuervo graznaba en la niebla que se rasgaba y cerraba a mi alrededor. No había rastro, sin embargo, de pájaro blanco alguno, pese a que me senté al borde del agua a tomar mi almuerzo de pan e higos secos. Luego, al descender a El Horcajo, pude comprobar que los pastores se habían marchado y, tras perder mi camino durante un rato en la niebla, llegué al castañar de Bérchules hacia las seis de la tarde. Allí tomé café y jamón con huevos, emprendí la ruta normal al oscurecer y llegué a casa a las diez de la noche. Fue un largo paseo —unos noventa kilómetros—, pero en las montañas uno puede caminar sin detenerse nunca.
Como tengo cierta experiencia de las montañas españolas me gustaría ofrecer al caminante aficionado unos cuantos consejos. Lo mejor es utilizar calzado con suela de cáñamo, y no botas de cuero, porque resbala con más dificultad y también —y este es un punto importante— pesa menos. La cuestión es encontrar un calzado que esté bien cosido a la suela. El mejor son las botas de lona especiales para los deportistas. De otra forma se corre el riesgo de que las llamadas alpargatas se descosan en la cima de una montaña y el excursionista se vea en la situación de bajar descalzo. Es cierto que, si uno camina por los valles altos de la Sierra Nevada con un calzado así, se mojará los pies, pero esto no debe preocupar demasiado porque se secan enseguida. También debo decir que mejor que una mochila es llevar alforja, como las que usan los campesinos de la Alpujarra para meter la comida, debido a que esta cuelga flojamente y no presiona sobre la espalda empapándola de sudor como la mochila. Si no se puede conseguir una de estas alforjas, se puede usar una bolsa de viaje. También es necesario recordar que en estas latitudes el calor es mucho más intenso que en los Alpes.
Los ornitólogos, entomólogos y botánicos encontrarán muchas cosas interesantes en estas montañas, que, aunque en belleza y variedad no se pueden comparar con la de la Serranía de Ronda, tienen casi el doble de altura. Entre los pájaros destacan, por supuesto, las familias del halcón y del cuervo. Abundan varios tipos de águilas, águilas barbudas, halcones, buitres, cuervos, grajos y cornejas, como ocurre en todas las sierras andaluzas, aunque ignoro de qué se alimentan, pues debido a la falta de cobijo hay muy pocos animales pequeños. Tarde o temprano, sospecho, todas las aves predatorias españolas se mueren de hambre. Entre las mariposas hay varias clases azules que no se encuentran en otros lugares, una apolo que tiene manchas profundamente amarillas en lugar de rojas, y la más hermosa, de color bermellón, la Zygaena ignifera; en cuanto a otros insectos, solamente puedo decir que se encuentran en gran cantidad mariquitas, las cuales, empujadas por alguna fuerza misteriosa, caen en los torrentes en tales cantidades que los vuelven de color carmesí. Y hay que cuidar en dónde se sienta uno, porque en unas rocas convenientemente aisladas de la nieve inmaculada se encuentran las pulgas más feroces que se pueda imaginar. En lo referente a la botánica puedo hablar con algo más de autoridad, porque, aunque no soy más que un aficionado, soy amante entusiasta de las flores y desafío todas las dificultades de las descripciones botánicas para descubrir sus nombres. Por eso puedo recomendar Sierra Nevada a coleccionistas concienzudos, ya que ofrece un gran número de flores, la mayor parte alpinas, que no se encuentran en ningún otro sitio. Un rápido repaso a la obra de Lázaro e Ibiza, Compendio de la flora española, nos descubre que veintitrés plantas tienen como nombre específico el de nevadensis, a la vez que otras treinta se encuentran solamente en Sierra Nevada y alrededor de cien crecen en las montañas vecinas, sin que aparezcan en otras partes del mundo. Para citar unos cuantos ejemplos: existen cinco clases de gencianas, entre ellas la Gentiana boryi, desconocidas en otros lugares; un bonito pensamiento Viola nevadensis; un arbusto de malva, Lavatera oblongifolia, y una madreselva, Lonicera arborea, que crece en forma de árbol hasta la altura de siete u ocho metros y que solamente se ve en el Líbano. Entre las verdaderas plantas alpinas se encuentran una amapola blanca y dos ranúnculos del mismo color que florecen al borde de la nieve, un hermoso astrágalo de sedosas hojas grises y grandes flores violetas, y una pequeña planta plateada de flores amarillentas (la Artemisia granatensis), que se encuentra a alturas de más de tres mil metros. Tiene un fuerte aroma y, bajo el nombre de manzanilla real de Sierra Nevada, alcanza un precio muy alto en las farmacias, porque de ella se hace una especie de infusión. Otra planta notable de estas alturas es la Plantago nivalis, llamada por los pastores estrellita de la nieve, debido a que forma pequeños cojines plateados sobre el césped verde.
La planta, en mi opinión, más notable de todas, la Herinacea (o Erinacea) pungens, recibe en español el nombre de piorno azul. No es exclusiva de Sierra Nevada, pues crece en las montañas calizas del sur de Francia y puede encontrarse en casi cualquier pendiente pizarrosa o en cualquier cumbre del sur de España que tenga más de mil quinientos metros. Es una planta de la familia de la flor del guisante, que forma grandes, intrincados y extremadamente espinosos acericos y su inflorescencia es de un azul violeta profundo que, al marchitarse, pasa por una serie de tonos azules pálidos, de manera que parece que produce flores de dos o tres clases y colores distintos. Cuando se la encuentra por vez primera, formando pequeñas islas de azul en el austero baldío pedregoso, produce un gran encanto. Pero no es posible cogerla; sus espinas son demasiado punzantes.
Otra planta de especial belleza es la peonía andaluza, Paeonia coriacea, que es la más bella de las tres o cuatro especies europeas. Aunque aparece en las pendientes más bajas de Sierra Nevada, se la puede ver mejor aún en la zona costera entre Granada y Antequera. En esta región florece con gran fuerza en la cima de las montañas; en la primera semana del mes de mayo brotan unos tupidos ramilletes de hojas verdes y flores de color rosa, con su parte central dorada. Brota entre las grietas de las pizarras y ofrece al botánico con sentido estético uno de los espectáculos más regocijantes que pueda contemplar en Europa. Finalmente mencionaré, para los que gustan de los fuertes contrastes, a la Putoria calabrica. Es esta una enredadera de raíces leñosas, perteneciente a la familia de las rubiáceas, que cubre las rocas con sus flores estrelladas de color rosa, cuyas hojas, al pisarlas, producen un olor tan repugnante y fuerte que un solo trocito de ella obligará a cualquier persona a salir de una habitación.
Además de las expediciones veraniegas a las altas montañas solía atravesar la cordillera por donde tiene menos elevación, para llegar a la meseta del Marquesado, situada en el otro lado. El paso que normalmente tomaba era el puerto del Lobo —otro nombre mal aplicado, pues la palabra árabe de la que deriva es loh, que significa tabla, y el puerto es un trozo de tierra estrecho y llano—. Situado a una altura de unos dos mil metros sobre el nivel del mar, se abre a las mulas de carga solamente de mayo a octubre, aunque un hombre a pie podía pasarlo durante los meses de invierno si no le asustaba el riesgo.
El lugar, sobre todo en los días de niebla, era triste y monótono. Subía uno gradualmente a lo largo de pendientes pizarrosas, redondeadas, sin aristas y casi sin vegetación. Entre las piedras, una pequeña planta gris, con sus hojas plegadas como manos en oración, parecía esperar algo que no llegaba nunca. Al llegar por fin a la cima uno se encontraba sobre una pequeña y estrecha llanura donde se alzaban varias cruces de madera. Eran de pobres vendedores que con sus delgadas ropas de algodón habían cruzado la cordillera para vender sus sardinas y boquerones en los pueblos del otro lado, y habían sido sorprendidos por la nieve o el viento helado: aparecían luego sus cuerpos con los ojos comidos por los cuervos. Por entonces, poco antes de mi llegada al país, un grave crimen se había cometido en aquel sitio. Dos guardias civiles iban escoltando a un par de gitanos, con sus mujeres y niños, de Guadix a Ugíjar, y en lo alto del puerto se detuvieron a tomar un bocado. El cargo que pesaba contra los gitanos era muy pequeño, ya que solamente habían robado una mula, lo cual, en aquellos tiempos tranquilos, no suponía más que unas cuantas semanas de prisión. Los guardias, que eran hombres bondadosos, quitaron las esposas a sus prisioneros para que pudieran comer y beber más fácilmente. De repente, la más vieja de las mujeres, poseída del odio ancestral de los gitanos contra la policía, se lanzó por detrás sobre uno de los guardias y lo acuchilló. El resto de la banda rodeó al otro guardia y lo mató también. En el frenesí de su ira mutilaron los cuerpos de los guardias y una de las mujeres le cortó los genitales a uno de los muertos y los llevó consigo como trofeo. Pero su triunfo no duró mucho tiempo. Al cabo de un par de días todos fueron detenidos. En el juicio que se celebró en Ugíjar, la mujer que había incitado al crimen a sus compañeros fue condenada al garrote, y el resto fueron condenados a prisión.
Un camino más largo, pero más interesante, para llegar a Guadix es cruzar un paso más elevado, el Puerto de Rejón o de Bérchules, situado inmediatamente encima de Mecina Bombarón. Yo, para acortar el camino, solía pasar la noche en el cortijo de don Fadrique. Luego, al salir el sol, emprendía la marcha valle arriba, haciendo investigaciones botánicas mientras subía, y por último llegaba al espolón. En aquel aire ligero y vibrante las peñas sobre la línea del horizonte semejaban caravanas de animales de carga que viajaban eternamente sin llegar nunca. Durante los veranos de 1922 y 1923 este puerto fue famoso por los ladrones que lo frecuentaban. Eran pastores temporalmente parados, que robaban a todo el mundo que pasaba y que maltrataban a la gente si no encontraban todo el dinero que esperaban. Antes de que fueran capturados hicieron algunos botines considerables, ya que muchos hombres eran enviados desde sus pueblos a los pastos de verano con un fajo de billetes para comprar corderos y ovejas. En una ocasión encontré a tres de estos ladrones, pero me di cuenta de lo que preparaban, me acerqué hasta un tiro de piedra de ellos y luego di media vuelta y escapé. En otra ocasión, cruzando el puerto del Lobo a la luz de la luna, a mi regreso de Inglaterra, me encontré con un hombre solo que intentó detenerme, pero me escapé antes de que pudiera acorralarme. En estas montañas era útil tener un buen par de piernas cuando uno viajaba solo y sin armas, como yo.
La perspectiva hacia el norte de la cima del puerto del Lobo es sorprendentemente oriental. Inmediatamente debajo se extiende una llanura ancha y amarillenta, totalmente desnuda y rodeada de montañas arrugadas y de color ocre, y en medio de ella corre una línea verde oscura como tinta derramada de un tintero, que es el oasis formado por el río de Guadix y sus afluentes. Se podía pensar que se estaba mirando hacia Damasco desde el monte Hermón. Descendiendo se encuentra, a unos mil quinientos metros, una aldea de color de tierra, donde hay unas minas de hierro que hasta hace muy poco fueron propiedad de una compañía inglesa. No puede haber lugar más triste para vivir, sin un solo árbol a la vista, pero a poco más de tres kilómetros se levanta, aislado y amenazador sobre la cumbre de un otero escarpado y desnudo, uno de los mejores edificios del Renacimiento español. Se trata del castillo de La Calahorra, construido en 1510 por un arquitecto italiano, Michele Carlone, de Génova, para Rodrigo de Mendoza, primer marqués del Zenete.
La historia de este castillo tal vez es digna de contarse. Rodrigo de Mendoza era un hijo bastardo del gran cardenal Mendoza, arzobispo de Toledo, que tanto hizo por poner en el trono de Castilla a Isabel. Después de ser legitimado por el papa, Rodrigo recibió de su padre, como mayorazgo, los llanos de Zenete, y la reina le hizo merced del título de marqués. Las grandes hazañas realizadas por él durante el sitio de Granada y la familia a la que pertenecía hicieron de él uno de los nobles más importantes de su tiempo. Cuando visitó Italia, el papa Alejandro, tal vez recordando su vieja amistad con su padre, le prometió en matrimonio a Lucrecia Borgia, y aunque la operación no resultó —el matrimonio del hijo de un cardenal español con la hija de un papa español hubiera sido excesivo—, Rodrigo, que como su famoso abuelo, el marqués de Santillana, tenía un agudo sentido estético, se quedó en el país el tiempo suficiente como para sentirse entusiasmado por la nueva arquitectura clásica. Al volver a España trajo con él al mejor arquitecto italiano que encontró, y construyó el castillo de La Calahorra en un dramático paisaje, al pie de Sierra Nevada, tan desolado que ni él, ni ninguno de sus descendientes se sintieron con ganas de ocuparlo. El edificio combina de modo muy notable los estilos español e italiano. Desde fuera sus ceñudas murallas y sus macizas torres cilíndricas son profundamente impresionantes, pero tras la verja de hierro y la puerta interior se encuentra un palacio de puro estilo Renacimiento, con portales y balaustradas talladas exquisitamente en mármol de Carrara. Fue el primer edificio renacentista construido en España, con la posible excepción del castillo de Vélez Blanco, situado a poco más de cien kilómetros al noreste, que el marqués de los Vélez levantó más o menos al mismo tiempo, siguiendo los planos de un arquitecto español. Pero de este castillo tan sólo se conserva hoy su parte exterior, porque su interior fue desmontado en 1903 y llevado piedra a piedra a los Estados Unidos.
Hoy La Calahorra es propiedad del duque del Infantado, que es el jefe de la familia Mendoza y uno de los mayores terratenientes del país. Pude ver el castillo en 1924, cuando estaba más o menos abandonado, pero ahora, aunque ocupado por un casero, está cerrado al público. Tras este hecho se esconde una leyenda. Hace uno o dos años se extendió el rumor de que el duque estaba a punto de vender sus portales tallados y sus chimeneas, justamente como su compañero de nobleza había vendido los de Vélez Blanco, pero el gobierno se enteró a tiempo y prohibió el desmantelamiento. Desde entonces, el representante del duque en Granada dejó de dar permisos para verlo. Incluso le fue negada la entrada a un funcionario de la Academia de Bellas Artes. Sin embargo, los duques ya no tienen la influencia de hace cincuenta años y se espera que pronto el edificio sea declarado monumento nacional y abierto al público.
La llanura del Marquesado no está tan desnuda como parece desde el puerto del Lobo, ya que todos los años da una pequeña cosecha de cebada, que normalmente crece hasta una altura de cincuenta centímetros como máximo. En julio, las amapolas adornan la llanura con su color carmesí —la amapola tiene en España el intenso color de la sangre— y las alondras cuelgan del aire y forman un techo de sonido vivo y exultante. Sin duda medran en las frescas noches propias de las alturas, porque las alondras que se encuentran más comúnmente en Andalucía son las crestadas, que viven en las rocas y no vuelan alto, y la calandria, que vuela a mucha altura y canta de manera menos extática y más ponderada. Al contrario de la alondra, la calandria, de espíritu más terrestre, puede vivir y cantar en una jaula. Más adelante, cuando se continúa hacia Guadix, se encuentran de pronto precipicios escarpados. Es el valle del río: flanqueado por rocas rojas, bien regado, plantado de moreras y álamos, tuerce lentamente hacia el norte.
Guadix es la romana e ibérica Acci, transformada por los árabes en Wadi Ash al trasladar el asentamiento de la capital unos cuantos kilómetros al sudeste. La antigua ciudad —sobre la que hoy se cultiva— era el asentamiento principal de un pequeño clan ibérico que adoraba al dios solar Neto, o Netón, que fue más tarde asimilado a Marte. En los tiempos de Aníbal adquirió cierta importancia debido a sus minas de plata. En ella se encontraba también un santuario a Isis, probablemente la forma romanizada de la diosa Luna ibérica, y una inscripción recientemente descubierta menciona una ofrenda, hecha a esta divinidad, de cincuenta y tres perlas, treinta y dos esmeraldas, un carbunclo, un jacinto, dos diamantes y dos meteoritos. Otra ofrenda constaba de veinte esmeraldas y ciento diecinueve perlas. Compárense estas cifras con los ocho mil diamantes, ciento cuarenta y cinco perlas, setenta y cuatro esmeraldas, sesenta y dos rubíes y cuarenta y seis zafiros que adornan a Nuestra Señora del Pilar, en Zaragoza, y se verá que las prácticas religiosas de los españoles no han cambiado tanto como podría esperarse. Si en algo han cambiado ha sido en que se han enfriado un tanto, pues no conozco a ningún Creso andaluz tan pródigo en sus ofrendas a la virgen de su ciudad natal. Guadix, en aquellos tiempos, debió de ser un lugar importante, porque hacia el año 70 de nuestra era, los cristianos fundaron en ella su primera misión en España. San Torcuato y sus seis compañeros, que, de creer una leyenda, no totalmente increíble, fueron elegidos por San Pablo para evangelizar el país, desembarcaron en Urci, cerca de Almería, y se extendieron por los alrededores. Los distritos mineros parecían atraerles —quizá porque los esclavos que trabajaban en ellos les eran propicios—, y San Torcuato se estableció en Guadix, mientras su joven compañero, San Cecilio, predicaba el Evangelio en Illiberis, es decir, Elvira o Granada. Por esa razón, el obispo de Guadix ocupa hoy en día un lugar preferente entre los obispos españoles. En relación con San Torcuato se cuenta un milagro: un olivo que crecía a la puerta de la basílica cristiana se cubrió de flores la víspera de su santo y al día siguiente —el primero de mayo— dio sus frutos. Un milagro pequeño y tranquilo, muy adecuado al austero temperamento ibérico. Porque hasta entonces la riqueza de Andalucía consistía en sus olivos, y el primero de mayo fue consagrado al espíritu del árbol y a los ritos de la procreación. Personalmente, yo prefiero milagros de este tipo a los que aparecen más tarde, en los cuales la santidad de una persona se decide no tanto por sus actos como por el hecho de que su cadáver despida olor de rosas y de violetas de Parma un mes después.
Guadix es un pueblo sucio, ruidoso y multitudinario, con malas posadas y una gran población de gentes muy pobres. Tiene una catedral de piedra arenisca roja, construida en el siglo XVIII al estilo de la de Granada, y una plaza con soportales que alguna vez fue hermosa, pero que recientemente ha sido reconstruida y estropeada. Hay varios palacios de la nobleza, entre ellos el del marqués de Peñaflor —un enorme e interminable edificio construido sobre una prominencia del terreno, con tantas habitaciones y ventanas como un monasterio tibetano, y que ahora está apropiadamente dedicado a seminario—. Me enseñaron también el palacio donde vivía con su amante un marqués tan arruinado por sus extravagancias que, de creer lo que me dijeron, no podía comer más que bacalao con patatas y no tenía más sirvienta que una vieja acartonada que iba a su casa diariamente. Pero uno no puede creer siempre lo que cuentan. En el espíritu popular andaluz, un marqués es una figura semimitológica que, prodigiosamente rico en un tiempo, se arruina por completo debido a su pasión por las mujeres y el juego, viéndose reducido a la más extrema indigencia.
Hay algo de duro y de sórdido en Guadix, que penetra en uno al entrar en la ciudad. Como es escala obligada para mucha gente que viaja, en ella hay siempre gitanos, mulas, caballos y burros por todas partes, y filas de camiones estacionados en su entrada. La tierra, seca, produce un polvo fino, por lo cual sus hombres tienen el aspecto de no lavarse nunca, escupen con frecuencia y tienen una voz áspera y ronca. En invierno hace frío debido a que está situada a más de mil metros de altura, y en el verano hace calor, por las secas llanuras y las montañas que la rodean. Cuando un viejo cuenta que debido a la finura de sus aguas son famosos sus melones, parece que se está leyendo un libro de viajes a Oriente. Porque, sí, ciertamente, el lugar es oriental. Con sus álamos y sus moreras en el valle del río, con sus áridas estepas y el murallón de montañas cubiertas de nieve, podría ser un pueblo cualquiera de la meseta de Anatolia. Hasta la gente, con sus rostros estólidos y pétreos, parece turca.
Característico de Anatolia es también el barrio de Santiago, o barrio de las cuevas, que se encuentra justamente más allá del castillo moro de la Alcazaba. Alberga más de la tercera parte de la población de Guadix, que tiene casi treinta mil habitantes, y es, desde luego, la principal y única razón para visitar la ciudad. Las cuevas están recortadas en las escarpadas laderas, por donde cae el agua y que cierran estrechamente el valle del río, que es de la misma formación aluvial de blanda arenisca arcillosa que la comarca quebrada de Yegen. En otro tiempo recibió el nombre de loess, pero, recientemente, el geólogo alemán Drasche le ha dado el nombre de Guadix formation. Sin duda su propiedad más útil es que puede cortarse como queso. En ellas pueden ser talladas cuevas de tres o cuatro habitaciones completas, con chimenea, alcoba y armarios. Hay algunas cuevas en Guadix que tienen dos plantas, y en Benalúa se dice que hay una que tiene tres. Después de ser cavadas son encaladas por dentro y se hace la instalación de luz eléctrica, se suelan con baldosas y, como su temperatura es casi constante durante todo el año, ofrecen la ventaja de ser cálidas en invierno y frescas en verano.
Una cueva habitable es menos costosa que hacer o comprar una casa. Una pequeña puede costar cinco libras; una grande alcanza las setenta libras, y una de lujo, de dos plantas, con balcón y teléfono, unas quinientas libras. Muchos obreros y jornaleros cavan sus propias casas durante los meses de invierno, cuando están sin trabajo, y luego tienen la satisfacción de poseer una casa apenas sin gastos, teniendo que pagar tan sólo una pequeña renta. Para su conservación deben ser observadas una o dos precauciones. Si, como sucede a menudo, la fachada presenta señales de desmoronamiento, se debe construir un refuerzo de ladrillos y mortero. Si se encuentra una veta de arena se la debe detener con yeso. El techo debe tener forma arqueada y la terminación de sus paredes debe hacerse con una hoja de palma mojada en cal. El material de que están hechas es suave y fácil de cortar, pero con el tiempo la superficie de las paredes se endurece de tal manera que es imposible introducir un clavo.
Lo que es especialmente pintoresco en las cuevas de Guadix, que las distingue de las cuevas de Almanzora y de otros pueblos de Almería, procede del hecho de que la escarpadura en la que han sido recortadas ha sido labrada por la erosión del agua hasta formar una serie de conos, pináculos y hondonadas, rojos y amarillos, que componen un paisaje lunar. La tierra es árida, excepto en los lugares donde crecen las chumberas, y las cuevas, a veces, están amontonadas unas encima de otras, de manera que el cerdo o la cabra de una familia está atado a la chimenea del vecino. El barrio de las cuevas cubre una zona de unas doscientas sesenta hectáreas. Vagando por estos extraños suburbios, donde a veces se planta una viña para formar un porche emparrado, donde se pasa a veces por una cueva donde hay una taberna o una escuela, o una tienda, se tiene la sensación de estar en otro mundo. Particularmente a la luz de la luna el efecto es inesperado. Pero entrar en una de estas cuevas, pasar una tarde con una de estas familias, dormir en una de sus camas como yo he hecho, hace olvidar que uno se encuentra en una casa española normal. Estos trogloditas están muy orgullosos de sus casas, que son bastante más ordenadas y limpias que muchas otras de la ciudad.
Sin embargo, no es fácil pasear tranquilamente por el barrio. La razón es que por cada persona mayor que vive en las cuevas hay hasta tres o cuatro niños. Además, estos niños corren como salvajes, en pandillas, sin nada mejor que hacer que seguir y atropellar a cualquier forastero que por allí asoma. Yo, con mis ropas de obrero, no atraía más que a una docena más o menos, pero si aparece algún turista extranjero puede ser asaltado por un enjambre de alrededor de un centenar, que gritan y molestan. He notado que estos niños tienen una voluntad asombrosa de supervivencia. La mortalidad infantil es extraordinariamente baja entre ellos, y cuando recientemente se derrumbó una cueva, debido a las fuertes lluvias, murieron, en una familia, los padres y los abuelos, pero los diez niños fueron extraídos indemnes. Es típico.
Los diversos libros de viajes que he leído, tanto en francés como en inglés, sobre Guadix dicen que el barrio de cuevas está habitado por gitanos. Esto demuestra únicamente la incapacidad de los visitantes extranjeros para creer que la gente trabajadora pueda vivir en habitáculos tan extraordinarios. De hecho, diecinueve de cada veinte personas que las ocupan son españoles. Lo mismo se puede decir de las aldeas o barrios de cuevas que he visto en todo el sur de España, con la única excepción de las del Sacromonte de Granada. Sin embargo, hay algunos gitanos que habitan en las cuevas de Guadix, y para encontrarlos hay que subir por las hondonadas más estrechas, hasta que se llega a las excavaciones más pequeñas y toscas, cerca de la cima. Al llegar se lanzan de repente encima de uno media docena de criaturas harapientas con atosigantes ruegos de limosna. Cuando los vi por primera vez estaban medio desnudos, porque las gitanas, en sus propios barrios, no se preocupan en absoluto de vestirles y, por razones de economía, ningún niño de menos de trece años lleva ropa. Pero hoy, un pequeño folleto, editado por el Patronato Social del Sagrado Corazón, nos informa que el barrio ha sido purificado y ahora prevalecen la modestia, decencia y buena conducta. En efecto, todos los jóvenes y niños que se ven ahora en el barrio están mejor vestidos y más limpios que antes.
La mayoría de las aldeas de los alrededores de Guadix están compuestas de cuevas habitables: las de Purullena, en la carretera de Granada, son especialmente pintorescas. Hay una en Benalúa que tiene balcón en la planta superior decorado con geranios, y otra, que no he visto, he oído decir que tiene un patio interior. Todas, menos las más pobres, tienen luz eléctrica y, algunas, agua corriente y teléfono. Sin embargo, no todo el mundo se aviene a vivir en ellas. Las opiniones están muy divididas en lo que respecta a vivir en las cuevas, y la gente se mantiene obstinadamente en sus puntos de vista. Los que tienen inclinaciones troglodíticas dicen que las cuevas son a la vez más baratas y más sanas que las casas corrientes y que es una buena cosa poder usar el mismo número de mantas en la cama durante todo el año. Pero los que están en contra, aunque conceden esto, arguyen que es impropio de seres que caminan erguidos y tienen la facultad de hablar, vivir en un agujero en la tierra, igual que un animal. Los partidarios de la dignidad humana piensan que deben mantenerse firmes a toda costa frente a los utilitarios, a pesar de que la Iglesia se ha declarado a favor de los últimos.
Guadix no es una ciudad feliz. La mayor parte de la tierra regada del valle es propiedad de grandes terratenientes y esto está considerado, bastante correctamente, como un error. El campesino con hambre de tierras tiene el derecho moral a poseer algo de terreno fértil que le dé para vivir. El descontento fue causa de muchos horrores durante la guerra civil. Una banda de jóvenes terroristas se adueñó de la ciudad y todas las mañanas aparecían las calles apartadas llenas de cadáveres, hasta que, después de cinco meses de anarquía, el gobierno republicano sacó fuerzas suficientes para reaccionar y ejecutar a los asesinos más notables.
Entre los asesinados se contaba el obispo de Guadix, que, después de permanecer encarcelado en un barco durante cierto tiempo, fue arrojado todavía vivo —se dice—, junto con su compañero, el obispo de Almería, en los pozos de Tabernas. Sin embargo, hoy el obispo de Guadix ha hecho más por elevar el nivel de vida y la decencia de esta ciudad que cualquier otra institución. Al convertir su palacio en fábrica de felpudos de esparto ha podido emplear a más de seiscientos hombres y mujeres, con un nivel salarial bastante justo, arreglando las cosas de tal manera que, durante las temporadas de desempleo, la fuerza laboral puede ser ampliada hasta tres mil personas. De esta manera su fábrica se ha convertido en un ejemplo de cómo se puede resolver el problema de las pequeñas ciudades andaluzas, azotadas periódicamente por el desempleo agrario. Pero sería un error creer que este hombre admirable goza de un agradecimiento general. Tan fanático es el sentimiento anticlerical en el sur de España que un conocido mío, a pesar de haber militado durante la guerra en el bando nacionalista y tener una buena posición económica, me dijo que el obispo había hecho con la fábrica un excelente negocio, tanto para él como para su familia. Yo solamente puedo decir que las nuevas escuelas construidas por la Iglesia en el barrio de cuevas y los limpios vestidos de los colegiales demuestran que si ha habido ganancias en la factoría de esparto, el dinero ha recibido un buen destino.
No puedo dejar Guadix sin hablar de los notables escritores que ha producido. El primero de ellos fue un poeta árabe conocido generalmente con el nombre de Shushtari. Nació en el barrio persa de la ciudad hacia 1212, y después de recibir la excelente educación entonces accesible a los hijos de la clase media, pasó a ocupar un cargo oficial. Sin embargo, su predisposición verdadera era la poesía, y los poetas de aquella época eran disolutos. Él debió serlo de modo especial. Vivió en Granada, Loja y, por último, en Marruecos, trabajando posiblemente en algún cargo gubernamental y escribiendo sus poemas, vivos y picantes, sobre danzarinas, efebos y fiestas de bebedores, a imitación de los poemas que había puesto de moda el más genial de los trovadores árabes, Ibn Guzmán. Louis Massignon, en cuya obra me inspiro al hablar de este poeta (véase su artículo en Al-Ándalus, volumen XIV, 1949), le compara con Verlaine.
Cumplidos ya los treinta años, conoció el gran acontecimiento de su vida. Repentina e impetuosamente se convirtió a la religión, y después de un período de iniciación, que parece tuvo lugar en una zawiya de Granada, fue confirmado en su vocación por el famoso místico y filósofo sufista Ibn Sab'in. Después de hacer voto de pobreza ingresó en una de aquellas confraternidades monásticas flexibles que creó el movimiento sufista.
A partir de entonces la poesía de Shushtari dio un nuevo y, a los ojos occidentales, extraño giro. Concebía a Dios como una fuerza o emanación masculina que impone su sello e imagen sobre el alma pasiva y femenina que se abre para recibirle. El alma debe abandonarse completamente y dejar todo deseo de cosas terrenales, sin otra meta que la unión con el inefable. La embriaguez que debe sentir es semejante a la que se siente en una orgía. Un comercio de este tipo entre estados espirituales y eróticos fue durante un tiempo casi un lugar común entre los místicos musulmanes, de los que pronto pasó a los cristianos, pero Shushtari mostraba su originalidad en el uso de un lenguaje crudo y plebeyo, plagado de argot y de términos obscenos. De esta forma, por supuesto, seguía la tradición poética de Ibn Guzmán. La poesía clásica árabe, que había nacido en el desierto, se había hecho ya demasiado remota para la vida habitual de los habitantes de las ciudades y acabó siendo reemplazada por un tipo de verso más coloquial, procedente de las cancioncillas populares cantadas en los mercados. Este estilo alcanzó su plenitud en España; debido a que las dinastías marroquíes que habían gobernado este país desde 1100 eran bárbaras, el declive del poeta cortesano dejó lugar para el trovador o juglar. Naturalmente, este proceso tuvo asimismo influencia sobre la poesía devota. Del mismo modo que en el siglo XVI los poetas religiosos de Castilla tomaron las canciones populares de amor y les dieron una significación piadosa, así los poetas sufistas tomaron la poesía erótica de los juglares y la utilizaron para expresar la idea de la unión extática con la divinidad. Pero Shushtari era algo más que un poeta sufista. Era un derviche que, como San Francisco de Asís, dedicó su vida a la pobreza, y la gente a la que predicaba la salvación era la hez de las ciudades: ladrones, borrachos y prostitutas. Es natural que, como el Islam es una religión que nada tiene de gazmoña, pudiera hablarles en su propio idioma.
«Una vez tuve un amante. Ven a mí —le dije—; encontrarás lo que quieras en mí y más. ¿Qué hizo? Me cogió en sus redes…, me arrancó los vestidos…, me pegó, tomándome entre mi carne y mi sangre…, hasta mi secreto rincón cerrado. Arrastrándome de las orejas, me dijo: “Ahora, por tu propio bien, debes abrir esa cerradura…”. La abrí, me poseyó y después le poseí yo a él. Recorrí y visité todo su ser. Y ahora soy como una tortuga en el camino, solo, sin rival ni compañía».
Shushtari vagó por toda África cantando por los mercados y convirtiendo a los borrachos y a las prostitutas a las formas más sublimadas de embriaguez y de hacer el amor. Llegó a Egipto, donde parece haber luchado contra San Luis y sus cruzados, y después llegó hasta Siria. Al volver en 1279 a Egipto con una caravana de peregrinos, murió cerca de Port Said. Sus poemas se cantan todavía en todo el Oriente, sobre todo en los monasterios Shadili, como medio para entrar en éxtasis.
¿Pero qué tiene que ver, puede uno preguntarse, este poeta de Wadi Ash o Guadix con España? Tras la caída del califato de Córdoba, el intelectual o derviche de nacimiento español era más familiar en todas las partes del mundo de lengua árabe y, a menudo, aún más en Siria o en Egipto que en Occidente. La inmensa región que se extiende entre el Senegal hasta los montes Atlas, Bokhara y Sind fue tan internacional en sus sentimientos como la cristiandad medieval, y es allí donde todavía hoy se recuerda su nombre. Pero Shushtari ejerció también influencia en Europa. El místico y filósofo mallorquín Raimundo Lull o Lulio escuchó recitar sus versos y movido por ellos escribió su Libro del amigo y del amado. Tres siglos después, San Juan de la Cruz compuso sus poemas en la ciudad donde el poeta árabe había nacido y con los mismos temas erótico-religiosos. De este modo, Shushtari es un eslabón en la cadena que se alarga hasta nuestro tiempo.
El siguiente escritor de Guadix que alcanzó fama fue Antonio Mira de Amescua. Aunque poco leído, ya que nunca se ha realizado una edición completa de sus obras, es uno de los más interesantes dramaturgos menores de principios del siglo XVII. Se sabe poco de su vida. Nació alrededor de 1574 de la unión ilícita entre un hidalgo de cierta posición y una hermosa mujer cuyo nombre, Beatriz de Torres y Heredia, sugiere que haya podido ser gitana. En 1601 recibió las órdenes sagradas y, mediante la influencia de su padre, obtuvo una capellanía en los Reyes Católicos, en Granada, y posteriormente, una canonjía en la catedral de Guadix. Tenía un carácter arrogante, violento e imprevisible; se sabe que tiró de las orejas a una maestra en las escaleras de la catedral, que discutía con sus compañeros canónigos y que fue recriminado por su obispo debido a sus prolongadas ausencias en Madrid. Esta falta de estabilidad y esta violencia de temperamento se traslucen en sus obras. Era un romántico —porque lo que ahora se llama barroco era el romanticismo de la época— y lo absurdo y la extravagancia de sus argumentos pasan de todo límite. Pero su lenguaje es vigoroso y ejerció marcada influencia sobre Calderón. Los cambios repentinos y violentos en algunos de sus personajes, que pasan de la santidad a la maldad, y luego de nuevo al arrepentimiento, parecen haber tenido un atractivo especial para Calderón, que adaptó y mejoró también muchos de los giros y clisés estilísticos de Mira. Este murió en Guadix en 1644 y fue enterrado en la catedral.
El último escritor accitano de quien debo hablar es Pedro Antonio de Alarcón, un conocido novelista cuya vida transcurrió entre las fechas 1833 y 1891. Además de algunos libros de irregular valor, escribió una admirable novela corta, El sombrero de tres picos, que ha logrado fama mundial. Sobre esta novela montó Diaghileff, en 1919, un ballet con música de Manuel de Falla, decoración de Picasso y coreografía de Massine. El molino donde se supone que se desarrolló el cuento, inspirado en una vieja leyenda, todavía se puede ver en la carretera entre Esfiliana y Alcudia. El otro libro que Alarcón escribió sobre Guadix es El niño de la bola, que, aunque tiene un argumento dramático apto para el cine, es una de las novelas más aburridas que se hayan escrito nunca. No me explico cómo la tradujo Robert Graves.
Alarcón es también el único escritor que escribió un libro sobre la Alpujarra. Recorrió el país a caballo en la primavera de 1872, iniciando su recorrido en Granada y hablando sólo con los caciques locales. En Yegen pasó la noche, como huésped del padre de don Fadrique, en la casa que yo más tarde alquilé. Pero como relato sobre la región, su libro desilusiona. Como demuestran sus novelas, estaba enteramente falto del don de la observación, por lo cual tenía que rellenar las páginas con descripciones estereotipadas de escenarios de montañas al estilo romántico, amables pasajes a la manera de Sterne y largas descripciones de la sublevación morisca de 1569-1570, condensadas de alguna historia contemporánea. Es claro también que, aunque nació y se educó en Guadix, jamás tuvo la curiosidad de montar en una mula y cruzar el puerto del Lobo, del cual él habla en el mismo tono que un escritor moderno pudiera hablar de los pasos de la meseta del Pamir. Me parece que esto es típicamente español. Ni un metro de la América Central o del Sur hubiera sido explorado ni una sola colonia hubiera sido fundada en la costa si los conquistadores no se hubieran visto empujados por la pasión del oro. Aunque son capaces de grandes esfuerzos cuando es necesario, los españoles (con la excepción de los naturales de las provincias lluviosas del Cantábrico) son preferentemente sedentarios y amantes de la ciudad.