En la primavera de 1923, Leonard y Virginia Woolf vinieron a visitarme. Me encontré con ellos en Granada, en casa de unos amigos míos, los Temples, que querían discutir con Leonard el asunto de las colonias africanas, y después de pasar un par de noches allí nos fuimos a Yegen en autobús y mula. Esta vez el viaje fue agradable, sin ninguna de las dificultades que marcaron el tránsito de Lytton Strachey tres años antes, y resultó evidente que fue del agrado de ambos.
Cuando recuerdo a Virginia durante aquellos días, y particularmente en el cuadro que me ofrecía en el tranquilo retiro de mi casa, su belleza es lo primero que acude a mi mente. A pesar de que en cuanto a simetría su cara resultaba excesivamente larga, sus huesos eran finos y delicados; sus ojos eran grandes y grises, o de un azul grisáceo, y tan claros como los del halcón. Durante la conversación relucían de una manera quizá algo fría, mientras que su boca se plegaba irónica y desafiante; cuando permanecía en reposo, su expresión era melancólica y casi aniñada. Cuando nos sentábamos por las tardes bajo la campana de la chimenea, al calor de los leños, y ella extendía sus manos hacia el fuego, todas sus facciones revelaban su personalidad de poeta.
Hay escritores cuya personalidad se asemeja a su obra, y hay otros que al saludarles y conocerles resultan totalmente distintos de ella. Virginia Woolf pertenecía decididamente al primer grupo. Cuando uno pasaba con ella media hora en la habitación, podía creer fácilmente que había sido ella quien, como decían, había garrapateado con tinta púrpura, en la casa de verano de Rodmell, aquel fresco y chispeante artículo recién aparecido en Nation, y sólo cuando se la veía reflexiva y soñadora se la podía reconocer un poco más lentamente como la autora de To the Lighthouse. Una de las razones de esto estribaba en que su conversación, especialmente cuando estaba algo animada, se parecía a su prosa. Hablaba tal y como escribía, de una forma igualmente íntima, de modo que en la actualidad no puedo leer una página de The Common Reader sin que su voz y su entonación se me hagan presentes de una manera irremediable. Ningún escritor puso tanto de sí mismo en sus libros como ella.
Sin embargo, no hablaba en un tono literario. Lo hacía de un modo fácil y natural, en un inglés puro y coloquial, utilizando a menudo, como muchos de sus amigos, un tono ligeramente irónico. Como se recordará, la ironía juega un papel notable e importante en sus escritos. En ellos adquiere un tono alegre y juguetón, casi chistoso a veces, pero en su conversación esa ironía se hacía personal, tomaba una forma femenina, casi coqueta. Inclinándose hacia un lado y un tanto rígida en su asiento, se dirigía a su compañero en un tono de chanza, y le gustaba que le contestaran de la misma forma. Pero cualquiera que fuera su estado de ánimo, parecía que contaba en todo momento con todos los recursos de su inteligencia. Se dejaba sentir su claridad cristalina, pero no la claridad del lógico, sino la de un caleidoscopio que, a cada movimiento, compone una figura diferente con el mismo juego de piezas. Mucho después, cuando según creo preparaba su obra The Waves, me habló de que su mayor dificultad estribaba en saber dejar de escribir a tiempo. Había estado leyendo, según me contó, una vida de Beethoven y había resultado admirable su capacidad de proyectarse hacia su meta, mediante la revisión y corrección constantes de temas que se resistían a emerger a la superficie. Imagino que para ella corrección quería decir agitar el caleidoscopio y crear un nuevo y más apropiado pasaje.
Tal vez porque Virginia carecía del sentido del novelista para ver las posibilidades dramáticas de un carácter y se interesaba más por la textura de la mente humana, era muy dada a hablar con las gentes para sacarles cosas y documentarse sobre ellas. Me hizo muchas preguntas, inquiriendo en las razones que me habían hecho ir a vivir allí, qué pensaba sobre esto o aquello y cuáles eran mis ideas sobre el oficio del escritor. Yo era consciente de que ella me estudiaba de forma crítica y de que tanto ella como Leonard intentaban decidir si yo daba muestras de alguna clase de talento literario. De ser así, ellos deberían publicar mis cosas. Pero no debe pensarse, ni por un momento, que ella me trataba de modo paternal. Al contrario, su deferencia hacia las opiniones de un joven sin experiencia y con un punto de arrogancia, en cuya casa ella estaba viviendo, era bastante sorprendente. Discutía conmigo de literatura, defendiendo a Scott, Thackeray y Conrad de mis ataques, oponiéndose a mi alta opinión de Ulysses, sobre la base de que las obras de arte no deben ser tan aburridas, y escuchando humildemente las críticas que hice a sus propias novelas. Esto era lo mejor de «Bloomsbury», que se negaban a situarse sobre el pedestal de su propia superioridad. Y su visita fue seguida por una sucesión de cartas muy características, en las cuales prolongaba los temas de nuestras discusiones.
Quiero acentuar la cordialidad de Virginia en esta ocasión y las molestias que se tomó para aconsejarme y animarme, porque las inconsideraciones que surgían en su conversación —cuando estaba sobreexcitada hablaba demasiado superficialmente— han hecho que muchos pensaran que carecía de toda simpatía. Por aquella época yo era demasiado inexperto para mi edad y más bien serio. El aislamiento en que vivía me había convertido en egocéntrico, y como todas las personas hambrientas de charla, yo era muy hablador. Ella, por su parte, era una escritora de gran distinción, muy cerca de la plenitud de su carrera. Sin embargo, tanto ella como su marido, no sólo disimularon la impaciencia que debieron sentir con frecuencia, sino que en su trato conmigo me hablaron al mismo nivel intelectual. Por supuesto, hay que añadir que ellos creían que debían animar a todos los jóvenes escritores y captar a los mejores de entre ellos. Virginia tenía un hondo sentido de la continuidad de la tradición literaria y consideraba su deber transmitir lo que había recibido. También se percataba, intensa e incómodamente, de la existencia de una joven generación que algún día se alzaría contra ella y la juzgaría. Tal vez pensó entonces que mi extraña manera de vivir y mi pasión por la literatura significaban que yo tenía alguna cosa que dar de mí. Si así fue, sin duda ella y Leonard decidieron, unos cuantos años después, que se habían equivocado.
Mientras trato de evocar, sentado aquí, los recuerdos dispersos de aquellos quince días, se me presentan con gran viveza unas cuantas escenas. Recuerdo el rostro de Virginia a la luz del fuego, el tono alegremente burlón en que hablaba, y el estilo fácil y amistoso de Leonard. En aquellas ocasiones Virginia hablaba en tono vivaz, aunque un tanto frío, muy femenino, y su voz parecía adornarse con la seguridad en su propio talento. Si se sentía un poco animada podía lanzar una cascada de palabras semejantes a las notas improvisadas de un gran pianista, sin la afectación —nacida del encanto de su maestría verbal— que a veces se sorprende en el estilo de sus novelas. Leonard, por su parte, era muy firme, muy masculino —gran fumador de pipa, vestía siempre de «tweed», y podía dirigir una conversación hasta el final sin perder el hilo—. Poseía lo que en Cambridge llaman una «mente clara». Además —y esto me impresionó más que nada— podía leer a Esquilo en la lengua original.
Luego, recuerdo a Virginia como una persona totalmente diferente, corriendo por las colinas, entre las higueras y los olivos. Se me aparece como una dama inglesa criada en el campo, esbelta, escrutando la distancia con ojos muy abiertos, olvidada por completo de sí misma en la fascinación por la belleza del paisaje y por la novedad de encontrarse en un lugar tan remoto y arcádico. Parecía, aunque se conservaba serena, excitada como una colegiala en vacaciones, mientras que las facciones serias y sardónicas de su marido tomaban un aspecto casi infantil. Durante estos paseos hablaban de ellos mismos y de su vida en común con una clara franqueza —no tener secretos para los amigos era otra de las características del «Bloomsbury»—; entre otras cosas, recuerdo a Virginia hablándome de lo incompleta que se sentía en comparación con su hermana Vanessa, que educaba una familia, gobernaba una casa y aún encontraba tiempo para pintar. Aunque dudo que perdiera alguna vez este sentido de su propia inadecuación, de no ser, en todo el sentido de la palabra, una persona de carne y hueso, era práctica y sabía cocinar y gobernar una casa mejor que la mayoría de las mujeres, llevando a la vez una intensa vida social que a veces le exigía esfuerzos superiores a los que podía soportar.
Los que no eran invitados a las veladas del «Bloomsbury» solían decir que las personas que asistían a estas componían una sociedad de mutua admiración, donde se promocionaba la obra de cada cual. Esta acusación, que ha sido repetida recientemente, es sencillamente falsa. Virginia Woolf admiraba grandemente las novelas de E. M. Forster, que le parecían dotadas de un sentido de la «realidad» que quizá faltaba en las suyas, y admiraba también los ensayos de Roger Fry sobre arte, tanto como su conversación tan maravillosamente viva y estimulante. Pero tenía una pobre opinión de las biografías de Lytton Strachey, aunque se sentía muy atraída por su personalidad y alababa la finura y sutileza de su inteligencia y su gusto como crítico. Recuerdo que una tarde, cuando estaban en Yegen, surgió el tema de su Queen Victoria. Tanto Virginia como Leonard se pronunciaron abiertamente contra la obra, diciendo que era ilegible. Aunque no me gustaba su estilo monótono y esponjoso, que me daba la sensación de andar sobre un piso de linóleo, la acusación me pareció absurda: legible sí lo era. Pero ellos sostuvieron que no habían podido terminarla. Lytton, por su parte, admiraba profundamente la mayoría de las obras de Virginia, pero no podía leer a Forster, a pesar de la gran amistad que con él tenía. Recuerdo que decía de este, después de hojear su pequeña guía de Alejandría, Pharos and Pharillon, que era una lástima que se hubiera dedicado a la novela cuando su verdadera inclinación era la historia. Asimismo, le disgustaba tanto la obra como la persona de Roger Fry.
Virginia hablaba mucho de T. S. Eliot, al que veía con mucha frecuencia entonces. Le alababa calurosamente como hombre, y admiraba su gran inteligencia, pero no parecía muy convencida de la calidad de The Waste Land, que por aquel tiempo publicaba la Hogarth Press. Como yo, tenía una pobre idea de D. H. Lawrence. La aburrida túnica de profeta que se ponía, la descuidada y sentimental avalancha de escritura que salía de su pluma oscurecía la extraordinaria frescura de penetración que algunas veces aparecía en una o dos de sus novelas y relatos. Tampoco sus admiradores habían contribuido a sostener la fama de Lawrence, porque, como suele ocurrir en estos casos, se dejaban impresionar por su peores libros —aquellos que llevaban su «mensaje»— y no por los mejores. Pero Virginia era capaz de cambiar de opinión, y, cuando años más tarde se encontró con la publicación de Sons and Lovers, escribió un artículo sobre el libro, tal vez no muy preciso, pero sí muy elogioso. ¿Ha habido alguna época, podría preguntarse, en que los escritores hayan admirado a más de uno o dos de sus contemporáneos?
Para apreciar el brillo coloquial de Virginia había que verla en su círculo de amigos. Algunos tenían la costumbre de reunirse semanalmente, después de cenar, bien en casa de Virginia o en la de su hermana Vanessa; y por lo general invitaban a alguien de la joven generación, razón por la que acudí yo varias veces. Los ases eran Roger Fry, Duncan Grant, Vanessa Bell, Clive Bell, Lytton Strachey, Maynard Keynes y, ocasionalmente, una o dos personas como Desmond Mac Carthy y Morgan Forster, los cuales, según creo, no se consideraban a sí mismos miembros del «Bloomsbury», si bien después los trataban en un plano de igualdad. Los preparativos de las reuniones eran informales, aunque todo el mundo sabía que lo que perseguían era una buena charla. De acuerdo con ello, y al contrario de los literatos de la época, eran muy sobrios y no bebían más que café.
Muy pronto me percaté de que estas tertulias tenían realmente la naturaleza de un concierto. Se podía decir que la partitura estaba dada previamente, porque siempre surgían los mismos temas: la diferencia entre la generación joven y la vieja, la diferencia entre el pintor y el escritor y cosas por el estilo. Los intérpretes tenían la suficiente soltura gracias a las reuniones semanales mantenidas durante años, discutiendo sobre estos temas que pudieran parecer no demasiado originales.
Cada uno de ellos había aprendido el papel que debía desempeñar para producir el mejor efecto general y, además, el medio de estimular y dar la entrada a los otros. Se podía decir que los solos instrumentales (cuerdas), corrían a cargo de Virginia Woolf y Duncan Grant: se podía estar seguro de que, en el momento apropiado, podían producir una pieza de elaborada fantasía, contradiciendo las serias y persistentes afirmaciones de los otros instrumentos. Roger Fry empujaría las cosas hacia adelante en alguna de sus líneas provocativas favoritas; Vanessa Bell, la más silenciosa del grupo, dejaría caer una de sus mots, mientras que Clive Bell, desempeñando el papel de bajo, mantendría un movimiento general de animación. Su función en el conjunto era la de incitar y provocar en Virginia alguna de sus famosas ocurrencias.
Lo que se sacaba de una de estas veladas nocturnas, si se le otorga fe a mi inexperto juicio, era una conversación tan inteligente y tan —pese a los repetidos ensayos— espontánea, como creo que nunca se había dado en Inglaterra anteriormente. He conocido a otros buenos conversadores, algunos de ellos quizá similares a cualquiera de estos, pero siempre ofrecían actuaciones solitarias. Lo que las noches de «Bloomsbury» ofrecían eran conciertos en los que cada cual hablaba para presentarse y sacar de los demás lo mejor que llevaban dentro. Imagino que tan sólo la práctica continuada entre personas que participan de una misma concepción de la vida y que se sienten satisfechas de las acciones de sus amigos tanto como de las suyas propias, puede producir algo parecido.
Para un escritor joven, incluso un somero conocimiento de gente semejante suponía una educación, aunque tal vez no un estímulo. Ellos tenían sus reglas establecidas: honestidad, inteligencia, gusto, devoción por las artes y refinamiento social. Ninguno de ellos permitió jamás que en sus escritos dominara la vanidad o la amistad, ni los prejuicios políticos o religiosos, y no eran de la gente que cree compensar sus propias debilidades y deficiencias atacando a los demás. Sin embargo, es necesario admitir que vivían —no individualmente, que no hubiera importado, sino colectivamente— en una torre de marfil. Maynard Keynes tenía sus raíces fuera de allí, lo mismo que Leonard Woolf, en el mundo de la política, y Roger Fry era un hombre demasiado activo y dado a la cosa pública como para dejarse confinar. Pero los otros eran prisioneros de su propia tela de araña de amistades mutuas, de su modo de vida conformista y de su más bien estrecha y —como ellos mismos sostenían— retorcida filosofía de Cambridge. Virginia Woolf, todo hay que decirlo, siempre supo de la existencia de la mecanógrafa que hace la cola para comer en un salón de té barato y de la anciana que solloza en un vagón de tercera, pero también ella estaba demasiado atada a su grupo por su nacimiento, sus aficiones sociales, sus deseos de lisonja y alabanza, y solamente podía echar una ojeada distante e incómoda al exterior. Su sentido de la precariedad de las cosas, que da toda su seriedad a su obra, procedía de su vida privada, de la impresión por la muerte de su hermano Toby y de su experiencia de la locura. Pero el «ethos» de su grupo y, por supuesto, su entera y culta educación victoriana, la separaron de la cruda visión de la naturaleza humana que un novelista necesita y le hicieron desarrollar una concepción poética y mística de las cosas que resulta, por lo menos en mi opinión, demasiado subjetiva. Cuando uno relee sus obras, percibe la facilidad y la belleza de muchas de ellas, así como un cierto sonido amortiguado, una calderoniana impresión de que la vida no es más que un sueño, cosa que produce una cierta insatisfacción. Porque para convencer a alguien de que la vida es sueño primero hay que demostrarle, y con bastante claridad, que lo que se pone ante él es la vida.
Mirando hacia atrás, pienso hoy cuán fácil resulta ver que la debilidad inherente a la espléndida floración de la cultura inglesa surgida en el «Bloomsbury» estriba en estar demasiado atada a una clase y a un modo de vivir ya periclitantes. Ya en 1930 estaban condenadas. Sus miembros se sentían demasiado seguros, demasiado felices, demasiado triunfantes, demasiado persuadidos de la superioridad de su filosofía parnasiana para poder extraer nuevas y frescas energías de la reciente e inquietante época que se iniciaba. Habían escapado al choque que supuso la primera guerra alemana, unos por ser inútiles para el servicio militar y otros porque se unieron a la fila de los pacifistas, y ni unos ni otros habían tomado en serio las advertencias de los profetas que anunciaban que el presuntuoso mundo racionalista en que vivían estaba seriamente amenazado.
El que debiera haber sido su mejor momento ya mostraba los caracteres del anacronismo; incluso Virginia Woolf —la de mentalidad más abierta de todo el grupo, después de Maynard Keynes— estaba limitada por una profunda duda sobre la realidad de todo, menos de la literatura (tal vez como consecuencia de sus ataques de locura). Pero supongo que si la bomba de cobalto no lo destruye todo, las edades futuras se sentirán interesadas por estas gentes, que representaban algo que siempre produce nostalgia: un ancien régime.
Llevaron las artes de la vida civilizada y de la amistad a un punto muy alto y su obra refleja esa civilización. Seguramente dos de ellos, por lo menos, Virginia Woolf y Maynard Keynes, poseían esos raros dones imaginativos que reciben el nombre de genio.
Fue —pienso— en el verano de 1923 cuando David Gamett, generalmente conocido por Bunny, y su mujer, Ray Marshall, vinieron a pasar una temporada conmigo. Conocí a Gamett en Londres, cuando tenía una librería en sociedad con mi amigo Francis Birrell, pero no me sentía muy atraído por él. Ahora estaba aquí en su luna de miel.
En aquella época era un hombre menudo, de cabellos rubios, de edad aproximada a la mía, con hombros bastante anchos, ojos muy azules y pausado modo de hablar. Cuando se dirigía a alguien tenía la costumbre de hacer girar su cabeza con un deliberado movimiento a lo Thurber, un movimiento giratorio, a la vez que hacía que sus ojos miraran profunda e intensamente a los ojos de su interlocutor hasta que este quedaba hipnotizado por aquellos dos lagos insondables. Luego, después de dejar pasar un intervalo de tiempo que parecía sumamente largo, comenzaba a mover sus labios para intentar decir algo, sonriendo como si se burlara de su propia torpeza. Al principio, esta su extraña manera me inquietaba, pero a medida que pude conocerle mejor llegó a gustarme. Diré, para empezar, que poseía todas las cualidades fáciles y agradables del extrovertido. Nunca se sentía molesto, siempre tenía los pies sólidamente asentados en el suelo y había algo del sosiego campesino en su estilo, de manera que si uno lo hubiera visto por primera vez en un bar hubiera pensado que era un granjero o el médico local. Un mejor conocimiento de su personalidad demostraba que poseía un astuto sentido común, un profundo sentido del humor, especialmente en lo referente a las extravagancias de sus amigos, y una naturaleza generosa e independiente. Con estas cualidades y la seguridad de sí mismo del hombre que da por descontado que gusta a todo el mundo, se llevaba muy bien con gentes de toda clase y condición, sin tener nunca que forzarse para agradar, lo que le permitía hacerse con gran número de amigos. Los hombres encontraban en él un compañero de lo más agradable —experto en pesca, en navegación deportiva, en natación, en carreras—, mientras que su mirada hipnótica ejercía un poderoso efecto entre las mujeres, permitiéndole desempeñar con considerable éxito el papel de un don Juan. En resumen, era un tipo de hombre muy inglés, aunque cruzado de alguna forma con ruso, como si las traducciones de su madre hubieran jugado en su gestación un papel semejante al de las varas peladas de Jacob sobre el ganado de Labán.
Su esposa, Ray, era una mujer menuda y morena, con un cierto aire de esposa india. Poseía talento para el arte —recuerdo que Roger Fry solía alabar sus tallas en madera—, pero era tan silenciosa que durante mucho tiempo no pude formarme una idea de cómo era. Cuando comenzaba a hablar, los músculos de su garganta se contraían como para impedírselo y, finalmente, tenía que forzar sus palabras para que salieran trabajosamente de entre sus dientes. Había algo en su aspecto que recordaba a un pequeño y tímido animal —una ardilla, posiblemente—, pero, cualquiera que fuera, encantador. Vivía dentro de su propio mundo secreto, y no hacerle caso era la manera de, al final, entrar en contacto con ella. Bunny, que acababa de publicar Lady into Fox y estaba dotado de cierta animalidad en sí mismo, parecía haberse sentido atraído por ese aspecto de ella, pues ambos pasaron mucho tiempo en mi casa mirándose mutuamente, profiriendo pequeños ruidos, pero sin hablarse apenas, de forma que uno terminaba por olvidar su presencia.
La última vez que vi a David Gamett fue durante los últimos años de la guerra. Me habían dicho que tenía un puesto importante en el Servicio de Inteligencia, con varias dependencias cerca del Strand y numerosas secretarias, pero cuando vi a aquel hombre guapo, bien vestido, con un paraguas de seda bajo el brazo y su mata de finos cabellos bajo su sombrero negro del Foreign Office, me quedé asombrado. Parecía totalmente un ministro. Sin embargo, pronto me di cuenta de que era una versión inglesa del viejo Hemingway: lento, humorista, divertido de su propia importancia externa, y por dentro era igual. Con la edad y el cargo oficial había aprendido una cosa: contar bien una buena historia. Pero, ahora que lo pienso mejor, siempre lo había hecho así cuando se le había dado tiempo para ello.
He pasado por alto una visita que hizo a Yegen mi amigo John Hope-Johnstone. Robin John, por entonces un guapo muchacho de diecisiete años, se reunió con nosotros y se quedó durante algún tiempo, viniendo luego su padre, Augustus. Llegó en abril y se quedó hasta finales de junio, y pintó mucho durante su estancia; pero no puedo describir su visita porque yo no estaba entonces allí. Me había ido a Inglaterra y me lo encontré a mi vuelta, en Madrid. Sidney Saxon-Turner, un amigo de Virginia Woolf y de Lytton Strachey, también nos hizo una breve visita, así como mi amigo Franky Birrell, que llegó a Órgiva con su anciano padre, que había sido secretario general de Irlanda en 1915; después de esperar dos noches en la posada —un lugar muy primitivo, donde no había ni retrete— ambos volvieron a Granada al no recibir contestación mía. Yo estaba fuera.
Paso ahora a contar un episodio de otro tipo. Hacia 1927 o 1928, cuando yo estaba viviendo en Londres, alquilé mi casa a un joven novelista llamado Dick Strachey, sobrino de Lytton Strachey, que más tarde habría de demostrar admirable talento escribiendo libros infantiles. Vino aquí durante su luna de miel y tuvo una dolorosa aventura, que contaré porque arroja una gran luz sobre las supersticiones locales.
Caminaba un día por la salvaje y abrupta zona de ramblas y barrancos situada debajo del pueblo cuando vio a tres hombres toscamente vestidos, que lo llamaban desde lejos. Su primer pensamiento fue reunirse con ellos para pasar un rato y practicar su español, pero luego se le ocurrió que podrían ser bandidos. España era entonces famosa por sus bandoleros, que se llevaban las víctimas a sus cuevas, las maltrataban y las retenían secuestradas, hasta recibir un rescate; una mirada más atenta a aquellos individuos hizo que Dick se sintiera intranquilo. Por eso decidió dar la vuelta, y como andar es un método muy lento de avance y él quería moverse más rápidamente, echó a correr. Pero los gitanos —pues eso es lo que eran— también saben correr y pronto lo alcanzaron. Le rodearon con sus cuchillos desenvainados y con feroz expresión le gritaron una palabra que no comprendió: «Mantequero, mantequero».
Un mantequero es un monstruo feroz, formado externamente como un hombre normal, que vive en deshabitados parajes salvajes y se alimenta de grasa humana o manteca. Al ser capturado lanza un alarido gimoteante y agudo y, salvo cuando acaba de darse un banquete, está delgado y macilento. Hasta donde yo podía entender, la gente de Yegen, de talante escéptico, no creía ya en ellos, pero los gitanos, que por naturaleza son conservadores, creen en todo. Y en este caso, no podía existir duda. ¿Qué otra cosa podía ser aquella criatura vagabunda, delgada, de cabellos rubios y voz aguda, que no hablaba ni una palabra de lengua humana, que vivía en los barrancos y había emprendido la huida al ser sorprendida? El primer impulso de los gitanos fue matarle sin más, haciendo luego un ungüento mágico que sirviera para curar las verrugas y dar fecundidad a las mujeres con su sangre, pero el más viejo de ellos, que había cumplido una pena de prisión por homicidio y era más precavido y prudente, dijo retorciéndose los negros bigotes: «No, hay que guardar estrictamente las formas legales y llevar a este ser al justicia u oficial municipal más próximo». Ataron las manos del pobre Dick a su espalda y se lo llevaron, dándole de vez en cuando un empellón con el cuchillo, hasta la casa del alcalde de Yátor, que estaba a pocos kilómetros de distancia.
Este, afortunadamente, estaba sentado en su casa hablando de un asunto judicial con un vecino.
—¿Qué pasa, José? —dijo al ver a los tres gitanos en fila, junto con un desconocido maniatado.
—¿Qué demonios habéis hecho?
El más viejo de los gitanos se quitó lentamente su negro sombrero cordobés, y con aire de dignidad replicó, fijando sus inexpresivos ojos gitanos en el alcalde:
—Señor alcalde, con su permiso, le traemos un mantequero vivo, le hemos encontrado escondido en los barrancos buscando sangre humana. ¿Quiere usted mismo encargarse de él o prefiere que nos lo llevemos por ahí y le cortemos el cuello?
El alcalde siguió preguntando y Dick, tembloroso, tuvo un estallido de elocuencia y, haciendo acopio de todo el español que sabía, declaró, según me dijo después, ser pariente a la vez del rey Jorge V y del «Cervantes inglés». El alcalde, muy impresionado por el discurso —aunque sería difícil saber cuánto entendió de él— mandó que fuera desatado, le dio la mano y le presentó toda clase de excusas, enviándole luego a Yegen con una escolta. Después se volvió hacia el gitano, que creía haber hecho un servicio a su país librándolo de un monstruo caníbal, y después de reñirle severamente, mandó que fuera encerrado. Uno o dos días más tarde el desgraciado fue enviado esposado al puesto de policía de Ugíjar, llevándole sus guardianes por una ruta indirecta a través de Yegen. Allí, según las órdenes expresas del alcalde, fue conducido al patio de mi casa para que el distinguido inglés que se decía pariente de Cervantes lo viera y comprendiera que «había justicia en España». Pero Dick estaba ya harto de gitanos y se negó a asomarse siquiera a la ventana. Tan pronto como le llegó el dinero que había pedido, se marchó a Inglaterra.
El mantequero o sacamantecas, como también le llaman en algunos lugares, es conocido en toda España. Justamente este mismo año, un amigo mío que está haciendo una investigación sobre el tema, descubrió que en Torremolinos todas las muchachas creían en él. Una de ellas, incluso, dijo que su hermano, que cuidaba ovejas en la serranía de Ronda, había sido atacado por uno en el verano último, pero se lo había podido quitar de encima con su honda. Como se puede suponer, estas grandes y desiertas sierras son una tierra apropiada para criar esta clase de seres sobrenaturales. En las ciudades, sin embargo, la práctica de la transfusión de sangre ha llevado a la creencia de otro tipo de mantequeros, que es una persona como las demás. Se trata de un hombre inmensamente viejo, inmensamente rico, un vicioso marqués que roba a los bebés para que le inyecten su sangre y así rejuvenecer y poder cometer nuevas villanías. Y esa clase de gente existe realmente. En 1910 fue hallada una familia de gitanos que vivían en la parte más alta de la Sierra de Gádor, dedicados a robar bebés, cuya sangre bebían caliente, mientras se vertía de la piel o de la yugular. Según parece, los colgaban de un árbol y los despedazaban. Una curandera había dicho a una mujer de esta familia, llamada la Leona, que no sólo se curaría de su tuberculosis si hacía esto, sino que viviría para siempre —o por lo menos, mientras dispusiese de sangre de niños que beber—. Y casos semejantes se han dado en diversos lugares del país. Hasta hoy día hay curanderas que recomiendan la sangre humana como único medicamento para determinadas enfermedades mortales. ¿Quién sabe si no hay algún mantequero oficioso que se dedica a proveer de ella?
Una reciente colaboración aparecida en el Sunday Times (septiembre de 1954) demuestra que el origen del mantequero es muy antiguo. H. J. Tarry dice que la palabra procede del persa mardkhora, comedor de hombres, una criatura con cabeza humana, espinas de erizo, cuerpo de león y cola de escorpión. De este modo aparece en la Persica, de Ctesias, y en la Historia natural, de Aristóteles. Luego, debido a una lectura defectuosa del texto griego, se convirtió en el latino mantichora, a partir del cual se extendió a los idiomas de Europa occidental. David Garnett, que tal vez tuvo la fortuna de no ser confundido con uno de ellos, cita la descripción que se hace de estos seres en el Bestiario, de Topsell, donde se dice que tiene «tres filas de dientes, rostro de hombre y cuerpo de león», mientras que A. Colin Cole le presenta como un emblema familiar en heráldica y da de él una imagen con barba y sombrero, que reproduce el Sunday Times. Si el retrato es verídico, tenían más parecido con el «Cervantes inglés» que con su sobrino, que andaba siempre sin barba y sin sombrero.
Para terminar con el folclore diré, concluyendo el capítulo, una palabra sobre los sabios, las curanderas y los niños dormidos. El sabio o sabia es un hombre o mujer que cura al hacer hechizos o al ungir con saliva y que, a veces, tiene el poder de predecir el tiempo. Julian Pitt-Rivers, en su clásico estudio sobre un pueblo andaluz, The People of the Sierra, describe a uno de ellos y yo no necesito añadir nada a esta descripción porque nunca me encontré a ninguno en la Alpujarra. Teníamos, sin embargo, curanderos o curanderas, que vienen a ser lo mismo. Curaban mediante hierbas medicinales y, a veces, se especializaban en una línea determinada, como, por ejemplo, los dolores de estómago de los niños. Otros se dedicaban a curar huesos. Aunque tuvieran sus propias técnicas y su conocimiento de las hierbas, casi siempre les asistía en su trabajo alguna gracia particular. Una curandera podía ser melliza o novena hija, tendría seis dedos en una mano, habría nacido en Viernes Santo o habría gritado en el vientre materno. Estas curanderas se encontraban en los pueblos de cierto tamaño, mientras que en los pueblos más pequeños o en las aldeas eran sustituidas por las hechiceras o parteras. En cuanto a los niños dormidos, que eran simplemente un tipo especial de curanderos, había uno en Mecina Bombarón. Se trataba de un niño de unos doce años que caía en trance y al despertar contaba a su madre su sueño. Ella, entonces, lo interpretaba. Uno podía consultarle para saber quién había robado una gallina o si la novia le era fiel, y, como es natural, también sus poderes dependían de una gracia especial. Su madre conocía las plantas medicinales y sanaba los miembros dañados mediante cataplasmas y masajes.
Otro tipo de curandera, la motera, es digno de mención, aunque existía tan solo en las grandes ciudades, como Sevilla. Su especialidad eran los asuntos eróticos. Poseía un depósito de cantáridas o moscas españolas, el único afrodisíaco que es eficaz con toda certeza y lo aplicaba mediante masaje a los órganos genitales de los hombres que sentían la necesidad de tal estímulo y estaban dispuestos a pagar el precio que ella pedía. Pero incluso aplicada de esta manera es una droga muy peligrosa, y Fernando el Católico, que en 1505 se había casado con una mujer joven, murió al serle aplicada. De haber conseguido un heredero varón, la historia de España y de Europa hubiera sido muy diferente, y de aquí, supongo, surge la fama de la motera.