Cuando miraba hacia el gran espacio que se abría ante mí, podía ver, con mis anteojos de campaña, a unos quince kilómetros en línea recta, un pequeño punto blanco. Era una granja conocida como el Cortijo del Inglés, y en la que vivía un inglés, o mejor un escocés. De vez en cuando el cartero me entregaba por equivocación sus cartas y así supe que su nombre era Mac Taggart. Exceptuándome a mí, era la única persona de habla inglesa que vivía en la Alpujarra, y quizá la primera que haya vivido allí. En cualquier tarde del año podía yo ver el penacho de humo que surgía de su casa y que anunciaba la preparación de su comida.
Su historia —me la contó un español que lo conocía bien— era bastante extraña. Unos veinte años antes, ya casado y con familia en Escocia, había ido en viaje de negocios a Orán. Allí se encontró con una muchacha española llamada Lola —unos dicen que en un prostíbulo; otros, que servía en un hotel como camarera—, de la que se enamoró. Ambos marcharon juntos, y tras una estancia en Madrid, ciudad que a ambos disgustó, llegaron a la aldea de la mujer, un lugar situado en lo alto de una colina, que ni siquiera tenía carretera, llamado Murtas. Resultó que ella pertenecía a una de las familias más pobres y tenía un tropel de hermanos y hermanas indigentes que necesitaban ayuda. Esto hubiera podido desalentar a la mayoría de los hombres, para rondar a la muchacha, pero a Mac Taggart pareció no importarle, pues alquiló la mejor casa disponible y se estableció en ella. Más tarde, como le agradase aquella vida, compró una granja y algo de tierra a unos tres kilómetros y se estableció en ella con su chica.
Murtas es una aldea situada debajo de la cumbre de la Sierra de la Contraviesa. Tiene poca, por no decir ninguna, agua de riego, pero es famosa por sus higos y almendras. Mac Taggart se hizo con algunos cientos de hectáreas plantados de higueras y almendros, y se los entregó a dos de los hermanos de su amante para que los cultivaran en régimen de aparcería. Les proporcionó unas casuchas y el resto de la familia, incluyendo varios chicos pequeños, se fue a vivir a casa del escocés, donde comían de su mesa. Únicamente quedó excluido de la lista de beneficiarios el hermano mayor, pues por una razón o por otra no se encontró sitio para él.
Mac Taggart era un hombre al que gustaba la bebida. Desde Almería le llegaban con regularidad cajas de whisky, y era pródigo en su hospitalidad. Todas las tardes daba fiestas para sus amigos, en las que bebían y jugaban a las cartas; fiestas que solían durar hasta después de la medianoche. Acudían unos cuantos de los hombres importantes de la aldea, y como en la vida española era rara la casa particular donde se pudiese beber gratis, su granja se convirtió pronto en una especie de taberna con barra libre. Él mismo se emborrachaba con gran regularidad, y en octubre, cuando acostumbraba a bajar a la feria de Ugíjar, terminaba tan ahíto de vino que tenían que amarrarlo a su caballo y llevarlo a su hogar.
Desde luego, todo esto resultaba altamente escandaloso. Los españoles tienen muy mala opinión de la borrachera, pues priva al hombre de su dignidad. Sin embargo, las acciones de un extranjero no cuentan realmente. Se reían del escocés para no envidiarle (cualquiera que rompe un tabú es naturalmente envidiado), y acudían en tropel a su casa para aprovecharse del milagroso manantial de bebidas que había brotado. En realidad estaba corrompiendo la aldea, pero como los aldeanos gustaban de ser corrompidos y el mismo cura condescendía de vez en cuando a tomar parte en la fiesta, nadie sentía que se hiciera daño alguno. Hubiera sido de locos no aliviar de su sobreabundancia a un inglés rico y manirroto.
La verdad es que Mac Taggart no parecía darle importancia a la forma en que tiraba su dinero. Su amante tenía fama de mujer honesta, pero permitía a su familia que le desplumara. Sus hermanos, los que llevaban la granja, le engañaban —según se decía— de la manera más descarada, y con una excusa o con otra se guardaban la parte de los beneficios que le correspondía. Facilitaba todo esto el hecho de que él jamás aprendió más que unas pocas palabras de español, y Lola nunca aprendió inglés. Entre ellos se habían inventado una lengua chapurreada —o más bien dos— con la que se comunicaban entre sí. A sus alegres compañeros les hablaba simplemente en inglés, a grandes voces, acompañadas de gestos y ademanes, y la bebida le daba la ilusión de que era entendido. Dado que no se trataba con la colonia británica de Almería y ningún amigo de su propia raza le visitaba, terminó por no tener comunicación real con nadie.
Así vivió durante muchos años, hasta que sucedió algo terrible. Existía la historia de que guardaba un fajo de billetes en una caja bajo su cama, y el hermano mayor de su mujer, resentido por ser el único que no había obtenido ventaja alguna, se propuso robarlo. Encontró un cómplice en uno de los concejales de Murtas, asiduo participante de las fiestas vespertinas. En ellas había jugado fuerte y se había endeudado, y ello le dio también motivo de queja. Sin embargo, en el último momento, Lola tuvo noticias de lo que se fraguaba y se lo dijo al escocés. Este avisó a la Guardia Civil, que preparó una emboscada, y cuando el hermano mayor subía por la ventana, furtivamente, a la luz de la luna, le mataron a tiros. El concejal, que se había rezagado, fue llevado a prisión y en su juicio se airearon muchas cosas escandalosas, todos los chismorreos de la aldea. Fue la primera vez que Mac Taggart tuvo noticia de la consideración en que le tenían sus vecinos.
Estos acontecimientos le impresionaron profundamente. Despertó de su sueño de borracho, que le hacía creer que vivía en buena camaradería, con la rapidez y la violencia de una persona que ha sido objeto de una conversión religiosa. En un momento cambió todo su estilo de vida y sentimientos, convirtiéndose en lo opuesto a lo que había sido. Su anterior confianza se tornó en una profunda susceptibilidad hacia todos, excepto su amante, de manera que dio por terminadas sus báquicas fiestas, se negó a ver a sus antiguos camaradas y se encerró en su casa. Un hombre que había trabajado para él me dijo que a partir de entonces raramente salía antes del ocaso, y repleto de whisky daba un paseo entre sus almendros y disparaba al aire su revólver. Quizá se imaginara estar advirtiendo a los futuros ladrones. No obstante, sus excentricidades ya le habían hecho famoso con anterioridad. Una de estas excentricidades consistía en castigar cualquier cosa que le incomodara. Si su sombrero salía volando, lo colgaba de un árbol diciendo: «Ahí estarás hasta que aprendas modales». Si en su abrigo aparecía una mancha, su destino sería el árbol igualmente. Una vez sucedió que su caballo vaciló y estuvo a punto de caer, por lo que lo encerró sin alimento durante tres días, «para darle una lección». Ahora, me imagino, estaba «dando una lección» a la gente de Murtas por haber tratado de robarle.
Estas historias me llenaron de curiosidad por conocer a mi excéntrico vecino escocés. Así, pues, un día le envié un mensaje proponiéndole, si era de su agrado, encontrarnos una tarde en mi paseo hacia su granja. La réplica fue verbal: allí le encontraría. Cecilio, el hermano pequeño de Paco, planeaba ir a Murtas para ver unos jamones, de manera que pensé que resultaría ventajoso marchar con él. Acudir a lomos de mula daría mejor impresión. Así que una mañana, con la primera luz del día, nos pusimos en marcha.
Nuestro camino transcurría recto por debajo de la aldea, sobre el puente y a través de las peladas pendientes hacia la Rambla Seca. Desde aquí superamos unas ligeras colinas rocosas, cubiertas de brezo, jara y espliego, y descendimos de nuevo al río. Al otro lado, en los repechos más bajos de la Sierra de la Contraviesa, descansa la aldea Jorairátar. Vista desde la terraza de mi casa parecía un lugar paradisíaco, con sus casas nacaradas arracimadas en un bosque de olivos, gris y fresco. Al comenzar la tarde, sus chimeneas, unas cien, lanzaban sus penachos de humo, tan enhiestos, hacia el cielo, que parecían estar suspendidos de él. Sin embargo, la impresión era muy diferente cuando uno se acercaba. Los olivos de largas ramas, regados y escasamente podados, según el modo de cultivo practicado en la Alpujarra, en bancales rocosos escalonados, era lo único grato de la aldea, porque esta en sí era un lugar derruido, con espacios vacíos salpicados de paredones en ruinas y edificios destartalados que en un tiempo estuvieron habitados por gente de posibles, pero que en la actualidad habían sido abandonados al descuido y a la pobreza.
Cecilio tenía cosas que hacer, por lo que me senté junto a una fuente a esperarle. Tras la fuente se alzaban una roca enhiesta y dos inmensos olivos, pero la mayoría de las casas de la plaza estaban en ruinas. Las moscas bullían sobre las piedras, el sol caía a plomo y flotaba en el aire un acre olor a orina y excrementos, mientras que, como en un contrapunto, de la polvorienta y desmoronada obra de albañilería brotaba una pincelada escarlata de flores de granado que en su forma y color conferían al ambiente una nota absolutamente oriental. Mientras estaba sentado, con la paciencia que España le enseña a uno, pasaban mujeres con sus cántaros bajo el brazo, muchachas descalzas y con sus blusas raídas, otra llevando un niño cubierto de llagas, un anciano con un burro. Desde una ventana de marco cuadrado, frente a mí, una anciana de rostro apergaminado y arrugado como las colinas me miraba fijamente con sus ojos diminutos e inmóviles. La clásica pobreza andaluza. Sólo los olivos parecían hablar de días mejores, en los que uno se podía imaginar los templos paganos surgiendo de los cascotes y solemnes procesiones de muchachas tocadas con guirnaldas de flores ascendiendo por sus escaleras de piedra. Pero Jorairátar, que tiene poca agua de riego y donde la tierra es un latifundio, jamás pudo haber conocido una prosperidad real, ni siquiera cuando se explotaban allí algunas minas.
Mi compañero regresó y proseguimos nuestra marcha. Habían pasado las horas mientras estuve sentado junto a la fuente y se acercaba el mediodía. Nos detuvimos a la sombra de un olivo y nos sentamos a comer: una botella de vino, una tortilla de patatas, fría, y algunas cerezas.
Cecilio tenía un carácter completamente distinto al de su hermano Paco. Era un hombre desenfadado, indiferente al dinero y de poca inteligencia. En todas las ciudades y aldeas andaluzas se dan siempre una o dos personas que ostentan una escasa aptitud para las cosas prácticas, pero parece que han venido al mundo únicamente para cantar coplas. Cecilio era una de ellas. Desde el momento en que nos pusimos en camino hasta que regresamos a casa el día siguiente, jamás dejó de cantar durante más de cinco minutos, y su repertorio era tan amplio que difícilmente se repetía. A veces le incitaba con la primera línea de alguna copla de mi agrado, e inmediatamente se ponía a cantarla.
En la orillita de la mar
suspiraba una ballena,
y en sus suspiros decía:
Quien tiene amor, tiene pena.
El hecho de que la palabra ballena fuera en realidad una corrupción de sirena, no evitaba el que a mí aquello me pareciera la última palabra sobre la ineludibilidad del amor: hasta las ballenas lo sabían.
O cantaba aquella otra canción de amor:
—Pajarito de la nieve
dime, ¿dónde tienes el nido?
—Lo tengo en un pino verde
en una rama escondido.
Pero sus canciones favoritas eran las que hablaban de un amor desgraciado:
A las dos de la mañana
yo me quisiera morir
por ver si se me acababa
este delirio por ti.
Aunque no tenía novia ni estaba enamorado, las cantaba con mucho sentimiento.
Durante una hora o más trepamos sin interrupción por la Sierra de la Contraviesa. Es esta una antigua cadena de montañas, moldeadas por la erosión en suaves curvas de rocas esquistosas y brillante mica. En su ladera meridional hay plantaciones de viñas que producen el mejor vino blanco de la comarca, pero en las pendientes norteñas, que ahora atravesábamos, está salpicada de almendros e higueras. El camino serpenteaba por estribaciones aplanadas y ásperos barrancos, y no nos topamos con nadie. Las únicas criaturas vivientes que se cruzaban a nuestro paso eran los verdes lagartos que salían disparados apenas nos acercábamos, así como la pequeña cogujada, la totovía, que canta unas cuantas notas lastimeras desde una piedra y luego vuela en círculos como la alondra. Debe su nombre a la palabra «todavía», que se supone repite.
Al cabo nos adentramos en la tierra del escocés y vimos frente a nosotros su granja, un edificio blanco y bajo erigido junto a una antigua higuera. Me monté en la mula y cabalgué hacia él.
Nos esperaban. El cauteloso rostro femenino que espiaba desde una ventana y desapareció, el silencio que siguió a nuestra llamada a la puerta, los presurosos pasos de la muchacha que vino a abrir, todo mostraba que algo fuera de lo normal estaba sucediendo. Me hicieron pasar. Al volverme hacia el recibidor entreví a una sólida mujer de mediana edad vestida con ropa oscura de buena calidad, situada tras una puerta abierta. Era la señora de la casa que se había acercado a echarme un vistazo, conocedora de que las convenciones escocesas no permitirían una presentación. Sus redondos ojos negros me contemplaron fijamente, si bien sus labios permanecieron firmemente cerrados: lo que vio en aquel cuarto de minuto la proveería sin duda de bastantes puntos de comparación entre mi persona y la de su dueño y señor.
En una pequeña habitación amueblada al elegante estilo de la clase media baja española, con sillas que parecían desafiar a cualquiera a sentarse en ellas, una camilla con un tapete de blonda que decía «demasiado limpio para usarse» y una alacena toscamente tallada con nudos y volutas, se sentaba un hombre de rostro muy enrojecido y bigotes grises al estilo de los ingenieros de minas. Llevaba un cuello almidonado y vuelto y vestía un traje verde de lana con las marcas de un plegado reciente. Su cabello era negro grisáceo, y sus movimientos, tensos y deliberados, como si tuviera que pensarlos previamente. Ocupaba tan obstinadamente el espacio en el que se sentaba que se me ocurrió que habría sido un buen tema para una naturaleza muerta de Cézanne.
Comencé la conversación con algunas palabras de excusa —que yo era su vecino, que esperaba no molestarle y cosas por el estilo—, pero, ante mi sorpresa, no respondió palabra, sino que permaneció sentado, con sus ojos azules fijos en mí y una expresión de recelo y desaprobación en su rostro.
Súbitamente dio unas palmadas y gritó: «Ana». La muchacha, que evidentemente estaba al otro lado de la puerta, entró.
—Trae al niño («Bring the baby»).
A punto estaba de preguntarme, muy desconcertado, quién podría ser este joven miembro de la familia, cuando regresó la muchacha trayendo una botella de whisky, dos vasos y una garrafa de agua. Entonces recordé lo que me habían contado. Por «baby» quería decir bebe, la tercera persona del singular del presente de indicativo del verbo beber.
Se excusó por carecer de soda.
—Ese maldito Miguel no la ha traído. Siempre está diciendo que la va a traer, jura por todos sus santos que la traerá la próxima vez… Mañana, mañana, eso es lo que me dice. Pero no la trae. La gente de este país es muy poco digna de confianza, míster Bremen. No se puede depender de ninguno de ellos.
Le dije que a mí no me parecía eso.
—Pues espere hasta que haya estado aquí tanto tiempo como yo. Ya verá. ¿Habla usted su idioma?
Le dije que sí.
—Una gran equivocación, en mi opinión. Cuando llegué aquí, les dije: «No penséis que me voy a poner a aprender vuestra preciosa jerga, pues no lo voy a hacer». Y jamás lo he hecho. Pero les entiendo perfectamente; sí, les entiendo. Mejor de lo que se entienden ellos.
Era evidente que había bebido. Pese a sus esfuerzos, su resentimiento se expresaba en cualquiera de los temas que comenzaba. Para mantener la conversación dentro de límites no comprometedores le pregunté sobre su granja.
—¡La granja! —exclamó en un tono de profunda ironía—. De manera que le han dicho que tenía una granja. Bien, los árboles crecen y dan su fruto en el momento debido, como los buenos libros indican, pero lo hacen sin la solicitud de aquellos cuya labor debería ser tenerlos a su cuidado. Mañana, mañana, todo el día fumando cigarrillos, echando la siesta. ¡Dormez-vous bien, señor! No es extraño que el propietario no tenga beneficios.
Llenó los vasos y volvió a enmudecer. Tampoco yo dije nada.
—Me gustaría conocer su opinión sobre cierto asunto, míster Bremen —inició de nuevo la conversación—. Tal como lo veo, el mundo ha dejado de ser lo que era. Incluso en mi época declinó grandemente la moral. Mire esas colinas: cuando los moros estaban aquí, todas tenían regadío y eran atendidas y cultivadas pacientemente, ahora sólo crecen almendros. La gente de estos alrededores es pobre porque no trabaja. ¡Que les toque la lotería, eso es en todo lo que piensan! ¡Contrabandear! ¡Obtener algo sin esforzarse! Usted lee libros, míster Bremen; me gustaría saber si puede explicarme por qué ha sucedido esto.
Repliqué que nada podía decir, pues en la aldea en la que yo vivía la gente trabajaba mucho y la tierra estaba tan bien cultivada como lo había estado siempre.
—¿De verdad? —dijo, y comenzó a llenar su pipa.
Después, con una entonación diferente en su voz:
—Quiero preguntarle una cuestión más personal. Me pregunto si tiene dificultades en hacer que le respeten en este país.
Con bastante tacto le dije que jamás me había parado a pensarlo.
—Permítame decir —replicó— que está cometiendo un grave error. Hay que pensar en eso. En este país o respetan a un hombre o le tratan como a una porquería. No hay punto medio. Como británico considero conveniente procurar ser respetado siempre que estoy en el extranjero.
Hubo otro silencio prolongado. Lentamente sorbimos nuestro whisky.
—Estos llamados españoles —comenzó de súbito— jamás podrían equipar y situar en alta mar una gran armada como aquella que navegaba todos los años al Istmo de Panamá. No, ni siquiera me los puedo imaginar intentándolo. Han perdido su vigor, y nada les queda de su pasado orgullo y coraje.
—Los tiempos han cambiado —le dije.
—Desde luego, y los pueblos y las razas. Esto no es más que una pequeña aldea, en la que vivo, un diminuto lugar perdido como el que podría encontrar en muchos sitios de Escocia. Pero he encontrado aquí mucha degeneración, sí, una profunda degeneración. Y una ignorancia aún más terrible. Es una regla fija: en el curso de mis viajes, siempre he hallado que dondequiera que vayan los curas les sigue la degeneración y la ignorancia. Supongo que no es usted católico.
—No. Protestante.
—Choque la mano. Hace doscientos años esta gente nos hubiera quemado a los dos. Ahora todo lo que quieren es nuestro dinero. ¿Se ha topado alguna vez con la obra del doctor Butler sobre el ocaso de las civilizaciones?
Le dije que sí.
—Entonces comprenderá lo que le quiero decir. Pero lo raro, lo extraño, es que estos individuos no tienen ni noción de los abismos en los que han caído. Cuando les digo que un pequeño cañonero de la armada británica podría hacer añicos su bendita aldea, sonríen y no dicen nada. Tienen una opinión muy alta de sí mismos.
—¿Ha visitado otras partes de España? —le pregunté.
—He estado en Madrid, un sitio bastante pobre. No tiene ni comparación con Edimburgo. Y he vivido aquí. Y no he sentido tentaciones de viajar a ningún otro sitio de este país.
—¿Pero le gusta vivir aquí?
Entonces volvió el recelo a su rostro y me miró sin contestarme.
—A mí me gusta mucho —le dije.
—¿De veras? Bueno, no voy a discutir que hay peores lugares en el mundo que estas montañas. De todos modos algunos dirán que están retiradas. Aquí un hombre puede ser él mismo.
De repente surgió un chillido de la otra habitación, varias sillas sonaron al caer y unas cuantas voces femeninas gritaron. Se oyó el rumor de pasos apresurados por el pasillo.
—¿Pasa algo? —pregunté.
Sin moverse, replicó:
—Españoles. Esta es la forma que tienen de divertirse. No quiero enterarme.
Luego continuó:
—Me mantengo alejado de sus asuntos y espero que hagan lo propio con respecto a los míos. Es la única manera de ir tirando en este país.
Hubo otro silencio. Miraba la colina recalentándose al sol, el ennegrecido tronco de un almendro recortándose contra el cielo, las oscuras y satinadas hojas de una higuera. Me parecía una lástima pasar un día tan maravilloso bebiendo whisky y escuchando a un escocés medio loco. Con la cabeza algo alterada me levanté y dije que tenía que regresar. Mi anfitrión no hizo nada por detenerme. Mi invitación para que fuera a visitarme a Yegen no obtuvo respuesta. Esquivando mi mirada, se pasó la mano por el cuello. Era demasiado evidente que estaba contando los momentos que faltaban para que yo me fuera y él se encontrara libre para volver rápidamente a su propia habitación —no aquel recibidor desastroso— y dar palmadas para que la mujer gorda le liberara del maldito estorbo, mientras que la muchacha plegaba su traje verde y lo guardaba en el arca. Entre tanto le derramarían en los oídos el diluvio de murmuraciones que Cecilio les habría proporcionado en la cocina y que él solo entendería parcialmente. Así se habían revolcado los caballeros borgoñeses en el lujo oriental de sus harenes de Barbastro, diciendo quizá las mismísimas cosas sobre los habitantes moriscos que el escocés me había expresado. Siempre fue una costumbre que quienes aman a España la ultrajen.
Según íbamos por el camino, le pregunté a Cecilio cuál había sido la causa de aquel ruido.
—Oh, un conejo se soltó en la cocina —contestó— y cazarlo costó una escandalera. Creo que querían molestar al inglés. Parece que no le tienen en mucha consideración.
—Acaso la señora de la casa se habrá molestado al no haberme sido presentada; lo consideraría como una desatención.
—Sea lo que sea —replicó—, mostraron muy poca educación. Por lo menos deberían haber guardado las apariencias delante de mí.
Esta fue la última vez que vi a míster Mac Taggart. Unos doce años después, me enteré que había muerto. Los herederos escoceses reclamaron la propiedad, y su amante y toda su familia, que no habían ahorrado nada, se vieron reducidos a la miseria. Evidentemente no le habían sacado tanto como se decía.
El sol descendía cuando el camino dio un quiebro y vimos Murtas allá abajo, en el pliegue de las colinas. Una grisácea aldea de apiñadas casas achaparradas, de cuyas chimeneas surgía, perpendicular, el humo. Me fui a dormir con Cecilio en casa de un primo suyo. Al tumbarme aquella noche en mi petate pensé en la última vez que había estado en este lugar. Fue una tarde de octubre de 1919, exhausto y debilitado por la disentería. Tras comer un poco de arroz y bacalao seco me derrumbé en un colchón de paja extendido en la cocina, despertándome una hora después ante el ataque de un ejército de chinches. Incapaz de dormir, me levanté y me senté temblando en los campos, sintiendo todo el peso de mi enfermedad. Por la mañana se habían negado a encender el fuego para hacerme café.