X. Creencias y rituales

Solía entretenerme recogiendo coplas o canciones populares y anotando en un cuaderno creencias y costumbres de tipo folclórico. Puesto que ningún cuadro de la vida aldeana española resulta completo si carece de la narración de este tipo de cosas, hablaré un poco sobre las más sorprendentes.

Comenzaré por añadir un poco más a lo que ya he dicho acerca de las hechiceras. Se consideraba que poseían una naturaleza distinta de la que tenían los demás seres humanos, y que, se quiera o no, pasaba de padres a hijos. Otro nombre, el de los lanudos, a diferencia de las brujas, se reservaba a quienes se les consideraba cristianos, aunque de un tipo más bien ambiguo y tibio. Evidentemente, en algún momento se efectuó una limpieza general en las artes de la brujería, puesto que las hechiceras tomaron de las brujas, o magas negras, sus poderes para volar. Estas no existen ya en nuestra comarca, y aquellas no adquirieron su malicia ni su ponzoña. Debe atribuirse este mérito a la ilustrada actitud de la Inquisición española, que consideraba a las magas como histéricas y rehusaba perseguirlas.

Hasta que la construcción de la carretera puso punto final a sus actividades, las hechiceras y los hechiceros solían volar por los aires en las noches oscuras y en los días neblinosos, y a su paso se podía oír una dulce música. Las opiniones diferían en cuanto a si se untaban con una manteca preparada de acuerdo con una fórmula secreta, y despegaban desnudas de los tejados, o si se lanzaban sin ninguna ayuda farmacéutica, vestidas con cortos camisones blancos, pero existe el acuerdo general de que cuando abandonaban la tierra pronunciaban una fórmula mágica. Era esta la tradicional de Guía, guía, sin Dios y Santa María. También se decía que les agradaba llevar niños consigo. De hecho, se verá que jamás tomaban parte en las reuniones en las eras, a menos que estuvieran embarazadas o en época de destetar a un niño, ya que sólo en esas circunstancias los hechiceros se sentían atraídos por ellas. En estas reuniones, naturalmente, danzaban y hacían el amor, y se decía que había un joven de Trevélez que cuando era niño fue llevado por una hechicera en uno de sus vuelos, y que recordaba todo lo que había pasado. Estando yo una vez en esa aldea traté de hablar con él, pero no pude dar con nadie que supiera su paradero o que hubiera oído hablar de hechiceras. Esto fue así, probablemente, porque estaban a la defensiva. Trevélez, que se levanta a una altura de más de mil quinientos metros sobre el mar y que es —creo— la aldea más alta de Europa, tenía una gran reputación en cuanto a hechicería (existe una relación matemática que relaciona el número de hechiceras en España y la altura sobre el nivel del mar) e incluso se dice que los famosos jamones que vienen de allí y solían venderse en Fortnum y Mason, deben su sabor peculiar a los hechizos lanzados sobre ellos.

Otra opinión sobre el vuelo de las hechiceras era la mantenida por una mujer muy vieja y tuerta llamada Encarnación, que muchos años después trabajó para mi mujer, tiñendo lana. Se obtenía un tinte de azafrán particularmente hermoso a partir de una planta conocida como torviscón —su nombre botánico es Daphne gnidium—, hirviéndola con corteza de granada y paja de cebada. Pero la costumbre de utilizar tintes domésticos había desaparecido, y quedaba poca gente que conociera el secreto. Esta vieja apergaminada decía que, aunque el mortero y el almirez, pasados de generación en generación, constituían el símbolo inconfundible de la hechicera, lo que utilizaban para volar era el huso para devanar la lana. Poniéndolo sobre sus cabezas, se levantaban las faldas hasta taparlo y entonces se elevaban en el aire. En la época de su madre era también habitual que una muchacha iniciada en las artes de la hechicería le diera a su joven una bebida que lo convertía en burro, montando luego sobre él desnuda o, mejor, con las faldas sujetas alrededor de su cabeza, y así cabalgaba apaciblemente por el aire durante toda la noche. Pero estas cosas pertenecían al pasado, a aquellos días en que todo álamo tenía una parra enroscada a su tronco, cuando los pobres no carecían de aceite ni de pan, pues los carretones no se llevaban los alimentos a las ciudades, y si hoy en día uno necesita de tal bebida tiene que hacerse con una receta médica que la prescriba.

Tenía yo deseos de saber si la gente de la que se decía que era hechicera se consideraba a sí misma como tal. No se podía formular la pregunta directamente, pues hubiera sido una descortesía. Había que tantear. La conclusión a que llegué después de muchos rodeos en mis conversaciones fue que ninguna de las mujeres consideradas hechiceras tenía conciencia de sus poderes ocultos, mucho menos de su ocasional capacidad para volar. Todas pensaban que la hechicera era otra cualquiera. Esto contradice la teoría de Margaret Murray de que la hechicería es un culto deliberado, descendiente directo del culto a los dioses paganos y abierto rival del cristianismo. Pero ¿tiene esta teoría alguna base real? La creencia en la hechicería jamás fue más sólida que cuando el culto a los dioses paganos estaba más generalizado, como puede comprobar cualquiera que lea el Asno de oro, de Apuleyo.

Teníamos otras supersticiones más o menos interesantes. Existía, por ejemplo, la creencia, común en toda Andalucía, de que cuando una mujer tenía nueve hijos seguidos, el noveno gozaba de gracia especial. Esta se mostraba a partir de los seis años, y cuando el chico crecía se convertía no sólo en persona de grandes dotes, sino también en un ser afortunado. Tales personas ostentan singulares poderes de curación. María me contó que cuando iba a destetar a su hija, una hinchazón en su pecho cortó la subida de leche. Entonces acudió a uno de estos hijos novenos —a la sazón de doce años— y este pasaba la mano por su pecho tres veces al día durante tres días. Esto la curó.

Las personas que llevan el nombre de María son también afortunadas, y se acude a ellas en caso de enfermedad, y también para quitar el mal de ojo. Es este un riesgo al que están especialmente expuestos los niños hermosos. Cuando se «mira» a una de estas criaturas pierden su gracia y comienzan a marchitarse. El remedio es que el padre salga antes del amanecer y recoja una brazada de torviscón, del que, al igual que la lechetrezna se dice que tiene fama de pertenecer al diablo. El torviscón se envuelve en un paño, de modo que no reciba los rayos del sol, y una chica, que debe ser virgen y llamarse «María», «acuna» en él a la criatura. Esto es, coloca la planta en un cesto de esparto, pone en él al niño y levanta el cesto en el aire. Una vez hecho esto, tres mujeres llamadas María (ahora ya no es necesario que sean vírgenes) entran en la habitación en la que la criatura descansa solitaria, sin que nadie las vea. La toman en sus brazos y la ponen en el suelo sobre el torviscón. Después, llaman al sacerdote para que rece una oración. El ritual concluye esparciendo la planta sobre la cama: si se seca, la criatura se recuperará, pero si permanece húmeda, el niño se debilitará y morirá. La creencia en el mal de ojo, y en este su remedio, estaba tan extendida en Yegen y, desde luego, en toda Andalucía, que mi criada me dijo que en los últimos quince años había tomado parte en estas ceremonias en cincuenta ocasiones por lo menos. Las personas que lanzan el encantamiento son viejas y mal parecidas, gitanos por lo general.

Los hombres y las mujeres que por una u otra razón tenían gracia se veían requeridos en situaciones muy variadas. Por ejemplo, cuando algo se echaba en falta y se pensaba que había sido robado, se recurría a una especie de juego de mesa. Tres mujeres, en posesión de tal gracia, tomaban un tamiz y lo sostenían horizontalmente entre ellas mediante tres pares de tenazas de chimenea. Se hacía girar al tamiz y se le formulaban entonces las preguntas. «¿Lo cogió fulano de tal?». Cuando se mencionaba el nombre del ladrón el tamiz se detenía. Se encuentran referencias sobre este método de adivinación, llamado a veces coscinomancia, en el ensayo del escritor griego Luciano sobre el charlatán llamado Alejandro. Por lo visto, gozaba de mucho predicamento entre los paflagonios.

En The Golden Bough (La rama dorada) Frazer habla de ciertos encantamientos dirigidos a promover el crecimiento de la vegetación, conocidos con el nombre de Jardines de Adonis. En Yegen existía algo de este tipo, pero orientado, al igual que en la época del paganismo, a fines amorosos. La planta utilizada en estos rituales era la albahaca dulce, cuyo nombre botánico es Ocimum basilium. Es una planta herbácea con hojas de color verde pálido, una flor blanca, pequeña, y un fuerte y penetrante aroma. Los árabes la trajeron de la India, donde estaba consagrada a Krishna, y pronto se convirtió en una planta común, simbolizando el amor y, en particular, a la mujer joven. Creo que, en sus orígenes, tenía un significado puramente sexual. Cuando en su Paradisus in Sole, Parkinson nos dice que «agitada suavemente proporciona un aroma agradable, pero cuando se la estruja y machaca criará escorpiones», estaba traduciendo en términos literales un aserto que se pretendía metafórico.

En mi aldea las jóvenes tenían la costumbre de cultivar esta planta en macetas, y cuando llegaba el día de San Juan le regalaban una de ellas a su joven o novio. Mantenían las macetas en sus balcones, y si una chica no tenía novio, los jóvenes que quisieran cortejarla subían por la noche, cortaban una ramita de la planta y se la colocaban detrás de la oreja. Al día siguiente pasearía por los alrededores de su casa llevando así la ramita, para que ella pudiera verlos. Esto se hacía también con los claveles (una planta traída de Italia en el siglo XVII). Si nadie robaba la maceta de una chica, esta se sentiría desdeñada. Otra cosa que podía hacer el joven era pedir a la chica el clavel blanco que lucía en el cabello; si ella se lo daba, él, a cambio, le entregaba un clavel rojo, y así se hacían novios. En otras ocasiones él le pedía que le lavase un pañuelo limpio con una flor estampada o bordada en él, y si ella lo hacía era señal de que le aceptaba. De manera que cuando uno encuentra estas y otras flores —la rosa, la hierbabuena, la balsamina y, posteriormente, el alhelí— mencionadas en la poesía renacentista española e italiana, ha de tener en cuenta que su aparición no sólo se debe a la belleza que tipifican, sino a que ostentan un significado y ocupan un lugar en los rituales amorosos. Una de las cosas que hemos perdido actualmente —quizá en Inglaterra no la tuvimos jamás— es el sentido de que los actos más importantes de la vida, y en particular los del noviazgo, tienen su ritual.

En Yegen carecíamos de las xanas, o ninfas acuáticas, que existen en el norte de España, pero teníamos el duende. Se trata de un elfo o, duende doméstico que se entromete en las cosas de la casa, poniendo trabas o prestando su ayuda, escondiendo las cosas o haciéndolas aparecer. Lo peor es cuando resulta ser un poltergeist (trasgo) y obliga a la gente a irse a vivir a otro sitio. Pero dudo que alguien de nuestra aldea creyera realmente en él. Se ha convertido en una figura demasiado retórica como para tener existencia objetiva, especialmente porque no se le puede ver. Sin embargo, la palabra puede utilizarse en un sentido diferente. En Andalucía, la gente dice de alguna persona o cosa que ostenta algún poder misterioso o, mejor, que durante un corto espacio de tiempo puede concitarlo, que tiene duende. La expresión se puede utilizar, por ejemplo, para un torero que ha provocado una tormenta de aplausos mediante una sucesión de milagrosos pases con la capa. O también para un cantaor de flamenco que, en el transcurso de una juerga, sobrepasa en tal medida su capacidad ordinaria, que sus oyentes se sienten transportados. Es decir, el duende personifica el espíritu dionisíaco que entra en acción, y, como se trata de España, lo hace de una manera sombría. En este sentido nos cuenta García Lorca lo que decía un famoso cantaor gitano, Manuel Torres, que toda la música y cante que «tiene negros sones» tiene duende. Otra frase del mismo tipo es la de tiene ángel, que constituye una forma idiomática de decir «tiene encanto o gracia». De la misma manera que una persona puede tener buen ángel, puede tener mal ángel —una persona siniestra— y puede ser incluso desangelada. Además, puede tener buena (o mala) sombra. Todas estas expresiones, traducibles sólo parcialmente, implican la creencia en un poder sobrenatural o mana[2] (lo que los moros llaman baraka) que habita en las personas y afecta a sus caracteres y capacidades, exceptuando la frase tiene duende, que sugiere una posesión meramente temporal y ocasional, pues el duende sólo se manifiesta en momentos de gran tensión. Sin embargo, en Yegen no utilizábamos esta frase, sino que en su lugar decíamos: tiene solitaria. La solitaria, la tenia, se concibe en este contexto como una especie de duende interior, algo así como un leprechaun[3], que permite al cantante alcanzar ese «algo» que en su canción constituye lo conmovedor e inquietante. Esta expresión también se utiliza en Málaga.

Algunas creencias de tipo folclórico son tan celosamente guardadas, que uno puede vivir durante años en un sitio sin tener la más leve sospecha de las mismas. Puedo dar un ejemplo de esto mediante un descubrimiento que hice muy poco antes de abandonar la aldea. Había salido a dar un paseo hacia un valle lejano, más allá del límite de los cultivos, y me tumbé para beber de un arroyo. De repente, me di cuenta de que algo se movía muy cerca de mí. Alzando la cabeza vi un gran perro gris, al que por un momento tomé por un lobo, erguido a unos pocos metros y mirándome fijamente. Al regresar a casa le conté a mi criada esta pequeña aventura y ella, con un aire muy serio, dijo: «¿Por qué no le preguntó qué quería?». Resultó que creía que las almas de los muertos que no podían encontrar descanso —las almas en pena— se convertían en perros u otros animales que vagabundeaban hasta poder revelar a alguien lo que les inquietaba. Podía suceder, por ejemplo, que durante su vida hubieran robado a alguien y escondido el dinero, y no podrían estar en paz hasta restituirlo.

Una tarde, sentado en la terraza de mi casa, escuché un apagado siseo, profundo como la bocina de un guardagujas, aunque más chillón; gradualmente se le unieron otros sones, procedentes de otros lugares de la aldea y de las colinas de los alrededores, hasta lograr que me sintiera acosado por un ejército de sonidos lúgubres y extramundanos. Al preguntar lo que pasaba, me dijeron que se trataba de la cencerrada. Cuando un viudo o una viuda anunciaban su intención de casarse, los mozalbetes de la aldea se echaban a la calle con cuernos y caracolas que hacían sonar estrepitosamente. Esto se repetía durante semanas con una intensidad que crecía día a día hasta que tenía lugar la boda. La infortunada pareja había de soportar asimismo los pregones, palabra que según el diccionario significa «proclama pública». Los jóvenes y los chiquillos se reunían en la calle para repetir versos, en su mayoría obscenos y groseros, aconsejando a cada una de las partes no casarse con la otra. He aquí un ejemplo de uno de los más inocentes:

No te cases con José,

que serás muy desgraciada.

Y cásate con Fernando,

que serás afortunada.

—¿Quién se casa?

—Gavilán.

—¿Con quién?

—Con la Trinidad.

—¡Pues que siga la cencerrá!

Los antropólogos nos dicen que los cuernos y las caracolas representan el espíritu del marido o de la mujer difuntos, que trata de impedir el nuevo matrimonio del cónyuge, o bien que su utilización responde al deseo de mantener alejado al espíritu en cuestión. Sea lo que sea, en realidad la cencerrada era una verdadera prueba. El ininterrumpido sonido de los cuernos desquiciaba los nervios de la pareja comprometida y los pregones eran el golpe de gracia. En dos ocasiones, por lo menos, durante el tiempo que estuve en la aldea, parejas que ya tenían las amonestaciones anunciadas en la iglesia rompieron su compromiso ante la insoportable situación. Las viudas, en particular, temían tanto la publicidad que raramente se casaban de nuevo. En vez de ello, si provenían de familias pobres y no tenían posición para mantenerse, se iban sencillamente a vivir con su hombre. Así se ahorraban no solamente el trompeteo de los cuernos y los pregones, sino también el terrorífico alboroto y tumulto que acogía a las parejas cuando salían de la iglesia, y que continuaba ante la casa bajo la ventana del dormitorio durante toda la noche.

La cencerrada se mantiene todavía en vigor en la mayor parte de España, y no sólo en las aldeas aisladas. Recientemente me he topado con ella en ciudades pequeñas. Ha sobrevivido al destino de la mayoría de las costumbres folclóricas, así como la necesidad que sienten las pequeñas comunidades de romper los moldes de vez en cuando. Así se explica la indecencia y chabacanería de los pregones, en tan gran contraste con la habitual gravedad y reserva de los campesinos españoles. La cencerrada constituye un paréntesis de impunidad, como el carnaval y las saturnales romanas; las inhibiciones se relajan, pues no existe responsabilidad personal sobre lo que se dice y hace. Es la aldea como un todo la que habla, y, por tanto, no existe ofensa alguna ni ocasión para el rencor. Y, naturalmente, los pregones carecen de vejación personal; a pesar de su rudeza, sus insultos siguen una pauta general y tradicional.

En toda aldea española, la mayor concentración de antiguas costumbres y supersticiones se verifica en la noche de San Juan. Al llegar la medianoche, San Juan bendice todas las cosas que existen sobre la tierra: los campos, las cosechas, los árboles, las hierbas montaraces, los ríos y las fuentes. Bendice el agua especialmente, y su bendición proporciona propiedades milagrosas a la flor del agua. En algunas zonas de España se trata de una hierba acuática cuya posesión proporciona felicidad, pero en Yegen era el agua misma y, particularmente, la superficie del agua, en la que, como ya he indicado, las aldeanas se lavaban las manos y la cara antes del amanecer. Hablando con propiedad, creo que la cosa se debía de referir al rocío, que en los viejos tiempos se consideraba como una aspersión de las estrellas. En la provincia de Soria y en Navarra hay aldeas en las que las muchachas se tumban desnudas en el rocío.

Los preparativos para el momento culminante comenzaban la tarde anterior. Los jóvenes pasaban las primeras horas de la noche «haciendo sus rondas» —esto es, sus serenatas—, pero tan pronto como la posición de Antares sobre el Cerrajón de Murtas señalaba la medianoche y el vigor de los influjos mágicos, marchaban a los campos a recoger ramas y flores, y especialmente ramos de almendro y de cerezo, para decorar las ventanas y balcones de sus muchachas. La razón de este proceder lo explica el siguiente verso:

El día de San Juan, madre,

cuaja la almendra y la nuez.

También cuajan los amores

de los que se quieren bien.

Mientras esto sucedía, las chicas se sentaban en sus casas y trataban de adivinar quién sería su futuro marido. Una manera de hacerlo era cascar huevos crudos en el agua y contemplar, a través de un pañuelo de seda, la forma que tomaban. Entonces aparecía la cara del joven. Otra forma era pelar alcachofas silvestres y echar al fuego las hojas. O, contando diez estrellas en diez noches sucesivas, antes de la de San Juan, las estrellas lograrían hacerles soñar con su futuro esposo. También las primeras palabras oídas en la calle al amanecer revelarían el secreto. Mientras tanto, las mujeres de más edad estaban en los campos recogiendo hierbas medicinales. Entre la medianoche y el amanecer, los poderes malévolos que afligen la tierra pierden su poderío, y pueden recogerse las plantas medicinales, irresistibles para cualquier enfermedad, las hierbas mágicas que dan vida eterna y felicidad y revelan los tesoros escondidos. La más importante de estas es la hierba del sillero, una pequeña rosa de roca cuyo nombre botánico es Fumaria glutinosa. Su faz, redonda y amarilla, como el disco del sol, la convierte en la planta sagrada del día de Helios. En otras partes de España se prefiere la hierba de San Juan y la artemisa.

Si las primeras horas de la noche de San Juan se consideran como un período estacionario, en el que todas las cosas sobre la tierra suspenden su aliento y de lo alto descienden las bendiciones, la salida del sol era el triunfo. Como se decía en toda España, salía bailando. Pero en nuestra aldea se daba una perspectiva más curiosa y primitiva. Se creía que una joven que pusiera un pañuelo de seda sobre sus ojos y mirara el amanecer vería por un momento el sol y la luna uno encima del otro. Estaban luchando, lo que no es sino un eufemismo para decir que estaban copulando. Probablemente a esto se refieren los Salmos cuando dicen que el sol aparece como un desposado al salir de su cámara nupcial, y en el Faerie Queene (libro I, canto V) hay una famosa estrofa en la que se encuentran ecos de la misma idea, en el lenguaje de la mitología pagana. Por la unión del sol y la luna en la noche de San Juan se verifica la renovación de toda la Naturaleza.

Tales eran los ritos de San Juan en Yegen y en la mayor parte de España, pero en algunas comarcas se observaban otros absolutamente diferentes. Como en el caso de la provincia vecina, Málaga. Aquí la ceremonia capital consistía —y aún persiste— en colocar al lado de las puertas de las casas, al amanecer, peleles rellenos con paja, que ostentaban frecuentemente un significado sexual o báquico. Colocaban unos falos hechos con longaniza en la posición adecuada, y hacían cuerpos femeninos de hinchados vientres con calabazas verdes o curadas y los decoraban con ristras de higos. A su lado se colocaban jarras de vino. Otros peleles se colgaban de maromas tendidas a través de la calle, y por la tarde se les daba fuego y se les quemaba con gran estrépito de fuegos artificiales caseros y gritos de insultos y obscenidades. Al mismo tiempo se quemaban montones de vestidos viejos, y toda la operación recibía el nombre de «la quema de Judas». Al comenzar la tarde, los jóvenes se habían marchado al campo llevando con ellos cestas de roscos, o rollos de pan en forma de anillo, especiales para esta ocasión, y blancos quesos.

Uno se pregunta cuál es la razón de la diferencia de ritual. Mi amigo don Julio Caro Baroja me dijo que la costumbre de «quemar a Judas» se observa en todo el norte de España durante el sábado de Semana Santa. En algunas zonas de Navarra y Castilla la Vieja es asimismo habitual colgar un pelele innominado, que representa el viejo espíritu de la vegetación, del árbol sagrado de San Juan, y quemarlo luego. Parece que en Málaga, repoblada con gentes que procedían de Castilla la Vieja, se confunden las dos costumbres, mientras que los otros ritos se han olvidado. Creo que aquí ha sido la influencia mora la que ha resuelto la cuestión. Los musulmanes españoles observaban en el día de San Juan la costumbre de estrenar vestidos nuevos y salir al campo, donde encendían hogueras y danzaban. También comían platos especiales de verduras y colgaban los higos masculinos, envueltos en pajas, sobre los arboles femeninos para fertilizarlos. Posiblemente quemaran peleles también. De todo ello podemos concluir que la expulsión de la población morisca no fue tan completa como sugieren los documentos.

Terminaré estos apuntes sobre los rituales mágicos con uno que tenía lugar en nuestra aldea durante el Sábado Santo. Tan pronto como tocaba la campana de Gloria, marcando el momento de la resurrección, las mujeres piadosas salían y recogían guijarros de los riachuelos y acequias. Se los llevaban a casa, rezaban a cada uno un padrenuestro, y los guardaban cuidadosamente en un papel. Si algún día amenazaba la tormenta y avanzaba sobre la aldea, subían a la terraza y arrojaban una piedra en la dirección de la tempestad y otra a cada uno de los lados de ella, haciendo la figura de una cruz. Así, la tormenta se alejaría. Si se toman en cuenta las creencias de ciertas aldeas de las inmediaciones de Soria, este miedo a la tormenta proviene originariamente de la creencia de que un fuerte viento puede dejar embarazadas a las mujeres. Las mujeres de estas aldeas se esconden ante tales vientos, o protegen su virginidad arrojando piedras recogidas en Sábado Santo. Pero las tormentas también dañan las cosechas, y entonces se acude a una ceremonia más elaborada y oficial, habitual hasta hace muy poco en algunas partes de España (Asturias, Castilla, Sevilla, Guadix). El sacerdote salía de la iglesia revestido, llevando los Evangelios en una mano y el hisopo con el agua bendita en la otra. Leía luego algunas oraciones y pronunciaba un exorcismo, mientras que varios hombres, a su alrededor, le sujetaban firmemente de los faldones para impedir que al demonio de la tormenta se le fuera a ocurrir arrastrarle con un golpe de viento. En algunos sitios el exorcismo finaliza lanzando una piedra rociada de agua bendita. Sin embargo, este ritual exige una condición: el sacerdote ha de ser virgen. Si no lo es, tanto él como la aldea sufrirán las consecuencias.

La descripción de una aldea española queda incompleta si no se hace mención a su poesía popular. Como es sabido, tal poesía mantiene su vitalidad en toda España. Se expresa en breves estrofas independientes, de tres o cuatro versos, denominadas coplas. El origen de estas coplas es muy remoto —quizá tan remoto como los instrumentos agrícolas y las ceremonias mágicas—, si bien no nos han llegado ejemplos de las mismas anteriores al siglo XI. Digo que están vivas porque no sólo se cantan en la casa, en los campos y en los viajes, sino que se inventan y se crean otras nuevas. Cualquiera que esté suficientemente sumergido en el ambiente puede improvisar una.

No obstante, quizá no sea correcto tratarlas como si fueran poemas. Hasta que los folcloristas no comenzaron a recogerlas, existían muy pocas versiones escritas. Generalmente se cantaban; del mismo modo que Sancho Panza disponía de una ilimitada cantidad de proverbios, en la actualidad son muchas las personas que almacenan en su cabeza un sinfín de coplas y pueden cantar días y días sin repetir ninguna. En Andalucía cantan según el estilo oriental conocido como cante jondo o, más vulgarmente, flamenco —un estilo muy ornamentado de quiebros y apoyaturas, y un acompañamiento con intervalos desconocidos en la música occidental—. El viajero del norte, cuyas orejas acusan el impacto de lo que suele considerar como un maullido desagradable, supone de una manera bastante natural que esta forma de cantar tiene un origen morisco o arábigo. Casi con toda certeza es, sin embargo, más antiguo y proviene de un tipo primitivo de canción y música mediterráneas.

No me extenderé más sobre la copla, porque el tema es muy amplio. He escrito sobre ella con mayor extensión en mi libro The literature of the Spanish people, y tengo en preparación una antología de estas pequeñas canciones en la que se dará una explicación más amplia. Por el momento sólo pretendo dejar claro que, en Yegen, las coplas servían de fondo constante a la vida diaria. Apenas había un momento del día en el que uno, sentado en la azotea, no oyera cantar a alguien. Ascendía una voz al aire de los vastos campos, se apagaba, se iba y los vientos, trayéndola y llevándola, le daban una calidad impersonal, casi sobrehumana. Parecía un grito incorporal, una queja errante, parte de la naturaleza, como el ruido de una catarata o el canto de un pájaro invisible en un pino, que no podía asociarse con ningún ser humano. Quienes sólo han oído el cante jondo en locales cerrados o en la radio no pueden hacerse una idea de cómo resulta oído a distancia y al aire libre.

Las canciones de los chiquillos eran también deliciosas, si bien en un sentido muy diferente. Las mejores eran aquellas que cantaban en juegos del tipo de «naranjas y limones». Consistían en fragmentos de baladas del siglo XVI ensamblados sin demasiada consideración en cuanto al sentido, que finalizaban en pasajes incongruentes absolutamente infantiles. Algunos de estos fragmentos superaban en belleza a cualquiera de los Mother Goose, y ello, creo yo, se debe a que, si bien la mayor parte de su material procede de poesía escrita por adultos, la selección y el engarce de las coplas son obra de niños. Las chiquillas, que eran las principales mantenedoras de la tradición de los bardos, conservaban también —sospecho que con alguna instrucción por parte de sus mayores— dos baladas completas. Una se llamaba el Romance de Catalina de Granada. De una manera muy dramática se describen en ella las torturas impuestas por sus padres a una muchacha mora convertida al cristianismo. A lo largo de cuarenta pareados desgarradores —cada uno de los cuales, para prolongar la agonía, va seguido de un refrán— asistimos al sufrimiento de la pobre Catalina, que muere de hambre y sed. La otra era una balada, que comienza: Dónde vas, buen caballero, y relata cómo un noble buscaba a su esposa, cuando su fantasma se le apareció, diciéndole que estaba muerta. Le describió el suntuoso funeral y le aconsejó que se casara de nuevo. Tampoco este era tema muy alegre, pero lo que le hacía exclusivo de los niños era su melodía, insistente e inolvidable. Los ingleses la conocen, pues es la de «Clementine». Durante la fiebre del oro de 1849 en California, los mineros americanos e ingleses llegaron a estar tan cansados de oírla cantar a sus camaradas mexicanos un día tras otro que la parodiaron. La canción es tan pegadiza que, sin duda, en la actualidad ha de haberse extendido por todo el mundo, desde Turquía al Japón.

Concluiré estas breves notas sobre las canciones de los niños con un poema al caracol:

Caracol, col, col,

saca los cuernos al sol.

Te daré una miguita de pan

para que avíes de almorzar.

Lo interesante de este verso, cantado por todos los chiquillos de España, es que en Yegen se utilizaba todavía para hechizar al caracol. Al dejar de llover, las mujeres y los niños salían, al atardecer, con linternas para recoger los grandes caracoles romanos que se alimentaban con hierba, y entonces cantaban la canción. Probablemente lo que se pretendía con ella era embaucar al caracol con la linterna para que, tomándola por el sol, pensara que había llegado el momento de levantarse y mostrarse. Pero las palabras superaban la intención, pues son los seres humanos y no los caracoles los que salen al romper el día.

El bautismo, el matrimonio y la muerte constituyen los tres acontecimientos más importantes en la vida de los españoles. El primero era en nuestra aldea un asunto sencillo. La madrina llevaba al niño a la iglesia y hacía todos los preparativos, mientras que el padrino pagaba los gastos de la fiesta y baile que tenían lugar después. Los padres quedaban marginados; los padrinos dominaban la situación. Si el sacerdote era guapo o tenía buen ángel, traería al niño buena suerte, mientras que la sal colocada en sus labios le hacía salado o gracioso. Al regresar a la casa de los padres, la madrina decía: «Comadre, aquí está tu hijo. Me diste un moro y te devuelvo un cristiano». Entonces comenzaba la fiesta, con vino, anís, buñuelos y, si la familia se lo podía permitir, dulces y bizcochos.

Al matrimonio le precede el noviazgo o compromiso. En las aldeas era mucho más informal que en las ciudades. El joven «se declaraba» a una muchacha mientras bailaban. Si le aceptaba, se convertía en su novia y, a partir de entonces, no podía bailar con ningún otro. Puesto que en las aldeas no había rejas, se permitía al novio entrar todas las tardes en casa de los padres de ella, se sentaba a su lado y ambos conversaban en presencia de otros, pero en susurros. Naturalmente, los novios se peleaban con frecuencia, iniciándose otros noviazgos, y sólo cuando el joven había terminado el servicio militar y ahorrado suficiente dinero para casarse acudía a los padres de su novia para pedir formalmente su mano. La muchacha compraba los muebles con el dinero del novio, pero se esperaba de ella que aportara la cama y ropas de cama. Si eran pobres, la cama era una carriola y el colchón estaba relleno de paja de centeno o de hojas secas de maíz.

El acto decisivo consistía en que los jóvenes tomaran los dichos en la casa del párroco. Esto constituía el verdadero contrato matrimonial. Seguían las amonestaciones y luego la boda. Resultaba esta más barata si se celebraba por la mañana temprano. Cuanto más se celebraba, mayores eran los estipendios del cura. «Los ricos» se casaban después del anochecer, para poder irse a la cama a toda prisa en cuanto terminaba la breve recepción. Sin embargo, cuando el matrimonio tenía lugar por la mañana, era seguido de una comida en la que las dos familias se sentaban frente a una cacerola de pollo, y por la tarde había una fiesta. La novia y el novio dirigían el baile mientras que los cantantes improvisaban coplas en honor de la novia, chanceándose, de vez en cuando, del novio. Las mujeres casadas de más edad proporcionaban por lo general la nota sombría. Se llevaban aparte a la novia, le avisaban del peligro de «cargarse de hijos» y le ofrecían sus discretos consejos sobre cómo evitarlo. No obstante, otras mujeres le decían que los chicos eran un fruto de bendición y, por tanto, dignos de ser deseados en cantidades moderadas. Al sonar la medianoche —en sentido figurado, pues en nuestra aldea no había relojes y mucho menos uno que pudiera sonar— los recién casados marchaban a su casa.

En la vida de la mayoría de las personas hace su aparición, en un momento u otro, una grave enfermedad. Si el doctor sacudía la cabeza, los parientes cercanos hacían votos por la recuperación del paciente: caminar descalzos en la próxima procesión, ofrecer una trenza de su cabello, e incluso —si bien no lo recuerdo en nuestra aldea— vestir el hábito de esta virgen o aquel santo durante tantos meses o años, o hasta que cayera hecho harapos. Algunos cristos y algunas vírgenes eran mucho más eficaces que otros a la hora de curar enfermedades. En la Alpujarra, la gente acudía habitualmente al Jesús del Gran Poder, a pesar de que su santuario e imagen estaban en Sevilla y no en Granada. La patrona de Granada era la Virgen de las Angustias, naturalmente más apropiada para asuntos desesperados.

Cuando llegaba la muerte, el cuerpo se enterraba con premura, al día siguiente. A las muchachas se les amortajaba de blanco, con una corona de flores en la cabeza y un ramillete entre las manos enlazadas; otras personas eran vestidas con sus mejores ropas y calzadas con sus zapatos de cuero (un par duraba toda una vida, pues sólo se los ponían para ir a misa) y así ataviadas descansaban en el ataúd. La familia y los vecinos pasaban toda la noche, víspera del funeral, sentados junto al difunto. Ya no se utilizaban los cantos fúnebres, si bien las mujeres estaban autorizadas para mostrar su dolor rompiendo en violentos lamentos y plegarias por la persona desaparecida. A esto se le llamaba dar la cabezada. Toda viuda o hija que no lo hiciera sería considerada como carente de sentimientos, mientras que de los hombres se esperaba que supieran controlarse. Al cementerio se le llamaba la tierra de la verdad. Cuando el otro día pregunté a mi ama de llaves el porqué, me replicó con gran sentimiento: «¡Cómo, esta es la única verdad que existe! Cuando le entierran a uno, se acabó. Toda nuestra vida es una ilusión». Rosario es una mujer jovial y de mentalidad pagana, con pocas preocupaciones en el mundo, pero cuando le pregunté, dio la eterna respuesta española: «La vida es una ilusión, porque termina». En este país el pensamiento de la muerte consume la vida, y tan pronto se supera la intoxicación de la primera juventud, comienza a minar el gusto por el placer.

Media hora antes de que se formase el cortejo se reunía la gente en casa del difunto y expresaba su condolencia a los parientes cercanos con alguna frase formal: «Le acompaño en el sentimiento» o «Que descanse en paz». Después, el ataúd —llamado burlonamente «la guitarra» o «el violín»— es llevado a hombros hasta el cementerio, en cuya capilla mortuoria se celebra el oficio de difuntos. Los pobres, que no podían pagar los gastos normales, eran enterrados en tumbas poco profundas situadas en una parte del cementerio denominada la tertulia o la olla, mientras que los ricos quedaban afianzados en nichos de albañilería, llamados columbarios, y que forman parte de la herencia romana. En muchos sitios, los pobres eran enterrados desnudos porque sus familias no podían sacrificar las sábanas que les cubría, pero en Yegen iban vestidos con su propia ropa y los llevaban al cementerio en el ataúd de la parroquia, siendo depositados en la tumba a través del fondo, abatible. Tras el funeral venían nueve días de luto riguroso, en los que la familia y los amigos se encontraban todas las tardes en la casa del difunto, turnándose en los rezos. Esta costumbre ha caído en desuso en las ciudades andaluzas, aunque pervive en muchas aldeas.

Todas las razas aguzan su ingenio cuando de la muerte se trata, y los aldeanos y trabajadores españoles aluden a ella con algunas frases bastante expresivas. De los huérfanos dicen: «No les ha quedado sino el día y la noche y el agua en el jarro»; mientras que una pobre mujer cuyo marido haya muerto se dolerá: «No es que le eche mucho de menos, pero se llevó consigo la llave de la despensa». En la lucha por la mera existencia, los más finos sentimientos cuentan muy poco. Para los más pobres incluso el dolor es un lujo.