En mi jardín maduraban los albaricoques y los melocotones, y había un naranjo que daba frutos todas las primaveras. Aunque esto no significa que los inviernos fueran benignos. Sin embargo, sólo supe que nevara una vez y no puedo recordar haber visto hielo; el aire era fresco y penetrante y se tornaba frío rápidamente al anochecer. Por la noche las estrellas brillaban con un fulgor inusitado, y las distantes montañas surgían nítidamente por encima de la penumbra circundante. La latitud de nuestra aldea podía ser la de Túnez, pero estaba situada a más de mil doscientos metros sobre el nivel del mar.
De manera que calentar la casa resultaba un problema importante. En la cocina había un hogar, pero en mi cuarto de estar, que era también biblioteca, sólo contaba con una mesa camilla. Este mueble, clásico, así como los ritos domésticos que en torno a él se hacen, requieren alguna explicación. Imagínense una mesa redonda, con un brasero de ceniza situado en su base. Extiendan sobre ella un tapete de franela roja que llegue hasta el suelo por todos sus lados y sitúen, sentadas a su alrededor, tres, cuatro o seis personas, arrebujándose con las porciones de paño que a cada uno corresponda. Vístanlas con chaquetas o con toquillas echadas suavemente sobre los hombros y dejen que sus rostros se miren —sea en un juego de cartas, cosiendo o perfectamente quietos, rompiendo el silencio únicamente de vez en cuando con algún plácido comentario—. Tendrán entonces la imagen de lo que es la vida de familia durante la mitad del año en cualquier pueblo o aldea de este país.
A veces se me ha ocurrido pensar que una de las causas de la decadencia española durante el siglo XVII puede radicar en esta mesa redonda. Se talaron los bosques, escaseó la leña, se difundió la idea de la vida en casa y se extendió también la costumbre masculina de apiñarse, en cómoda plática, con sus mujeres —la tía de la esposa, su madre, los hijos mayores—, en vez de estarse junto al fuego, con las piernas extendidas, y sentadas ellas en cuclillas sobre los almohadones de la estrada. Alrededor de la mesa camilla la vida familiar se espesaba, se hacía más densa, más orientalmente burguesa; la lectura cesaba en la afectada atmósfera de harén, y los clubs o cafés, que hasta hace poco fueron sitios sórdidos, mal iluminados, ofrecían la única expansión y evasión. España se convirtió en el típico lugar estancado, el imperio otomano de Occidente inmerso en sí mismo, situación de la que únicamente saldría en el ciclo actual. Los únicos que se beneficiaban con esto eran las parejas de novios, quienes, una vez aceptado el joven y admitido en la casa, podían entrelazar dichosamente sus manos durante horas, por debajo del tapete de franela.
Tras unos meses de experiencia de este mueble, cuyo brasero tenía que ser removido y atizado cada media hora, y que se hiciese lo que se hiciese siempre desprendía gases tóxicos, me decidí a buscar un método mejor para conseguir calor. Así que obtuve de don Fadrique permiso para utilizar el granero en el que almacenaba sus garbanzos secos y el grano. Era una habitación alargada, de forma irregular, situada a unos seis metros sobre el jardín y el huerto, de gruesos muros de tierra apisonada, orientada hacia el campo. El albañil abrió ventanas, para sacar el mejor partido de esta perspectiva, y construyó una chimenea, que ocupaba uno de los extremos de la habitación. Colgué, de pared a pared, una pesada cortina roja, para impedir el paso de las corrientes. De esta manera me procuré una habitación dentro de otra habitación, en la que, durante las noches más frías, se podían sentar cuatro personas y comer junto a un buen fuego.
La manera como encendían fuego en este país poseía una belleza peculiar. El combustible sólido consistía en pequeños leños de roble traídos de las montañas, pero había un combustible más ligero para encender el fuego, a base de bolinas y piornos, apelmazadas almohadillas de retama seca o enebro, así como matas más pequeñas de romero, espliego y jara. Cuando se ponía un piorno en el fuego y se acercaba una cerilla, surgía una llama viva y creciente que lamía la chimenea y lanzaba su luz y calor al techo y las paredes. Las otras matas daban un olor aromático, y todas dejaban una ceniza blanca sobre la mesa, en el pelo, en las pestañas. Esto era un fastidio, pero jamás pude resistir el placer de verlas arder.
Este rincón de la chimenea está asociado con algunos de mis más felices recuerdos de aquellos años en Yegen. Cuando regresaba, cansado y entumecido, de alguna larga expedición, se encendía el fuego y se preparaba la comida, mientras me lavaba y cambiaba de ropa. Me aguardaba el correo y un ejemplar de Nation —aquel antecesor del New Statesman— y, con mi café, me ponía a leer la correspondencia y comenzaba a contestarla. La silla en la que me sentaba perteneció a un viejo barbero, y la había comprado en Almería; no era elegante, pero sí cómoda, y se adaptaba tan perfectamente para leer y escribir que acabé por sentir hacia ella un verdadero afecto. El fuego llameaba cuando yo lanzaba un piorno, y veía en las llamas los rostros de los amigos distantes. En todas las modalidades de felicidad se da un elemento de añoranza, ya que la mente se centra mejor sobre aquello que echa en falta.
La chimenea del granero no fue la única mejora que introduje en la casa. Años después, situé otra en el extremo opuesto de la vivienda. Allí había una habitación pequeña, llamada la pañoleta a causa de su forma triangular, desde la que se dominaba toda la aldea. El sol del atardecer daba en sus ventanas, y la vista de las azoteas grises, las mujeres en ellas, las chimeneas humeantes, las blancas palomas volando en círculos, los lánguidos olivos y las nubes pisciformes, de color escarlata, que flotaban inmóviles, ponían una melancólica nota quattrocentista. Pero, además de estos cambios, todos los años necesitaba que un albañil trabajase en la casa durante unos días. Estas casas, situadas en la ladera de la montaña, estaban siempre en proceso de deslizamiento, y las grietas que en ellas se abrían convenía repararlas con yeso. La palabra española para nombrar las reparaciones caseras o la construcción de cualquier cosa es obra. Uno tiene una obra, uno está de obra, y tal ocupación es tan frecuente, tan común y, he de añadir, tan barata, que la palabra obra resulta suficiente para expresarla.
El albañil de la aldea se llamaba José Agustín. Era un hombre mayor, muy dado a la botella. Su mujer le había abandonado para trabajar en las fábricas de algodón de Málaga, y él se había peleado con su familia. Vivía solo, con un hijo adolescente, y hacía sus comidas en la posada. Era una persona hosca, insociable, con una voz bronca y cejas muy espesas, y como albañil tenía el defecto de que no se podía confiar en él. Prometía comenzar su trabajo un determinado día, se trasladaban todos los muebles al extremo opuesto de la casa y no aparecía. Se presentaba una semana después, a las seis de la mañana, con sus cubos y escaleras, y, como no podía esperar un momento, había que apresurarse a dejar limpias las habitaciones antes de que se pusiera a picar las paredes y a llenarlo todo de polvo. Hacía bien su trabajo, y si uno se cuidaba de llamarle siempre maestro y ofrecerle abundante aguardiente o anís, cumplía bien el encargo. Cuando se necesitaba algo de tipo artístico, como la construcción de una chimenea con molduras de yeso o una repisa decorada, allí brillaba José Agustín, porque provenía de una larga ascendencia de albañiles y estaba orgulloso de su destreza. Cuando se hizo viejo, el maestro adquirió rarezas y comenzó a tener delirios de grandeza. Me decía que se le había encomendado la construcción del Palacio Nacional para la Exposición de Sevilla, pero que había declinado la oferta. Él no iba a dar la cara por nadie, no faltaba más. También me decía que había sido elegido por un comité de arquitectos para añadir a la Alhambra nuevas habitaciones al estilo moro, pero ¡que no!, que no iba a hacer nada de eso. «Ya pueden ponerse de rodillas y suplicarme, ¡que no!, digo que no me da la gana. No lo voy a hacer, porque no se me antoja». Y en realidad, creo que aunque le hubieran ofrecido una ocupación importante, la habría rechazado, aunque no fuera más que para dejar bien patente su superioridad.
Al final dejó de trabajar y se pasaba los días bebiendo en su casa o dando largos paseos solitarios. Una vez me topé con él en lo alto de la montaña, por encima de donde crecen los árboles, caminando por el yermo pedregoso detrás de un burro. Hundida en el pecho la cabeza, murmuraba incoherencias. Pasó a mi lado sin dirigirme la palabra, sumido en pensamientos de grandes planes arquitectónicos que los gobernantes del país le habían encomendado, pero con los que, no, él no quería tener nada que ver. Su hijo, que le sucedió como albañil, era también de un temperamento curioso, muy dado a la botella y aficionado a hacer chistes de mal gusto sobre sus clientes. Se ofendía con gran facilidad, y, cuando esto acaecía, soltaba las herramientas y se iba sin terminar su trabajo, dejando la casa en confusión y desorden.
Antes de José Agustín había habido otro albañil, llamado Frascillo. Todavía vivía. Era un anciano de facciones delicadas y barba blanca, pero ahora se dedicaba a trabajar su propia parcela de tierra o como jornalero. A veces le encargaba el cuidado de mi jardín, cosa que hacía muy mal, pero yo gozaba con su conversación. Era un hombre listo, que sabía leer y escribir con soltura y hablaba con una particular elegancia, enunciando muy claramente las palabras y utilizando un vocabulario más rico de lo que era habitual en la aldea. Algunas de sus frases eran tan oportunas como floridas. Pero había en él algo de extraño, que en la aldea llamaban misterioso. Vivió solo con su hija y jamás permitió que nadie atravesara el umbral de su casa. Quizá, dado que era un hombre de sentimientos refinados, se avergonzaba de su pobreza.
Su hija Paquita era una muchacha alta y de notable hermosura, pero sufría ataques de locura. Cuando esto sucedía se convertía en una ninfómana. Abandonaba la casa por la noche y subía a las eras en las que dormían los segadores de la costa, para acostarse con ellos. También se acostaba con su padre. Este decía a la gente que había adoptado esta medida con la esperanza de curarla de su locura, pues había oído en alguna parte que una relación incestuosa actúa como una purga y libera la mente de sus obsesiones. Pero no la curó. Lo más grave fue que ella tuvo un hijo absolutamente desquiciado, que hubo de ser enviado a un manicomio. Cuando su padre murió, Paquita se fue a Granada, donde se lio con un hombre tras otro. Se internaba en el asilo cuando sufría sus ataques de locura y salía otra vez cuando los superaba. En todas las ciudades andaluzas existe una población flotante de mujeres de este tipo, cuya única esperanza para la vejez radica en tener un hijo que las ampare. Paquita vive todavía en Granada —la vi el otro día vendiendo periódicos—, pero no tiene hijos.
Su único familiar, aparte de su padre, era su hermano José, conocido generalmente por el apodo familiar de Pocas Chichas. He de decir aquí, en consideración a los que se interesen por estas cosas, que casi todos los campesinos españoles tienen apodos que pasan de padres a hijos. Ocupan el lugar de los apellidos, que (excepto en el caso de la gente rica) no se conocen y sólo figuran en los documentos legales o de identidad. La única cosa que diferencia estos apodos de los apellidos es que no pueden ser utilizados en presencia del interesado. Hacerlo sería cometer una imperdonable falta de tacto. Y cometer este desliz con José Pocas Chichas habría sido particularmente deplorable, pues su apodo le ofendía. Era listo y atractivo y, sin embargo —él lo debía saber—, estaba afectado por la misma rareza de su familia. Esta se expresaba, entre otras cosas, en su afición hacia la poesía. Un buen día regresó de Barcelona, donde había estado trabajando en una fábrica, con un ejemplar de las obras de Góngora en el bolsillo. Lo traía para enseñármelo, junto con unos cuantos folletos sobre vegetarianismo, al que se le concede un verdadero culto en el litoral mediterráneo, pero no pude hacerme una idea del provecho que le había sacado. Sin embargo, pronto afloraron sus aspiraciones literarias. Estos casos no son raros entre la clase trabajadora del sur de España. Los andaluces son gente con un sentido natural del arte y de la belleza, y aunque el cantar y tocar la guitarra ofrecen algún medio de expresión, hay otros cuyas inclinaciones se dirigen hacia la poesía, y no pueden olvidar que la literatura y su servidor, el periodismo, ofrecen buenos premios. Todos los periodistas provincianos de España comienzan como poetas. Así sucedió con el pobre José, a quien se le metió en la cabeza que la única manera de superar la baja estima en que le tenía la aldea estaba en escribir artículos. Jamás escribió ninguno, pero su convicción de que podía hacerlo le impedía trabajar con eficacia su pequeña parcela de tierra y le condenaba, junto con su esposa e hijos —pues, pese a haberse visto despreciado por las chicas, había logrado casarse—, a una desesperada pobreza. Todavía sueña con que yo pueda ayudarle a colocar sus artículos, que aún no ha escrito.
Además de la población humana de nuestra aldea, había que contar con los animales. A cualquier hora del día en que uno paseara por las calles, difíciles y pedregosas, podía oír una voz chillona llamando miso, miso, misiiico. Era una mujer que, desde la puerta de su casa, llamaba a su gato. Muchas mujeres dedicaban buena parte del día a esta ocupación, pero los gatos jamás acudían. Conocían bien la hora en que solía pasar el pescadero con sus capachos repletos, y no necesitaban de ninguna llamada.
Una de las opiniones más fomentadas por los ingleses es que, mientras ellos son muy devotos de sus animales, y serían capaces de arriesgar su vida por salvar a un perro o a un gato, o por proporcionar un poco de saludable ejercicio a un zorro, el extranjero, y particularmente el español y el italiano, no gusta de los animales y los suele tratar con crueldad. Puedo decir que resultaría muy fácil demostrar lo contrario. Observen un pastor español con su rebaño de cabras u ovejas. Todas conocen su voz, responden a sus gritos y le siguen. Y él tiene un nombre para cada una de ellas. Comparen esto con la manera en que estos animales son conducidos a lo largo de la carretera en Inglaterra o con la rudeza y tosquedad con que frecuentemente se maneja el ganado. Sus pastores y conductores conocen al ganado, si acaso, por sus marcas comerciales, pero no por sus rasgos individuales. Sin embargo, el español respeta a sus animales y muestra con ellos una gran paciencia. No tiene prisa por regresar a tomar el té, de manera que puede dedicarles una gran cantidad de tiempo.
Lo mismo pasa con las aves de corral. En nuestro utilitario país, o bien son consideradas como máquinas de poner huevos o como trozos de carne inmadura que han de confinarse en jaulas para que puedan engordar. Esta idea repugna a la mentalidad española, pues la considera denigrante para la dignidad del animal. Se puede matar un animal o emplearlo en el trabajo, pero no se le puede privar de su dignidad de criatura viva sin perder algo de la propia. Recuerdo una mujer anciana y muy pobre que tenía una gallina mimada y que se excusaba por no ponerla en el puchero cuando dejara de poner huevos, diciendo que era «muy noble». Nadie consideraba absurda esta manifestación, ya que la «nobleza» es la cualidad que hace respetable al hombre, y los animales y los pájaros pueden también alcanzar esta cualidad.
Sin embargo, en España el perro no es un animal noble como en Inglaterra. La razón es que en las aldeas y barrios populares españoles, los chiquillos lo atormentan de tal modo que el animal crece cobarde. Así se le pierde respeto. No obstante, los hombres, sin llegar a hacer ostentación de ello, están frecuentemente tan vinculados a sus perros como las mujeres a sus gatos. No les harán fiestas, pero los admitirán como compañeros. Si uno ve en España tantos perros y gatos medio muertos de hambre es simplemente porque la gente pobre no tiene suficientes alimentos que darles. El verdadero amor por los animales es un sentimiento que sólo puede desarrollarse cuando se ha logrado un cierto nivel de vida. Pero al tratar a los pequeños tenderos de las ciudades, se observará cómo entre ellos se da un cariño por los animales tan apasionado como en cualquier otra parte, especialmente entre solteronas y matrimonios sin hijos. Cualquier indiferencia hacia el mantenimiento de animales domésticos que uno pueda observar en familias más grandes se debe a que en el hogar español la vida se centra en torno a los hijos, que absorben la mayor parte del amor y de las atenciones disponibles. Esto sugiere que el culto hacia los animales de que nos enorgullecemos los ingleses puede no resultar tan lisonjero para nuestros más delicados sentimientos como nos imaginamos. De todos los pueblos europeos, somos el que menos se cuida de sus hijos. Esta ha sido nuestra fama desde los tiempos de Chaucer, y todavía es así. Somos egoístas, nos gustan nuestras diversiones y pensamos que los animales domésticos dan menos problemas.
No obstante, la cuestión tiene otra faceta, y la ilustraré mediante una historia: Plácido e Isabel, joven matrimonio, con cuatro o cinco chicos, vivían en una gran pobreza. Poseían unas cuantas parcelas y un burrillo, con cuya ayuda Plácido solía incrementar el salario que ganaba como campesino recogiendo y vendiendo leña. Pero un día el burro se cayó y se rompió una pata. Era un desastre, pues no podían comprar otro, y me fui a verle por si podía ofrecerle alguna ayuda.
Encontré a Isabel, amamantando un bebé y rodeada de varios niños sucios, al borde de las lágrimas.
—Nada se puede hacer —me dijo—. Nada. Tenemos que deshacernos del burro. Se me parte el corazón, pues se ha criado con los chiquillos y es casi como uno de la familia. Un animal tan pequeño… Jamás ha mostrado la menor malicia. El más pequeño de los niños puede jugar con él. Me parece, de verdad, que me preocupa más el animalico que todos nosotros.
Le pregunté qué quería decir con lo de «deshacerse».
—Oh, sólo eso —me contestó; y, ante mi insistencia, explicó que lo tirarían por el borde del barranco por el que se arrojaban los animales muertos o agonizantes. Quedaría con dos o tres patas rotas y se moriría o los buitres acabarían con él.
—¿Pero cómo podéis siquiera pensar tal cosa? —exclamé—. Imaginad lo que sufrirá. Debéis matarlo primero.
—Oh, jamás podríamos hacerlo —replicó—. ¿No le he dicho que se ha criado en nuestra casa, entre la familia? Pobre animalito, nunca podríamos tratarle de ese modo.
Averigüé que nadie en la aldea había matado jamás mulas, burros o vacas. Los cerdos podían ser sacrificados, y también los cabritos y corderos, pero los otros animales eran arrojados al barranco o atados a un poste hasta que se morían de hambre. Tal era la costumbre, y en su defensa se acudía a la justificación de que nadie podía matar a los animales criados en la casa. Sopesé tales circunstancias, y como soy muy aficionado a los burros, me acerqué a Federico, el herrero, y le ofrecí una suma de dinero por matarlo. Por regla general, los gitanos no se estremecen por matar animales y comen con gusto carne de burro, que después de todo es el constituyente principal de las salchichas españolas; pero le parecía que la opinión de la aldea se volvería contra él si aceptaba, de manera que se negó. Todo lo que pude obtener de Plácido fue la promesa de que tiraría el burro por un verdadero precipicio para que se matara instantáneamente, aunque dudo si la cumplió. Las costumbres de la aldea tenían su forma de imponerse por sí mismas.
La misma repugnancia a hacer las cosas desagradables pero que creemos humanitarias es la causa de la gran cantidad de gatos y perros perdidos que hay en las ciudades españolas. Cuando la gente se cambia de casa y no puede llevarse los animales, los deja abandonados a su suerte en la calle. Muchas personas muestran aversión incluso a matar los gatitos y los cachorros, y cuando nuestro jardinero actual, un hombre rudo, pero de muy buen corazón, tiene que deshacerse de una camada de gatitos no puede comer ni conciliar el sueño durante la mitad de la noche. El otro día, sin ir más lejos, se plantó ante nosotros un gato extraviado, y como a mí no me gustaba y en la casa ya había más animales de los que podíamos mantener, sugerí que lo matara el veterinario. Esto provocó las protestas de nuestros sirvientes españoles. «¿Por qué no lo llevamos a Málaga —dijeron— y lo dejamos allí suelto? El pobre animal puede encontrar a alguien que le ofrezca un hogar». Mi susceptibilidad inglesa se opuso a esto, si bien, hasta que se establecieron las pensiones de vejez, así tratábamos a nuestras personas ancianas e indeseadas. Únicamente pretendemos evitar el sufrimiento a los animales.
Sin embargo, uno se topa con casos de verdadera brutalidad. Un día, estando en Yegen, un perro se cayó de un tejado y quedó en la calle con las patas rotas. Los chicos le ataron un cordel y le arrastraron alrededor de la aldea, mientras ladraba lastimosamente. Los mayores observaban en silencio, pero nada hacían. El acontecimiento no resultaba excepcional, sino más bien característico. Ante la muerte y el sufrimiento se opera en algunos españoles un cambio misterioso. Tales cosas obtienen de ellos algo así como un profundo beneplácito, como si sus propios instintos de muerte se desataran y obtuvieran una satisfacción vicaria. No es sadismo ni amor a la crueldad, sino una especie de fascinada absorción por lo que consideran el momento culminante de la existencia. En su History of the Peninsular War, Napier observa que, aunque los españoles tienen más virtudes y menos vicios que otras gentes, resulta que sus virtudes son pasivas y sus vicios activos. Es un punto de vista cuya consideración merece la pena.
Los andaluces no comen ni perros ni gatos aun cuando estén muy hambrientos, pero en Extremadura están considerados como alimentos deliciosos. Una mujer de Alcántara, que es aficionada a los gatos y sería capaz de matar uno, me dijo que había comido estofado de gato y que resultaba más sabroso que el de conejo o liebre. Los extremeños comen también martas, comadrejas y zorros, y dicen, aunque yo no lo creo, que una pierna de zorro frita es la cosa más deliciosa que imaginarse pueda.
Pero es que son un pueblo de ganaderos y cazadores, antepasados de los gauchos argentinos, que meten en el puchero cualquier bicho que se les ponga a tiro. El único animal que tienen vetado es el lobo. Los gitanos comen ranas, serpientes y lagartos, o animales de granja que hayan muerto de muerte natural. Cerca de Jerez hay una aldea cuyos habitantes, hasta hace pocos años, pasaban las noches cazando los camellos salvajes que corrían por las marismas de la desembocadura del Guadalquivir. En cuanto a pájaros, todos se comen en el sur de España, y la lista incluye águilas, búhos y halcones. Lo único que rechazan son las gaviotas, los cuervos y los buitres, así como la sagrada golondrina y la cigüeña. Corre el dicho de que pájaro que vuela, para la cazuela, y desde luego que lo ponen en práctica. En Yegen, sin embargo, y quizá debido a que no se pasa hambre en realidad, nadie se mete con los pájaros pequeños. Los deportistas se sienten satisfechos con meter en el morral un conejo o una perdiz y quizá alguno de esos tordos rechonchos que, al final del otoño, se reúnen a comer sobre los olivos. En raras ocasiones tocaban las palomas, propiedad de mi casero y que anidaban en el palomar del tejado de mi casa. Su carne gustaba poco, y sólo se las mantenía para aprovechar los excrementos como abono.
Ya he dicho algo sobre los pájaros y los animales de Yegen, de manera que terminaré este capítulo con unas palabras sobre los gusanos de seda. Se mantenían en cajoncitos de mimbre suspendidos del techo de habitaciones o áticos limpios y bien ventilados, alimentándolos con hojas frescas de morera. Estos gusanos son tan voraces que desde cualquier punto de la casa se podía oír el rumor de sus bocas en actividad. Cuando estaban a punto de hilar se introducían en las cajas ramitas de Bolina, una suerte de almohadilla de retama muy solicitada por los panaderos para el horno, y en ellas sujetaban sus capullos y después se les cubría con trapos para que permanecieran en la oscuridad. A causa de su extraordinaria sensibilidad, los gusanos de seda no son fáciles de criar. Un ligero, pero súbito, cambio de temperatura les hará inflarse y exudar una sustancia lechosa que al poco rato acabará con ellos. No pueden soportar el mal olor. Por ejemplo, es tan grande su antipatía hacia el olor del pescado frito que unas pocas vaharadas que se filtren por la puerta de enfrente bastan para que se tornen de un color amarillo y se mueran, mientras que sólo se ven un poco menos ultrajados por el olor del estiércol de cerdo o los excrementos humanos. También pueden resultarles nocivos los ruidos fuertes, si se producen en el período en el que hilan, ya que cuando se alarman los insectos vuelven vivamente la cabeza y entonces cortan el hilo. Así, pues, si por casualidad se desata en junio una tormenta de truenos, hay que mantener el ruido continuo golpeando rítmicamente una lata para que los truenos no les perturben.
Los gusanos de seda se crían satisfactoriamente en la Alpujarra, donde se aclimatan a la suavidad y frescura del aire y a la alimentación de hojas de morera. Si la hoja no tiene las propiedades exactas y el grado de humedad requerido, los insectos desarrollan un hongo intestinal que acaba con ellos. Por esta razón las aldeas de Sierra Nevada han descollado desde el siglo XI por su producción sedera. Existía la costumbre de reservar una cierta cantidad de seda destinada a fabricar, en la localidad, pañuelos y colchas, pero los mejores capullos se enviaban, a lomos de mula, a las fábricas de Almería y Granada para su devanado. Cuando, a comienzos del siglo XIX, se cerró la última de estas fábricas, la exportación de seda quedó interrumpida durante una temporada, pero en 1869 un industrial francés, de Lyon, estableció una nueva fábrica en Ugíjar, y dio empleo a un centenar aproximado de personas, hasta que, en la década de 1920, la invención de la seda artificial le obligó a cerrar. Hace muy poco, con el restablecimiento del mercado de la seda natural, la fábrica se ha abierto de nuevo.