Nuestra villa más cercana era Ugíjar: un nombre difícil de pronunciar hasta que uno consigue acostumbrarse. Se podía llegar a ella en unas dos horas y media de camino, por carretera, pero era más rápido y agradable tomar el atajo. Aldea abajo, se llegaba al Puente, un puente natural que, desde la verde terraza del repecho montañoso, sombreada de olivos, llevaba hasta los pelados y quebrados secanos del otro lado. Este puente o cuello de tierra era un lugar dramático, pues tenía menos de seis pies de anchura y, a ambos lados, se precipitaban los rojizos farallones arenosos hasta alcanzar las quebradas situadas a unos cien metros por debajo.
Estos secanos —tierra seca y sin regadío— se merecen una pequeña descripción. Al parecer, durante el cuaternario, la gran oquedad situada entre Sierra Nevada y la cordillera costera estuvo ocupada por un lago. Las lluvias arrastraron las calizas triásicas y las margas rojas que cubrían las primeras estribaciones de estas montañas, hasta depositarlas en el fondo del lago, a una profundidad de más de cien metros. Posteriormente, el caudal del lago se abrió camino hacia el mar, y la fuerza de los torrentes originó profundas cárcavas en su lecho seco. Pero el suelo de este lecho —una fina arena arcillosa— tenía la particularidad de que, a pesar de que se desintegra fácilmente con el agua, sus granos eran tan cohesivos que permitían la formación de farallones perpendiculares e incluso arqueados, que alcanzaban una altura de algún centenar de metros. De manera que las cárcavas excavadas en lo que ahora era un terreno ondulado y profundo, tenían paredes escarpadas, frecuentemente esculpidas y acanaladas por el agua en formas muy curiosas. Por la extremidad oriental de la Alpujarra, al subir desde Almería hasta la meseta de Guadix, se contemplan farallones formados de este modo y que se elevan hasta alcanzar unos trescientos metros, y su perspectiva septentrional desde Alhama es la de un laberinto de superficies rojas y ocres y verdosas, excavadas en conos y quebradas y completamente desprovistas de vegetación; el panorama es uno de los más fantásticos y alucinantes de Europa.
Sólo el ojo del geólogo puede distinguir paisajes como estos de aquellos formados por espesos estratos de loess. Este es el término que se aplica a los depósitos de arena arrastrada por el viento en el borde de los desiertos, pero los antiguos geólogos lo ampliaron, e incluían en él los depósitos aluviales del tipo que he descrito. Ahora el loess es una de las formaciones creadoras de historia. En países de escasas lluvias da lugar a tierras estériles, pero origina también el fértil valle del Mississippi y los paisajes extraños y horizontes lunares de Honan, donde se desarrolló la primera civilización china. Según Marcel Granet, los puentes naturales originados por esta formación, a veces entre dos cárcavas (excavados por las aguas entre los farallones hasta casi unir dos torrentes), jugaron un papel importante en la delimitación de los reinos feudales que precedieron al imperio, proporcionándoles defensas naturales. La naturaleza de este terreno estimuló también la práctica civilizadora del regadío, pues mientras que el loess en su estado natural es estéril, una vez desmenuzado y regado resulta particularmente fértil. Esto es igualmente cierto con respecto al terreno aluvial de la ondulada comarca de Yegen. Debido a la escasez de agua, este territorio es infecundo, pero hacia el este aparece dispuesto en bancales, regado y con emparrados. Aquí se cosecha la uva de piel basta, de Almería, que se exporta a Inglaterra.
El camino a Ugíjar corre a lo largo de una de las estribaciones de este territorio profundo. Cuando brillaba el sol, el paseo era alegre y placentero. El terreno aparecía pelado; se veían algunas plantas dispersas de espliego o de retama, unos nervudos penachos de hojas de esparto, y, de vez en cuando, una alcaparra que pendía sobre un bancal o se bamboleaba sobre la pared escarpada de una barranca. Sus enormes flores, de color rosa y blanco, irisadas de estambres y anteras, y sus duras y espinosas hojas, estaban nutridas por raíces que horadaban la tierra abrasada, hasta alcanzar la humedad, a más de treinta metros de profundidad. En estas colinas se cultivaron, hace tiempo, viñas (no las que crecen en parras, que necesitan riego, sino las que crecen en vides, para vino), pero la plaga de filoxera había acabado con ellas, y ahora nada se cultivaba. Un pequeño bosque de pinos piñoneros constituía el único rastro de una pretérita actividad forestal.
Continuando el descenso, se cruzaban finalmente dos anchas ramblas, o cauces. Estas ramblas eran la ruta natural para los animales de tiro, y hasta que se construyó la actual red de carreteras, la reata de mulas o burros que avanzaba lentamente a lo largo de un arenoso lecho fluvial constituía una de las escenas características del país, así como un símbolo de su modo de vida oriental, de espaldas al tiempo. Ugíjar está exactamente al otro lado de la segunda rambla —como el agua suele fluir por ella, la llaman río—. Es un lugar pequeño, limpio, hermoso, rodeado de naranjales. Sus casas están techadas con tejas, hay media docena de tiendas y una plaza de mercado, así como un parador, del que todos los días, al amanecer, parte un autobús hacia Almería, que dista casi cien kilómetros. En octubre se celebra una feria o mercado de ganado en el lecho fluvial. La villa me interesaba por otra razón. Es casi seguro que se trata de Odysseia, latinizada luego como Ulyssea, y que Estrabón cita como que poseía un templo dedicado a Atenea, en cuyos muros Ulises, en uno de sus viajes, habría dejado como exvotos sus escudos y los espolones de sus naves. Aunque está a poco más de treinta kilómetros tierra adentro, en una región accidentada, hay una excelente razón para que Ulises dejara allí recuerdo de su paso (suponiendo que en sus viajes hubiera llegado a España): las arenas del río son ricas en oro. En 1929, una compañía francesa se quedó tan impresionada por la cantidad de oro que encontrara, que propuso la construcción de un lago artificial, en las cercanías, para extraerlo con máquinas. Quizá pueda encontrarse algún rastro de esta leyenda en el hecho de que la Virgen de Ugíjar, la Virgen de los Martirios, es objeto de culto para los pescadores de la costa. En las tormentas invocan su nombre casi tan frecuentemente como el de la Virgen del Mar de Almería y Adra.
Cuando me sentaba a leer en mi biblioteca, podía escuchar los gritos de los arrieros y buhoneros en las escarpadas y estrechas calles, y solía tratar de averiguar lo que vendían. Uno de los vendedores era un viejo que llevaba unos pliegos toscamente impresos, con romances en los que se relataban los crímenes famosos de la época: cómo un padre había apuñalado a su hija porque creía que tenía un amante, y cómo descubría, ya demasiado tarde, que la persona con la que le había visto era su hermano, que acababa de regresar de América; cómo un hombre había matado a hachazos a su cuñado por seducir a su esposa, y cosas por el estilo. También aquí había romances piadosos que narraban singulares milagros: un bandolero que se había convertido porque una cruz de madera le hablaba y vertía lágrimas; un muerto que había vuelto a la vida tras ser rociado con agua bendita, y, tras confesar el lugar donde tenía escondidos los alimentos que robó, volvía a la tumba de nuevo. Eran los últimos restos de las leyendas que con tanto éxito habían sido tratadas por los dramaturgos del siglo XVII. En una ocasión, llegaron dos hombres que traían un lobo adulto metido en una jaula de madera, amarrada al lomo de una mula. Al parecer, había en Sierra Morena hombres que se ganaban la vida capturando lobeznos y criándolos. Cuando se hacían adultos los llevaban de aldea en aldea, recogiendo las monedas que ofrecía la gente que se apiñaba para verlos, y sumas más crecidas recaudadas a los pastores y propietarios de rebaños, a quienes convencían de que habían atrapado al animal en los alrededores. Era extraordinario ver la fiereza de la bestia en cautiverio; difícilmente podía moverse en su estrecha jaula; sin embargo, cuando la gente la importunaba con pajitas, la fiera mostraba los colmillos y gruñía con una ferocidad aterradora.
Una tarde de invierno, María entró en mi habitación con muestras de gran excitación. Habían llegado los títeres e iban a dar una representación. Salí y me encontré con que lo que ella llamaba títeres era en realidad una compañía de actores ambulantes. En nuestra aldea no se entendían las palabras «teatro» y «actores», de manera que todas las representaciones dramáticas se llamaban títeres. La obra iba a ser representada en un establo. He de aclarar que, en las aldeas de la Alpujarra, las plantas bajas de las casas se usan siempre como establos o graneros, mientras que las habitaciones están en el primer piso. El establo escogido por los actores era suficiente para dar cabida a unas cien personas, y en uno de sus extremos se había erigido, aprovechando tablones y bastidores, un escenario pequeño y raquítico. Cuatro lámparas de parafina lo iluminaban y había telón y todo. Pero ¡qué telón! ¡Era una tela fina de algodón, y pendía desmayadamente de una cuerda! Cada vez que era necesario correrla había que utilizar una escalera. Un muchacho se subía a ella y, tras deshacer varios nudos y ataduras, corría el telón. Cosa de poca monta. A las siete en punto el local estaba lleno y, tras la prolongada espera que es habitual en los teatros españoles, tan pronto como el director de escena, en este caso el actor principal, juzgó, mediante repetidos atisbos desde una esquina del escenario, que la impaciencia del público había alcanzado su punto culminante, comenzó la representación.
Sólo había tres actores: un hombre, una mujer y un chico. Para mi desilusión, no representaron una obra, sino una serie de pequeños episodios que ilustraban la vida en Asturias de la clase media de la capital; endebles imitaciones del endeble fin de fiesta de los teatros de Madrid, que no suscitaron el más mínimo interés entre el auditorio. Naturalmente la representación era en verso, intercalando recitados a base de una retórica tan elaborada que pocos de los presentes podían seguir. Para mi sorpresa, uno de estos iba dirigido a mí —«el famoso y mundialmente conocido inglés, patrón de todas las artes y especialmente de la más noble, más refinada y más culta de todas, generalmente llamada Tragedia»—. Al avanzar la representación, los golpes y porrazos que daban en las puertas los chicos y mozos que se habían quedado fuera y pensaban que debían ser admitidos sin pagar, se hicieron ensordecedores. Los actores se detenían una y otra vez en mitad de sus diálogos y protestaban ante estas interrupciones, apelando al honor y caballerosidad y, finalmente, a la vergüenza de la aldea. «¿Habrá que decir que este es el único punto de la sagrada tierra de nuestros padres en el que no se honra a las artes?». Todo en vano, puesto que el único que podía oírles era el auditorio, sentado, con apariencia de estoica incomprensión en los rostros, como si estuvieran en la iglesia, hasta que, al final, sin que nadie lo lamentase, la representación llegó a su fin.
Esa tarde envié una invitación a los actores, solicitando el honor de su compañía durante la comida del día siguiente. Vinieron. Además de los tres actores de la noche anterior se presentó también un hombre tétrico, cadavérico, de tez cetrina y con un pañuelo negro y desvaído atado alrededor de su cuello desnudo: era el trágico. El día anterior había sufrido un ataque epiléptico y esto había impedido a la compañía montar la pieza habitual, obligándola a recurrir a algunos episodios ligeros. La actriz principal también estaba ausente: se había quedado en una posada, a un día de camino, presa de los dolores del parto. Los actores lamentaban amargamente la barbarie de nuestra aldea y su indiferencia hacia las artes. No sólo censuraban los gritos y los golpes en la puerta que les habían impedido continuar la representación, sino que, además, habían tenido que aguantar un burro en sus camerinos. ¡Un burro! Jamás, ni siquiera en las Hurdes, se habían visto insultados de ese modo. Desde luego, el nivel cultural que ofrecía nuestra aldea era una desgracia para la nación.
Tras la comida, me pidieron que les permitiese ofrecerme una muestra mejor de su arte. El trágico se levantó. Componiendo el gesto y con un estilo campanudo, recitó unos fragmentos que resultaron increíblemente altisonantes. Sin poderlo evitar, me vinieron a la mente los consejos que Hamlet dedicara a los actores. Los comediantes continuaron en su empeño, pero nada resultaba menos cómico que sus artificiales palabras, plagadas de recónditas alusiones. Después le llegó el turno al muchacho. En realidad tenía talento, pero sus mayores no cesaban de atosigarle, interrumpiéndole a cada momento. Seguro que, muy pronto, su natural vivacidad y capacidad para la imitación quedarían anuladas por la jerga rimbombante del resto de sus compañeros, que ellos consideraban como la cima del arte.
Cuando nos sentamos a tomar el coñac le pregunté al trágico cómo había dado en escoger tal profesión. Me dijo que había sido carpintero en Algeciras y que ganaba un buen sueldo —desde luego mucho mejor que el que ahora ganaba—, pero había abandonado aquel oficio para ser actor. A pesar de las durezas e ignominias de la vida de actor, jamás se había arrepentido de aquella elección.
—Un carpintero —manifestó— puede verse más altamente valorado por el populacho, pero, después de todo, las artes tienen una nobleza que lo compensa todo.
Cuando partieron les acompañé hasta la carretera, como muestra de mi respeto hacia su profesión. Después, y tras unos cuantos discursos más, se marcharon. La nueva actriz principal llevaba el telón del escenario sobre su cuerpo, a manera de chal, y el trágico llevaba a cuestas el resto de los accesorios en un fardo negro.
Dos semanas más tarde recibí una invitación para ir a verles actuar en Cádiar, a unas dos leguas. Habían reservado asientos de primera fila para mí y mi compañía —no necesito decir que no me permitieron pagar las entradas—, y cuando entramos en la sala —una bodega en esta ocasión— los cuatro actores bajaron a recibirnos con gran pompa. ¿Acaso no éramos las personas que, más que nadie en el país, honrábamos a las artes? Pero además éramos ingleses. Era bien sabido que no hay país en el mundo en el que las artes sean más honradas que en Inglaterra. Regresé con la impresión de haber hecho un viaje al Siglo de Oro, pues no de otro modo vivían y se comportaban las compañías de actores ambulantes en tiempos de Lope de Vega.
Las fiestas del pueblo eran la diversión principal del año. La de nuestra aldea, que se celebraba en enero, era pobre, aunque no la peor para mí. Sus imágenes pequeñas y de poco valor, su banda de música que desafinaba, los cohetes que siseaban y estallaban, pero que raramente caían en cascadas luminosas, tenían un especial patetismo. Pero tanto Mecina como Válor celebraban espléndidas fiestas, con columpios, con puestos para vender cintas, pañuelos y broches, así como guirlache y caramelos, y constelaciones completas de vertiginosos cohetes de cola dorada. Válor organizaba también una batalla de Moros y Cristianos, en la que se disparaba gran cantidad de armas, se hacía un ruido ensordecedor y generalmente resultaban heridas varias personas.
No obstante, la más importante festividad de la Alpujarra era la feria de ganado de Ugíjar. Se celebraba en los primeros días de octubre, en las afueras de la población, en el lecho seco y pedregoso del río. Se reunían caballos y mulas de todos los alrededores. Con ramas verdes se construían puestos de dulces y bebidas, y los gitanos, con sus espesos bigotes y largas patillas, sus sombreros sevillanos y sus fajas de franela roja, paseaban o mostraban a los compradores la andadura de sus animales. El cuadro era sobriamente alegre: mientras caballos y mulas eran paseados al trote de un lado a otro, las roncas voces de los vendedores ambulantes pregonaban el precio de sus mercaderías, y grupos de hombres y mujeres se sentaban bajo los naranjos a merendar, con un aspecto entre reservado y solemne. A sus pies el río, con su aurífera arena, corría plácidamente entre los álamos y las adelfas de flores rojas, mientras que al fondo, casi oculto entre las trémulas hojas, emergía un telón de suaves pendientes rojas en las que se podía observar, a unos diez metros del suelo, una hilera de cuevas. Se desconocía su antigüedad y quién sabe —pensé— si Ulises no habría pasado una noche en alguna de ellas.
El último día de feria se celebraba la fiesta de la Virgen de los Martirios, la Patrona de Ugíjar. Era una Virgen diminuta, rechoncha, de rostro oscuro, casi negro, y con un vestido escarlata tachonado de lentejuelas doradas. Dado su color, la gente pensaba que era gitana, y por eso, como es natural, los gitanos y los pescadores de la costa le rendían un culto especial. Había muchos gitanos por estos lugares. Mairena, encima de Ugíjar, era un centro de gitanos, así como la aldea vecina, Laroles. Estos lugares guardan la entrada del paso alto de La Ragua, que sobre Sierra Nevada conduce al Marquesado, una región en la que la cría de caballos está muy extendida. La Alpujarra proporcionaba un mercado seguro de mulas y burros, y los gitanos, utilizando este paso, los traían desde las ferias de Guadix y Fiñana para venderlos. La gran feria de Ronda era también importante, y cuando se celebraba, las carreteras que conducían hacia el oeste se veían pobladas de hombres oscuros, del color del cobre, tocados con negros sombreros cordobeses y luciendo al cuello pañuelos de colores, precedidos por los animales que conducían. No se detenían en las posadas. En cada aldea había una familia de su propia raza que les brindaba albergue.
La procesión de la Virgen de los Martirios era algo impresionante: la imagen salía de la iglesia entre el arrebatado repicar de las campanas y el estruendo de cohetes y salvas. Treinta hombres sostenían la plataforma, alegremente decorada, y la cola del vestido, tachonada de lentejuelas. Todos los curas de las aldeas vecinas estaban presentes. Según una antigua costumbre, cada aldea del partido de Ugíjar tenía derecho a llevar el paso durante parte del recorrido. La ruta estaba dividida en sectores, los costaleros aguardaban en formación, firmes, y cuando la Virgen se aproximaba a cada grupo de los que esperaban, el mayordomo que guiaba la comitiva con su báculo de cabeza de plata gritaba: «Yegen» o «Mairena», y los hombres de la aldea en cuestión ocupaban su puesto bajo el paso. Sin embargo, a veces, quienes llevaban a la Virgen se negaban a abandonar su puesto, y se iniciaba entonces una discusión a gritos, en la que se intercambiaban insultos y golpes, hasta que el mayordomo lograba imponer su autoridad. El cortejo era largo: inmediatamente después de la imagen iban los sacerdotes, cuyas figuras voluminosas, naturalmente, resaltaban aún más con sus ropajes litúrgicos. Seguía después la Guardia Civil, con sus rostros curtidos y sus uniformes de gala, y, finalmente, las autoridades municipales de Ugíjar y sus aldeas dependientes, riendo y charlando, cada pueblo con su estandarte correspondiente. Detrás venía la gente que había hecho promesa de acudir a la procesión. Las mujeres iban descalzas generalmente, pero con medias, por pudor. Cuando, coincidiendo con la aparición de las primeras estrellas, la procesión completaba su recorrido y la Virgen regresaba a su santuario, todas las campanas se lanzaban al vuelo, ascendían los cohetes al cielo y se disparaban salvas. Luego se hacía la calma. Rápidamente todo el mundo salía de la iglesia. Las calles se atestaban de mulas con rojas gualdrapas, y en cada una cabalgaban dos o tres personas que intentaban llegar a sus aldeas lo antes posible. Algunas emplearían tres horas de viaje, e incluso más, hasta poder reposar en sus camas.