VII. Escuela e iglesia

Mi aldea se interesaba muy poco por los beneficios de la ciencia. Podía haber tenido luz eléctrica, como Válor y Mecina, pero su indiferencia y apatía le habían impedido procurarse los servicios de la compañía eléctrica. También podía haber tenido teléfono, pero cuando se tendieron los cables a lo largo de la carretera rechazó la oferta de una cabina. ¿Para qué —se preguntó con bastante razón— iba a gastarse el dinero en una cosa que nadie iba a usar?

La asistencia a la escuela, sin embargo, constituía un asunto diferente. El Estado insistía en que debía haber una escuela, y la hubo, regentada por una maestra. Aquellos muchachos que no tenían que ayudar a sus familias pastoreando cabras, se reunían allí todas las mañanas para asimilar los rudimentos de una educación moderna. Aprendían de memoria una serie de himnos y oraciones, se familiarizaban un poco con las historias de la Biblia y, en cuanto a la aritmética, llegaban a dominar los números cardinales hasta el veinte y, si eran listos, hasta el cien. También se hacían con los nombres de los cuatro continentes mayores y las doce naciones principales, y aprendían a reconocer los animales más importantes, comenzando por el perro y el león. Esto se les facilitaba mediante una lámina de colores que colgaba de la pared, y que mostraba a una vaca junto a un caldero en el momento del ordeño, un cazador con su perro, un camello junto a una palmera, y un león devorando a un antílope.

Pero ¿y la lectura y escritura? En teoría formaban parte del programa, pero creo que únicamente como ideales cuyo alcance debía inspirar sólo a los chicos serios y estudiosos. En la práctica estaban fuera de las posibilidades de todos. Era raro que en estas escuelas cualquier chico o chica llegara más allá de reconocer unas cuantas letras. De hecho, la generación más vieja de la aldea difícilmente contaba con más de tres o cuatro personas que pudieran leer una línea, a excepción de aquellos que llevaban el don o doña delante de sus nombres. Los jóvenes habían aprendido a leer porque en el servicio militar los sargentos les daban un curso de lectura y escritura. ¿Qué importaba, sin embargo, este analfabetismo, tan denigrado por periodistas y políticos? En nuestra aldea no había nada que leer, de manera que incluso aquellos que habían aprendido a hacerlo lo olvidaban pronto, debido a las escasas ocasiones que se les brindaban para poner en práctica sus conocimientos.

Pero, se preguntará, ¿no había periódicos? Sí, naturalmente, el médico y el tendero estaban suscritos a uno. Era una hoja de Granada que daba las noticias locales, pero que raramente mencionaba lo que sucedía fuera de España, a no ser el estado de la salud del papa o la celebración de algún servicio religioso en el Vaticano. De manera que la primera vez que vine a la aldea me encontré con que, cuando hablaba de la guerra en la que había tomado parte, la mayoría de la gente suponía que había estado luchando contra los moros. ¿Acaso no eran todas las guerras contra los moros? ¿No era esa raza falsa y traidora el enemigo universal? En cuanto a Inglaterra y Francia, eran términos vagos que expresaban países remotos, indeterminados, de los cuales llegaban figuras más o menos familiares, las de los errantes ingleses o franceses. Los ingleses tenían la reputación de estar interesados en las minas y poseer singulares poderes sexuales. Los franceses eran unas personas que siempre serían vencidas por los españoles. Pero nada se sabía de sus países. Cuando, tras pasar algunos años en la aldea, regresé a Inglaterra por breve tiempo, mi sirvienta María se lamentó, con un vago movimiento de su brazo, de que tuviera que viajar a través de toda esa Europa de Francia. La frase expresaba su incultura, la incertidumbre y la tristeza.

¿Qué importaba esta ignorancia? La gente de Yegen conocía todo lo que necesitaba para su prosperidad y felicidad, y nada ganaría conociendo más cosas, salvo unas cuantas frases pedantes. Dentro de los límites prescritos por su forma de vivir, eran sensibles y civilizados, y llevaban sus asuntos mejor que muchas comunidades mayores. Como campesinos y católicos españoles, los habitantes de Yegen tenían a sus espaldas una vieja tradición, y sucedía frecuentemente que cuanto menor era la educación escolar que tuvieran, más vívida era su conversación, puesto que entonces hablaban de lo que realmente conocían.

A veces, sin embargo, cuando pensaban que sabían algo, podían resultar muy tediosos. Así, cada dos por tres, me topaba con gente vieja a la que se le había metido en la cabeza que los españoles hablan español, los ingleses, inglés, y los franceses, francés; de la misma forma que cada especie de pájaros tiene su propio canto o trino peculiar. De manera que cuando se enteraron de que yo era inglés, presumieron que sólo podía hablar mi propia lengua e incluso cuando me oían hablar español cerraban sus oídos y decían: «No puedo entender lo que dice este hombre». Puesto que no hay obstinación tan grande como la obstinación española, persistían en su actitud, aunque, manteniéndome dentro de los límites del vocabulario campesino, hablara de una manera fluida y con un acento aceptable. Como don Eduardo, estarían dispuestos a luchar hasta el fin antes de ceder en sus opiniones.

Del centenar, aproximadamente, de caseríos y aldeas que tachonan la fértil Alpujarra —contando desde Padul y Motril, en el oeste, hasta Ohanes y Dalías, en el este—, Yegen era, empleando la expresiva frase española, uno de los más abandonados. Esto no se debía a su tamaño —puesto que su población oscilaba alrededor del millar— ni a su pobreza —puesto que casi todos tenían algo de tierra—, sino al hecho de que contaba con poca gente de medios. En esto contrastaba tanto con Válor como con Mecina Bombarón, dos aldeas aristocráticas que ya ostentaban este carácter en la época mora. Aunque no eran ni tan grandes ni tan importantes como otras varias de la región, cada una de ellas había proporcionado a los insurgentes un rey, durante las revueltas de 1568.

Me imagino que Yegen ha sido siempre una aldea en la que predominaron las familias humildes. Sus colonos bereberes la habían construido en cuatro barrios distintos, dos de los cuales quedaban a una cierta distancia de los otros dos, con una mezquita situada en el lugar en que se encuentra la iglesia en la actualidad, en la única zona disponible de terreno llano. Cuando llegaron, los cristianos abandonaron los barrios adyacentes y establecieron su residencia en los dos que hasta hoy subsisten, encima y debajo de la iglesia. Llegaron unas veintiuna familias, es decir, un centenar de personas. Sus descendientes se multiplicaron hasta que, por los años de 1880, cuando la plaga de filoxera destruyó las viñas, se inició una emigración a Sudamérica que redujo la población a la mitad. Desde entonces había vuelto a incrementarse, hasta alcanzar en 1920 el máximo de habitantes que la tierra podía sustentar.

El carácter de abandono de nuestra aldea se mostraba, entre otras cosas, en su actitud hacia la religión. No la habían alcanzado las doctrinas anticlericales ni, mucho menos, las ideas anarquistas que prevalecían en Almería ni las socialistas de Granada, pero entendía su vida religiosa con un cierto descuido e indiferencia. Un considerable número de aldeanos jamás confesaba ni iba a misa; sin embargo, todo el mundo se adhería con entusiasmo a los distintos servicios y procesiones que se realizaban en honor de la Virgen. La mayoría de las tardes dominicales, al iniciarse el crepúsculo, se celebraba a lo largo de las calles una procesión del rosario. Los mayordomos llevaban un estandarte y les seguían hombres y muchachos en hilera, con cirios, y la gente de las casas que bordeaban el camino encendía lamparillas en las ventanas. Si alguien se cuidaba de contribuir con unas pocas pesetas, la procesión se detenía delante de su casa y cantaba una copla a la Virgen. Las novenas de la iglesia gozaban también de gran asistencia. Tenían lugar al anochecer. Los músicos —un guitarrista y un tañedor de laúd— se sentaban en el coro, y, junto con los muchachos, cantaban, tras las letanías y los himnos, coplas del tradicional cante jondo. Las familias más pías, incluyendo aquellas que raramente iban a misa, erigían altares en sus casas e invitaban a sus amigos a comer pasteles y a unírseles en el rezo del rosario. Después de los funerales tenía lugar la novena, rezo que se celebraba en la casa del difunto, prolongándose durante nueve noches, y al que acudían todos sus amigos y parientes.

Donde se notaba realmente la laxitud era en la misa del domingo. Las mujeres, con mantillas o velos negros, llenaban el crucero de la iglesia, mientras que al fondo se situaba un grupo de hombres que hablaban y charlaban y, en ocasiones, hasta fumaban durante la ceremonia. Otros se quedaban fuera, en la plaza, y consideraban que habían oído misa si se cuidaban simplemente de mirar por la puerta y santiguarse cuando escuchaban el tañido de la campanilla que anunciaba la Elevación. Los perros entraban y salían, los chicos jugaban, y existía una atmósfera general de indiferencia. Cuando más adelante hice algunas investigaciones en torno a la historia religiosa de España durante el siglo XVI, me topé con que muchos contemporáneos se quejaban de la existencia de comportamientos similares. Desde luego, considerando esta época de fe según las pautas modernas, sus costumbres resultaban extremadamente irreverentes, pues la gente bailaba en la iglesia, comía y bebía, reía y charlaba y tomaba rapé, y las capillas se convertían en lugares en los que el amor se daba cita. Esto me sugería que, considerando la indiferencia religiosa del siglo XIX, Yegen no había revertido a la laxitud, sino que, por el contrario, había conservado las formas descuidadas de un período anterior, fundadas en la familiaridad y confianza. Yegen era un lugar medieval, también a este respecto.

Cuando llegué por primera vez a la aldea, el párroco era un tal don Horacio. Era un hombre muy feo, pero con esa fealdad que tranquiliza, pues parece natural y humana. Lucía una gran dentadura de oro, que brillaba y centelleaba cuando sonreía, y resultaba tan genial y simpático que todas las mujeres le adoraban. Según la gente, esto se debía a que había pasado muchos años en Cuba, donde los curas se mezclaban más con el pueblo que en España, y hacían menos ostentación de su dignidad. En cualquier caso, se comportó conmigo de una manera muy atenta, y cuando le dije que era protestante consideró esto como un asunto de pequeña importancia y, dándome golpecitos en la espalda, me dijo:

—No se preocupe, hombre. Venga a misa y ya verá como no le hace daño. Pero tenga en cuenta una cosa. No diga a la gente que usted es protestante. La gente del campo es muy ignorante y no comprendería.

Al preguntar sobre este aspecto, encontré que algunos de ellos pensaban que los protestantes tenían rabo.

Don Horacio solía enviar al sacristán en mi busca tan pronto como las campanas cesaban de tocar. Cuando yo llegaba a la iglesia, él mismo me conducía hasta el trono del obispo, situado al lado del altar. Era esta una situación delicada. A mis pies descansaba un mar de rostros de mujer, ojos de mujer, manos de mujer ocupadas en todas esas complicadas cruces —santiguadas y persignadas— que son peculiares de Andalucía. Sus poseedoras se sentaban con las piernas cruzadas en esteras separadas, extendidas sobre el suelo, con sus rostros enmarcados en negras mantillas de blonda y velos, y sus ojos, oscuros e inexpresivos, dirigidos hacia mí. Al fondo de la iglesia estaban los hombres, no más de una docena, que miraban con la mayor indiferencia.

—No se preocupe de arrodillarse o santiguarse —me decía don Horacio, dirigiéndose a mí, en la mitad del servicio, cuando percibía mi preocupación—. Siéntese y póngase cómodo.

Después de la misa venía el sermón. El párroco se subía al púlpito y divulgaba el texto. En esta ocasión la prédica giraba en torno a la abnegación de José y el amoroso cuidado que había tenido de su esposa e hijo. Inmediatamente todos los rostros femeninos dejaban de mirarme y se orientaban hacia él; yo, al contemplar los cuellos inclinados hacia atrás, los ojos escrutadores y las bocas abiertas de aquel auditorio imaginaba estar frente a un nido de pajarillos que esperaban que sus padres los alimentasen. Pero la mayoría de los hombres del fondo, a quienes el sermón les hubiera hecho mucho provecho, se habían marchado.

Concluido el servicio, don Horacio me cogía del brazo y me preguntaba qué me había parecido. Yo musitaba un juicio.

—Eso está bien, hombre. Eso está bien. Veo que ya es usted medio católico. Nuestra religión está muy bien y, en cualquier caso, es la única apropiada para los españoles.

A pesar de que todas las mujeres adoraban a don Horacio, jamás hubo el más leve susurro de escándalo, hasta que se enamoró de la cuñada del médico. Solía ir todas las tardes a casa del médico a jugar al triquitraque. Este médico era un hombre bajo y desagradable que hablaba de una manera tan gutural que difícilmente podía entendérsele. Era extremadamente corto de vista, y parecía un jabalí. Aunque nunca había estado en el ejército, se le conocía como el capitán, en honor a su padre, que había sido comandante. Estaba casado con una mujer tan gigantescamente gorda —como un colchón de grande, tal como decía mi María— que jamás salía a la calle, pues sus pies no la sostendrían sobre los guijarros. Como la mayoría de las mujeres gordas, era cordial, y tenía una hermana soltera, Cándida, que era casi tan gorda como ella y, aunque no muy joven, tan plácida y afable.

El aburrimiento y la familiaridad, tal como dice el proverbio, son malos consejeros. Al poco tiempo, don Horacio estaba desesperadamente enamorado y su amor se veía correspondido. Los dos acordaron huir juntos. Alquiló un coche, que esperó en la carretera y Cándida recibió un billete en que se le notificaba que él aguardaba allí. Pocas semanas después don Horacio abandonó la aldea y jamás regresó.

Al cabo de unos años me lo encontré en un café de Granada. Con la encantadora sonrisa de sus dientes de oro, pasó su brazo sobre mi hombro, se sentó junto a mí y, sin más, comenzó a preguntarme cómo estaba doña Cándida. Cuando le respondí que estaba «bastante bien», comenzó a ponderar su belleza, su dulzura, su gracia angelical y bondad de corazón, como si ella constituyera el galardón más preciado de toda la rica y poblada Alpujarra.

—¡Qué derroche! —exclamó—. ¡Qué derroche! ¡Allí está, languideciendo, sin nadie que la aprecie!

Después de la desgracia de don Horacio estuvimos algún tiempo sin párroco. Un hombre corpulento y con cara de toro, que vivía, peor que en pecado, con una mujer gorda y grasienta que tenía una posada en Mecina, venía en una mula todos los domingos y decía misa. Estas aldeas remotas eran el lugar de destierro para los desgraciados. Después, el obispo trató de enviarnos un titular, pero las mujeres, que deseaban el regreso de don Horacio, le rodearon en la carretera y le pusieron en fuga tirándole piedras. Pasaron unos años antes de que llegara don Indalecio. Era un hombre mayor, de gran contorno y estatura, pero sufría tanto de la gota que raramente salía de la cama. La gente decía, no sé con qué fundamento, que bebía. Se trajo a su ama de llaves, familiarmente conocida como Pan Blanco. Este apodo escondía una historia ocurrida muchos años antes, cuando Pan Blanco, joven que vivía en una aldea cercana, estaba comprometida para casarse. Pocos días antes de la ceremonia, fue a confesarse con don Indalecio, quien por aquel entonces era también muy joven. Don Indalecio se enamoró de ella y puso todo su empeño en conseguirla a cualquier precio. El párroco lo habló con su madre, a quien dijo que se suicidaría si no podía tener a la chica, y ella se comprometió a hablar con la muchacha.

—María —le dijo—, quiero hacerte una pregunta. ¿Qué preferirías comer durante toda tu vida, pan negro o pan blanco?

—Pan blanco —dijo la muchacha.

—Me alegro que seas tan sensata —replicó la madre del párroco—. Ahora, lo que tienes que hacer es romper tu compromiso, que está muy por debajo de tus merecimientos, y ponerte a servir a mi hijo como ama de llaves.

Así lo hizo, pero su novio, enfurecido, cargó su revólver y disparó un tiro al cura; no alcanzó aquel grande y negro cuerpo, pero fue capaz de acertarle en un dedo. Como prueba de la veracidad de la historia se señalaba el hecho de que al cura le faltaba un dedo.

Vi por última vez a este párroco en enero de 1933. Tras haber estado postrado en la cama durante meses, se levantó penosamente para acudir a la fiesta de la aldea. Los cohetes subían al cielo, se hacían salvas y la alegría general subía de tono. Tambaleándose sobre sus andas, avanzaba nuestro patrono, el Niño Jesús. Detrás venía don Indalecio, dando traspiés entre las hileras de cirios, con su enorme y negro corpachón, que destacaba entre la multitud, apoyando pesadamente una mano en el hombro de Pan Blanco.

Sin embargo, no pretendo dejar la impresión de que todos los párrocos de la Alpujarra se sintieran atraídos por las mujeres. Tanto don Prudencio, de Válor, como don Domingo, de Ugíjar, eran sacerdotes modelos, y como ellos había, sin duda, otros muchos. Por ende, y como justificación de aquellos que no lo eran, conviene aclarar por qué el celibato sacerdotal no ha sido siempre tan estrictamente observado en España como en los países del norte. Originalmente, si Marcel Bloch está en lo cierto, esta regla se estableció a causa de la creencia popular de que una misa celebrada por un sacerdote cuyo cuerpo hubiese sido mancillado por la relación sexual, perdía eficacia; pero los españoles no aceptaron esto, a causa de la influencia del punto de vista musulmán, según el cual el sexo no constituía impureza espiritual alguna. De manera que sus sacerdotes se resistieron a los preceptos del Sínodo de Letrán, y hasta la primera mitad del siglo XVI casi todos, por regla general, mantenían una concubina o barragana, con la que contraían matrimonio. A pesar de que tras el Concilio de Trento la disciplina se hizo más severa, los versos populares nos muestran que al comienzo del siglo XIX no era raro el sacerdote que vivía en concubinato. ¿A quién le importaba? Los aldeanos españoles admiran al sacerdote que es casto si en los otros aspectos les parece un hombre honrado, pero no piensan lo peor de otro que muestre sus instintos naturales. Bajo los reproches de los protestantes, el miedo al escándalo se ha convertido en la actualidad en una manía de la iglesia católica, pero de hecho, en cualquier país sincero, y España lo es, la influencia del sacerdote no depende de su libertad con respecto a este o aquel pecado, sino de su carácter general. De manera que en la época de la que estoy hablando, los curas de aldeas andaluzas no se desprestigiaban necesariamente si mantenían a un «ama de llaves». Por el contrario, había mucha gente que estaba así más tranquila cuando sus hijas iban a confesar.

El estado del cementerio me pareció más sorprendente que las faltas privadas de nuestros párrocos. Cuando se cayó el muro que lo rodeaba no se pudo encontrar dinero para repararlo, y los perros solían penetrar en el recinto, escarbar en las tumbas recientes, desenterrar los cuerpos y comerlos (la roca estaba demasiado próxima a la superficie y no se podían cavar tumbas profundas). En España, por lo general, los cementerios están bien cuidados, y esta despreocupación oriental es algo que jamás he notado en ningún otro sitio.

No teníamos sacerdote, carecíamos de médico (pues don José había abandonado su profesión), y nuestra fiesta anual era la más pobre de la comarca. Yegen era una aldea sin prestigio. En Láujar y Berja, en Padul y Órgiva, la gente solía preguntarme por qué me había ido a vivir a un lugar tan remoto, cuando podía haber elegido los encantos y diversiones de la civilización en algún pueblo más grande. Pero había una cosa que no nos podían negar: poseíamos el mayor manantial de la región. Y el agua de mejor sabor. Los españoles, como frecuentemente se ha señalado, aprecian en el agua no sólo la abundancia, sino también el sabor. Su paladar, tan basto por lo general para apreciar el vino, es de una exquisita sensibilidad cuando saborea el líquido natural. El sabor de la nuestra, como si tras el goteo de la nieve derretida hubiera estado reposando su calidad en las rocas estrato-cristalinas de las profundas fisuras y cavernas subterráneas, era particularmente satisfactorio, y los muleros de Almería, en donde el agua, cuando no es salina, es gorda e insípida, hablaban con elocuencia del placer que les producía beber un vaso de nuestra agua.

El agua manaba bajo una roca situada en lo alto de la aldea y corría hasta un profundo estanque. Cuando uno se situaba en el borde del mismo y miraba hacia abajo, veía brillar en el fondo los guijarros, entre fragmentos de cerámica de colores y largas hierbas verdosas que ondulaban suavemente y sin cesar, de un lado a otro, como en trance hipnótico. Las empenachadas ramas del culantrillo enraizado en los muros rocosos pendían sobre el agua, y la calma y quietud del lugar contrastaba extraordinariamente con la poderosa corriente que, partiendo del estanque, se precipitaba por la rampa de un molino sobre la muela.

Estos molinos de agua de las aldeas montañosas andaluzas son de un tipo peculiar y muy primitivo, pues sus ruedas están montadas en sentido horizontal en vez de verticalmente, y se mueven por la oblicua percusión del agua contra unas cuantas aspas rígidas dispuestas como paletas. La muela se mueve sobre el mismo eje en una cámara más baja, lo que simplifica mucho el mecanismo y constituye una gran economía de espacio y dinero. Todo el molino se encuentra situado en un pequeño edificio de dos pisos, levantado contra la empinada ladera de la colina y con una altura no superior a unos cuatro metros. Se supone que estos molinos hicieron su aparición en España durante la época visigoda o bizantina (entre 550 y 620 d. C., la mayor parte de Andalucía estuvo gobernada por un exarca griego), ya que, a pesar de que los romanos tenían noticias del molino de agua —uno de ellos lo describe Vitruvio—, su innato conservadurismo o el abundante contingente de mano de obra esclava de que disponían, les hicieron preferir los antiguos métodos de trituración en molinos de mano. Este tipo de molino pasó de Galicia a Irlanda, donde lo encontraron los vikingos, que lo difundieron hasta Noruega y las islas de la costa escocesa, mientras que en España fueron los laboriosos árabes y bereberes los que desarrollaron y extendieron su uso.

El agua de nuestro nacimiento movía dos molinos, mientras que otro brazo de agua alimentaba la fuente y proveía mi casa. Además, por debajo del molino superior, y partiendo de él, corría el arroyo en el que las mujeres lavaban la ropa. La colada constituía la principal ocupación de la mitad de la población femenina; muchas mujeres casadas la hacían todos los días del año con buen tiempo. Gozaban con el vigoroso ejercicio, el chapoteo del agua, el aire libre y, sobre todo, con el comadreo que convertía el lavadero en una forma especial de club. Cualquier hombre que se aventurara a pasar por allí se convertiría en el blanco de sus pullas y sería rechazado. También les gustaba que las camisas de sus hijos y maridos estuvieran inmaculadamente limpias y blancas, aunque las desgastasen al lavarlas. Como no se utilizaba nunca el agua caliente, se veían en la necesidad de lavarlas y enjuagarlas varios días seguidos, y, en los intervalos, las extendían en una jofaina de poco fondo, al sol. Cuando la ropa estaba muy sucia, se hacía lejía de la madera de fresno, y una vez que se había restregado repetidamente la ropa, se ponía a remojo en ella. También hacían una especie de pasta, aunque sin aceite de oliva o sosa cáustica, que llevaban al lavadero en una jofaina. Los pobres la usaban en vez del jabón, que todavía estaba considerado como un lujo. De hecho, hasta unos veinte años antes, incluso los ricos habían utilizado esta pasta para su higiene personal.

La noción de limpieza entre los aldeanos españoles consistía en cambiar la ropa interior frecuentemente. Como mucho, se bañaban un par de veces al año. De vez en cuando, con el calor del verano, los niños y los jóvenes se bañaban en una de las dos grandes balsas ahoyadas en la ladera de la montaña, en lo cimero de la aldea; pero el agua estaba fría y se pensaba que el baño podía resultar perjudicial. El hecho de que a mí me gustara bañarme en las balsas se consideraba como un fenómeno extraordinario, y cuando las mujeres de los cortijos veían que me iba a desnudar, su curiosidad y su modestia las ponía en gran aprieto. Sin embargo, unos metros más abajo de la aldea, y en el sendero de mulas que llevaba a Yátor, había un manantial que alimentaba un diminuto estanque de agua tibia, conocido como el baño de las mujeres. La tradición decía que había sido utilizado para ese propósito durante la época mora. De vez en cuando, una pandilla de chicas iban a él, con la sensación de ser enormemente audaces, y entre múltiples chillidos y risitas ahogadas, quedándose en ropa interior, se sentaban una a una en el agua. Un cabrero que espiara desde detrás de un arbusto situado en la cima de la montaña, podría ver únicamente una figura vestida con un pantalón de lienzo grueso y burdo, y sentir la emoción de saber que la chica no llevaba más ropa debajo. Cuando las chicas caían en la cuenta de que alguien las miraba, irrumpían en gritos y chillidos, como una banda de estorninos, hasta que el joven huía avergonzado. En aquella época todas las mujeres, hasta las más pobres, llevaban medias de algodón, y la vista casual de un pie o un tobillo desnudos bastaban para hacer latir más deprisa un corazón de hombre. Posteriormente, hacia 1927, irrumpió la moda de las faldas muy cortas, y resultó normal el que, cuando una chica se inclinaba o arrodillaba para fregar el suelo, dejase visible una parte de su blanco muslo. Nadie la criticaba o hacía comentarios.

Naturalmente, las prostitutas eran una institución: cada aldea tenía dos o tres. Una muy sincera que vivía a unas pocas puertas de mi casa, se llamaba Máxima. Mi primer recuerdo de ella data de cuando era soltera, de unos treinta años y ya, como los españoles decían, cargada de cinco o seis hijos. La necesidad de darles de comer la obligó a adoptar hacia el amor una actitud mercenaria. Era una criatura de buen natural, que jamás pronunciaba una mala palabra ni exponía mala doctrina, como decía don Eduardo, y por esta razón era tratada con gran amabilidad por las más respetables familias, a cuyas casas acudía a fregar los suelos y, cuando no tenía comida, a mendigar pan o aceite. Estas limosnas se daban a quienes las necesitaban. Otra mujer que practicaba este oficio era la Prisca. Era una mujer lista y elocuente que sabía leer y escribir, y por ello era muy reclamada para redactar cartas de amor, en las que, por lo general, deslizaba alguna obscenidad o atrevimiento. Tenía maneras profesionales, un aspecto de gran desparpajo, como una enfermera consciente de su saber y utilidad a los demás, y esto, y su absoluta carencia de humildad, era la causa de que las mismas mujeres respetables que con tanta libertad trataban a Máxima, se mantuvieran siempre a distancia de la Prisca. Tenía dos hijas, dos futuras bellezas. Cuando su padre, el primer amante de la Prisca, trató de meterlas en un orfanato, ella se las llevó a Granada, donde con el tiempo llegaron a ser las queridas de dos ricos tenderos. Las hijas de Máxima, por el contrario, se pusieron a trabajar como sirvientas y se casaron con jornaleros.

Una muestra del humilde estilo de vida de nuestra aldea era que el precio que ponía la Prisca a los muleros que venían de la costa, sus mejores clientes, era una peseta, y se elevaba, con la comida incluida, a dos pesetas por toda la noche. Máxima, cuyos clientes eran los jóvenes de la aldea, era aún más moderada en sus condiciones. Como estos mozos raramente tenían dinero contante y sonante, pagaban en especie, y el precio habitual era de dos huevos, y cuando no era el tiempo de la puesta de las gallinas, sólo uno. Anoto estas particularidades de la economía aldeana con la esperanza de que un día algún erudito historiador, al extraer este libro de los anaqueles de una biblioteca de Nueva Zelanda o Tierra del Fuego, le pueda servir para cubrir las lagunas de sus conocimientos sobre el cambio de los niveles de precio durante las últimas décadas de una civilización pasada. Quizá, si se detiene a pensar, llegue a la conclusión de que las bombas de cobalto destruyeron un modo de vida que, aunque rudo y primitivo, merecía la pena conservar.