Según pasaban los meses y se acrecentaba mi familiaridad con la aldea que había escogido como residencia, me sorprendía descubrir cuán independiente era aquel lugar. Ni siquiera nuestros terratenientes intercambiaban visitas con los de las aldeas vecinas, a las que raramente acudíamos, a no ser con ocasión de las fiestas anuales. De las dos más cercanas, Válor no gozaba de las generales preferencias, pues se consideraba que sus aldeanos eran gente que gustaba de darse tono, mientras que los de Mecina, chapados a la antigua, causaban hilaridad por sus vestidos y costumbres. Las únicas aldeas con las que manteníamos buenas relaciones eran aquellas situadas a alguna distancia, especialmente si se dedicaban a cultivos diferentes y se hacía algún comercio con ellas.
Naturalmente, no existían relaciones de noviazgo entre los miembros de aldeas vecinas. Era impensable que un hombre o mujer de Yegen se casara con vecinos de Válor o Mecina. Y si tal ocurría, el cónyuge debería ser oriundo de algún pueblo o ciudad remotos; pero, aun así, sólo dos casadas, aparte de la maestra de escuela, habían nacido en otro sitio. Una de ellas era la mujer de mi casero, doña Lucía, y la otra era la mujer del doctor, y ambas habían conocido a sus maridos cuando estos estudiaban en la Universidad de Granada. Aún más, sin contarme a mí, sólo había en la aldea dos hombres que no fueran «hijos del pueblo»: el cura y el secretario del Ayuntamiento, nombrado oficialmente, y ambos procedían de aldeas situadas a bastantes kilómetros. Se comprende, pues, que el sentimiento que tenían estos aldeanos de pertenecer a una comunidad cerrada —una «polis» griega o una tribu primitiva— estuviera extremadamente arraigado. Todos sentían que su vida estaba ligada a la del pueblo en el que habían nacido; un pueblo que, con sus cargos municipales de libre elección, se gobernaba a sí mismo.
Por tanto, la política —y España es un país de mentalidad política— constituía uno de los temas favoritos de conversación. En cuanto uno oía palabras como granuja, bribón, sinvergüenza, sabía de qué iba la cosa. Pero no la política nacional. A pesar de que con el intervalo de pocos meses los periódicos hacían mención a crisis gubernamentales, a huelgas y tiroteos en Barcelona, nadie en Yegen le prestaba el menor interés. La única política que interesaba a la gente de la Alpujarra era la política de sus propias aldeas, y como esta no era tan simple como pudiera suponerse, daré de ella una breve explicación.
En aquella época España era una democracia parlamentaria en la que dos partidos, el liberal y el conservador, competían por el poder. Ambos representaban los intereses de las clases medias, y la única diferencia entre ellos radicaba en que, mientras el conservador se inclinaba por mantener la posición de la Iglesia, el liberal era ligeramente anticlerical. Puesto que los campesinos y trabajadores agrícolas no tenían ningún interés en tales asuntos, los dos partidos habían encomendado la organización de sus fuerzas a unos jefes locales, conocidos como caciques, que eran generalmente los más grandes terratenientes de cada distrito. Estos utilizaban su influencia —en mayor medida que lo habían hecho los caballeros ingleses— para persuadir a los campesinos de que votasen por su partido. Además, el cacique, respaldado por su maquinaria política, se convertía en un hombre muy útil para tenerle como amigo, pues podía prestar ayuda a cualquiera que tuviera dificultades, e incluso podía conseguir una evaluación más benigna de los impuestos sobre las tierras.
El cacique más importante de nuestra región era el diputado en Cortes por el partido conservador don Natalio Rivas: un rico terrateniente que gobernaba, como un rey, toda la Alpujarra, desde Granada a Almería; un hombre culto que había escrito un libro excelente sobre tauromaquia y gozaba de gran fama en la región y en Madrid. Su diputado en el partido, o distrito rural de Ugíjar, era un tal don Paco Almendro, que vivía en una casa nueva y grande de Válor, y, en un rango inferior, quedaban los caciques de las diferentes aldeas. Antiguamente la mayoría de las aldeas habían tenido dos, uno conservador y otro liberal, que se turnaban en el control de los concejos, de la misma manera que los dos partidos guardaban su turno para formar gobierno en Madrid; pero no mucho antes de mi llegada este caballeroso acuerdo quedó roto y surgió una genuina rivalidad. Como resultado, los liberales quedaron totalmente sometidos en nuestro distrito rural. Gracias a las convincentes razones de don Natalio, los viejos terratenientes liberales se habían pasado al bando conservador, y el partido liberal ya no podía proporcionar caciques locales, excepto en aquellos casos, pocos, en que sus miembros influyentes se habían mantenido leales. Esto es lo que había sucedido en nuestra aldea y gozábamos por ello de una política realmente democrática en lugar de la dictadura paternal del más rico.
La causa de este peculiar estado de cosas radicaba en que mi casero, don Fadrique, quien había heredado de su padre la atribución de cacique liberal, había discutido violentamente con su cuñado, don Manuel, el cacique conservador. Eran los más ricos de la aldea y vivían uno en el barrio alto y otro en el bajo. Don Fadrique se había retirado a Granada, dejando en desorden los asuntos de su facción, pero con un número suficiente de partidarios como para competir en las elecciones. Desde luego, nada podía impedir que don Natalio fuera elegido para las Cortes por una gran mayoría, pero eran los cargos municipales los que interesaban a la gente de Yegen y quedaban algunos liberales para conseguirlos. No siempre se utilizaba o entendía la palabra «liberal». Los dos partidos eran conocidos simplemente como «nosotros» y «ellos» y, frecuentemente, por los nombres de los caciques. Y esto se debía a que nadie pensaba en términos de partidos nacionales, sino únicamente en facciones de carácter local.
Pocas semanas antes de mi llegada a Yegen, una discusión, sólo parcialmente relacionada con la política, había desembocado en gran tragedia. Había en el barrio alto un hombre llamado don Aquilino. Era ambicioso y se había propuesto suceder a don Fadrique como cacique liberal, mas para aspirar a tal posición debía poseer tierras, y él tenía muy pocas. Esta carencia de hectáreas lo enconaba todo, pues sus abuelos habían sido, según los niveles de la aldea, unos terratenientes considerables. Él debía haber heredado la mitad de lo que ellos dejaron, pero tras su muerte se había iniciado un proceso en el que se mezcló la influencia política —o así lo creía él—, y la mayor parte de la propiedad fue a parar a su primo, don Manuel. Sentía por esto un odio intenso hacia su primo, y para ajustarle las cuentas le arrastraba a pleito tras pleito. Siempre perdía —era inevitable—, pero don Manuel había de pagar sus costas legales, y su primo estaba dispuesto a arruinarse con tal de hacer daño a su enemigo. Además, su abogado, liberal, movido por la inquina política, le hacía pagar la mitad de los costos.
En la casa de don Manuel, el odio contra el primo alcanzó pronto un grado febril. Con cada nuevo pleito veía disiparse su maíz, sus viñas y sus olivos. Rabiaba y desvariaba, exclamando, al igual que Enrique II con respecto a Beckett: «¿No habrá nadie que me libre de esta peste?». Y su encargado, que era también su hermanastro y hermano de leche, tomó sus palabras en serio. Una tarde salió, preparó su navaja y se apostó, a la espera del enemigo de su patrón, en un sendero solitario, en un barranco de la parte baja de la montaña.
Al poco tiempo llegó don Aquilino, con su hijo, un niño de nueve años, de la mano. En la otra mano llevaba un hacha. Estaba de buen humor, y cuando vio al hombre de don Manuel esperándole, comenzó a mofarse de él. «Vengo —le dijo— de ver aquella hermosa viña que tenéis allí. Preparaos a perderla, pues en unas pocas semanas será mía». Y le llamó por su apodo, Faldones, una cosa que en España resultaba muy ofensiva, pues los apodos jamás han de proferirse en la cara.
La respuesta del otro consistió en arrebatarle el hacha y darle un tajo que casi le seccionó el cuello por completo. El niño se escapó gateando por entre los matorrales y dio la alarma. El juez se presentó con una partida y arrestó al asesino.
Media hora más tarde, don Manuel, ignorando al parecer lo que había sucedido, fue a comprar unos sellos a la oficina de Correos, atendida por una sobrina de don Aquilino. «Dicen que Faldones ha asesinado a mi tío», le dijo la mujer. «Y muy a tiempo —replicó el cacique—. Se lo estaba buscando». La sobrina repitió estas palabras al abogado liberal que vino a hacer la investigación y tanto don Manuel como su encargado fueron a la cárcel.
Sin embargo, no se es cacique en vano. El caso contra el uno fracasó por falta de pruebas, y Faldones, aunque sentenciado a una larga condena, fue puesto en libertad a los tres años. Pero el asunto costó gran cantidad de dinero, ocasionó remordimiento y aflicción y don Manuel regresó a la aldea destrozado. La familia de su enemigo sufrió aún más. La viuda de don Aquilino vendió lo que quedaba de las propiedades de su marido y se fue con sus cuatro hijos a Granada, donde puso una pequeña pensión para estudiantes. Pero la pensión fracasó. Ella y una de sus hijas murieron, mientras que las otras —demasiado hermosas para resignarse a la situación en que estaban— comenzaron a relacionarse con hombres y lentamente se hundieron en una vida disoluta. El hijo se hizo chófer, pero casi en su primera carrera la mala suerte le hizo atropellar y matar a un jornalero, por lo que fue a la cárcel, y después, al no estar asegurado, hubo de abandonar el país para no tener que mantener a la familia del difunto. Por una ironía de la ley, el conductor es responsable financiero de los daños que accidentalmente infringe, pero no así el que, deliberadamente, asesina.
El poder de los caciques llegó a su fin en 1922, cuando el general Primo de Rivera proclamó su Dictadura. Pocos defensores han tenido en España desde entonces, aunque quizá un sistema que durante cincuenta años proporcionó la paz al país bajo un régimen parlamentario podría reivindicar algunos méritos. El perdón del asesino, aunque se debiera a la influencia política, seguramente no estaba fuera de razón. Ni él ni su instigador eran hombres malos o violentos, y ambos, ciertamente, lamentaban lo sucedido. Habían actuado bajo el influjo de la provocación y de la ira. De hecho, en España casi todos los crímenes serios han sido de este tipo: el asesinato con premeditación, el envenenamiento subrepticio de la esposa, del marido o de la tía rica pero con demasiada salud, no son cosas que vayan de acuerdo con el temperamento español. Cuando, al final de la década de los veinte, en Barcelona se dio el caso de un asesino destripador, los catalanes pudieron, al fin, justificar sus deseos de ser considerados europeos, en el más profundo sentido de la palabra.
Esta trágica historia muestra cómo se entrelazaban en la España de aquellos días la política y los pleitos, llevando una cosa a la otra de manera inevitable, con el beneplácito de los abogados de la ciudad más cercana. Estos eran los vicios de una frugal sociedad campesina, ávida de tierra hasta la obsesión: el mismo papel que representaban el juego y la bebida en las ciudades andaluzas. Otro ejemplo más común de esta manía era el que ofrecía Cecilio. Se trataba de un próspero labrador de cuerpo enjuto, ojos chispeantes y larga nariz ganchuda. Gracias a una combinación de trabajo constante, tacañerías e intrigas políticas, él y su familia ascendían lentamente por la escala social. Dos generaciones más y podrían tener la esperanza de enviar a la universidad a un hijo, que, al regresar, se establecería como abogado y ostentaría el título de don. Su esposa, Asunción, era cómplice cabal en tales proyectos. Había casado sus dos flacas hijas con labradores un poco más acomodados que ellos, y con su alargada cara amarilla, su negro pañuelo de cabeza y su melindrosa conversación constituía el colmo del decoro. Como es común en España, donde el sentimiento feudal subsiste desde tiempos remotos —por cuanto el feudalismo es la respuesta natural a la inseguridad social—, doña Asunción contaba con la tutela de una cierta doña Matilde, una solterona, exmonja. Así conseguía, o pensaba que conseguía, prestigio. Una de sus hijas dormía en casa de la solterona, y su marido le aconsejaba en lo referente a la administración de su tierra. Entre ellos se verificaba ese continuo intercambio de dádivas —huevos, frutas, pollos, verduras— que hace tan placentera la vida de las aldeas españolas.
Pero Cecilio era el genio reconocido de la familia. Con su nariz de halcón, como de armenio o kurdo, y sus ojos taimados y febriles, era una especie de maligno Micawber, agitadamente optimista y absorto en perpetuas intrigas y planes para hacer dinero. O formando parte del ayuntamiento o conspirando contra él gozaba de una bien ganada fama de minar el lado en que se encontraba, para terminar pasándose al otro. No puedo decir cuántos ilustres gobiernos de Yegen derribó en el curso de los pasados veinte años, pero nadie confiaba en él. Además, era de carácter rencoroso. Aunque, por lo general, no se metía en líos jurídicos, era muy aficionado a excitar el sentido del agravio entre los ingenuos campesinos, azuzándolos contra aquellos que le habían ofendido, urgiéndoles a demandar a estos ante los tribunales. Aun cuando el caso se perdiera les convencía para que apelaran, hasta que ambas partes quedaban en la ruina. Los abogados de Ugíjar, el pueblo más cercano, le tenían, por tanto, en gran estima: él les proporcionaba pleitos, y las adulaciones que ellos le prodigaban, al nutrir su presunción, le animaban a proseguir sus intrigas. Sin embargo, tenía una gran debilidad: era un borracho. Cuando bajaba, en su mula, al pueblo, lo probable era que regresara avanzada la noche, tambaleándose y sin aquel pequeño fajo de billetes que llevaba en su faltriquera al salir de casa. Al cabo las cosas se fueron complicando hasta tal punto que, a pesar de todos sus astutos planes, comenzó a menguar su fortuna; pero se interpuso un acontecimiento favorable: pilló un resfriado y murió. Su familia mostró el más profundo duelo, la nariz de Asunción se hizo un punto más aguda y fina que antes, pero todos se sintieron interiormente aliviados.
Mi cercana relación con esta familia se debía a mi amistad con su hijo mayor, Paco. Era un joven delgado, huesudo, de salud no muy robusta y bastante parecido a su padre. Su carácter, sin embargo, era diferente, pues resultaba de agradable trato y tenía la prudencia de su madre. Su intimidad con el extraño inglés que vivía en la casa de don Fadrique le proporcionaba el mismo prestigio que a su madre la amistad con la exmonja. Tal vez la palabra prestigio no sea la adecuada. Los españoles son gente servicial que gusta de inmiscuirse en los asuntos del vecino: cualquier ampliación de su campo de actividades que mezcle el placer con el propio interés les resulta agradable. De todos modos, se convirtió en mi amigo y consejero durante muchos años, y cuando la ocasión lo requirió, en mi más íntimo camarada. Juntos visitamos las ferias de las aldeas vecinas, hacíamos viajes al Marquesado —situado al norte, al otro lado de la cordillera— a comprar avena e íbamos a cazar perdices. Se habituó a visitarme todos los días durante unos minutos y yo pude gozar de su ingenio sosegado y de su discreción andaluza.
Dar bailes era una de mis diversiones principales. No están muertos los pueblos de Andalucía, y, excepto en agosto, en que los hombres pasan fuera toda la noche, en faenas de recolección, todas las semanas había baile en una u otra casa. Los que daba yo eran muy populares, porque mi casa era grande. Todo lo que tenía que hacer era comprar una botella de anís y un paquete de tabaco y quedar de acuerdo con un tañedor de laúd y una pareja de guitarristas para que vinieran. Invitaba a unas cuantas familias y luego, cuando comenzaba la música y aquellos reiterados e insinuantes acordes flotaban en el aire, comenzaban a llegar las muchachas acompañadas de sus madres o hermanas casadas. Nadie se consideraba excluido; la puerta principal había de quedar de par en par, de manera que en poco tiempo podían traspasar el umbral hasta un centenar de personas. En el granero, que había convertido en cuarto de estar, apenas había sitio para moverse. Giraban y giraban de uno a otro lado las tiesas parejas, inexpresivos e impávidos sus rostros, tan rígidos y solemnes como si estuvieran en la iglesia, mientras los laúdes y las guitarras —los músicos se inclinaban sobre ellos como si les acariciasen— tejían en el aire sus hechizos: una música que insistía en los mismos temas, una música que se renovaba siempre con fresca insistencia. Entre los bailes se intercalaban canciones. Un zagal se sentaba en una silla baja e inclinaba la frente sobre sus manos. Entraban las guitarras y súbitamente brotaba como un chorro de agua una voz penetrante, como un lamento de estupor o desesperación, que se mantenía flotando en una sucesión de borbotones y trinos hasta desaparecer gradualmente en un débil gemido. Tal es el famoso cante jondo o cante andaluz, más conmovedor cuando lo canta la gente inculta del campo que cuando lo entonan los profesionales de las salas de fiestas.
Pero ¿dónde estaban los viejos bailes andaluces, los fandangos, las sevillanas y malagueñas? En los últimos doce años habían caído en descrédito. Cualquier mujer que hubiera llegado a los treinta y cinco años podría bailarlos, pero nadie lo hacía delante de otros. Los historiadores que encuentren interés en estos remansos notarán que la segunda década del siglo XX marca una absoluta destrucción de las artes y costumbres campesinas en la Europa meridional. En la cerámica, los colorantes alemanes sustituyen a los de origen mineral. Los usos locales, las costumbres, los bailes campesinos desaparecen. Irrumpe la uniformidad. Las carreteras construidas para los vehículos de motor ponen fin a la vida autóctona de las aldeas y a los vestigios de una cultura que se remonta a los tiempos clásicos. Sólo en las iglesias se mantenían los rituales paganos.
Mejor dicho, todavía quedaban —por unos años— los gitanos. En España eran ellos los verdaderos conservadores. Sus vestidos eran los vestidos de cincuenta años antes; sus bailes y su música —con una o dos excepciones— eran los que en un tiempo fueron bailados y escuchados por todo español. Lo que distingue su arte del de los gachés o no gitanos es el sentido del humor, y a menudo su absoluta simpleza, que salvo en momentos de gran dolor o pasión hace de todo una chanza. Así, aunque conservaban las antiguas melodías, las únicas palabras que podían introducir constituían una jerga de obscenidades. En la aldea teníamos establecidas dos familias de gitanos: una, la de un cestero y su esposa —gente tranquila—, y la otra, la de un hombre más bien viejo, Federo, que lucía un fiero bigote negro y tenía una fragua. Su hijo, Ramón, un sujeto muy feo, le ayudaba, y con él vivía la esposa de Ramón, Matilde, dos hijas adultas y un muchacho. Como la mayoría de los gitanos, parecían vivir en la más abyecta pobreza. Sus únicas posesiones domésticas eran una sartén, unas trébedes y un par de piedras a modo de sillas. Por la noche se tumbaban todos juntos en un montón de paja. Pero su pobreza era engañosa: en realidad, no les iba tan mal y en cuanto tenían algún dinero de más se lo gastaban en una juerga.
Sobre Federo corría una historia divertida. Se había casado varias veces y siempre se había distinguido por sus celos. Por la época de su último matrimonio había en la aldea un sacerdote joven, que, recién salido del seminario e inflamado de ardor misionero, puso todo su corazón en persuadir a la joven gitana para que asistiera a la iglesia. A Federo, para quien tales motivos resultaban incomprensibles, se le metió en la cabeza que el sacerdote trataba de seducirla. De manera que fue a confesarse y, con gran despliegue de voces y gemidos, como sólo los gitanos saben hacer, le espetó la historia de cómo, hacía muchos años, había asesinado a un sacerdote que hacía proposiciones a una de sus mujeres. El Padre le absolvió, pero se quedó tan intimidado por lo que había oído que jamás dirigió la palabra a un miembro femenino de aquella familia. Federo solía contar, o mejor representar, con mucho gusto esta historia cuando estaba borracho.
Su nuera, Matilde, solía darse una vuelta y sentarse en mi cocina. Era una joven dulce pero vivaracha, insustancialmente bella y de delicadas formas, como gitana que era. Su tragedia era no tener hijos. Hablaba con libertad de sí misma y su familia, si bien bajo la trama de sus palabras podía percibirse la reserva y el misterio gitano. Fría como el hielo cuando se refería a alguien que no fuera su marido, su conversación era siempre un cúmulo de obscenidades pronunciadas con una encantadora y luminosa sonrisa. Algunas tardes venía a mi casa con toda su familia. Yo sacaba las bebidas y ellos bailaban y cantaban. La actuación de su marido resultaba cómica y macabra; daba zapatetas y cabriolas salvajes, chasqueaba los dedos mientras sus ojos giraban de modo que sólo el globo del ojo resultaba visible. Las mujeres bailaban sevillanas, en tanto que Federo, tras trasegar tres o cuatro copillas, cantaba una soleá sobre la muerte y sus penas en el más melancólico de los tonos.
Casi todas las noches del año en que hacía buen tiempo, si subía uno a la terraza a tomar el aire, podía oír las notas de una guitarra, ya procedente de un baile en el barrio bajo, ya de los jóvenes que estaban de ronda. Se unían en grupos de dos o tres, se detenían delante de la casa de la muchacha a la que pretendían y tocaban una melodía. Aquel a cuya chica iba dirigida la serenata cantaba después una copla, o poema de cuatro versos, en su honor, y si a ella le placía su atención, subía y aparecía en la ventana. Pero si la chica le había dejado plantado, el joven cantaba una copla llena de insultos. Algo por el estilo pasaba la noche de San Juan. Durante la noche, los jóvenes decoraban las casas de sus chicas con ramas, flores y ramos de cerezas, pero si habían reñido ponían ortigas y cardos.
Naturalmente, cuando el trabajo se terminaba, el amor era la principal ocupación. Todo joven quería, o pretendía, acostarse con su novia, pero ninguno lo conseguía, porque la chica, de consentir, arruinaría su oportunidad de casarse. Así, pues, ellas jugaban con ellos a un tira y afloja, y sólo aquellas que tenían dinero podían estar seguras de la partida. Y como casi todas las bellezas de nuestra aldea eran pobres, el amor se convertía, por lo general, en un juego tenso y prolongado. Los jóvenes cuyas familias poseían tierras se relacionaban con una de ellas, pero tan pronto como llegara el momento de sentar la cabeza sus familiares arreglarían un compromiso con una de las feas ricas. De manera que las pobres tenían que poner todo su empeño si querían prevalecer sobre los familiares y asegurarse su hombre, mientras que las herederas —es decir, aquellas que podían esperar una dote en tierra equivalente a un centenar de libras— podían permitirse el lujo de sentarse y esperar, aunque se vieran consumidas de envidia por los transitorios triunfos de sus rivales.
Si uno mantenía los ojos bien abiertos podía aprender mucho en los bailes. A pesar de todo su formalismo y sobriedad ocultaban tanto drama como una fiesta de Chelsea. Se podía percibir en el ambiente la tensión creada por los celos y la hostilidad en relación con aquellos chicos y chicas que no habían acudido a causa de los que estaban presentes. Surgían nuevas disputas y se iniciaban nuevas amistades, y siempre había una hilera de ojos que se aguzaban escrutando cada mirada y movimiento. El día siguiente se ocupaba en contrastar las observaciones y en analizar los cambios ocurridos.
Durante el último período de mi vida en Yegen solía ver mucho a una familia conocida como los Ratas. Eran un grupo muy especial. Rata padre era pastor; un hombre ingenuo de noble cabeza y dignos modales. De vestir un traje menos harapiento, se le hubiera tomado por un prócer, pero para su familia contaba poco, pues carecía de talento. Rata madre, que parecía un sapo, era una bruja y, por tanto, muy avispada, mientras que sus dos hijos eran notables guitarristas. Yo me sentía más atraído por las chicas. La mayor, Isabel (pronúnciese «Saber»), era una muchacha perspicaz que cantaba con mucha gracia, mientras que la más joven, Ana, tenía un sorprendente cuerpo de contorsionista, que ascendía en rizos perpendiculares cuando bailaba. Era medio gitana, pues Rata madre se había cuidado generosamente de que todos sus hijos tuvieran padres diferentes. El destino común a los pastores —esos marinos de las sierras ondulantes condenados a largas ausencias de su familia— es que sus esposas les sean infieles.
No recuerdo cómo se inició mi interés por los Ratas, pero un día Paco y yo decidimos salir con las dos chicas. Él eligió a Isabel, y yo, a Ana, y comenzó nuestro cortejo. El asunto resultó fatigoso desde el principio, pleno de falsos destellos de esperanza y súbitos desencantos, pues aunque las chicas —a las que nuestras atenciones daban gran prestigio— respondían en público, en el momento en que nos encontrábamos solos nos trataban fríamente. Pronto comprendimos que nos estaban utilizando para elevar su valoración y hacer surgir los celos entre los chicos de su misma clase, pero también descubrimos que, al cortejarlas, originábamos igualmente un provechoso alboroto entre las otras jóvenes. Me extrañaba que Stendhal, que tanto escribió sobre la estrategia del amor, jamás hubiera descrito el cortejo fingido desarrollado por dos personas con fines de publicidad amorosa. En general, no hay mejor manera de lograr el interés de un grupo de chicas que dedicarse a hacer el amor abiertamente a la más desenvuelta y atrevida de ellas.
Al principio pareció que Paco tenía un cierto éxito con Isabel. Era muy salada, notable por su ingenio y rápida en las respuestas. Así, pues, su cortejo se caracterizaba por largos duelos de réplicas, tan repletos de oscuras metáforas, proverbios y referencias locales que me era muy difícil seguirlo. Pero Ana era obstinada, y su única respuesta notoria hacia mí eran unos pocos movimientos ondulantes, tales como los de una cobra ante un flautista incompetente. De manera que pronto me cansé de ella.
No obstante, antes de que esto sucediera, hube de pasar por una prueba que describiré. Rata madre pasaba los meses de primavera en la montaña, en una pequeña choza de piedras situada junto a una corriente de agua y un álamo solitario. Allí hacía quesos de leche de oveja y con ellos se sustentaba, así como con las sabrosas cerezas negras silvestres que crecían bajo los castaños, y como alimento más sólido, unos panes amarillos de maíz que le preparaba y llevaba una de sus hijas dos veces por semana. Yo solía pasar por el lugar en mis paseos diarios, y entonces ella me ofrecía como refresco una hoja de morera con requesón reciente extendido sobre ella y un puñado de cerezas. Yo me lo comía, pero cuando le conté a mi sirvienta María lo que solía hacer, la invadió el espanto. La vieja Rata, me dijo, era una bruja peligrosa y lo más innocuo que me daría sería una poción de amor que me pondría en cuerpo y alma en manos de su hija. Al observar que me reía de esto, llamó a Paco y a Asunción, y ambos me aseguraron que corría un grave peligro. Puesto que los hombres de la aldea se mofaban invariablemente de los cuentos de brujerías, considerándolos como necedades de viejas, me sorprendieron mucho las reconvenciones de Paco, hasta que comprendí que aquel escepticismo respondía a una mera pretensión viril, y que, en realidad, los hombres creían en todo lo que las mujeres hacían.
Al parecer la vieja madre Rata era la principal bruja de la aldea y la más versada en las artes nigrománticas. Había sido la cómplice principal del molinero cuando este volaba tan ligeramente por los aires, sobre los tejados de las casas. Además, ella era la guardiana de un tesoro de oro y plata abandonado por los moros y enterrado en la montaña, cerca de su cabaña. ¿Quién podría saber lo que sucedería a la persona que cayera bajo sus artes de encantamiento?
—Pero ¿es una hechicera —inquirí de María— dedicada a la magia blanca o una bruja dedicada a la magia negra?
Antes de contestarme, María me alejó de la chimenea y, mirándome muy fijamente, como si quisiera grabar en mí lo que me iba a decir, replicó:
—Es lo último que usted ha mencionado.
En todo caso, no parece que sea muy sensible a los hechizos y encantamientos mediterráneos, pues nada insólito me sucedió. La poción de amor preparada por Rata madre no surtió más efecto que la afirmación hecha por María.
Pasaban los días, las semanas, los meses. Ya leyendo, ya paseando o mezclándome en la vida de la aldea, jamás me encontraba sin nada que hacer. Atribuyo esto, en gran parte, a la alegría y vitalidad de la comunidad de campesinos entre quienes había organizado mi hogar. Este pequeño mundo autosuficiente tenía algo del entusiasmo por la vida y también del sentido de la medida y equilibrio que ostentaban los antiguos griegos. Cuando leí en Platón que estos consideraban sus ciudades y constituciones políticas como obras de arte y les atribuían cualidades no tanto morales cuanto estéticas, creí entender por qué esta aldea, no más pequeña que muchas de las repúblicas autónomas del Egeo, resultaba tan satisfactoria para mí. Adecuada en cuanto a las dimensiones, contaba con la cantidad justa de tierra de regadío, distribuida de la manera más conveniente; contaba con el grado apropiado de aislamiento y sólida tradición como para que las cualidades vitales y humanas de sus habitantes se proyectaran en la medida de sus posibilidades. Una comunidad mayor, o menos aislada, hubiera abandonado la órbita campesina, que le permitía la autosuficiencia, para sumergirse en la vida de una nación moderna. Yegen conservaba su idiosincrasia.
También su situación física estimulaba la imaginación. Se alzaba a unos mil doscientos metros sobre el mar, sobre una suave ladera montañosa surcada por arroyuelos, moteada de rocas grises, coloreada con el verde de los álamos, de las mieses y de toda clase de árboles frutales, se agrupaba como una colonia de nidos de golondrinas colgados sobre el vacío. Mirando hacia abajo desde cualquiera de sus azoteas la ladera parecía precipitarse en rápidas gargantas rojizas que formaban un dédalo de ramblas o arroyuelos arenosos. El ojo se zambullía no en un valle encerrado entre montañas, sino más bien en una hoya recorrida y ondulada por valles.
El lugar daba la impresión de descansar en una gran elevación, sobre el resto del mundo. Grande era la soledad y el silencio, roto únicamente por los ruidos de la aldea y el rumor de las corrientes de agua. Se sentía cómo el aire le rodeaba a uno, vastas masas de aire que me bañaban de manera singular, como jamás había experimentado en otra parte. Montañas y nubes eran elementos capitales. Unos treinta kilómetros más allá, al otro lado del espacio transparente, emergían las cimas achatadas de la Sierra de Gádor, desnuda, azul o amarillo ocre, sin árboles, sin agua, y que cubría más de seiscientos cuarenta kilómetros cuadrados de terreno. En invierno, unos pocos pastores llevaban sus rebaños a pastar allí, y en la noche de Todos los Santos encendían fogatas para alejar a los malos espíritus. Años atrás habían llegado los mineros, hombres solitarios, de rostro áspero, que horadaban la entraña esquistosa en busca de cobre y plomo. Después se había establecido allí una familia de gitanos que secuestraba a los críos de las aldeas vecinas para chuparles la sangre. A partir de aquellos días la montaña se había colmado de hechizos. A su derecha, a través de una brecha, podía divisarse un pequeño retazo de mar. Y más lejos, más a la derecha, se alzaba la cordillera costera, la Sierra de la Contraviesa, listada, pulida y plegada como un terciopelo ajado. Terminaba en otra gran montaña rocosa, la Sierra de Lújar, que se levanta sobre Órgiva.
Las nubes eran curiosas. A lo largo de los secos meses estivales, una mole de blancos cúmulos —de base plana, cúpula nevada y barrocos rebordes curvos— se situaba sobre la Sierra de Gádor, proyectando sobre las grises rocas triásicas una mancha oscura, como la sombra de un inmenso sombrero. Pero jamás llovía. Después, en invierno, aparecían las nubes que yo llamaba marsopas o ballenas. Se pasaban el día completamente inmóviles sobre la aldea y al llegar la tarde adquirían un color dorado o rojo sangre. Al parecer, se trataba de nubes altas, ancladas allí por las corrientes de húmedo aire marino que ascendían hasta coronar la gran sierra. Las nubes inglesas dibujan promontorios marinos o formas almenadas y cambian continuamente. Las nubes de la Alpujarra tienen una existencia individual y se mantienen en el mismo lugar durante semanas.
Pero la calidad más extraña y deleitable del clima de Yegen era su carencia de viento. Durante casi todo el año el aire se mantenía completamente tranquilo. Incluso en verano, cuando un fuerte viento marino soplaba día y noche sobre las estribaciones más bajas, sólo una pequeña corriente movía los álamos entre la medianoche y el amanecer. Los labradores tenían que aventar sus cosechas durante la noche, con la ayuda de faroles. Había una excepción: una vez al año, por lo general en enero o febrero, aparecía sobre la cordillera una línea aplanada de nubes grises. Era la señal para que todo el que estuviera en el campo regresara rápidamente a casa. Enseguida, al principio en ráfagas, después en una tremenda y prolongada arremetida, como si se hubiera roto algún dique en la cumbre de las montañas, el viento norte se lanzaba violentamente montaña abajo. Se abalanzaba por la ladera montañosa con la fuerza de un huracán, arrancando ramas de los árboles, haciendo temblar y estremecerse las casas y rugiendo de tal modo en las chimeneas que difícilmente podría uno escuchar sus propias palabras. A pesar de que el aire se tornaba glacial, era imposible encender fuego. No se podía salir a la calle, a causa del peligro que representaban los cascotes desprendidos. Una vez, entrando por el establo de abajo, el viento irrumpió en el granero en el que me encontraba sentado, arrancó el suelo de cuajo y la ráfaga recorrió rugiendo toda la habitación. Pero era hermoso verlo. Desde las ventanas —pues era imposible permanecer en la terraza como no fuese a gatas— se veían, contra la tenue línea azul del cielo, los copos de nieve llevados por el viento en largas franjas horizontales desde las cumbres de las montañas; los atormentados olivos, mostrando el gris envés de sus hojas, se debatían y pugnaban por escapar de la corriente. Me acostaba. Ninguna otra cosa podía hacerse cuando soplaba aquel viento feroz como un tigre. De todos modos, dentro de veinticuatro horas cesaría tan súbitamente como había comenzado.
Los días de lluvia constituían otros tantos momentos intensos. Estábamos cerca de lo que podría llamarse una divisoria de aguas. En Almería, que tiene un clima semidesértico, sólo llueve cuando sopla el viento del este. En Granada, donde el estiaje es fuerte, la lluvia viene del oeste. Nosotros estábamos al término de la región granadina. En colosales moles esponjosas, por encima y por debajo de nosotros, las nubes púrpuras nos venían del oeste. Llovía durante días enteros, las carreteras desaparecían, los puentes se removían y se hundían. Luego las nieblas desaparecían y veíamos, a diversas altitudes bajo nosotros, cúpulas de nubes de diferentes formas y contornos, algunas densas y pesadas, otras meros flecos de niebla, como los peces y las plantas que aparecen en un estanque cuando se aclara el barro. Pero, tras un período seco, las primeras lluvias se esperaban con ansiedad. El agua entraba por todas las goteras que en el tejado abrieran las palomas y yo tenía que levantarme a media noche y, a la luz de una antorcha de esparto, tapaba con arcilla los agujeros. A través del negro aguacero, veía antorchas sobre otros tejados y, a su luz, unas figuras ocupadas en tapar goteras.