No llevaba mucho tiempo instalado en mi casa cuando supe que iba a tener visita. Mi amigo Ralph Partridge me escribió diciéndome que se proponía llegar a comienzos de abril y que vendría con él una joven llamada Carrington y un escritor de recién ganada fama llamado Lytton Strachey. Esta era la mejor noticia que me podía llegar, pues llevaba seis meses sin ver a ninguno de mis amigos y la soledad comenzaba a pesar. Pero tal vez antes de describir su visita deba explicar cómo los conocí.
Ralph figuró en mi regimiento durante la guerra. Habíamos estado juntos en Yprés y en Armentières y, después, en el Somme. Una vez firmado el armisticio, Ralph regresó a Oxford. Por aquella época era un hombre más bien indolente, dado a súbitos arrebatos de energía. Tenía una buena cabeza, que no utilizaba, y un cuerpo que, de empuñar una maza, le hubiera hecho pasar por Hércules. Con su bello torso, sus danzarines ojos azules y su ánimo jovial resultaba casi irresistible para las mujeres, y esto le venía muy bien, ya que las mujeres, y en particular las actrices y las coristas, constituían las únicas cosas que le interesaban de verdad. Con los hombres prefería la arrogancia. Me gustaba imaginar la posibilidad de que hubiera encarnado previamente a Agamenón, Marco Antonio, Gargantúa, un nabab de la Compañía de las Indias Occidentales y, finalmente, un joven aristócrata de la Regencia. En esta última encarnación había logrado pasar por los estadios normales de una educación inglesa, sin adquirir la más leve traza de sentimientos cristianos. Su carrera en la escuela y en el ejército le había imbuido un gran desprecio tanto hacia la cobardía como hacia el convencionalismo, cosas que se dan con frecuencia en la mayoría de la gente.
Su comportamiento en Oxford viene a corroborar lo anterior. No trabajaba en absoluto, pero, de una manera harto indolente, se aficionó al deporte del remo. Le pidieron que remase con el equipo de Varsity Eight, pero se negó a ello porque le impediría viajar al extranjero. No obstante, consintió después en remar en el equipo de su universidad, y, al triunfar, accedió a competir como miembro del Ladie's Plate de Henley, con la única condición de que no se le obligara a entrenar. Cuando ganó el Christ Church —a pesar de que Ralph había pasado con una mujer la noche anterior a la regata— fue requerido para formar parte del equipo inglés en los juegos olímpicos, pero esta perspectiva no le atraía y se negó.
Poco después de que llegara a Oxford por primera vez, conoció a Carrington —a quien siempre se la conoció por su apellido— y se enamoró profundamente de ella. Carrington era una pintora, discípula predilecta de Slade, que en el último año de la guerra había conocido a Lytton Strachey durante un fin de semana en Sussex, y se sintió súbita y violentamente atraída por él. Strachey no le respondía sino en una forma vagamente benévola, pero ella se negó a dejarle cuando él, junto con otros amigos de Cambridge —entre los que se encontraban Maynard Keynes y Sidney Saxon-Turner—, alquiló Mill House en Tidmarsh, cerca de Pangbourne. Carrington se instaló con ellos en la casa, como ama de llaves. Ralph Partridge se unió al grupo poco después.
No puedo recordar cómo conocí a Carrington, pues aparte de Ralph teníamos otros amigos en común; pero recuerdo muy bien la primera vez que fui a Tidmarsh y conocí a Lytton Strachey. Fue uno de esos días pesadamente encapotados, típicos del estío inglés. Los árboles y la hierba estaban impregnados de un verde vigoroso, pero las nubes purpúreas impedían el paso de la luz y hacían tenebroso y lúgubre el interior de las casas. Carrington, con sus inquietos ojos azules y su cabello color de oro viejo cortado al estilo de un paje medieval —me sugería la imagen de uno de los ángeles, el cuarto por la izquierda, que tocan el laúd en la Natividad de Piero della Francesca—, vino hasta la puerta y me condujo al cuarto de estar. En el otro extremo de la habitación había una extraña figura tumbada en un profundo sillón de orejas. A primera vista, antes de que mis ojos se acostumbraran a la penumbra, tuve la ilusión o, mejor dicho, creí ver en mi cerebro la imagen de un tenebroso y barbudo macho cabrío que me dirigía una mirada penetrante desde el fondo de una caverna. Luego vi que se trataba de un hombre que tomaba gradualmente el aspecto estilizado de un rostro del Greco. Sus ojos castaños y vivos se ocultaban tras unas gruesas gafas. Su nariz y sus orejas eran grandes y toscas y sus manos finas y sensibles traslucían un haz de venas azules. Lo más extraordinario era su voz, muy baja y que en ciertas sílabas alcanzaba tonos muy altos para hacerse casi imperceptible en los finales de frase, que a veces dejaba inconclusas. Nunca fui capaz de aguzar mis oídos para poder entender todo lo que decía.
El té estaba servido en el comedor: mantequilla de granja, miel, mermelada, pasteles caseros y bizcochos de pasas, en un juego de té de color rosa brillante. Carrington era una devota de Cobett, y su manera de decorar y regir la casa hacía resaltar no sólo el bienestar, sino la poesía de la vida en el campo. Su sensibilidad, tan inglesa, enamorada del campo y de todas sus cosas, dejaba una huella peculiar en todo lo que tocaba. Pero lo que más me sorprendió en ella fue la atención que rendía a Lytton. Nunca había visto a nadie estar tan pendiente de otra persona como ella estaba de él y de todos sus gestos y palabras, que recibía con una total reverencia. En una joven que en el resto de sus facetas se mostraba ferozmente celosa de su independencia aquello era algo extraordinario.
¿Cómo describir los primeros momentos de una larga amistad? Impresiones más tardías se funden con otras anteriores y las falsean. Además, me he de atener a la estructura de este libro, lo que requiere que me constriña a lo estrictamente necesario para incorporar de la forma más nítida la visita de Lytton Strachey a mi aldea remota y primitiva. Así, pues, explorando mi memoria, me parece recordar que, sentado a la mesa de té en aquella oscura tarde de verano, me sentía confuso por el contraste entre las tres personas que tenía delante, y me preguntaba hasta qué punto podía durar aquella peculiar relación (un matrimonio entre adolescentes y un padre adoptivo, que es lo que resultaría ser con el tiempo). Eran distintos en todos los aspectos: Ralph, con su aspecto de fortachón de Oxford, unos sucios pantalones cortos blancos, una camisa indescriptible y, por si fuera poco, aquella manera estilizada de hablar que contrastaba con su risa rebelesiana, sus inquietos ojos azules y la voz de barítono con que cantaba jazz o baladas; Carrington, con sus sencillos vestidos prerrafaelistas, su sonrisa y su voz persuasiva, que ocultaba tantos sentimientos intensos y, por lo general, conflictivos; Lytton, elegante con su traje oscuro, gravemente remoto y fantástico, con algo de ese aire pulido y diletante de un cardenal del siglo XVI. No les unía similitud alguna de temperamento o educación, y los amigos londinenses de Lytton —molestos porque sus fines de semana en Tidmarsh resultaban estropeados por personas que ellos consideraban extrañas— no podían entenderlo. «Bloomsbury» constituía todavía un grupo pequeño, recoleto, unido tanto por una vieja amistad como por una filosofía privada, que mostraba una fuerte reluctancia a aceptar íntimamente gente cuya posición no fuera considerada satisfactoria.
Me enteré de la visita de mis amigos en febrero, con lo cual tuve que pensar en cambiar mis planes. Únicamente estaban amuebladas dos de las habitaciones de mi casa y necesitaría comprar más cosas de todo tipo y, en particular, más camas y ropa para ellas. Como mi saldo bancario había descendido a diez libras, escribí a un pariente y le pedí que me prestara una pequeña cantidad durante algunas semanas, el tiempo que tardaría mi banco en negociar algunos bonos de guerra, y contando con su asentimiento, le dije que enviara el dinero por giro telegráfico a Almería. Doy estos detalles personales, ya que de no describir la sucesión de desgracias y percances que precedieron a la visita de Lytton Strachey, la historia quedaría incompleta. Su llegada significó la consumación de las dificultades.
La distancia entre Yegen y Almería es de unos cien kilómetros. La cubrí en dos días, escogí los muebles que quería y me senté a esperar la llegada del dinero. Pero el tiempo pasaba y el dinero no aparecía. Estaba viviendo en una pensión para trabajadores, junto al mercado, y había gastado mi última peseta cuando llegó una carta de mi pariente con su negativa. No había nada que hacer sino regresar a Yegen y esperar allí a que llegara el producto de la venta de mis bonos de guerra. Gasté mis últimos peniques en un poco de pan y algunas naranjas y me puse en camino; pasé una fría noche bajo una peña.
Apenas había llegado cuando caí presa de un duro ataque de gripe. A pesar de los cuidados de mi sirvienta María, no me encontré con fuerzas para levantarme hasta pasados quince días. Entonces, como mi banco me había enviado algún dinero, me puse en camino una vez más hacia Almería para traer los muebles. Esta vez tomé el autobús en Ugíjar y, tras colocar las cosas en un carretón, regresé por la misma ruta. Pero el retraso había resultado fatal. Un día después de mi regreso a Yegen recibí un telegrama por el que me enteré de que mis amigos estaban ya en Granada y se pondrían en camino dentro de un par de días. Contaban con que les encontrara allí y les acompañara a Yegen de regreso.
Esto me resultaba verdaderamente complicado. No les esperaba tan pronto y, debido a mi crónico descuido, me encontraba de nuevo sin dinero, aunque debía recibir alguna cantidad dentro de pocos días. Ni siquiera había llegado el carro con los muebles. Pero ya no podía retrasarme más, así que decidí ponerme en camino al día siguiente al amanecer. Tenía veintiocho horas para recorrer unos ciento quince kilómetros y cinco pesetas que me había prestado María para el viaje.
Durante la primera hora recorrí apenas un kilómetro monte abajo hasta llegar a la aldea de Yátor, un lugar pequeño y miserable, situado a la orilla de un ancho río arenoso. Al otro lado se elevaba un farallón de arenisca rojiza y blanda fantásticamente estirado, en cuya base crecían álamos, olivos, granados y tamariscos, y había un bancal en el que se cultivaban habas en aquella época del año. Al pasar, las mujeres, con refajos escarlatas y pañuelos de cabeza de vivos colores, que descansaban bajo los olivos con sus cántaros abandonados junto a los desmoronados muros, me hicieron sentir que me encontraba en algún país oriental, tal vez en Persia. Actualmente, Yátor es una aldea minera cuyos hombres pasan once meses del año en las minas de plomo de Linares, mientras sus mujeres e hijos se quedan para cultivar las parcelas de tierra. Estas mujeres son famosas por su belleza y por su libertad, y un chiste de los alrededores decía que el cura más feliz de la Alpujarra era el cura párroco de Yátor, que tantas mujeres hermosas tenía a su disposición.
Desde este lugar subí por una rambla o lecho seco de un río y, cruzando una cuenca baja, descendí hasta Cádiar. Es esta una aldea grande y próspera situada sobre el río que, hacia el oeste, va a dar al mar por Motril, marcando el punto central u ombligo de la Alpujarra. Después de Cádiar da comienzo la parte tediosa del viaje. Durante veinticinco kilómetros el sendero desciende por el valle en una franja estrecha y monótona delimitada por tamariscos y álamos. Dos ventas ofrecían al caminante vino agrio y anís, pero no había aldeas y el río debía vadearse una y otra vez. Alcancé la carretera principal y los viejos olivares de Órgiva. De aquí partía un autobús hacia Granada, pero como no tenía dinero para el billete seguí caminando otros diez kilómetros hasta Lanjarón, adonde llegué al anochecer.
Lanjarón es una aldea grande y blanca, casi una ciudad, extendida como una balaustrada a lo largo de una escarpada ladera. Los veranos son cálidos y cuenta con dos hoteles para acomodar a la gente que viene a curar su reumatismo y dolencias del riñón. Tiene también un castillo moro construido en lo que parecía ser un inaccesible pináculo, en un paraje situado debajo de la ciudad, hasta que fue ocupado en 1500 por Fernando de Aragón con la ayuda de su artillería. La selecta guarnición que lo defendía se entregó, a excepción del jefe, un negro, que se tiró desde lo alto de la torre y se mató. Mientras esto sucedía, la mezquita, en la que se había refugiado la población civil, fue volada y perecieron todos.
Cené en la posada y me tumbé en un colchón de paja durante unas pocas horas. Todavía tenía que caminar más de cincuenta kilómetros para llegar a Granada y necesitaba estar allí a las doce del mediodía si no quería que se me escaparan mis amigos. De modo que me levanté antes del alba y me fui a las líneas de tranvías de los suburbios de la ciudad y subí a uno. Me sentía débil, pues no me había recobrado totalmente de mi ataque de gripe, y, por única vez en mi vida, sufrí un desmayo. Una vez recuperado, corrí hacia el hotel, donde me enteré de que mis amigos se habían marchado media hora antes a tomar el autobús hacia Órgiva. Les di alcance cuando se disponían a subir al coche.
Regresamos a Lanjarón y, al cabo de un par de horas, nos instalamos en uno de sus hoteles. Era extraordinario ver a los camareros, a las sirvientas con sus cofias, y el baño, blanco y vacío como un higiénico ataúd en su pequeño habitáculo. Extraordinario también estar sentado en un sillón de juncos, bebiendo coñac y charlando con mis amigos. Tras la vida que había llevado, la comodidad y las voces amigas operaban en mi sistema nervioso como el opio. Pero cuando hubimos agotado la primera explosión de comunicación mutua surgió el problema de cómo trasladar hasta Yegen a Lytton Strachey. Allí estaba, sentado, bebiendo, sin dar muestra alguna de entusiasmo. Al final acordamos alquilar, a la mañana siguiente, un carruaje que nos condujera hasta Órgiva y contar con dos mulas que nos recogieran allí para realizar el resto del viaje.
Elegimos las mulas y surgió entonces el problema de la ruta a seguir. La más corta —se ahorraba una hora— requería vadear el río Grande en vez de cruzar el puente. Según los muleros esto era factible, pero cuando llegamos al vado y las mulas entraron en las revueltas aguas, que les llegaban casi hasta la cincha, Lytton se echó atrás. Nada podíamos hacer, salvo almorzar bajo los olivos y regresar al hotel y acordar con los hombres un nuevo intento para el día siguiente.
La tarde transcurrió en un estado general de decaimiento. Los nervios de todos nosotros estaban en tensión. Ralph y Carrington habían regañado; Lytton se encontraba abatido, ya que, pese a sus vehementes deseos por conocer España, resultaba mayor su renuencia a incorporarse a esta expedición. Su estómago era delicado, los alimentos españoles no le sentaban bien y, además, no se encontraba de humor para aventuras. Pero Ralph, que tenía una gran lealtad hacia sus amigos, había resuelto visitarme y Lytton se había negado a quedarse en Granada, aun en el caso de que Carrington —en cuya capacidad tenía escasa confianza— permaneciera con él. Era característica en él esta dependencia hacia la protección masculina. Bajo sus modales de autodominio se ocultaba un hombre tímido que había organizado su vida de forma que jamás se viera obligado a hacer algo que encerrara alguna dificultad. Ahora, una de las cosas que no estaba dispuesto a hacer era dirigir la palabra a personas que se encontraran fuera de su particular esfera de intereses. De manera que, a pesar de haber estado durante algún tiempo jugueteando con una gramática española, nadie le induciría ni siquiera a pedir en ese idioma una taza de café. En Francia se negaba a pronunciar una palabra en francés, a pesar de que, naturalmente, lo conocía bien y lo leía en voz alta con buen acento. Ni siquiera podía dar una orden a un criado inglés. En su propia casa, cuando quería té, se lo pedía a Carrington y ésta a la criada, y cuando estaba solo se pasaba sin él. Para eludir el riesgo de que le dirigieran la palabra en los trenes, siempre viajaba en primera clase, aunque anduviera mal de dinero. Tales eran las reglas que se había impuesto. Había planeado su vida, su carrera e incluso su apariencia desde temprana edad, y este plan requería que se atuviera estrictamente al pequeño círculo de personas en el que podía desplegar sus triunfales banderas y hacerse entender sin ningún esfuerzo. Sin duda las peculiaridades de su voz y entonación, así como su aversión a cualquier tipo de ostentación social, convertían su comunicación con el mundo en una gran dificultad.
Las recriminaciones echaron a perder aquella tarde en Lanjarón. ¿Conocía realmente la carretera?, me preguntó Ralph. ¿Podía confiarse en los muleros? ¿Habría camas y alimentos pasables cuando llegáramos? El traslado del gran escritor hasta mi aldea montañosa adquiría cada vez más la apariencia de una difícil operación militar. Carrington, atrapada entre dos fuegos, trataba torpemente de calmar los ánimos, y sólo Lytton permanecía callado. En cuanto a mí, jamás dudé de mi capacidad para ir a cualquier sitio o hacer cualquier esfuerzo físico que deseara, pero bajó el bombardeo de mis amigos me sentía absolutamente incapaz de asumir responsabilidades por otros.
Con el mismo talante irritado y molesto nos pusimos en camino una vez más a la mañana siguiente. Durante la primera hora todo fue bien. Rodaba el carruaje, el sol hacía brillar las hojas plateadas de los olivos y los pájaros ascendían y se hundían como lanzaderas entre ellos y los crecidos habares, pero tan pronto dejamos el carruaje y descendimos al valle fluvial comenzaron nuestras dificultades. Lytton encontró que no podía cabalgar a lomo de mula, pues sufría de almorranas, de manera que cada vez que el sendero cruzaba el río —cosa que sucedía cada kilómetro— tenía que trepar penosamente sobre el animal para desmontar después. Esto nos retrasaba. No llegamos a Cádiar hasta poco antes del anochecer, y para entonces Lytton se encontraba tan exhausto que manifestó que no podía seguir adelante. Subimos a la posada y buscamos la mejor cama, pero un solo vistazo le hizo cambiar de opinión y decidió continuar.
El día llegaba a su fin tan rápidamente que no osamos tomar el corto y relativamente fácil camino de Yátor. Lo único que podíamos hacer era trepar en línea recta por la ladera de la montaña y alcanzar el final de la carretera principal, a unos setecientos cincuenta metros sobre nosotros. Fue una subida penosa, por un sendero empinado frecuentemente bordeado de precipicios, que nadie podría realizar montado a la jineta en una mula, como Lytton y Carrington tenían que hacerlo, sin sensaciones molestas. Lentamente, según ascendíamos, la luz desapareció. Una banda rosada se elevó en el cielo a nuestras espaldas y las hendiduras y pináculos adquirieron una sombría altura y profundidad. Las estrellas comenzaron a lucir cuando alcanzamos la carretera, y Carrington y yo nos adelantamos para avisar de nuestra llegada y hacer que nos preparasen la comida. Quedaban aún diez kilómetros, aproximadamente, de camino. Cuando, por fin, alcanzamos la aldea y vimos a la luz de las estrellas sus tejados lisos y grisáceos, la fortuita y diminuta llama de una pequeña lámpara de aceite que brillaba a través de un ventanuco sin cristales nos mostró que alguien velaba todavía.
No recuerdo gran cosa de los tres o cuatro días siguientes. Lytton estaba cansado y, por tanto, carecía de humor para charlar. Salimos a dar un paseo por la montaña y Carrington hizo algunas fotografías. En una de ellas, si no recuerdo mal, aparecía Lytton sentado a la jineta en una mula, barbudo, con gafas, muy alto y delgado, con su nariz roja y tosca y sosteniendo una sombrilla abierta. Incluso en Inglaterra constituía una figura extraña en una excursión campestre; aquí tenía un aspecto exótico, aristocrático, más oriental que inglés y, sobre todo, incongruente.
Sin embargo, la última tarde que pasamos juntos, alentado por la idea de que la visita llegaba a su fin, se relajó y casi llegó a estar animado. Cuando estaba de buen talante su conversación tenía un gran encanto. El refinamiento y precisión de su mente se apreciaba mejor, por lo general, que en sus libros, ya que en estos subordinaba la sensibilidad del lenguaje y la espontaneidad de la frase a una pauta preconcebida. No era, como Virginia Woolf, un escritor natural, y ni siquiera en sus cartas se le arrebataba la pluma. Pero en la conversación sí era él mismo. Necesitaba —más que la mayoría de la gente— de un auditorio acorde y afectuoso, pero cuando lo conseguía se convertía en el más sencillo camarada, escuchando en la medida en que hablaba, haciendo comentarios penetrantes o caprichosos y creando a su alrededor un sentimiento natural e íntimo. Después, uno recordaba sus dudas y vacilaciones, sus negativas a dogmatizar, los vuelos de su fantasía, su voz alta y susurrante que se quebraba en medio de una frase, y se olvidaba de la mente organizada y definida que yacía bajo todo eso. Pero queda fuera de mis posibilidades trazar el bosquejo real de un carácter tan complejo que —quizá debido a un plan deliberado para hacerse entender por sus lectores— con tan poca fidelidad se retrata en sus obras literarias. Se observaban gran cantidad de rasgos discordantes: una femenina sensibilidad, un deleite por el absurdo, un gusto por la exageración y el melodrama, una madurez de juicio y también una cierta carencia de solidez humana y una fluidez hereditaria de su sangre que producía a veces un escalofrío en la espina dorsal de su interlocutor. Y parecía carecer de una manera casi indecente de todo sentimiento de lo normal.
No obstante, lo que mejor recuerdo de Lytton Strachey —pues aunque jamás fuimos íntimos y ni siquiera estuvimos en términos amistosos, tuve oportunidad de verle en su propia casa y en otros sitios durante muchos años— es la gran delicadeza en tono y modales cuando estaba con gente que le agradaba. Según oí decir, de joven había mostrado una vena amarga y satírica y cuando estaba indispuesto —cosa que sucedía con frecuencia— se mostraba irritable y puntilloso. Pero la amistad sacaba a la luz sus mejores cualidades. En su actitud cautelosamente hedonista hacia la vida había mucho que recordaba las enseñanzas de Epicuro. Su mundo, como el Jardín de aquel filósofo valetudinario, consistía en un pequeño grupo de personas cuidadosamente escogido, de cuya compañía gozaba. Algunos eran jóvenes bien parecidos, y constituían promesas intelectuales guiadas y estimuladas por Lytton, que tenía algo de maestro. Otras eran figuras literarias, como Virginia Woolf, Maynard Keynes, Desmond y Molly Mac-Carthy y E. M. Forster. Fuera de este grupo hacía algunas incursiones a un campo más amplio —almuerzos con lady Oxford y lady Ottoline Morrell, banquetes en casa de lady Colefax e incluso en las casas ducales—, del que regresaba repleto de maliciosos e irónicos comentarios. Pero se mantenía dentro de esos límites. A pesar de que, como buen Strachey, tomaba un cierto interés por los asuntos públicos, se atenía a sus muy moderadas opiniones liberales. Yo saqué la impresión de que íntimamente pensaba que lo mejor era permanecer distante del mundo y de su incomprensible estupidez. A diferencia de Voltaire, a quien tanto admiraba, lo consideraba irreformable, y sospecho que fue esta actitud la que motivó la ira de Bertrand Russell y el que este, en una reciente intervención radiofónica, hablara de él duramente. Los dos, que se encontraban con frecuencia en casa de lady Ottoline, estaban configurados de tal forma que resultaba imposible el agrado o el entendimiento mutuo, a pesar de que compartían la misma actitud pacifista con respecto a la guerra.
Y llegó el día en que mis amigos debían partir. Vino un coche que los llevó a Almería, donde debían tomar el tren hacia Madrid. La visita había sido tensa para todos. Aunque sabía lo mucho que iba a echar de menos a Ralph y a Carrington, cuya presencia en mi casa, a pesar de todas las dificultades, había sido un gran placer para mí, respiré de nuevo al pensar que ya no gravitaría sobre mis hombros la responsabilidad de encontrar platos a propósito para la delicada digestión de Lytton. La brutal cocina de las aldeas españolas, con su énfasis en la tortilla de patatas, el bacalao y el aceite de oliva sin refinar, había hecho mi labor muy difícil. Y este alivio debía ser aún mayor para Lytton al marcharse de la aldea. Cuando, tres años después, Leonard y Virginia Woolf preparaban su viaje y estancia conmigo, les previno reciamente contra sus proyectos, declarando, con su chillona voz, que aquello era «la muerte».