Me inicié en la vida española por mediación de María Andorra, mi sirvienta. Su madre había sido sabia y partera, de manera que establecí contacto con temas del folclore, de magia, con las costumbres aldeanas y cosas por el estilo que entraban ya en un rápido proceso de desaparición. María Andorra sabía todo lo referente a las hierbas utilizadas en la preparación de tintes y medicinas y era asimismo una excelente narradora de cuentos. Muchas de sus narraciones resultarían familiares al lector de Grim o de Las mil y una noches, pero por lo general había en ellas un punto de picardía u obscenidad. Excepto en la casta, asexuada Irlanda, los campesinos tienen una mentalidad chabacana, y me imagino que así se manifiestan siempre, por lo menos hasta que el investigador del folclore saca lápiz y papel.
De vez en cuando procuraba encauzar mi conversación con María hacia el tema de la brujería. Las hechiceras —me dijo— habían visto pasar sus días mejores. Desde antes, sus actividades habían registrado un singular declive. Su arte requería intimidad, y por esta razón se había visto desplazado por las obras de ingeniería. Pero me aseguró que de haber visitado Yegen unos pocos años antes, las habría visto flotar por el aire a la luz de la luna, encaramadas como lechuzas en los álamos, y volar hacia las eras en las que se celebraban sus reuniones. Su madre —aunque María no me lo dijo— había sido una notable hechicera, mientras que el molinero había sido brujo, y la misma María Andorra había asistido a unas cuantas de sus peregrinaciones, pues el molinero era un individuo pesado y chaparro, de más de sesenta años, sin la vivacidad que cabría esperar de una persona que todos los sábados despegaba de su tejado como un helicóptero.
El símbolo del poder hechiceril era un mortero con su mano que pasaba de madre a hija. Como todas las familias los poseían —en la lista de las necesidades domésticas aparecían a continuación de la sartén y, en algún modo, antes que la marmita— no era fácil decir cuál tenía propiedades mágicas y cuál no. Quizá sólo los viejos morteros de madera, suplantados recientemente por el almirez de cobre, poseían la necesaria potencia. Sin embargo, y a pesar de la construcción de la carretera, todavía se utilizaban bastante, pues, aunque la costumbre de volar se había perdido, la preparación de pociones de amor continuaba siendo un floreciente negocio. En un mundo en transición, hasta las hechiceras han de adaptarse a las nuevas condiciones, y con el incremento del lujo y del vicio, que todo el mundo estaba de acuerdo en conceptuar como síntomas de los tiempos modernos, el arte de hacer filtros de amor había adquirido nueva importancia.
Mi sirvienta, hubiera o no heredado las artes de su madre, tenía un modo de ser insinuante y dinámico. Su apellido de Andorra —ella utilizaba su otro apellido, Moreno— significa «mujer que pasa el tiempo caminando», y de aquí, «mujer de la calle». Ese había sido el nombre de su madre y también —creo— el de su abuela, y le sentaba como hecho a medida. Todos sus movimientos eran rápidos y cimbreños y bajo sus deslucidas ropas negras —en nuestra aldea las casadas de más de veinticinco años vestían de negro— su cuerpo ondulaba como una serpiente. En algunos momentos, de absoluta exuberancia, parecía próximo a escaparse de sus vestidos. Bailaba bien, con una especie de sofocado vitalismo, y, después de alguna tarde excitante, cuando venían los gitanos, bien cargada de vino, tomaba parte en una o dos malagueñas, para terminar derrumbada sobre una silla en un estado de total laxitud. Su tragedia era su rostro. Aunque por aquella época escasamente superaba la treintena, sus facciones rugosas y los atavíos desgastados la convertían en una anciana, y descubrí la razón al cabo de un año o dos vividos en su compañía. Jamás permitió que el agua tocara su cara, pero todas las mañanas y tardes se la lavaba con un aguardiente que quemaba y resecaba la piel hasta dejarla como el perfil de una serranía hispánica.
No pasó mucho tiempo sin que conociera la historia de María. Su padre había muerto siendo aún joven, así que había sido educada por su madre. A los dieciocho o diecinueve años pasó a servir a la mansión de mi casero. La esposa de este, junto con algunos de sus hijos delicados de salud, prefería pasar la mayor parte del año en su casa solariega de las proximidades de Granada, donde los médicos eran mejores, de manera que fue prácticamente inevitable que María se convirtiera en manceba de don Fadrique. Durante algún tiempo el asunto se mantuvo en secreto, pero un día nació una niña, una enfermiza y escuálida muchacha llamada Ángela, que en la época en que llegué a la aldea contaba nueve años. A su nacimiento, mi casero cedió a María una casita contigua a la suya propia, mientras que su esposa, en un arrebato de cristiano perdón, llevó a la niña en sus propios brazos hasta la pila bautismal.
Don Fadrique era un hombre pequeño, frágil, con unos bigotes largos y tristes y unos ojos acuosos que sobresalían un tanto de las cuencas: un ejemplar de esa raza —parecía un langostino— que prospera en la región mediterránea y que tiene el temperamento melancólico de los físicamente anormales. Como reacción ante su debilidad había desarrollado unos modales secos y cautelosos, y una divertida y escéptica actitud hacia la gente y la vida. Si bien, como todos los alpujarreños, tenía un gran amor por la tierra. Tanto su corazón como su bolsillo dependían de su granja, en la alta montaña, y de sus bancales de maíz y viñas, y le aburría la vida ociosa y urbana que llevaba en la casa de su suegra, cerca de Granada. Su mayor placer consistía en sentarse en la cocina, sin afeitar, suelto el cuello de su camisa, con una chaqueta y unos pantalones raídos, y charlar con la gente del campo, mientras devoraba su desayuno favorito —un cuenco de migas o de gachas con arenques y después chocolate caliente.
María acostumbraba a hablarme de su aventura con don Fadrique durante las temporadas que su mujer pasaba en la aldea. Don Fadrique se levantaba temprano para ir a su granja, ensillaba su caballo y lo conducía fuera del patio, hacia un establo situado en lo alto de la calle. Después regresaba furtivamente a su casa y se pasaba una hora en la cama con ella. Por la forma en que me contó esto caí en la cuenta de que para ella era el engaño el atractivo principal de la aventura. Poseía gusto campesino por la astucia y además era muy envidiosa.
Pero cuando conocí a la esposa de don Fadrique me quedé sorprendido. Doña Lucía era una exquisita criatura, hermosa, refinada casi al estilo japonés, apasionada, romántica y con una generosidad y bondad de corazón que sólo en contadas ocasiones he encontrado. Tenía además un aspecto trágico. Había visto morir a cuatro de sus hijos cuando aún eran muy pequeños, y ahora la única hija que le quedaba, una hermosa muchacha de diecisiete años, había muerto también y sólo le quedaba un hijo, un joven enfermizo y linfático. Su madre, en cuya casa pasaba tanto tiempo, era una mujer turbulenta, dominante y ruidosa, y su matrimonio distaba mucho de ser feliz. Más adelante le concederé mayor atención.
Solía yo ver con frecuencia a don Fadrique, pues, por un ardid que me había tendido, se había reservado una habitación en mi casa y a ella venía cuando quería y en ella se quedaba durante el tiempo que le apetecía. Su presencia en mi casa me molestaba, pero él personalmente me agradaba. Era un hombre educado y, desde luego, inteligente, con una moderada inclinación hacia la astronomía y la ciencia popular, pero no se encontraba cómodo si no vestía sus viejos trajes y charlaba con sus labriegos sobre cosechas y precios. Tenía un leve desdén hacia cualquier cosa relacionada con la vida urbana, con la superestructura de la civilización —incluyendo a la religión y los curas— y le agradaba tenerse por un realista. Sospecho que esta palabra oculta a menudo un impulso neurótico, la misma perversión desviada de la experiencia normal que oculta la palabra romántico. Su pasión por la sagaz concubina pueblerina, de cuerpo excitante y cara de gallina, formaba parte de esta actitud. Su apetito por la «realidad» constituía el anhelo de un hombre débil, pero refinado, que percibe la posibilidad de fortalecerse mediante el contacto con lo terrenal y rastrero. Una especie de complejo de Anteo.
María tenía una hermana llamada Pura, que, a menudo, venía y se sentaba durante horas en la cocina sin decir una palabra. Era viuda y poseía una pequeña porción de tierra que cultivaba con la única ayuda de su hijo. Difícilmente podría uno imaginarse una criatura más ligada a la naturaleza: parecía un rábano arrancado de la tierra, con la arena todavía adherida a sus raicillas. Era rústica en todos los sentidos de la palabra: su cabello negro, salvaje y despeinado; su cara y su cuerpo, tan oscuros como el cuero viejo, y sus pechos, que pendían oscilantes y libres cuando se inclinaba —pues su blusa carecía de botones—, tan largos como ubres. Tenía un peculiar olor a tierra que quedaba en el ambiente después que ella salía de la habitación, y su rostro, aunque de rasgos hermosos, era tan vacío e inexpresivo como una vasija de barro. No era sino una criatura innocua sin otro interés en la vida que su propio retazo de tierra. A cualquier hora del día que uno pasase por allí, podía verla inclinada sobre su terruño con un pequeño azadón en la mano. De vez en cuando sufría ataques epilépticos, y su hijo, un muchacho silencioso y atezado, le pegaba para que le diera dinero con que comprar cigarrillos. Cuando esto sucedía, sus gritos, penetrantes y conmovedores, podían oírse en todo el barrio.
El anhelo de don Fadrique por vincularse a la tierra le impelió un día a forzarla. Una tarde fue a su casa —los únicos muebles eran un par de sillas rotas y una mesa— y la derribó sobre un colchón de pajas que hacía el oficio de cama. Ella no opuso resistencia, pero entretanto mantuvo un chillido monótono y prolongado, como el de un cerdo al ser sacrificado. Al cabo, él se abrochó los pantalones, se encogió de hombros y se marchó.
—Siempre pensé —puntualizó enigmáticamente a María— que tu hermana era una mujer silenciosa, pero cuando vas a su casa y le diriges la palabra, chilla.
No obstante, le hizo saber que estaba autorizada para coger aceite de oliva cuando pasase por su bodega. Como era muy avariciosa, esto la satisfizo. Había cumplido con su deber chillando, de manera que su honor estaba a salvo.
Existía en la aldea una vaga distinción de clases: los terratenientes, los labriegos y los pobres; pobres eran aquellas familias que poseían o tenían en arriendo sólo una o dos parcelas de tierra, y debían ganarse la vida trabajando, en parte, para otros. Los terratenientes, la «gente de categoría», como les gustaba oírse llamar, por lo general carecían de interés. El aburrimiento se había adueñado de sus rostros como el polvo de las habitaciones desocupadas. Su posición social los había aislado y se alimentaban parasitariamente de los sentimientos y emociones de sus vecinos pobres, que vivían, sufrían y gozaban por ellos. Una de mis cruces en el pueblo eran las visitas del marido de la maestra, que en otros tiempos había sido maestro de música. Era un hombre de edad, con espesos bigotes grises y unos ojos redondos e inexpresivos jaspeados de blanco, que había nacido en el norte de España. Sentía profundamente la fatalidad de verse exiliado en una aldea bárbara, donde no había ni un café ni un paseo, y apenas se jugaba a las cartas. Para suplir estos esparcimientos me hacía interminables visitas en la presunción de que, como inglés, yo debía también sufrir por ello. Era una de esas personas —de ellas hay muchas en España— que creen que cuantas más veces se diga una cosa más cierta es, y, por eso, siempre que me visitaba su conversación era la misma. Tan pronto como agotábamos el tema de los dolores de cabeza de su mujer y su propio lumbago, comenzaba el tema tópico de las diferencias entre Inglaterra y Andalucía.
—¿Ustedes, en Inglaterra, no gozan mucho del sol?
—No, don Eduardo; muy poco.
—¿Siempre está lloviendo?
—Sí, casi siempre.
—¿Y hay niebla?
—Sí, hay niebla.
—Sin embargo, ¿pueden ustedes cultivar naranjas?
—No, hace demasiado frío para eso. Nuestras frutas son sólo las manzanas y las ciruelas.
—Y, naturalmente, aceitunas.
—Desafortunadamente, no. Las aceitunas necesitan sol.
—Eso sí que es raro. Siempre había oído decir que, gracias a las corrientes cálidas del golfo de México, eran ustedes capaces de cultivar plantas de climas meridionales.
—Ni una.
—Pero seguramente tendrán higueras.
—Sí, en algunos sitios; pero por lo general su fruto no madura.
—¡Ah!, de manera que higueras. Ya me imaginaba…, ¿y también tienen ustedes almendros?
—No, en absoluto.
—¿Cómo es eso? No hay tierra en que no se den los almendros. Incluso en Burgos, donde hace mucho frío, se cultivan.
—Pero en Burgos hay sol.
Entonces había un silencio durante el cual don Eduardo meditaba su próxima pregunta. Era un hombre que quería estar cierto de las cosas. Sus opiniones se consolidaban en dogmas rápidamente, ya que a fuerza de repetirlas enfáticamente las hacía verdad. Así, toda contradicción le molestaba y la menor sospecha de duda abría una fisura en el bloque de sólidas creencias que había ensamblado para su protección y seguridad. Por eso estaba dispuesto a luchar hasta el último cartucho por el asunto más insignificante, y cuando era derrotado volvía al ataque, unos minutos después, partiendo de las mismas posiciones.
—¿Por qué entonces —decía, fijando en mí sus ojos vidriosos—, si no pueden cultivar almendros, cultivan ustedes caña de azúcar? Todo el mundo sabe que ustedes, los ingleses, sólo consumen azúcar de caña.
No obstante, y a su manera, don Eduardo era un hombre ilustrado. Gustaba de censurar la ociosidad y falta de curiosidad de sus compatriotas y manifestaba que esta era la razón de su atraso. Se mostraba particularmente orgulloso del hecho de encontrarse siempre ocupado en algo. A pesar de estar casi ciego a causa de las cataratas, reparaba relojes de pulsera y de pared, y como había muy pocos relojes en la aldea —dos exactamente— pasaba los días desmontando y armando de nuevo un viejo reloj que había pertenecido a su padre. Su hija disecaba pájaros y hacía trabajos en rafia siempre que no estaba ocupada en las labores domésticas, mientras que su esposa tenía un álbum de flores secas con sus nombres primorosamente escritos, y la fecha en que las había recogido en el campo. En realidad se les podía considerar como una familia del norte de Europa.
Otro tipo característico era José Venegas, el tendero de la aldea. De joven había emigrado a Sudamérica, ahorró algo de dinero y regresó para abrir su tienda. Era un hombre gris y bondadoso, cuyas únicas ambiciones en la vida consistían en vender cada año un poco más de azúcar, arroz y bacalao seco, y que le llamasen don José. En esto, sin embargo, topaba con la negativa de la aldea. Esas tres letras del don constituían el atributo de aquellos que podían ostentar, o bien un nacimiento distinguido, o una buena educación; el dinero, de por sí, no podía adquirirlas. ¿Para qué servía el dinero? Los más sabios de la aldea —y casi todo campesino español es sabio cuando supera los cincuenta años— estaban de acuerdo en que el dinero era el origen del vicio. Hoy por hoy, el mundo estaba lleno de vicio, y rememoraban aquellos tiempos felices en que incluso los ricos mezclaban harina de maíz o centeno con la de trigo para hacer el pan; cuando sólo tomaban café y chocolate unas pocas damas de edad, y ningún joven menor de treinta años hubiera osado fumar en público. Dilapidar el dinero en boato y ostentación resultaba permisible, pero gastarlo para un mayor bienestar constituía un vicio.
Federico, sin embargo, disentía de este modo de ver las cosas. Era el hijo de un exalcalde que había vendido las tierras comunes de la aldea —varios cientos de hectáreas de pastos de montaña y bosques de encinas— y se había embolsado parte del dinero. Como se decía, «se las había comido». Sin embargo, el dinero no duró mucho. Su hijo emigró a Argentina, donde pasó bastantes años como camarero en un club inglés, y había regresado con una carga de recuerdos nostálgicos.
—Las mujeres… ¡Oh!, el lujo… ¡Oh!, el vicio… Le digo que nadie que no lo haya visto puede imaginar lo que era aquello. ¡Sillones como colchones de plumas! ¡Verdaderas pilas de revistas ilustradas! ¡Agua caliente corriente en los lavabos! ¡Las calles olían como si fueran ríos de agua de colonia! No, no, los españoles no sabemos lo que es vicio. Vivimos como salvajes, como bárbaros.
A juzgar por el tono de su voz había vivido una vida alborotada en ultramar —chicas en todo momento, corbatas de seda, whisky, champús—. Mantenía la superioridad del vicio sobre la virtud con la persuasión de un epicúreo chino. Pero sus acciones eran diferentes. Trabajaba mucho, estaba soltero, nunca iba a los bailes, jamás hacía visitas. Si alguien quería verle, había de bajar hasta el terruño que cultivaba con la ayuda de un muchacho. Allí estaba él podando los emparrados de sus viñas, o arando tal vez —elegante, pulcro, con el pelo gris, unas antiparras de aretes dorados y una camisa muy limpia—. Se detenía por unos momentos para charlar de su tema favorito y luego volvía furiosamente a su trabajo. Para este exponente del desenfreno, la vida era una prisa continua: al sencillo mundo del campesino había incorporado no sólo el porte y el refinamiento de un cosmopolita, sino también los hábitos presurosos de un camarero.