II. La Alpujarra

Me trasladé a mi casa uno de los primeros días de enero. Ascendí la cuesta zigzagueante con los muebles —un catre, o cama extensible de tijera, una mesa, dos sillas, un cántaro, la china y la loza que había comprado en mis viajes, algunas mantas y utensilios de cocina— distribuidos en dos cargas de mula. Como ya he dicho, mi situación económica era crónicamente precaria. En ese momento tenía treinta libras en bonos de guerra y treinta libras en el banco, y las únicas sumas que podía esperar en el futuro eran quince libras todos los años, por Navidad, y diez libras por mi cumpleaños. El resto de los ahorros de mi paga de capitán y la gratificación se me había ido en libros o perdido en una mala inversión. A la sazón, España, a pesar de ser, pudiéramos decir, un país intrínsecamente barato, había prosperado durante la guerra y el cambio de la libra era desfavorable. Así, pues, si quería completar el mobiliario de mi casa y pasar en ella unos cuantos años pacíficos, tenía que practicar la más estricta economía. Para comenzar, debía encargarme de hacer mi comida y los trabajos caseros.

Ordené mis cosas en las habitaciones y me puse a pensar cómo organizarme para hacer todo esto. El agua era mi primera necesidad. Haciendo acopio de valor cogí el cántaro de barro y con él en la mano me fui a la fuente. Unas cuantas mujeres con pañuelos anudados a la cabeza y faldas cumplidas y entalladas me miraban y cuchicheaban. La conversación cesó en cuanto llegué y todas me miraban en silencio. Súbitamente se acercaron, me arrebataron el cántaro, lo llenaron de agua y todas a una lo llevaron a mi casa. Comprendí que había infringido de manera inexplicable las leyes de la aldea al tocar uno de esos objetos femeninos, y que probablemente si me aventuraba a cocinar cometería casi una ofensa.

Esa tarde, al ir de un lado a otro de la casa barriendo y quitando el polvo, noté cómo desde las ventanas del otro lado de la calle me observaban unos rostros femeninos que desaparecían tan pronto los miraba. Esto me resultaba desconcertante. Cerré los postigos de madera —en toda la aldea sólo en dos casas había cristales— y proseguí mi trabajo, en la penumbra. Próximo el ocaso, subí a la terraza. Tal como he dicho, en lo alto de las escaleras, cubriendo parte de la casa, había un gran ático o azotea, que se utilizaba para almacenar grano y secar tomates y pimientos rojos. Se comunicaba con un terrado, o terraza, de greda lisa. Frente a mí se extendía un ancho panorama de montañas, valles, aldeas y, a lo lejos, el mar, como un fotograma de las maravillas del mundo en un libro infantil de geografía. Tras la casa se elevaba suavemente la montaña, en escalones de bancales cultivados, mientras que a mis pies, deslizándose por la ladera, se desplegaba la aldea: una aglomeración de grises superficies rectangulares que, vistas desde donde yo estaba, semejaban un cuadro cubista de Braque. El sol se ponía ya. Las cabras y las vacas volvían al poblado, las voces de hombres y mujeres se llamaban unas a otras cerniéndose en el aire como arroyos. Blancas palomas volaban en círculos. Absorto en este espectáculo llegó hasta mí un dulce aroma. Mirando a mi alrededor vi que cada uno de aquellos tejados grises tenía una chimenea y de todas ellas salía un penacho de humo azul, que uniéndose a otros penachos daba lugar a una tenue neblina que gravitaba sobre la aldea. Las mujeres preparaban la cena, y como combustible utilizaban ramas de romero, tomillo y espliego traídas a lomo de burro desde las cercanas colinas.

Estaba contemplando este panorama cuando de la trampilla de mi azotea surgió una mujer. Sus vestidos eran de un negro pardusco y llevaba un pañuelo también negro a la cabeza. Su edad resultaba totalmente imposible de adivinar. O mejor dicho, a medida que la fui observando llegué a la conclusión de que tenía dos edades. Una, la de su rostro, consumido y estriado como el de una campesina de cincuenta años, y otra, la de su cuerpo flexible y ágil y su mirada aguda y viva de mujer de menos de treinta años. Con la mirada baja se acercó a mí y me explicó que su nombre era María, que era sirviente del propietario de la casa, don Fadrique, y que estaba dispuesta, si yo lo deseaba, a trabajar para mí. Tras una leve insistencia puso un precio —una peseta diaria más la comida— y la tomé.

Ahora podía dedicarme a vivir en mi nueva casa. Mis libros —dos mil— llegaron en un carromato desde Almería, y poco a poco fui comprando más sillas y mesas de artesanía local, expandiéndome por las demás dependencias de la casa. Acostumbraba a trabajar por las mañanas, pasear a primeras horas de la tarde y pasar el resto de ella leyendo en mi habitación o charlando en la cocina con María y sus amistades. De vez en cuando recibía visitas de cortesía de la gente bien o de los que querían pasar por tales, e invariablemente, y a pesar de que la lámpara de parafina daba una luz exigua para leer, me acostaba muy tarde.

No se puede vivir en una aldea española sin sentirse seducido por su vida. Durante la primera o las dos primeras semanas me miraban con la boca abierta en cualquier lugar donde fuera. Después, de una forma bastante súbita, era recibido con sonrisas y palabras de bienvenida. Llegaban a mi casa, merced a una fina costumbre andaluza, numerosos regalos: huevos, frutas y verduras, y al poco tiempo era invitado a bodas, bautizos y otros acontecimientos familiares. Me sorprendió ver la facilidad con que aceptaban mi presencia entre ellos. De vez en cuando, en aldeas menos aisladas, la gente me había preguntado si estaba buscando oro, pero en Yegen no se interesaron por mis razones para estar allí, y nada me preguntaron. ¿Era esto debido a una falta de curiosidad típica del campesino? Como explicación me parecía negativa en exceso. El tiempo había de mostrarme que la vida de estas gentes transcurría tan enfrascada en su aldea, que todo lo que sucediera fuera de ella o no fuera susceptible de ser explicado en sus términos carecía de sentido.

He descrito cómo llegué a instalarme en este lugar remoto. Procuraré ahora dar cierta idea de la vida de los aldeanos. Es mi propósito ocuparme de sus labores, sus costumbres, su folclore, sus festejos religiosos, sus alegrías y cuitas amorosas, sus tipos y caracteres, así como de otras muchas cosas. Pero ¿por dónde comenzaré? Creo que para el lector será más fácil hacerse una idea si comienzo con una breve descripción de la región en que esta gente vive. Aquellos que no gusten de la geografía pueden saltarse algunas páginas.

La región conocida como la Alpujarra o las Alpujarras —pues se utiliza indistintamente en singular y en plural— consiste en un largo valle, que corre de este a oeste y está situado entre Sierra Nevada y la cadena costera. Este valle desemboca en dos zonas importantes: la occidental, centrada en torno a Órgiva, está regada por un río que llega al mar por Motril, mientras que la oriental, cuya ciudad más importante es Ugíjar, lo está por un río que da al mar a la altura de Adra. Estas dos zonas son muy distintas una de otra. La primera es escarpada y angosta y está rodeada por las crestas más altas de las montañas nevadas, mientras que la segunda, aunque respaldada por vertientes cubiertas de nieve hasta julio, es amplia y abierta, de un aspecto mucho más meridional. También, más hacia el este, existe una tercera zona del valle, regada por el río Andarax, que desemboca en Almería, pero como queda fuera del ámbito de este libro no me referiré a ella.

Algo habrá que decir sobre las montañas que circundan este valle. Sierra Nevada, tan abrupta y rocosa en su fachada norte, presenta hacia el sur un aspecto más uniforme y regular. Por esta razón ha sido posible terraplenarla y cultivarla hasta una altura de mil quinientos metros o más sobre el nivel del mar. Sus cimas, que sobrepasan los tres mil metros, superan a los picos más altos de los Pirineos. Sus aguas irrigan, en el sentido más literal de la palabra, unos setenta pueblos y aldeas del flanco meridional, además de los extensos y poblados llanos de Granada y Guadix que se extienden al norte. Pero desde la Alpujarra el aspecto de estas montañas no es impresionante. Debido a la combadura de la pendiente de sus cimas son invisibles desde abajo. Para verlas habría que escalar la cordillera costera, y entonces los ojos se encontrarían con una larga y ondulada línea blanca que desciende gradualmente hacia el este. No hay picos, sólo ligeras protuberancias y fallas sobre el uniforme cerro, y las estribaciones aparecen redondeadas como si fueran barriles.

Respecto a esta masa gigantesca de rocas en descomposición la cordillera costera presenta un marcado contraste. A su extremo occidental, por encima de Órgiva, la Sierra de Lújar se extiende como una imponente masa de caliza triásica. Contigua, y hacia el este, está la Sierra de la Contraviesa, una cadena de rojas formaciones esquistosas suavemente moldeada, de una altura no superior a los mil doscientos cincuenta metros, pero redimida de la mediocridad por sus estribaciones y quebradas, que ofrecen el aspecto de una cortina chafada. A su fin, justo al sur de Yegen, está atravesada por el río Ugíjar, y más allá, extendiéndose hasta llegar a Almería, descansa la vasta extensión de montañas de Sierra de Gádor, sin agua y yerma, que alcanza una altura de dos mil trescientos metros sobre el nivel del mar. Estas son las montañas que veía desde lo alto de mi azotea cuando mi mirada cruzaba la atmósfera. Más adelante les dedicaré una descripción más completa.

Yegen descansa sobre la vertiente de Sierra Nevada y una carretera lo comunica con Ugíjar. Desde la colina que está sobre mi casa se ve cómo la carretera serpentea en suaves curvas a lo largo del flanco uniforme de las montañas. Primero deja atrás Válor, una gran aldea blanca en la que las naranjas dulces aún están en sazón, y unos cinco kilómetros más adelante alcanza mi aldea. Es un paseo agradable, con verdor incluso en lo más tórrido del verano, pues son doce kilómetros terraplenados en su totalidad y sembrados de árboles frutales, olivos y viñas en emparrado, y a su cobijo crecen el trigo, el maíz y las judías. Una vez pasado Yegen, la carretera bordea un farallón. A lo largo de dos o tres kilómetros no hay nada que ver sino rocas, plantas aromáticas y, abajo, un gran barranco. Súbitamente, a través de un amplio barranco, se divisaba Mecina Bombarón. Es este un pueblo grande, parcialmente encalado y con muchas casas grandes diseminadas entre bosques de castaños. Tiene un carácter completamente diferente al de Yegen, con un aspecto frío y nórdico, y goza de celebridad gracias a sus manzanas y patatas. Unos cuantos kilómetros más allá la carretera termina de repente en la ladera de la montaña. Un día se bifurcaría y el brazo izquierdo conduciría hasta el río, en Cádiar, a casi mil metros por debajo, y desde aquí a Granada, mientras que el otro ascendería todavía más alto, hasta los bosques de castaños y los herbosos riachuelos de Bérchules. Pero esto no habría de suceder hasta 1931. Mientras tanto teníamos una carretera libre de tráfico rodado, por la que podíamos pasear.

Comparada con los pueblos inmediatos, Válor y Mecina, la característica geográfica de Yegen la constituía su oreada situación; sobresalía un poco de la montaña y se proyectaba —a una altura de mil doscientos metros sobre el mar— entre las zonas de naranjos y castaños. Económicamente, su característica es la pobreza. A pesar de que la tierra es buena y está bien regada, y aunque casi todas las familias poseen su parcela o bancal, carece del núcleo usual de gente acomodada, es decir, esa clase de gente que se afeitaba los sábados por la noche y los domingos se ponía zapatos y corbata. Por la misma razón carece de casas grandes con tejados de pizarras y muros de ladrillos. Toda su arquitectura es primitiva y bereber.

Supongamos ahora que en vez de seguir la carretera escalamos el camino de mulas situado inmediatamente sobre la aldea. Por este lugar el repecho de la montaña no es empinado. A pocos minutos de camino terminan los olivos y aparecen grandes castaños dispuestos como si de un parque se tratara. Por todas partes corren riachuelos. Durante el invierno fluyen por los barrancos, pero en verano el agua discurre por canales artificiales a lo largo de las crestas de las estribaciones. El árbol característico es el álamo. Contornea los cursos de agua, así como los irrigados sotos, cuya fina hierba invita a uno a tumbarse y hacer el papel de un pastor de Giorgione, hasta que descubre el fango. Estos álamos pertenecen a especies extranjeras, originarias de Virginia, y fueron introducidos durante el pasado siglo para ser utilizados como madera para la construcción. Tienen brotes aromáticos y viscosos y hojas en forma de corazón, y aun cuando jamás se les dejaba crecer demasiado, crean un delicado dibujo, como una labor de bordado, sobre la colosal vertiente de la montaña, escasamente diversificada. A la luz del atardecer se veían sus alineaciones, delgadas agujas que pugnaban por sobresalir allá, bajo el horizonte.

A unos trescientos metros por encima de la aldea se alcanza la acequia principal, cuyas aguas provienen de un lejano torrente de las montañas. En el acto desaparecían los árboles y comenzaba una extensión de roca grisácea salpicada de escabiosas. Todavía serían necesarias otras tres horas para alcanzar el paso que comunica con la altiplanicie del otro lado. Pero ¡qué perspectiva si uno mira hacia atrás! Las arrugadas ondulaciones de las montañas inferiores, rojas, amarillas y violeta, se extienden como una alfombra que llega hasta el mar. El rumor del curso del agua ya no se puede oír, han cesado los ruidos del pueblo. Reina un completo silencio.

En lugar de escalar la montaña, uno puede abandonar la aldea lanzándose ladera abajo. Por aquí los senderos son más escarpados y están adornados con olivos de gran envergadura. Se hacen abruptos rápidamente. Al dejar las acequias, bordeadas durante la primavera por lirios púrpura y azules vincapervincas, se penetra en una región donde los violentos peñascos rojos se precipitan sobre las hondonadas. Aquí se erige Piedra Fuerte, una roca aislada que un día sostuvo un castillo moro y que en la actualidad da cobijo a una familia de gatos salvajes. En las hondonadas, de suave piedra arenosa, anidaban colonias de abejarucos que alanceaban el aire en su vuelo, creando dardos de color con su brillante plumaje verde y amarillo. Aquí crecían los naranjos con sus frutos amarillos. Había también chumberas. Cuando, finalmente, se llega al fondo de la hondonada, uno se topa con el arenoso lecho de un río cubierto de tamariscos y adelfas.

La aldea que posee esta fértil zona de terreno, rica en casi todo tipo de cultivos y de árboles frutales, es un lugar primitivo. Su población superaba escasamente el millar y para alojarse contaba con unas doscientas casas, o quizá alguna más, de dos pisos, construidas de tierra y piedra sin labrar y a veces —especialmente las mejores— con una tosca capa de argamasa. Los muros interiores están enyesados y encalados, si bien, como todos los pueblos de la Alpujarra que guardan la vieja tradición, el encalado no se emplea en el exterior. Los tejados están hechos con pesadas losas de piedras dispuestas horizontalmente y cubiertas con una gruesa capa de launa apisonada (una especie de arcilla esquistosa obtenida a partir de la descomposición del magnesio gris que cubre los barrancos). Su peso mantiene firmes los muros frente a los tornados que sufrimos durante los meses fríos del año. Algunas de estas losas, denominadas en este caso aleros, se disponían para proteger los muros en una zona de unos treinta centímetros a todo alrededor de la casa. El agua se drenaba de los tejados mediante canalones. Un rasgo distintivo de este tipo de edificios es la azotea o ático, construida en una porción del terrado y abierta al frente. Durante los meses de otoño e invierno uno puede ver en ella mazorcas de maíz y ristras de pimientos rojos, berenjenas cortadas en rebanadas y tomates colgados a secar. Las casas en que no había azotea tenían por lo general en la primera planta una larga galería abierta que servía para el mismo propósito. Como es usual en las aldeas montañesas, las calles son estrechas, torcidas y empinadas. Y como las casas están encajadas unas en otras y, además, construidas sobre una vertiente, el efecto a distancia es el de una confusa aglomeración de cajas en ascensión hacia la cumbre.

Este estilo de arquitectura únicamente se encuentra en la Alpujarra, en Argelia y en el Atlas marroquí, si bien la casa con azotea, en la región seca sudoriental española, se retrotrae hasta la Edad del Bronce. Puesto que la Alpujarra fue colonizada durante la Edad Media por los montañeses bereberes, es de suponer que fueron ellos los que introdujeron este tipo de construcción. En cualquier caso, muchas de las casas de Yegen son probablemente de edificación mora, aunque reconstruidas.

Al igual que muchas de las aldeas de Sierra Nevada, Yegen se compone de dos barrios, construidos a corta distancia el uno del otro. El barrio de arriba, en el que yo vivía, comienza justamente debajo de la carretera y termina en la iglesia. Aquí hay un espacio nivelado de dos o tres acres de extensión —un tajo en la infinita vertiente— dedicado al cultivo, e inmediatamente, descendiendo, comienza el barrio de abajo. Los extraordinariamente fuertes sentimientos de vinculación a su lugar de nacimiento que tienen los españoles se manifestaban incluso en el caso de estos barrios, pues, aunque no había diferencia en su composición social, se daba entre ellos un decidido sentimiento de rivalidad. La gente hacía sus amistades principalmente en el barrio donde vivía, y si tenía que mudarse de casa eludía ir a vivir al otro. Tanto en la política como en las rencillas privadas, ambos barrios tendían a adoptar posiciones opuestas. Pero como no había obstáculos para la formación de matrimonios entre los dos, el sentimiento jamás se había hecho muy profundo, y desde luego no se podía comparar con el abismo que separaba un pueblo o aldea de otro.

Todos los que entraban en la jurisdicción de la aldea tenían en ella su casa, excepto las cuatro o cinco familias que vivían en Montenegro, a media hora de camino. En la época de los moros esto había sido una granja única, perteneciente a un árabe opulento de Mecina Bombarón llamado Aben Aboó, quien en 1579 había sido uno de los cabecillas de la rebelión contra los españoles, pero ahora estaba dividida en varias pequeñas propiedades. Así, pues, constituía lo que se denominaba un caserío o cortijada —es decir, algo más pequeño que un lugarcillo o barrio— y su independencia de la aldea estaba refrendada por el hecho de que dos familias de la aldea adyacente, Yátor, vivían allí. En virtud de una antigua costumbre, ningún «forastero» podía mantener o arrendar o trabajar la tierra de una aldea de la Alpujarra, aunque si era rico nadie iba a poner objeción alguna. En la Cuesta de Viñas, al este de la aldea, había habido durante la época mora una gran concentración de casas —lo que se denominaría un lugar—, pero había desaparecido sin dejar rastro. Cercano a su emplazamiento se encontraba un pequeño cortijo, administrado desde la aldea, y era esta la única granja en ocupación permanente dentro de los límites de Yegen, con la excepción de una granja de ganado perteneciente a mi casero, don Fadrique, a dos horas de camino en las montañas. Más adelante hablaré de él.