Fui a España por primera vez en septiembre de 1919. Acababan de licenciarme del ejército y buscaba una casa en la que pudiera vivir una temporada, lo más larga posible, con los ahorros de mi paga de oficial. Escasos eran mis estudios, ya que los conocimientos de la vida moderna que uno logra durante la enseñanza secundaria son muy pobres, y la guerra había dejado en mí el disgusto por las profesiones corrientes. Antes de decidir lo que iba a hacer, deseaba pasar unos años leyendo los libros que había reunido, inmerso en el modo de vida mediterráneo. No obstante, el hecho de que eligiese España en vez de Grecia o Italia no fue debido a ningún sentimiento especial hacia ella. Casi todo lo que sabía sobre ese país se reducía a que había sido neutral durante la guerra y, por tanto, imaginaba que la vida resultaría allí barata. Para mí esto era esencial, puesto que cuanto más consiguiera que me durara el dinero, más tiempo podría gozar del ocio.
Mis primeras impresiones tras desembarcar en La Coruña fueron descorazonadoras. Pasé unos cuantos días recorriendo Galicia y luego viajé a través de la meseta en un tren mixto que se detenía durante diez minutos en todas las estaciones. A medida que nos arrastrábamos por aquella infinita extensión amarilla me sentía penosamente sorprendido por la desnudez y la monotonía de la región. Ni un arbusto, ni un árbol, y las casas, construidas de adobe, eran del mismo color que la tierra. Si toda España iba a ser así, no veía posibilidad de establecerme en ella. Cuando llegué a Madrid comenzó a llover a cántaros. Además, caí en las garras de dos arpías, dueñas de una casa de huéspedes. Me exigían pagar cada comida por adelantado y no me quitaban ojo mientras comía, arrebatándome el plato antes de que hubiera terminado, para engullir ellas los restos en la cocina. Sus ojos tenían el brillo acerado de quien no ha comido durante un mes. Comenzó a llover otra vez en cuanto llegué a Granada. Vi la Alhambra a través de una llovizna persistente y me pareció vulgarmente presuntuosa y enlodada, como una gitana sentada bajo un seto empapado. ¿Así que este era el fabuloso palacio oriental de las postales?
La gente también me desilusionó. Esperaba encontrarme con hombres envueltos en largas capas, con la daga al cinto, y mujeres en posturas goyescas, luciendo mantillas y peinetas. Lo que vi fue una raza sombría y paticorta que caminaba presurosa bajo los paraguas o charlaba estrepitosamente hasta las dos de la madrugada. Ni siquiera parecían amistosos. El único español con el que me relacioné fue el hijo del dueño del corralón[1] (la versión andaluza del fondak árabe) cercano a la estación, en el que me hospedé. Era inválido y, como no podía trabajar, pasaba las mañanas entregado a la autodidacta labor de aprender alemán: el idioma del futuro en su opinión. Me ofrecí a darle unas pocas lecciones, a cambio de las cuales me expresó que la esperanza de España descansaba en la maquinaria agrícola y en la industrialización, y que en pocos años ambas serían introducidas en el país por técnicos alemanes. Parecía ser un socialista, confiado en una cercana revolución mundial difundida desde Berlín.
Quienes hayan estado en Granada sabrán de la existencia de una elevada cadena de montañas, Sierra Nevada, situada inmediatamente al sur y con nieves perpetuas. Al otro lado de estas montañas, entre ellas y el mar, existe una franja de terreno bien regado y tachonado de aldeas, que lleva el nombre de la Alpujarra. Había elegido sobre el mapa esta región porque creía que, con toda probabilidad, hallaría en ella un lugar adecuado para instalarme, de manera que me preparé para ir allí. Compré uno de esos sombreros sevillanos de rígida ala negra, ya que imaginé que me haría menos conspicuo, metí unas cuantas cosas en una mochila y, en cuanto cesó de llover, me puse en marcha.
Mi plan consistía en hacer un recorrido hacia el oeste, en dirección a Málaga, y abordar la Alpujarra por el lado opuesto. También allí, en la Axarquía, encontraría aldeas encaramadas sobre el mar y quizá fuera una de ellas la adecuada para mis propósitos. Pero no había tomado en consideración los problemas que el mapa planteaba. El único disponible era el Mapa Provincial, una hoja pequeña, pavorosamente coloreada y del tamaño aproximado de un pañuelo grande, destinada mayormente a servir a los oficiales como carta de referencia. Estaban marcadas las aldeas, aunque no siempre en su situación correcta, pero no aparecían las montañas y daba una idea estrictamente esquemática de los ríos y arroyos. No necesito hablar de las carreteras, pues pocas habían sido construidas en aquella época y la mayor parte de mi trayecto lo realizaría por caminos de mulas.
Después de almorzar me puse en marcha; dejé atrás un par de aldeas; comenzó a llover. La carretera era un ancho sendero —el pie se hundía hasta el tobillo en el barro, pues en aquella época ninguna de las carreteras andaluzas estaba pavimentada—, que se extendía ante mí y se perdía en un lejano horizonte de montañas. Sobre mi cabeza se movía lentamente un cielo de nubes esponjosas y a ninguno de los lados había otra cosa que una llanura ondulada y sin árboles, de un rojo ladrillo, plagada de polvo y de rastrojos. Dejé atrás unas carretas entoldadas tiradas por una recua de seis o siete mulas, a cuyo frente iba un burro. Los hombres voceaban y hacían restallar sus látigos, y los animales hacían más profundas sus huellas en su esfuerzo por arrastrar las ruedas en medio del barro. Cayó la noche; brillaron las estrellas inesperadamente. Los grillos comenzaron a cantar y al rato divisé las luces de Ventas de Huelma y pude oír el ladrido de los perros.
El parador era un sencillo edificio encalado, con una enorme entrada. Una vez atravesada esta, me encontré en un zaguán abovedado, blanco y espacioso, que empezaba en un descargado o sitio empedrado para descargar, a lo largo del cual se llegaba a las caballerizas, y entonces, formando ángulo recto con la entrada, se transformaba en una especie de cocina embaldosada. Colleras de mula y otros arreos de cuero colgaban de las paredes; al fondo había una chimenea de campana. Había allí dos mujeres, con pañolones rojos sobre sus ajados vestidos negros, que removían una marmita. A corta distancia de las mujeres, y sentados a lo largo de las paredes, estaban unos muleros en hosco silencio, a los que me uní, sentándome en una silla desocupada. Esperamos. Por fin, y cuando ya había perdido casi toda esperanza de obtener algo que comer, sacaron una mesa baja, en la que se colocó un plato de arroz y bacalao y acercamos nuestras sillas. No había platos. Los hombres, con el sombrero firmemente encajado en la cabeza, afirmando así su igualdad ante cualquiera, al estilo de los nobles españoles que tenían privilegio ante el rey, fueron eligiendo su porción en la cazuela, y tras invitarme a mí y a todos los demás a hacer lo mismo, hundían en ella su cuchara con gran protocolo y comenzaron a comer. Así continuaron hasta consumir su ración. Entonces cada cual dejaba su cuchara sobre la mesa y, en cuanto terminaban los demás, se levantaba y la lavaba en la tinaja y volvía a meterla en la faja o cinturón de franela roja, donde siempre la llevaba. Por primera vez desde que desembarqué sentí afecto hacia la gente de este país, que sabía combinar de manera tan admirable la simplicidad con los buenos modales.
Tan pronto como terminó la cena los hombres liaron y encendieron sus cigarrillos, y tras echar una última ojeada a sus animales, se tendieron sobre los colchones de paja, que estaban apilados en un rincón de la habitación, y se cubrieron con mantas. Lo mismo hice yo, y descubrí que el patear y resoplar de las mulas y los burros constituyen un buen soporífero. Al primer resplandor del alba nos levantamos todos. Los muleros pusieron los arneses a sus mulas y, después de tomarse una buena copa de anís, emprendieron la marcha por la carretera principal, recta y pelada, mientras que yo tomaba un quebrado sendero que me desviaba hacia la izquierda. Tenía ante mí una larga caminata, pues me proponía cruzar la cadena costera y dormir en una aldea situada en el lado opuesto, denominada Sedella, en la que había oído decir que había una buena posada.
Mi camino avanzaba a través de un paisaje devastado hacía treinta años por un terremoto. Era un territorio accidentado, estéril, quemado por el sol, de color dorado pálido y moteado por irregulares chafarrinones de chaparros y cardos. Dejé atrás dos aldeas —poblados construidos con barro, miserables y ruinosos—. Al abandonar la segunda, me encontré con una persona. Era un joven medio imbécil que custodiaba una piara de cerdos negros y que cuando le dirigí la palabra agitó los brazos en mi dirección e inició un parloteo incomprensible. A esas alturas, y pese al esfuerzo por seguir el mapa, estaba perdido. El sendero que seguía ascendía primeramente por una ladera de rocas peladas y pedrizas, salpicada de encinas enanas. En el valle pedregoso que se extendía a mis pies las hojas de los escasos chopos se habían tornado amarillas, y en la distancia, aquí y allá, se divisaban cortijos solitarios, cobijados tras las tapias construidas para defenderlos de los bandoleros. Hacía mucho calor y los esquistos de mica de las rocas altas brillaban amenazadores.
Cuando al cabo, y tras mucho trepar, alcancé la última cresta, me encontré en la Sierra de Tejada, un macizo de rocas estrato-cristalinas con casi dos mil metros de altura sobre el nivel del mar. El sol ya teñía el horizonte. Podía percibir las aldeas de la distante Axarquía, extendida a mis pies, sobre las que se elevaban ligeras columnas de humo que se disipaban rápidamente. A esta altura parecían salpicaduras de pintura blanca sobre el tenue rojo de las onduladas colinas que, a manera de dedos, surgían del bloque rocoso, para caer al mar en una sucesión de conos, ondas y redondeadas protuberancias. Más allá, muy distante, flotando en la neblina, descansaba la costa de África. Desde abajo, en la ladera, llegó a mi oído un tintineo de esquilas. Al asomarme vi, allí donde se desplegaba la escarpada ladera, unos rebaños de cabras y ovejas. Sus pastores, nítidamente definidos a la oblicua luz, caminaban detrás de los animales con las capas al hombro. Una persona más sensata se les hubiera acercado y hubiera requerido su hospitalidad para pasar una noche, pero yo estaba empeñado en alcanzar la aldea. Así, pues, comencé a salvar a saltos los afilados bordes y desmontes, para subir luego, serpeando a toda prisa, los últimos repechos. Rápidamente se hizo de noche, y al poco tiempo, lacerado, magullado y empapado en sudor, llegué a Sedella. Aquí me encontré con que la buena posada que me habían recomendado ya no existía. Me vi forzado a instalarme en otra, donde una vieja, refunfuñando por tener que interrumpir el sueño, me frió un par de huevos en aceite rancio y me mostró una cama en la que, hasta el amanecer, fui devorado por un ejército de chinches. ¡De manera que esto era España! Sentí que, al fin, empezaba a conocer el país.
La Axarquía es una región de colinas altas y redondeadas e intrincados valles donde se cultiva la vid. Aquí se cosecha la uva moscatel con la que se elabora el famoso vino dulce de Málaga. El mar se extiende a los pies de la Axarquía como un tapete de seda, pero los únicos árboles de la región son la higuera y el almendro, y yo buscaba una tierra mejor regada y más variada. De manera que, tras aguardar a que me zurcieran mis desgarrones, bajé a la carretera de la costa y torcí hacia el este, hacia Motril. Pero antes de llegar a este lugar, que domina la entrada a la Alpujarra desde su lado sudoccidental, fui víctima de un ataque de disentería.
Continuar la descripción detallada de mi búsqueda de una casa resultaría tedioso. La disentería deja la mente embotada para toda impresión; además, no es mi deseo entrometerme en un terreno que Graham Greene ha explorado de manera exhaustiva en el libro de sus viajes por México. Contentémonos con decir que durante las semanas siguientes me impuse la obligación de continuar mi camino, aguijoneado por el miedo a estropear demasiado rápidamente mi precario equilibrio bancario si me detenía a descansar y recibir tratamiento médico. De esta suerte visité las treinta aldeas, más o menos, de la Alpujarra occidental —las situadas entre Padul y Órgiva y las que se encuentran entre Cástaras y Trevélez, altas e inaccesibles— sin encontrar una casa adecuada que alquilar. Descorazonado y con mi dolencia en un estado cada vez peor, me encontré una tarde en una aldea de la cadena costera denominada Murtas. Aquí, en una posada llena de chinches en la que el único alimento consistía en un arroz aceitoso cocinado con el bacalao más nauseabundo, mi enfermedad llegó a su punto crítico. Era evidente la necesidad de hacer un alto en el camino, y al día siguiente encontré una posada tolerable, casi libre de insectos, en Ugíjar. Es Ugíjar una pequeña ciudad, situada al fondo de un valle poco profundo, capital administrativa o cabeza de partido de la Alpujarra occidental.
Esta región me agradó más. Órgiva está situada en una profunda depresión entre montañas, y las aldeas, medio ocultas entre los bosquecillos de naranjos y olivos de largas ramas, están cerradas y sin horizontes. La Alpujarra oriental, que se inclina hacia Almería más que hacia Granada, es más abierta. Ugíjar, con su valle de álamos y sus rojos farallones, me pareció un lugar encantador. Hacia el norte pude ver, a lo largo del flanco de Sierra Nevada, una hilera de aldeas rodeadas de bosques de olivos y árboles frutales. Y evidentemente, dominaba el paisaje hacia el sur. Tras un día o dos de descanso me puse a explorar estas aldeas y rápidamente di con dos que contaban con casas de alquiler. Una se llamaba Mairena, y la otra, Yegen.
Mairena era una aldea habitada mayormente por gitanos. A pesar de mi admiración por Borrow, estas gentes suscitaron en mí escaso interés. Deseaba vivir entre españoles. Era también una aldea aislada, por lo menos a una hora de camino de cualquier carretera. Yegen, por otro lado, tenía una carretera, y esto le proporcionaba un aspecto más habitable. Se puede caminar de día o de noche a lo largo de una carretera sin mirar a dónde se va. Además, el lugar tenía algo que me resultaba atractivo. Era una aldea pobre, elevada sobre el mar, con un panorama inmenso a su frente. Sus casas grises en forma cúbica de un mellado estilo Corbusier, en rápido descenso por la ladera de la colina y pegadas una a otra, con sus techos de greda, planos, y sus pequeñas chimeneas humeantes sugerían algo construido por insectos. Contaba, asimismo, con abundancia de agua, que fluía a lo largo de la ladera por acequias de riego y descendía a veces a través de las calles y movía un par de molinos. Pero la casa también me había de agradar, y afortunadamente así fue. Era una casa de forma irregular e incoherente, flanqueada por dos casas más pequeñas, e incluía unas nueve habitaciones en la primera planta, así como dos espaciosas azoteas o áticos habitables. La planta baja, que se reservaba el dueño, se utilizaba para almacenes y establos. Pero la renta exigida —doscientas pesetas anuales— era más de lo que yo me podía permitir. En la idea de investigar más a fondo algunas de las aldeas que había dejado atrás —había una llamada Nigüelas que me atraía especialmente— y con la esperanza de encontrar algo más barato, eché de nuevo a andar hacia Granada, aquejado por mi dolencia, que alcanzaba sus peores momentos. Cuando regresé, quince días más tarde, la renta exigida por la casa de Yegen había descendido hasta ciento veinte pesetas, que en aquella época equivalían a seis libras en dinero inglés. La alquilé sin más.
El propietario, don Fadrique, la arrendaba en circunstancias trágicas. Su única hija acababa de morir y se iba a vivir con la familia de su esposa en las cercanías de Granada. Pero no podía entregarme la casa hasta el Año Nuevo. De manera que tenía que esperar casi dos meses hasta que me pudiera instalar, y decidí pasarlos en Málaga, donde mediante el descanso y una dieta estricta esperaba verme libre de mi disentería y, con ella, de la debilidad y desánimo que había hecho mi viaje tan penoso. Me puse en camino por la todavía inacabada carretera costera, compraba sobre la marcha queso, pan y naranjas y dormía en las playas. Como mi estado de salud no me permitía hacer largas caminatas, tardé cinco días en cubrir los doscientos nueve kilómetros.
En Málaga alquilé un aseado dormitorio, anteriormente ocupado por un marino noruego, cerca de la plaza de toros. Tras la dura vida de las aldeas era un placer encontrarse de nuevo en una gran ciudad mediterránea. Me pareció una ciudad de contrastes. En la cima de un desmoronado altozano devorado por la luz amarilla, en el castillo moro, pululaban mendigos y gitanos; habían excavado sus cuevas en los muros, y se dedicaban a despiojarse los unos a los otros, sentados al sol, envueltos en las tufaradas que desprendían los naranjos y los excrementos secos. Los chiquillos menores de doce años corrían desnudos. Luego, si uno bajaba hacia el Parque, a un tiro de piedra, la escena cambiaba por completo. Las victorias de la aristocracia madrileña paseaban arriba y abajo —por aquella época Málaga estaba de moda como estación de invierno— y los lustrosos y tintineantes caballos y las centelleantes ruedas correteaban bajo el entramado de los plátanos. Podía uno sentarse en cualquiera de los bancos de piedra y observar a los que pasaban. Las jóvenes de la clase media, tocadas con peinetas y mantillas de blonda negra, paseaban con andar de maniquí y recogían las admirativas miradas de los hombres con los que se cruzaban. El peinado podía resultar rústico o elegante, pero en todos los ojos había un brillo excitante y muchos de los rostros eran adorables.
Me dediqué un día o dos a la contemplación de la ciudad, pero luego sucedió algo desagradable. Siempre he sido descuidado con mi presupuesto, y a causa de algún error de cálculo las pesetas que esperaba recibir no llegaban. Durante más de una semana estuve sin blanca. Mi patrona me daba todas las mañanas un trozo de pan y un tazón de café, y con esto y unas pocas naranjas que compré con mis últimos peniques me mantuve. Para hacer mi situación más exasperante, encontré en correos una carta de un viejo amigo de mi familia. Estaba pasando el invierno en Málaga, en el Hotel Regina, y me invitaba a instalarme en él como huésped suyo y, si el estado de las carreteras lo permitía, a hacer algunas excursiones en coche a Sevilla y otros lugares de las inmediaciones. Pero yo llevaba un traje negro de pana, alpargatas de cáñamo y un sombrero sevillano. Él era un hombre muy correcto —el vestido tenía en aquella época un significado casi religioso—, y con aquel atavío me era imposible presentarme ante él. Más aún, el miedo a encontrármelo accidentalmente llegó a convertirse en una obsesión tal que opté por salir todas las mañanas a pasear por la playa, más allá de los barrios pesqueros y del distrito industrial de Huelín, y pasarme los días junto al mar, sumido en un sombrío estupor. Sobre la arena grisácea las olas resonaban con melancolía, el humo de las fábricas se remontaba lentamente, como si el uno y las otras tuviesen en cuenta a los que tienen el estómago vacío.
Al fin llegó mi dinero. Pude hacer una buena comida y —cosa de similar importancia— comprar algunos libros. Cuando los hube leído, decidí que había llegado el momento de abandonar Málaga. Elegí unas cuantas cosas en una tienda de antigüedades y tomé el tren hacia Granada. Aquí, tras comprar algunas cerámicas más —la porcelana Fajalauza, con sus pálidos dibujos de pájaros y flores en azul, había alcanzado recientemente sus actuales colores crudos y sintéticos—, continué hacia Ugíjar, en autobús y mula.
La Navidad se había echado encima. Los muebles que había mandado construir a un carpintero estaban listos. Había traído de Granada mi maleta, de manera que tenía unos pocos libros para leer. Los últimos días de espera los pasé sentado bajo los naranjales, con un ejemplar de la Ética, de Spinoza, y cuando este se mostró demasiado absorbente, con la Historia de Grecia, de Bury. Los días de aburrimiento pasados en los campamentos y trincheras me habían llenado de ansia de saber, y las primeras tareas que me había impuesto para cuando me estableciera eran aprender algo de filosofía y estudiar griego por mí mismo. Me sentía avergonzado de tener veinticinco años y no haber leído más que unas pocas novelas y algo de poesía.