Tratas de comprender la esencia de ese símbolo. ¡Quién hubiera pensado que Farabeuf se valdría de ese objeto cuya sola concepción, estudiada metódicamente, es capaz de romper la mente en mil pedazos! Pero por encima de esa realidad turbadora, la memoria del maestro ha sabido recoger los fragmentos de esa vida que se te escapa en el olvido; mediante la disciplina del clatro ha reconstruido, como se hace con un rompecabezas, la imagen de un momento único: el momento en que tú fuiste el supliciado.
“… la imagen de un hombre y una mujer que caminaban por la playa. De pronto la mujer echó a correr dejando atrás al hombre que no intentó darle alcance sino unos instantes después. Pero luego la mujer se detuvo bruscamente y se volvió hacia el hombre. Éste se turbó, como si no la hubiera reconocido. Yo sin embargo reconocí ese nuevo rostro. Sus ojos se habían posado en mí y tal vez la mujer me reconoció también. Esta hipótesis explica su intempestiva carrera para alejarse de aquel lugar ya que nuestra presencia allí hubiera bastado para poner en peligro el plan. Os comunico este incidente para explicar mi partida. Los intereses de nuestra causa lo exigen ahora…”
La primera parte del ejercicio está concebida para hacerte comprender todas las posibilidades de la multiplicidad del mundo: trata de concebir este clatro reflejado en el espejo.
… simplemente un objeto adquirido por capricho en un chinatown banal…
“… Imagen de tu vida”, dijo Farabeuf haciendo girar el clatro lentamente entre sus dedos afilados, manteniéndolo muy cerca de sus ojos, regocijándose en el ruido diminuto que producían las esferas al tocarse sus superficies…
Te has detenido frente a la ventana bruscamente. Temes el roce de mi mano. Empieza la noche y la lluvia sigue cayendo tenuemente a pesar de que ya no se escucha el golpe de las gotas contra los cristales. Te has detenido y miras a través de esos vidrios empañados en los que alguien —tú quizá— trazó con la punta del dedo un signo ambiguo, tal vez el carácter que significa seis en chino. Tratas de discernir con claridad lo que está pasando allá fuera. Una silueta turbia se vislumbra a través del vaho y tratas de adivinar la identidad de esa sombra cuya mirada se clava en tus ojos fijamente sin que tú lo sepas. Pero has aprendido, mediante todas estas disciplinas, a reconocer esas sensaciones indefinibles. Has aprendido ya a definirlas como algo que escapa al conocimiento. Te volverás acaso hacia donde yo estoy y tratarás de descubrir quién soy porque ahora tú eres otra, la Enfermera, que surgida de las sombras del pasillo se dirigió rápidamente hacia la ventana cuando presintió la presencia de Farabeuf cruzando lentamente la calle, agobiado por el peso de su maletín de cuero negro, bajo el paraguas empapado. Corriste hacia la ventana profiriendo a la vez una sílaba fracta, el comienzo de un nombre que nunca has podido recordar por entero. Hubieras huido, marchándote bajo la lluvia, por escapar de aquella mirada, de aquella presencia que siempre te imaginaba muerta, tendida sobre la plancha del enorme anfiteatro, desnuda en tu aceptación del suplicio, abierta por entero hacia aquellas imágenes que ahora te serían borrosas y tu desnudez se confundiría en la mente del maestro con la desnudez de aquellas mujeres que la mano de un pintor inquietante había trazado sobre la bóveda de ese depósito de cadáveres mutilados. Tu desnudez misma sería como la confirmación de un acto definitivo. Acaso estás muerta, allí, ante mí. No faltarán sino unos minutos para que tu cuerpo se recubra de esas estrías lentas que la sangre traza, por gravedad, en las comisuras del cuerpo después de que el bisturí recorre la piel como una caricia apenas perceptible, pero inequívoca en el florecimiento de las vísceras que brotan a través de las incisiones como los retoños de una primavera tenebrosa. No; no hables. Guarda silencio, tienes que escuchar todo lo que yo digo antes de tu desfallecimiento. Has querido entregárteme muerta. Supón por un momento que la hora de tu entrega ha llegado. No temas. Después de todo este objeto es inofensivo. El cuerpo le es ajeno y sólo sirve para hacer la disección de la mente, un acto indoloro pero que lleva aparejado un riesgo mortal. Más tarde Farabeuf traerá las cuchillas, pero para entonces habrás sucumbido a la fascinación de estas pequeñas esferas. ¿Temes que te engañe? ¿Sufres? ¿Acaso no te he reconfortado en todas las ocasiones en que pensaste ser la Enfermera y te imaginaste sucumbir a la caricia de ese hombre, a esa caricia hecha de tintineos de acero sobre una plancha de mármol? No temas; es cuestión de un instante… después de todo yo estoy aquí porque tú me llamaste. ¿Crees acaso que ha llegado el momento en que conforme a tus deseos habrás de entregárteme muerta, un cuerpo yerto sobre la plancha de mármol? Tu desnudez será para entonces más fascinante y más aterradora que el clatro. Deseas, sin embargo, asistir por última vez a la representación. Quizá encontrarás en los juegos de luces del Teatro Instantáneo del Maestro Farabeuf la clave del misterio. ¿Quién eres tú que así te olvidas de ti misma? Un cuerpo atado a una estaca sanguinolenta. Un grito en la mitad de la noche que despeja los cielos, un cuerpo inmóvil que espera la llegada de la muerte junto al quicio de una puerta pintada de blanco. No te distraigas. Debes concentrar todo tu pensamiento en estas esferas de marfil. Sin una gran concentración mental es imposible obtener un resultado satisfactorio. Yo iré anotando los valores numéricos equivalentes de cada jugada. ¿Sientes ya que el indicador se desplaza sobre la tabla? Es fácil equivocarse. Estás pensando en otra cosa. Cierra los ojos. Olvida la imagen de esas cuchillas brillando sobre la mesilla de hierro con cubierta de mármol. Alguien que por ahora no tiene ninguna importancia para nosotros las ha dejado olvidadas con la intención de que esa imagen se repita en tu mente en el momento justo en que estés a punto de recordar ese nombre. Tal vez lo descubras mediante un método adivinatorio, pero para ello es preciso que te concentres, o que te abandones por completo a los designios de la casualidad. Sí; debes abandonarte por entero a esta experiencia. Llegado el momento te tomaré en mis brazos y mientras miras tu rostro reflejado en ese enorme espejo susurraré en tu oído la palabra que tanto deseas escuchar. No temas. Yo te amo. Por eso he venido. He comprendido a través de tus palabras toda la angustia de tu cuerpo que aspira ya, por el deseo, a una muerte tibia y apenas perceptible. No temas. ¿Es preciso que te repita esta indicación un millón de veces hasta que comprendas que lo que yo te tengo deparado es más lento y más exquisito que esa tortura en la que tu piel y todos tus sentidos se recrean cuando por las tardes te pones a contemplar insistentemente esa fotografía que alguien dejó olvidada en esta casa para que tú un día la encontraras? ¿Es preciso que te lo diga tantas veces?
“… doscientos millones de infieles. La posibilidad de atraer al seno de nuestra Santa Madre… la instauración de una Iglesia Católica China comprometida secretamente con Roma… disyuntiva a la que los núcleos revolucionarios que funcionan en Tokio no se muestran del todo reacios ya que son sus propios dirigentes los que han sugerido esta posibilidad a nuestro agente como un medio para romper el poderío de la dinastía reinante… consideraciones que habrán de ser comunicadas sub sigillum al Rev. P. Friedman a la mayor brevedad posible con el fin de que me sea posible conocer la acogida que en la Cancillería Secreta tengan estas proposiciones antes de mi retorno a Europa y así poder establecer los contactos necesarios para proseguir las pláticas con los representantes de los clubes republicanos en Barcelona…”
Se trata, para qué negarlo, de una especulación carente de todo fundamento, ¿verdad, señor abate? Habéis incurrido en el pecado de simonía.
—Y luego, hermana, ¿qué pasó?
—Mi cuerpo flaqueó…
“Él, entonces, la tomó en sus brazos…” o bien: induxit monacam ad copula.
—¿Estabais al tanto de la índole de la misión que había llevado al llamado Paul Belcour a China?
— ……
—¿Estaba el llamado Paul Belcour al tanto de la verdadera naturaleza de vuestro estado religioso?
— ……
—Concebís la posibilidad de que el llamado Paul Belcour conociera vuestra identidad secreta por otros conductos?
— ……
—Si aquella mujer os había reconocido, ¿por qué, entonces, se detuvo de pronto volviéndose hacia donde estabais, padre?
—Esa mujer había sufrido una confusión momentánea acerca de mi identidad, Monseñor.
—Ello quiere decir que os conocía.
—Sí, tal vez…
Te equivocas; toda tu confusión se debe a la ausencia de tu cuerpo aquí, ante el recuerdo de lo que hemos sido y que ahora podemos contemplar gracias a todas las posibilidades que se han concretado en estas esferas, gracias a un azar que nunca habíamos concebido. En realidad todo no es tan complicado como parece. Basta que los orificios tallados en los seis niveles que componen el clatro coincidan. Es un juego muy sencillo. Los chinos lo llaman el juego de hsiang ya ch’iu. Toma el clatro entre tus dedos por la base y hazlo girar. Después de cada movimiento mira a ver cuántos orificios han coincidido y cuáles de ellos. Cada una de las esferas tiene seis orificios y cada orificio tiene un valor numérico y un significado específico y cada esfera asimismo tiene un significado que engloba los seis orificios que la componen. Advierte que por una disposición que sólo una habilidad demoniaca pudo concebir los orificios de los diferentes niveles no se continúan siempre desde la periferia hacia el centro, es decir que si una serie de seis orificios coinciden desde el primer nivel hasta el centro del clatro, no necesariamente coinciden de la misma manera los otros seis orificios de cada uno de los niveles. Así pues, si los orificios 2, 3 y 5 de la esfera exterior constituyen una serie ininterrumpida con los orificios de los otros cinco niveles hacia el centro, los orificios 1, 4 y 6 del nivel periférico pueden coincidir con orificios semejantes del tercero y sexto niveles, pero no del segundo y quinto. Ello da por resultado que a cada movimiento del clatro se produzcan series continuas y discontinuas de orificios desde la periferia, o sea desde el nivel de la primera esfera hacia el centro, o sea la última esfera desde el centro. Si consideras cada una de las esferas como la conjunción de dos hemisferios divididos por un ecuador habrás de tener en cuenta que el valor ordinal y numérico de cada serie de orificios está determinado por la localización de los orificios del primer nivel con respecto al ecuador de la esfera exterior que por ser inmóvil sobre la base que lo sustenta es invariable de la misma manera que el meridiano virtual, representado por una pequeña hendedura tallada sobre la base, que representa la referencia longitudinal, a lo largo del ecuador de la misma manera que los meridianos cartográficos que sirven para localizar un punto sobre un mapa o su sistema de coordenadas esféricas y que se polarizan sobre lo que sería el eje vertical de rotación, no de todas —ya que los niveles interiores pueden girar sobre un eje colocado en cualquier posición—, sino sólo de la esfera exterior que está fija sobre el vástago que la retiene sobre la base y cuya proyección en el interior de la esfera exterior constituiría dicho eje. De esta manera la superficie de la esfera periférica queda dividida en seis husos de esfera cada uno de los cuales corresponde y está determinado por los orificios abiertos en ella, sólo que estos orificios están alternadamente colocados ya sea arriba o abajo del ecuador que divide los husos en dos partes. Así, de los seis medios husos boreales sólo el primero, el tercero y el quinto están horadados, de la misma manera que de los seis medios husos australes están horadados el segundo, el cuarto y el sexto. Ahora bien, la disposición alterna superior e inferior de estos orificios circulares sobre la superficie de la esfera exterior es tal que entre ellos se establece una relación axial de tal suerte que si nos fuera dado extraer las cinco esferas interiores restantes o si hiciéramos abstracción de ellas y mediante ejes estableciéramos una relación entre los orificios situados en los medios husos del hemisferio austral o inferior mediante ejes que pasaran por el centro de la esfera a partir del centro de los orificios circulares situados en los medios husos alternados superiores e inferiores hacia sus antípodas, o sea el centro exacto de los orificios circulares situados en los medios husos boreal o australmente correlativos, encontraríamos que los orificios primero, tercero y quinto del hemisferio superior corresponden con los orificios segundo, cuarto y sexto del hemisferio inferior. Si además de esto consideramos que el meridiano de referencia indicado por la pequeña hendidura tallada sobre la base del clatro es la línea que delimita el primer huso en su extremo derecho para el observador o sea el huso situado a la izquierda de la marca de referencia desde el punto de vista del observador, si asimismo concedemos al orificio situado en la parte superior de dicho huso el valor ordinal 1, y si además damos la denominación de “norte” y “sur” a cada uno de los orificios según sea que estén colocados arriba o abajo del ecuador, resultará que los orificios de la esfera exterior del clatro corresponden entre sí, mediante los ejes imaginarios, de la siguiente manera: 1 norte con 4 sur, 2 sur con 5 norte, 3 norte con 6 sur, 4 sur con 1 norte, 5 norte con 2 sur, y 6 sur con 3 norte. Si entonces concedes nuevamente un valor ordinal a los orificios del de la esfera exterior pero no en sentido positivo sino en sentido negativo, es decir el valor 1 para el orificio 6 sur, el valor 2 para el orificio 5 norte, el valor 3 para el orificio 4 sur, y así sucesivamente hasta llegar al valor 6 para el orificio 1 norte, conseguirás una serie ordinal numérica correspondiente a la sucesión, en sentido negativo, como es la tradición concebirla al emplear el método adivinatorio del I Ching, de las líneas que forman los hexagramas. Si entonces haces girar el clatro e introduces una varita a través de los seis diferentes orificios de la esfera externa, todas las veces que esta varita atraviese el clatro para salir por el orificio antípoda considerarás que se trata de una línea continua mutante, todas las veces que la punta de la varita llegue al centro del clatro considerarás que se trata de una línea rota mutante y en los demás casos las líneas serán inmutables, continuas o rotas según que el número de superficies de esfera que la varita atraviese, rotas si par, continuas si impar, ¿has comprendido los fundamentos de este procedimiento? Ahora toma el clatro en tus manos, recuerda aquella imagen, concentra tus pensamientos, y hazlo girar mientras repites para ti misma, mil veces si posible, esa misma pregunta: ¿De quién es esa carne que hubiéramos amado infinitamente?
Buscas en vano. Tu cuerpo será tal vez una pregunta sin respuesta. Huyes de mí. De pronto te detienes y escuchas el tumbo de las olas. Desmayas. Es una sensación que trasciende los límites estrechos de todas las miradas. Vas a caer, pero no, te yergues ante ese horizonte que lentamente se va volviendo turbio. Es preciso recordar las palabras que has dicho: “…aquel farallón”, y señalas un promontorio en torno al que los pelícanos revolotean tratando de cazar su presa. ¿Te refieres a eso? ¿Por qué trataste de huir? ¿Encontraron tus ojos un rostro imprevisto? ¿Pudieron discernir a través del vaho de ese ventanal un signo tenebroso, la línea de la vida en una mano cortada, un miembro amputado gratuitamente, conservado en formol a lo largo de los años, olvidado en el desván de una casa deshabitada, para que tú, tú que creíste olvidarlo todo ante la amenaza de aquella cuchilla que relucía como un astro filiforme en la luz del crepúsculo, lo encontraras un día? “Una preparación de academia” —un memento de los días de estudiante—, el accesorio sangrante de la iniciación en una sociedad estudiantil de amputadores: Gaudeamus igitur: juvenis dum sumus. —Pero no; tu cuerpo no estaba destinado a los placeres del desmembramiento de cadáveres en los rincones de una casa vieja. ¿Qué es lo que te ha hecho volcar el destino de tu vida anodina —tu vida de mujer— hacia ese cauce en el que el conocimiento es una cifra, un signo trazado indiferentemente pero cuyo significado encierra la clave de tu entrega, la definición absoluta de tu muerte? Usted está gravemente enferma como consecuencia de los excesos cometidos durante su viaje al Oriente. Sométase al tratamiento. He aquí el último cuestionario. Los grandes clínicos han contribuido a confeccionarlo. Procure contestarlo con franqueza. No tema revelar sus secretos más íntimos. La palpación, los tactos digitales, las biopsias cruentas, no serán necesarios si a todas las preguntas responde usted con la verdad que le dicta su cuerpo.
Ahora ya eres mía. Yaces sobre la plancha y todo mi placer se anega en tu mirada sorda. Ya no eres sino una palabra. ¿Osaría proferir tu nombre bajo esta bóveda?
La primera pregunta: ¿Deseó acaso sentir entre sus manos el peso muerto de un miembro amputado?
La segunda pregunta: ¿Hubiera deseado disfrazarse de enfermera con el fin de aumentar su atractivo sexual?
Tercera pregunta: ¿Ante la posibilidad de un embarazo, especuló usted acerca de la función a la que está destinado el instrumento conocido en los manuales clásicos de obstetricia como “basiotribo de Tarnier”?
Cuarta pregunta: Subraye usted, de las disposiciones enunciadas en seguida, la que preferiría obtener:
a) .– Yin, yang mutante, yin.
b) .– Yin mutante, yang, yin.
c) .– Yang, yin, yin.
d) .– Yin, yang, yang.
e) .– Yang, yin, yin mutante.
Quinta pregunta: ¿Concibe que su muerte sería más su muerte si al morir se viera reflejada en un espejo?
Existe una conjetura fatal, señor abate, que habéis pasado por alto: el tractat redactado bajo vuestra dirección, en posesión de los miembros de las organizaciones facciosas, serviría, no sólo como fundamento para la instauración de una iglesia autónoma, sino como cimiento canónico de una doctrina herética; habéis sido, sin daros cuenta, el sistematizador de un testimonio que atenta contra las bases de nuestra Santa Religión, el autor de un evangelio que niega al Cristo Redentor para afirmar un cristo chino, un mesías borroso, un asesino simplemente, fotografiado en el momento de su ejecución, en el momento de su muerte.
¡Bah!, tu cuerpo es más que eso; es la extensión del mundo vista desde una altura suprema. Nadie escapa a tu huida que todo lo congela y lo vuelve inolvidable. Tu carne, cuando yo la acaricio, sabe acoger en sí misma toda la crueldad del olvido. Por eso yo no sé cómo se llama ese hombre desnudo que atado a una estaca se somete a la vida para siempre. ¿Acaso no lo adivinas en su mirada? ¡Qué importa su nombre, si, ciega, sabré toda mi vida reconocer su carne, reconocer tu cuerpo que es el suyo!
Ahora ya tu cuerpo es un hecho absoluto: ¿Qué exige tu carne más allá de este abrazo definitivo? ¿Cómo poder alcanzar el absoluto de esta quietud que ahora sólo es tuya? El goce es infinito y sin embargo en tu inmovilidad lo has agotado. Quisieras reflejarte en el espejo. ¿Quisieras reflejarte en el espejo? No bastan todas las sombras que te ciñen para concretar un punto de luz en tu mirada. Ahora estás aquí. Me perteneces en la medida en que tu muerte es la desnudez de mi cuerpo tendido al lado de tu cuerpo. La desnudez no es sino un signo de tu disolución. El amor con que mis ojos habrán de mirarte tendida en esa plancha de mármol hará que tu significado —el significado de tu lentitud infinita— se vuelva comprensible, y las palabras que hubieras querido pronunciar sólo serán audibles para mí. He tratado de entregarte, para que tú lo retuvieras en tu puño, para que lo acogieras en tu pecho, junto a tu corazón desfalleciente, el significado de un instante: el instante en el que por la amplitud de mi deseo, supe que eras mía. Tú no te percataste de ello. Corrías hacia una ventana a través de cuyos vidrios empañados creíste descubrir una silueta inquietante, la silueta del asesino. Pero yo tuve buena cuenta de ello. Corriste entre un espejo y mi mirada, y ese espejo reflejaba la imagen de un cuadro en el que estaban representadas dos figuras de mujer: El Amor Sagrado y El Amor Profano; una composición célebre de un gran maestro veneciano. Pero tú no quisiste conocer mi ansiedad. Temías la llegada del cirujano. Tu cuerpo, en un estremecimiento de horror ante la posibilidad de ciertas experiencias, huyó ante mí hasta convertirse en un garabato informe, un signo incomprensible trazado con la punta del dedo sobre el vaho de la vidriera. No hubieras osado volver la mirada y sin embargo ahora eres una estatua de sal. ¿Quién te impulsó a llamarme? ¿Quién dibujó en la noche esa figura en la que se concentra el último significado de una cifra inquietante: el número seis? ¿Fuiste tú quien lanzó esas monedas cuyo tintineo, viniendo desde el fondo del pasillo te hizo estremecer mientras tratabas de descubrir la identidad de una sombra? ¿Creíste acaso ser tú la Enfermera que eternamente espera en la penumbra la llegada de aquel que habrá de realizar un acto quirúrgico capaz de trastocar la sucesión de los hechos? ¿Estuviste acaso tú en Pekín el veintinueve de enero de mil novecientos uno? ¿Presenciaste ese acto radiante —terrible de tan luminoso— cuyo testimonio pretendes ser? ¿Eres tú quien recogió esa estrella de mar? Eres una equivocación radical. Rechaza ahora ya el engaño de todos estos años, el engaño de este instante en que creíste convertirte en algo inolvidable. ¿Por qué quisiste regalárteme muerta? Cuando mil veces mil instantes como éste se repitan en la sombría dimensión de tu vida, tu cuerpo ante el espejo, de par en par abierto como una puerta por la que se cuela el airón de la muerte, se quebrará mil veces como un trozo de hielo bajo el sol, y la mosca que creíste ver morir junto a los flecos del desvaído cortinaje de terciopelo revivirá animada de su lujuria de carroña y se posará en tu rostro para devorar la carne congelada de tus pupilas. Un hilillo de sangre surcará la comisura del quicio y por debajo de la puerta pintada de blanco que no quisiste abrir, penetrará en el pasillo y correrá hasta el salón en el que yo contemplo la lenta podredumbre de tu carne inaccesible. Desnudez y silencio. ¿Qué más puedes exigir de este instante? ¿Temes acaso la llegada de ese hombre que bajo el hemisferio llagado de un paraguas absurdo ha clavado su mirada turbia en la adivinanza de tu cuerpo visto a través de un vidrio empañado? ¿Pretendes escapar hacia mi olvido, perderte en esa soledad hecha de sombras? ¿Quieres ahora ser la Enfermera, ser el testigo y no ya el testimonio? Lanzarás las tres monedas entonces preguntando mentalmente si tu muerte bastaba para calmar mi deseo y un hexagrama único e inesperado, la sexagesimoquinta combinación de seis líneas quebradas o continuas se concretará para decirte que yo, igual que tú, no soy sino un cadáver sin nombre, tendido hacia la amplitud de una bóveda surcada de imágenes —mujeres que a la orilla del mar esperan la llegada de una barca—, un cadáver que aguarda la llegada de esa enfermera inquietante que aprendió, en los sótanos de la rue Visconti, a blandir los escalpelos, a conocer el verdadero significado del suplicio mediante un rito, mediante la repetición de un acto que, aunque nada significa, convulsiona el sentido aparentemente inmutable de la carne. ¿Quién soy?, preguntas. Mi identidad te inquieta porque en tu entrega confundí tu vida con tu muerte y pensé que ambas eran la misma cosa. ¿Crees acaso que yo soy ese cuerpo que se yergue hacia ti, hacia el recuerdo de tu carne mientras esa máquina hexagonal compuesta de verdugos se afana en torno a él para revelarte el significado del amor, de la vida? ¡Cuántas veces, al pasar las páginas de ese libro que describe la mutilación del cuerpo en términos de una disciplina metafísica habrás pensado que yo soy Farabeuf! ¿Por qué entonces quisiste morir para entregárteme en el momento en que viste girar la perilla de bronce de la puerta creyendo que quien la hacía girar era el Maestro? Pero no, por el contrario, era un saltimbanqui bizarro que venía a ofrecernos un espectáculo aparentemente ingenioso pero en realidad deplorable. No sabes fijar las ideas. El instructivo era bastante claro en este sentido: “Concentre su atención…”, decía, pero tu pensamiento oscilaba como un péndulo errático. Quisiste conocer todos los significados de la vida sin darte cuenta que el último significado, el significado en el que estaban contenidos todos los enigmas, la realidad que hubiera permitido conocer nuestra existencia en su grado absoluto, no era sino una gota de sangre, la gota que rezuma cada milenio y cae sobre tu pecho marcando con su caída el transcurso de un instante infinito. Tú la viste trasponer ese umbral, su bata de enfermera estaba manchada de excrecencias mortuorias, mas tú no lo quisiste creer. Quisieras ser ella, ¿verdad? No pensaste jamás que tú —cuántas veces habrá que repetirlo para creerlo—, que tú y yo no éramos más que el reflejo de esos seres turbios que amaban contemplar sus rostros en este espejo, que deseaban ser nosotros, su reflejo. No pensaste jamás que ese espejo eran mis ojos, que esa puerta que el viento abate era mi corazón, latiendo, puesto al desnudo por la habilidad de un cirujano que llega en la noche a ejercitar su destreza en la carroña ansiosa de nuestros cuerpos, un corazón que late ante un espejo, imagen de una puerta que golpea contra el quicio mientras afuera, más allá de sí misma, la lluvia incesante golpea en la noche contra la ventana como tratando de impedir que tu última mirada escape, para que nuestro sueño no huya de nosotros, y se quede, para siempre, fijo en la actitud de esos personajes representados en el cuadro: un cuadro que por la ebriedad de nuestro deseo creímos que era real y que sólo ahora sabemos que no era un cuadro, sino un espejo, en cuya superficie nos estamos viendo morir.