Fíjate bien, son cosas que de tan ciertas sólo pueden ser olvidadas. Tienes que concentrarte hasta que tu propia voz sea capaz de proferir la respuesta que buscas. No te importe la lluvia. Parece rocío sobre tu pelo. Después, cuando volvamos a la casa te cambiarás de ropa o te envolverás en esa bata de seda blanca que en la penumbra, cuando te tiendes sobre la cama, te da la apariencia de un cadáver. Pero ahora está atenta. No quieras cerrar los ojos cuando los verdugos gesticulen en torno a su cuerpo desnudo. Tienes que tomar estas cosas con toda naturalidad, después de todo se trata de una especie de rito exótico y todo es cuestión de costumbre. ¿Te sientes desfallecer? —No, el suplicio es una forma de escritura. Asistes a la dramatización de un ideograma; aquí se representa un signo y la muerte no es sino un conjunto de líneas que tú, en el olvido, trazaste sobre un vidrio empañado. Hubieras deseado descifrarlo, lo sé. Pero el significado de esa palabra es una emoción incomprensible e indescifrable. Nada más que una sensación a la que las palabras le son insuficientes. Tienes que embriagarte de vacío: estás ante un hecho extremo. Tu cuerpo se queda solo en medio de esta muchedumbre que viene a presenciar el fin de un hombre y sólo tú participarás del rito, de la purificación que el testimonio de su sangre realizará en tu mente. Recordarás entonces esa palabra única que has olvidado y de cuyo recuerdo súbito pende la realización de tu vida; conocerás el sentido de un instante dentro del que queda inscrito el significado de tu muerte que es el significado de tu goce. Aprende; la contemplación del suplicio es una disciplina y una enseñanza. Mira cómo todos acuden con humildad, cómo se van aglomerando poco a poco en torno a la estaca. Sólo los verdugos emiten sonidos agudísimos mientras se afanan disponiendo y aprestando sus instrumentos de trabajo, probando con la fuerza de sus brazos la resistencia de las ligaduras, cerciorándose con las yemas de sus dedos del filo de las cuchillas, flexionando las hojas de las pequeñas sierras para conocer el grado de su temple. Guardan junto a la estaca una jaula con palomas. Cada una de ellas lleva sobre el lomo un chao-tsé. Cuando vuelan este instrumento produce un silbido extremadamente agudo. Llegado el momento las soltarán para ahuyentar a los buitres y salvaguardar la carroña del supliciado para que sirva de espectáculo a quienes han participado en el sacrificio presenciando la ceremonia. Esas palomas son carnívoras y se nutren de babosas. Mira a ese hombre que ahora las está alimentando. Las devoran con gran avidez. La civilización milenaria de este pueblo ha sabido aunar a la perfección las manifestaciones de su religión y de su justicia con la utilidad práctica. Las babosas infestan los arrozales devorando los brotes tiernos. Estas gentes han enseñado a las palomas a devorarlas. ¿Piensas acaso que eres la víctima de una alucinación? Tal vez. Pero ten en cuenta que se trata de una alucinación cuyo contenido, cuyas imágenes pueden matarte. Si no fuera por eso no estaríamos aquí. Cuántas veces lo repites: “¡una imagen fotográfica!” ¿Basta con repetirlo sin llegar jamás a creerlo? “Las mujeres no somos capaces de comprender la esencia del suplicio.” Estas palabras no sirven para escapar. La vida de las mujeres es una sucesión de instantes congelados. “¿Me amas?” ¿Es ésta la pregunta que en tu mente me dirigías cuando de pronto te detuviste después de alejarte de mí corriendo junto a las olas? ¡Cómo saberlo si cuando me lo preguntabas eras otra! Y tenías en la mano una estrella de mar que te dio asco. La arrojaste a las olas cuando tuviste ese presentimiento de la imagen que ahora se realiza. Hélo allí. Poco a poco lo despojan de sus ropas y su cuerpo se yergue en una desnudez de carne infinitamente bella e infinitamente virgen. ¿Acaso hubieras sido capaz de imaginar esta escena tal y como está sucediendo ahora? ¿Cómo retenerla para siempre ante los ojos? Todo se vacía. No queda nada de nosotros mismos y esa ausencia de todo nos embriaga. No va quedando más que esa forma, concretándose lentamente contra la estaca, haciéndose cada vez más rígida en su actitud de desafío y de entrega a la vez, con los hombros doblados hacia atrás por la tensión de las ligaduras y el cuello alargado hacia adelante; con los ojos abiertos, abiertos más allá del dolor y de la muerte. Una mirada que nada puede apagar; como pudiera mirarse uno mismo en el momento del orgasmo. Pero esa luz todo lo oculta. Es como mira el tigre o la mirada del opiómano. Sí, acaso una fuerte dosis de opio antes de esta muerte, antes de esta fascinación definitiva de todos los sentidos, y la sangre se vuelve más cálida y fluye más lentamente, tan lentamente que el filo de la cuchilla es incapaz de hacer brotar un borbotón violento sino que el torso distendido contra el cielo nublado se va cebreando lentamente y las estrías negras sólo convergen, por el pálido cauce de las ingles, en las comisuras del sexo y de allí gotean como clepsidras, más lentas que su corazón cuyos latidos se pueden escuchar desde lejos, saliendo de la herida. Así sangran los cadáveres: por gravedad, con esa lentitud se va deletreando la palabra que la tortura escribió sobre el rostro que has imaginado ser el tuyo en el momento de tu muerte: con esa lentitud torpe de ouija. Y tú estás fija allí y yo te miro mirarme fijamente. Pretendes descubrir mi significado y te horroriza la sangre que mana de mi cuerpo y a la vez te fascina porque en su contemplación crees redimirte. No alcanza la distancia que hay entre tú y yo para contener este grito diminuto de la muerte…
Es posible que te hayas confundido. Excluyes la posibilidad de que ese hombre que pende mutilado de una estaca manchada con su sangre seas tú misma. ¿Acaso no había un enorme espejo allí, en aquel salón en el que decidiste entregárteme muerta?
No has sabido leer en ese libro que encontraste sobre la mesilla:
AVISO |
Cuando se lea en este libro: Incídase de izquierda a derecha…; atáquese el borde izquierdo del pie…; prosígase hasta la cara derecha del miembro…; adviértase que los términos izquierda y derecha se refieren al operador y no al operado. Por consiguiente, incídase de izquierda a derecha, quiere decir: de la izquierda del operador a su derecha; —atáquese el borde izquierdo del pie, significa: atáquese, sobre cualquiera de los pies, el borde situado a la izquierda del operador; —prosígase hasta la cara derecha del miembro, quiere decir: prosígase hasta la cara del miembro que queda ante la mano derecha del operador. |
Este aviso es una sabia precaución del Maestro, sobre todo si se tiene en cuenta la existencia de ese espejo, ¿no crees?
¿Espejo o puerta? —¿Pretendes acaso imaginar un artificio que borre de mi mente esa imagen? pero yo lo recuerdo todo.
—Cuéntamelo pues; ¿cómo empieza la ceremonia? ¿El paciente ofrece resistencia a sus médicos?
—No; el paciente se abandona al suplicio. Él sabe cuál es su destino. En su entrega está su significado.
—Dime, dímelo ahora: ¿sonríe cuando le aplican por primera vez la cuchilla en la carne?
—Sí, en cierto modo sonríe… sonríe de dolor.
—Cuéntame todo. ¿Cómo se inicia el tratamiento?
—Con palabras.
—¿Qué palabras?
—Palabras lentas, como las que profiere la ouija. Primero le hacen dos tajos horizontales sobre las tetillas…
—¿Y luego?
—Y luego, jalando hacia abajo los bordes de esas incisiones, el verdugo le arranca la piel hasta dejar descubiertas las costillas.
—¿Gritó entonces el supliciado?
—No; me miraba en silencio.
—¿La visión de ese cuerpo desgarrado te conmovió?, ¿sentiste compasión?, ¿sobresalto?, ¿náusea?
—Fascinación. Fascinación y deseo.
—¿Te hubieras entregado?
—¿Acaso no me estaba poseyendo con su mirada…?
—Amas confundir las cosas; desvarías.
—¿Qué hacen luego?
—Dejan que sangre y lo miran.
—¿Cómo lo miran?
—¿Cómo lo miran? Como se mira el cielo en la noche o simplemente como se mira un cuerpo desnudo; quizá con horror. Luego aprietan lentamente las ligaduras.
—¿Para qué?
—Para facilitar el desmembramiento.
—¿Así es el rito?
—No; así es el procedimiento. El rito es nada más mirarlo…
—Mirarlo fijamente, ¿verdad?
—Sí, muy fijamente, para poder recordarlo después.
—Luego que han apretado las ligaduras…
—Primero le cortan las manos.
—¿Sentiste miedo?
—Sentí placer. A cada nueva etapa de la intervención, su mirada se iba aguzando como la punta de una daga.
—Creíste entonces que él te pertenecía.
—Sí; y comprendí que el dolor, de tan intenso, se convierte de pronto en orgasmo.
—¿Ese hombre estaba totalmente desnudo?
—No lo sé. Alguien se interponía.
—¿Quién?
—Un hombre que se cubría el rostro con un trapo negro.
—¿Era un verdugo?
—No; era un testigo.
—¿Cómo lo sabes?
—Yo soy su testimonio.
—Pero, ¿qué pasa luego?
—Luego las piernas…
—¿Es entonces cuando emplean las sierras?
—Sí; hacen un ruido peculiar.
—¿Y la gente, qué dice?
—Todos callan.
—Cuéntame otra vez cómo se inicia la ceremonia.
—Lo llevan hasta la estaca con las manos atadas por la espalda.
—¿El condenado mira al frente o al suelo?
—A veces mira a sus verdugos.
—¿Opone resistencia?
—No; no opone ninguna resistencia…
—¿Y luego qué le hacen?
—Le arrancan la ropa. Queda completamente desnudo.
—La desnudez y la muerte son la misma cosa.
—Sí, el mismo rito.
—¿Cuándo alimentan a las palomas con las babosas?
—Más tarde, cuando acuden los buitres atraídos por el olor de la sangre.
Pon atención. Trataré de contártelo todo; sin omitir un sólo detalle. Las gentes no aguardaban con anticipación. Iban llegando poco a poco cuando la ceremonia ya había empezado. Pero él estaba allí. No sé desde cuándo; el hecho es que él ya estaba allí, como si siempre hubiera estado allí. No se percata uno a ciencia cierta de lo que pasa. De pronto surge de entre los curiosos con las manos atadas a la espalda. Todo en él, todo lo que lo rodea, está tenso, como si fuera a romperse la realidad de un momento a otro, pero él no tropieza, camina con dificultad, pero no tropieza. La estaca ya está fija en el suelo desde antes. Quizá la han puesto allí desde el día anterior. Los mecanismos materiales de la justicia son, pudiéramos decir, imperceptibles. ¿Quién construye los cadalsos? ¿Quién templa la hoja de esas cuchillas? ¿Quién cuida de que el mecanismo de la guillotina funcione con toda perfección? ¿Quién aceita los goznes del garrote? La identidad de los verdugos es inasible como el mérito de sus funciones. Es difícil relatar estas cosas porque son cosas que pasan sin que nos demos cuenta cabal de cómo pasan. De pronto ese cuerpo se cubre de sangre sin que hayamos podido darnos cuenta del instante preciso en que los verdugos le hacen el primer tajo. La fascinación de esa experiencia es total; esto sí es innegable. Cuando terminó el suplicio estábamos empapados. No nos dábamos cuenta de que estaba lloviendo. De pronto, ya estaba él allí, pero nosotros no lo mirábamos a él, mirábamos las cuchillas que los verdugos blandían orgullosos, que los verdugos blandían con esa sabiduría y con esa destreza que da el hábito manual. Las cuchillas en manos de otros hombres serían manipuladas torpemente, con precaución, tratando de evitar el contacto de las hojas, huyendo de su filo hiriente al menor contacto. Es posible que el supliciado no se dé cuenta cabal de lo que está sucediendo. Así pasan las cosas. Uno mira de frente y sin embargo, cuando súbitamente brotan los goterones de sangre de la herida, no sabríamos decir en qué momento se produjo el tajo. Las cosas pasaban así. Desde el primer momento en que se ve la sangre escurriendo lentamente a lo largo de las comisuras de su cuerpo, cebreando lentamente la piel lampiña, distendida, arrollándose en tenues hilos de púrpura que gravitan formando estrías hacia el sexo del santo que en esas condiciones se vuelve la única parte invulnerable de su cuerpo, y luego, esa sangre se acumula en el pubis hasta que rezumando cae sobre el pavimento y queda tal como era unos instantes, luego se vuelve negra como carbón. Pero eso no es lo más inquietante. El Dignatario, el que aparece en la fotografía contemplando apaciblemente la escena desde atrás, al lado derecho, se adelanta hacia el hombre e introduciendo las puntas de los dedos entre las comisuras de los primeros tajos que han hecho los verdugos, apresa el borde inferior de la herida y tira hacia abajo, primero del lado izquierdo y luego del lado derecho. Es curioso ver cuán resistente es la carne de nuestro cuerpo; es preciso ver la magnitud del esfuerzo que desarrolla el Dignatario antes de poner al descubierto las costillas del hombre, para comprender cuál es exactamente la capacidad y la resistencia de la carne. El supliciado nunca grita. Los sentidos quizá se vuelven sordos a tanto dolor. El Dignatario se aleja y se coloca en el lugar en el que aparece en la fotografía. Desde allí ordena a los demás verdugos, mientras se enjuga las manos manchadas de sangre, que procedan al descuartizamiento. Cuatro de ellos ejercen una función pasiva aplicando la tensión de las ligaduras, mediante palancas y tórculos improvisados, en los puntos en los que la distensión de los tejidos, de los tegumentos, de las masas musculares, faciliten los tajos de la cuchilla. La tarea de estos hombres, que en la jerga de los verdugos se llama el hsiao kuung o pequeño trabajo, no carece, ni remotamente, de una gran importancia. La perfección del Len Tch’é depende casi siempre de la correcta aplicación de las tensiones. No es de extrañar por ello que existieran en China, en la época de la dinastía Ch’in, funcionarios imperiales dedicados exclusivamente a recorrer todos los confines del Reino para reclutar a los mejores hsiao kuun de ren, hombres del pequeño trabajo, como se les llamaba. La práctica inmemorial de la acupuntura que ha sabido diferenciar espacialmente cada una de las partes de nuestro cuerpo seguramente contribuía, mediante la perfecta localización de los “meridianos”, a dar a estos hombres un conocimiento cabal de los puntos y los grados de resistencia de sus miembros. Mira la fotografía. Analiza sus actitudes. El del extremo izquierdo de la foto mantiene el brazo en alto ejerciendo, con un esfuerzo mínimo, una simple presión o torsión digital en alguna de las ligaduras o torniquetes situados a espaldas del paciente. Esta ligadura, aquí invisible, seguramente se sustenta en la estaca misma como punto de apoyo para producir una presión que aproxima y mantiene rígidos los brazos en torno a la estaca. Se ve de inmediato que ese hombre tiene la sabiduría de su oficio. La eficiencia absoluta de sus actos se retrata en la mirada serena dirigida hacia las manipulaciones del verdugo que aparece del lado izquierdo de la fotografía, en primer término de espaldas a nosotros. Una ligerísima torsión aplicada por sus dedos a una ligadura situada a la altura de la espalda del sujeto propicia o facilita en alto grado el desmembramiento de sus piernas a la altura de la rodilla. Hay otro verdugo situado a la izquierda del anterior —hacia la derecha en la fotografía— cuyo rostro no nos es posible ver. Es visible, sin embargo, un rasgo distintivo de su personalidad. Este hombre sostiene una estaca que por su posición, por su inclinación característica, es seguro que cumple la función de ejercer la fuerza mayor de todas cuantas se utilizan en esta operación. Se trata pues de un torniquete de grandes dimensiones. Esto no sería de mayor importancia si no fuera por el hecho de que la mano derecha del verdugo que maneja este torniquete no se crispa en torno a esta palanca como las proporciones y el peso probable de ella lo harían suponer, dada, sobre todo, la gran fuerza que ha de ejercer, sino que por el contrario se posa, tal parece, delicadamente sobre el madero, en una posición semejante a como se toma el arco de un violín, plegando delicadamente, además, el dedo meñique hacia adentro y manteniéndolo sin tocar la palanca. Ese gesto indica, qué duda cabe de ello, que si bien la mano izquierda de este verdugo sirve para mantener el torniquete a la altura requerida, pues así lo demuestra el gesto firme con que la mano retiene la estaca desde abajo, la mano derecha sirve para producir levísimas modificaciones, aumentos apenas perceptibles, disminuciones infinitesimales, relajamientos instantáneos y localizados de la presión general aplicada al cuerpo del enfermo, modulaciones que sirven para frenar hasta su posibilidad más exasperante ese desmembramiento implacable, modulaciones como las que el arco produce sobre las cuerdas en la cadenza que precede y hace retroceder la coda de un trozo musical. Hay otro verdugo detrás del supliciado. Apenas son visibles su mano derecha y su frente. Seguramente cumple una función similar a la del verdugo del extremo izquierdo de la fotografía. Como el otro, no tiene sino que hacer aumentar y disminuir la presión de un torniquete hecho de cáñamo. Atrás, a espaldas del supliciado, es posible ver parte del rostro y el borde de la gorra de un verdugo que ocupa una posición absolutamente simétrica a la del verdugo que manipula el torniquete de cáñamo e inmediatamente en seguida vemos a otro verdugo, con el pelo cortado a la usanza de los manchúes, que al igual que el del extremo izquierdo de la fotografía ejerce presión a la espalda del condenado al mismo tiempo que sigue con gran atención las manipulaciones de los otros dos que en primer término, en la fotografía, ejecutan lo que es el desmembramiento propiamente dicho. Éstos se encuentran ambos de espaldas a la cámara. Cada uno de ellos trabaja sobre una de las piernas del paciente, desmembrándolas en las coyunturas de la rodilla mediante sus sierras. Es indudable que proceden de la misma manera con los brazos si no es que lo han hecho ya. Esto es de suponerse porque habiendo empezado por amputar las manos y luego los antebrazos a la altura del codo, se requeriría una gran tensión de las ligaduras sobre los muñones del brazo para que en ellos se sustente todo el peso del cuerpo, lo que así justifica la función del verdugo que opera el gran torniquete. Es preciso tomar en cuenta la simetría de esta imagen. La colocación absolutamente racional, geométrica, de todos los verdugos. Aunque la identidad del verdugo situado a espaldas del supliciado no puede ser precisada, su existencia es indudable. Fíjate en las diferentes actitudes de los espectadores. Es un hecho curioso que en toda esta escena sólo el supliciado mira hacia arriba; todos los demás, los verdugos y los curiosos miran hacia abajo. Hay un hombre, el penúltimo hacia el extremo derecho de la fotografía, que mira al frente. Su mirada está llena de terror. Nota también la actitud de ese hombre situado en el centro de la fotografía entre el verdugo manchú y el Dignatario; trata de seguir todas las etapas del procedimiento y para ello tiene necesidad de inclinarse sobre el hombro del espectador que está a la derecha. El supliciado es un hombre bellísimo. En su rostro se refleja un delirio misterioso y exquisito. Su mirada justifica una hipótesis inquietante: la de que ese torturado sea una mujer. Si la fotografía no estuviera retocada a la altura del sexo, si las heridas que aparecen en el pecho de ese individuo fueran debidas a la ablación cruenta de los senos no cabría duda de ello. Ese hombre parece estar absorto por un goce supremo, como el de la contemplación de un dios pánico. Las sensaciones forman en torno a él un círculo que siempre, donde termina, empieza, por eso hay un punto en el que el dolor y el placer se confunden. No cabe duda de que la civilización china es una civilización exclusivamente técnica. De esta imagen se puede deducir toda la historia. Se trata de un símbolo, un símbolo más apasionante que cualquiera otro. Cada vez que lo miro siento el estremecimiento de todos los instintos mesiánicos. Sólo puede torturar quien ha resistido la tortura. Hipótesis inquietante: el supliciado eres tú. El rostro de este ser se vuelve luminoso, irradia una luz ajena a la fotografía. En esta imagen yace oculta la clave que nos libra de la condenación eterna. Es preciso estudiar ese diagrama, ese dodecaedro cuyas cúspides son las manos y las axilas de todos los hombres que se afanan en torno al condenado. Ese hombre, visto en la penumbra, el hombre que se apoya sobre el hombro de su vecino para poder seguir con la mirada cada una de las fases del trabajo de los verdugos, ese hombre parece no creer lo que está viendo. Los chinos nos son ajenos. Es imposible entenderse con ellos…
Conocemos su hipótesis, doctor Farabeuf; una hipótesis que podríamos llamar, stricto sensu, escatológica. Afirma usted, maestro, que el rostro, que ese rostro que usted fotografió, es el rostro de un hombre en el instante mismo de su muerte. Afirma usted, por otra parte, en su interesantísimo trabajo acerca de la fisiología del supliciado que, por lo general en estos casos, debido a la concatenación del terror psíquico con el paroxismo de las sensaciones se produce una súbita secreción de adrenalina, la que actúa sobre ciertas células nerviosas… determina por el cambio repentino de polaridades una levísima vibración de la capa superficial del tejido conjuntivo… “una descarga…” —así la llama usted—, ¿o no?… Por lo que se refiere al desangramiento su descripción no carece de lirismo… “ello se traduce en una manifestación característica de la fisiología de los órganos masculinos… asimismo de la mujer… en el mismo caso”, dice usted. ¿A dónde nos lleva todo esto?
Se trata de un hombre que ha sido emasculado previamente.
Es una mujer. Eres tú. Tú. Ese rostro contiene todos los rostros. Ese rostro es el mío. Nos hemos equivocado radicalmente, maestro. Nos engañan las sensaciones. Somos víctimas de un malentendido que rebasa los límites de nuestro conocimiento. Hemos confundido una tarjeta postal con un espejo. Es preciso saber quién tomó esa fotografía.
La fotografía no representa sino una parte mínima del horror.
Esa cara… ese rostro es soñado… no existe… ese rostro… es el amor… la muerte… es el rostro del Cristo… el Cristo chino… ¡Señor Abate!… ¡Su Santidad!… ¡Monseñor!… ¡Monseñor!… ¡Eminencia!… ¡Su Santidad!… ¡Su Santidad!… ¡es el Cristo!… ¡es el Cristo, maestro!… ¡es el Cristo!… olvidado entre las páginas de un libro.
Comienzo a creer esta historia… y la Enfermera, ¿qué hacía mientras tanto?
—Dejaba caer las monedas… dos yang y un yin… dos yang y un yin… dos yin y un yang…
—No podrás recordarlo…
—Sí; sí lo recuerdo… tres yang… un yang y un yin… tres yin…
—¿Podrás recordarlo? Es importante. Han salido dos líneas mutantes en esa disposición… Es preciso estudiar la configuración de los verdugos… es importantísimo… forman un dodecaedro con seis cúspides visibles… son seis los verdugos que actúan sobre el cuerpo del supliciado, seis… como las líneas del hexagrama… yin-yang… como el t’ai ki también: la conjunción de dos seises… Ese hombre está drogado, pero entonces ¿por qué irradia tanta luz de su rostro?… Eres tú… fuiste tú… la simetría perfecta de la disposición de los verdugos… Ese hombre de la derecha, el Dignatario… ese hombre no es un verdugo, es un testigo, es evidente. Maestro, es preciso que nos conteste usted una pregunta: ¿retocó usted la fotografía?
—Un buen fotógrafo nunca retoca.
—¡Cómo puede alguien atreverse a contemplar tal escena!
Por primera vez… por primera vez… es posible sentir toda la belleza que encierra un rostro… sí, por supuesto… es una mujer… una mujer bellísima… la mujer-cristo…
¡Pasen, señores, pasen! ¡Vean las maravillas del mundo! ¡Los monstruos que asombran! ¡La beldad que enloquece! ¡El Mal que hiela! ¡Pasen, señores, pasen! ¡Pasen a ver a la mujer-cristo!”
Mira ese rostro. En ese rostro está escrita tu verdad. Es el rostro de una mujer porque sólo las mujeres resisten el dolor a tal extremo.
¿Quiénes son?
Si entrecierras los ojos pensarás que son turistas, pero luego aparece su verdadero rostro, su rostro de chinos, chinos que quieren ver…
Sí, es el instante de su muerte: he ahí otra conjetura. Trata de imaginar lo que se siente…
Una circunstancia que permitiría demostrar que el supliciado es una mujer es la localización por demás irracional de las incisiones practicadas en el tórax. Se trata en esencia, en el Leng Tch’e, de un procedimiento de amputación por descoyuntamiento de los miembros en las articulaciones y viceversa; ¿por qué, entonces, esos tajos por encima de las tetillas? Esas incisiones sólo se explican por el hecho de que en el lugar en que se encuentran existieran volúmenes o masas musculares suficientemente prominentes como para ser considerados como miembros, extremidades o protuberancias del cuerpo, lo cual según la tradición y el pensamiento chino relativo a la descripción del cuerpo humano, o sea la anatomía, sería bastante factible ya que la concepción china de la anatomía se funda en el concepto de espacio, mientras que la nuestra se funda en el de tiempo, de allí la fisiología que no es otra cosa que el estudio del comportamiento de las partes del cuerpo en el tiempo…
Esa mujer no es ni rubia ni morena; es esa mujer. ¿La reconocería usted, doctor, si un día encontrara ese rostro detrás del cristal de un frasco para preparaciones anatómicas, como esas cabezas singulares que se conservan en el Museo Dupuytren, eh? ¿Reconocería usted a Mélaine Dessaignes en tales circunstancias? Sus ojos no son negros ni claros; esa boca no es de nadie. Mire usted esa fotografía con gran cuidado: ¿no reconoce usted a Mélaine Dessaignes?
La disposición de los verdugos es la de un hexágono que se desarrolla en el espacio en torno a un eje que es el supliciado. Es también la representación equívoca de un ideograma chino, un carácter que alguien ha dibujado sobre el vaho de los vidrios de la ventana, de eso no cabe duda. Puede ser cualquiera de las dos cosas: un ideograma o bien un símbolo geométrico. La ambigüedad de la escritura china es maravillosa y de esa forma que se concreta allí, en la imagen del supliciado, podemos deducir todo el pensamiento que es capaz de convertir esta tortura en un acto inolvidable. Si aprendes a decir ese nombre comprenderás el significado final del suplicio. Mira este signo:
Es el número seis y se pronuncia liú. La disposición de los trazos que lo forman recuerda la actitud del supliciado y también la forma de una estrella de mar, ¿verdad?