Capítulo VI

¿Quién es, entonces ese testigo que formuló en su imaginación la llamada “imagen de los amantes”?

—Eres, sin duda, tú misma. Eres tú misma la duda de tu propia existencia, porque hubieras corrido, hubieras corrido hasta alcanzar ese eco que se difundía por la casa como el olor a formol que Farabeuf había dejado por todos los lugares por los que había pasado. Hubieras corrido, dejando abandonado en medio del pasillo aquella tabla cuyos símbolos mágicos habías estado consultando para encontrar un nombre en cuyo significado se concretaba la clave de este misterio. Hubieras corrido, después de conocerlo, después de haber aprendido a pronunciarlo con facilidad, hacia aquella ventana, cuyos vidrios la lluvia había empañado y sobre uno de los cuales, en el vaho, un dedo misterioso había trazado un signo incomprensible; hubieras corrido cruzando la superficie del espejo; ante los rostros estáticos, inmutables de aquellas cuatro mujeres representadas en el cuadro, cruzando la superficie de aquel enorme espejo en el que mi rostro también se reflejaba contemplando tu carrera azarosa entre aquel mobiliario viejo y decrépito. Hubieras corrido y tu pie hubiera topado accidentalmente la base de metal de la mesilla de mármol junto a la cual yo aguardaba tu contacto, el roce de tu cuerpo, la posesión de tu mirada y tu pie, al chocar contra aquella pieza de metal que figuraba la garra de una quimera o de un grifo que retiene entre las uñas afiladas una esfera, hubiera producido un ruido característico —un ruido que era casi siempre inevitable, frecuente, impostergable— que hubiera resonado por toda la casa. Farabeuf, que en esos momentos ascendía la empinada escalera, se hubiera turbado al escucharlo tan lejano y hubiera conjeturado la posibilidad de que ese ruido hubiera sido producido por alguno de sus instrumentos quirúrgicos, suelto dentro de su maletín de cuero negro. Y en ese momento, en ese momento en que pasaste a mi lado, rozando con tu mano mi mano (tal vez), te hubiera amado, hubiera amado infinitamente tu cuerpo aun a pesar de no saber quién eras… ¿quién eras, pues, en ese momento en que mi amor te confundió con la imagen de un espejo, con las figuras representadas en un cuadro, con el recuerdo de una mujer que sólo en mi memoria profiere para siempre, tenazmente y para siempre, una misma pregunta…?

Hubieras corrido a lo largo de aquella playa desierta. Hubieras corrido como tratando de escapar de ese sueño en el que yo te había aprisionado y sólo te hubieras detenido para volverte hacia mí convertida en la otra, transformada en tu propia antípoda y hubieras permanecido inmóvil durante algunos instantes, descalza, cerca de los vestigios de un castillo de arena, preguntándote a ti misma por qué yo te miraba tan fijamente sin reconocerte y hubieras recogido algo, un desecho marino y me lo hubieras mostrado como para tratar de ahuyentar esa sorpresa con que mis ojos hubieran tratado en vano de reconocerte y luego hubieras arrojado ese objeto a las olas olvidando con ello el camino que habíamos recorrido unos minutos antes y hubieras corrido nuevamente, alejándote desesperadamente de mí, huyendo de esa imagen inusitada en la que habías quedado fija ante mis ojos en el recuerdo fugaz, indeleble tal vez, de tu transformación y hubieras corrido a lo largo de las olas que se rompían a tus pies hasta llegar jadeando a aquella casa —una casa situada en tierra adentro— y desfalleciente te hubieras apoyado en el marco de la puerta antes de entrar en tu recámara y mi rostro hubiera cruzado rápidamente por tu memoria y hubieras tenido un presentimiento inquietante, como si detrás de esa puerta que no te hubieras atrevido a abrir se ocultara una visión tenebrosa, la imagen recóndita de un hecho enigmático y hubieras vacilado, tu mano temblorosa no hubiera osado tocar aquella cerradura y tu cuerpo, sostenido apenas por el miedo, apoyado inerte contra el marco de aquella puerta blanca que durante un instante hubieras imaginado manchada de sangre del otro lado, se hubiera contraído sobre sí misma negándose a obedecer tu voluntad y entregarse a la profanación de aquel arcano en el que, tal vez, una delicia dolorosa e inesperada te aguardaba para tomarte en un abrazo hecho todo de metal reluciente, en que una experiencia construida de frases cuyo sentido sólo revelaba la interioridad de una carne infinitamente ultrajada y cuya proximidad, si la hubieras intuido, si sólo la hubieras podido imaginar, te hubiera hecho estremecer antes de abrir aquella puerta. Tres veces lo hubiera intentado. Apoyada en el lado opuesto de la cerradura, tres veces hubieras alargado el brazo para alcanzar la manija de la cerradura y tres veces hubieras esperado que una voz interior te alentara en ese esfuerzo descomunal. Tres veces hubiera caído tu mano sin atreverse a hacer girar aquella manija y cerrando los ojos hubieras tratado de imaginar, tres veces fugazmente, temerosa de acertar a descubrirla, la realidad que te aguardaba más allá de aquel quicio. Hubieras cerrado los ojos tres veces mientras tu mano caía suavemente y se posaba, rozándolos apenas, entre los pliegues de tu falda y te hubieras preguntado tres veces mil veces en un sólo instante cuál era el sentido de ese temor que te había congelado allí, en ese umbral, ante ese espejo que sólo reflejaba la composición inexplicable de un cuadro cuyo significado nunca habías logrado esclarecer; allí, donde apenas llegaban los últimos rayos de un sol lentísimo que lentísimo moría en un agua de lluvia o de océano y hubieras querido que alguien te ayudara a descifrar un enigma cuya única representación en tu mente se concretaba en la forma de un objeto oceánico, arrojado indiferentemente a las olas y que ya nunca más volvería a tus manos, porque entonces eras otra y presentías ya la existencia de esa imagen que, conservada en el interior de un sobre de color amarillo, con forros negros, un sobre de grandes dimensiones forrado de negro como los sobres en que se envían las esquelas funerarias, aguardaba el testimonio de tu cuerpo que entonces hubiera estado apoyado contra la cubierta de la cómoda y reflejado en el espejo que la remataba, pero hubieras temido penetrar en aquel cuarto imaginándote confundida en la imagen del espejo con la imagen conservada dentro de aquel sobre. Hubieras temido ver tu cuerpo sangrante en el éxtasis de aquella ceremonia, el proferimiento de cuyo nombre tan sólo hubiera bastado para hacerte morir de un goce irresistible, de un goce que hubiera trascendido todas las posibilidades de tu cuerpo y que te hubiera aniquilado con un ruido de olas que se rompen sobre la porosa y precaria erección de un castillo hecho de arena. Hubieras querido recobrar la sensación de su textura rugosa, infinitamente marina sobre la palma de la mano, en la punta de los dedos de la que tú eras antes de haberte transformado en la otra mediante el deseo que te hizo correr por la playa en dirección de aquella casa en la que tú nunca habías vivido y que sin embargo conocías, y cuyo misterio primordial te aterraba y te tenía paralizada allí, ahora, contra el marco de aquella puerta blanca que semejaba la puerta de un quirófano, una puerta tal vez manchada de sangre en su reverso que ignoras, fija en esa quietud mortuoria, a la expectativa de un hecho prodigioso que inevitablemente hubiera de realizarse silenciosamente sobre la extensión inmutable de tu cuerpo fuertemente atado a una mesa quirúrgica o sobre una plancha de mármol de un anfiteatro de disección o de una morgue, porque entonces, al olvidar ese acto nimio —el acto de recoger una estrella de mar que yacía sobre la arena de la playa— todo contacto con lo que hubieras sido anteriormente se hubiera disuelto en un golpe de espuma y cuando yo llegara hasta aquel quicio no sería sino un ser desconocido, pródigo de terror, que avanzaría hacia ti con las manos enfundadas en unos guantes de cirujano, blandiendo en la penumbra una afiladísima cuchilla, dejando por donde pasara un olor a hospitales, mirándote fijamente, con esa fijeza con la que sólo es dable contemplar un cadáver y en tu terror harías acopio en tu mente de todas las posibilidades que te permitieran salvarte y escapar hacia la vida. Pensarías que era yo la imagen de un espejo que, por su colocación, parecería avanzar hacia ti, pero que en realidad se alejaba. Tratarías de reconocer en el brillo de aquella cuchilla afiladísima los reflejos que produce el sol sobre el lente de la cámara con la que hacía apenas unos minutos te había fotografiado sentada entre aquellas rocas junto al mar, pensarías tal vez que yo había recobrado la estrella de mar que tú habías arrojado indiferentemente a las olas y tratarías de descubrir en la punta amenazadora de aquel bisturí la identidad de esta conjetura improbable sin lograrlo y por escapar de ese abrazo sangriento que yo te ofrecía con los brazos levantados en un gesto ritual, abrirías aquella puerta y penetrarías silenciosa, abandonada al espanto y a la delicia de una seducción que apenas lograbas imaginar, sí, penetrarías en aquel cuarto sin decir una palabra, sin implorar clemencia, como quien se dispone a cumplir con los términos de un convenio y yo te seguiría, con las manos en alto, enfundados los dedos en el hule tenso de aquellos guantes color de ámbar, silencioso también, prefigurando lentamente en mi mente tu abandono y tu entrega, tu muerte.

—Hubieras tratado de huir al verte cara a cara con un desconocido cuya sola presencia llenaba aquella casa con el dolor intangible, incierto, pero intensísimo de una tortura que se recuerda como si se hubiera presenciado en una época remota y que de pronto asalta la memoria en el momento en que menos se espera.

—“Tenía que haberte visto. Tenía que haberme hundido en esa presencia que todo lo inundaba, tenía que haberme abandonado a esa amenaza que me aguardaba oculta en aquel umbral blanco desde el primer día que había concebido la posibilidad de la existencia de ese suplicio. En la contemplación de ese éxtasis estaba figurado mi propio destino. Era preciso entonces saber quién era él, ese ser prodigioso que se debatía sonriente en medio de su propio aniquilamiento como en un océano de goce, como en un orgasmo interminable. Era preciso saber quién era yo misma. Era preciso inquirir. Era preciso seguir con todo detenimiento los movimientos, torpes a veces, quizá violentos, de aquel indicador que se deslizaba sobre la tabla cubierta de letras y de números. ¿Quién hubiera respondido a aquella pregunta si no yo misma, desde un pasado remoto en el que mi vida, mi entrega estaba figurada en un cuadro, en una fotografía, en el recuerdo de alguien que me hubiera olvidado, alguien que tal vez eres tú, tú o Farabeuf, esperándome como el tigre, en un quicio que, traspuesto, es la frontera entre la vida y la muerte, entre el goce y el suplicio, entre el día y la noche…?”

En cuanto oyó que se abría la puerta, la Enfermera olvidó sus pasatiempos. Haciendo de lado la ouija se puso de pie y alisándose la falda y ajustando la cofia blanca y almidonada sobre su cabellera rubia, se dirigió al encuentro de Farabeuf. Al pasar frente a la puerta pintada de blanco se detuvo apoyándose en el marco decidida a esperar a que Farabeuf llegara hasta ella. Desde allí escuchaba el tintinear de los instrumentos que Farabeuf iba desenvolviendo cuidadosamente ante nosotros. Desde ese quicio podía observar, reflejados en el espejo, todos nuestros movimientos. A través de la atmósfera turbia del atardecer lluvioso, los colores vibrantes de un cuadro que representaba una alegoría incomprensible destacaban particularmente. Farabeuf, situado frente al cuadro, no reparaba, sin embargo, en él. Era más bien como si tratara de ignorarlo, temeroso de que aquellos colores vibrantes, de que aquella figuración magnífica de un acto sin sentido lo turbara y lo distrajera de ese rito particular que cuidadosamente, sin hacer ruido apenas, efectuaba en la penumbra que ahora parecía colarse, como tinta derramada, a través de los desvaídos cortinajes de terciopelo.

—Todo, absolutamente todo lo que habías imaginado en el terror que te produjo la imagen de ese hombre que avanzaba hacia ti con las manos enfundadas en unos tensos guantes de hule color ámbar, blandiendo una afiladísima cuchilla, todo, te digo, era una mentira, porque al abrir la puerta, tus ojos se posaron inmediatamente en la cubierta de la cómoda. Pudiste ver, en la fracción de un segundo, tu rostro reflejado en el espejo, y no te reconociste. Eras, para entonces, la otra; la que el deseo de aquel hombre había creado y todo lo que hubieras encontrado había desaparecido. Pensabas, ante todo, encontrar un sobre amarillo: un sobre cuyo contenido había sido imaginado por tu deseo. No había nada allí, sino tu rostro que lentamente se fundió en el de él que se aproximaba hasta confundirse las dos cabezas en una mancha inmóvil e informe. No había nada. El sobre había desaparecido igual que el tumbo de las ola se había apagado. No eras sino un cuerpo tierra adentro tratando de encontrar en aquel abrazo la sensación que te había producido en la palma de la mano la superficie rugosa de una estrella de mar putrefacta que habías imaginado recoger durante un paseo por la playa y cuya descomposición sentías realizarse al tocarla con la punta de tus dedos y que por eso, por esa sensación imprecisa y repugnante, habías lanzado a las olas mientras yo te contemplaba como se contempla un suplicio, convertida en otra, en alguien a quien yo no conocía pero a quien hubiera amado infinitamente. Tú te reíste entonces y echaste a correr mientras las olas te tocaban los pies. ¿Cómo era posible todo esto si nunca habíamos salido de aquel cuarto y aquel cuarto pertenecía a una casa y esa casa estaba situada en una calle, conocida y precisable, de una ciudad de tierra adentro? ¿Quién eres, pues, que así te presentas hecha toda de sombras a pesar de tu traje blanco de enfermera?

Es preciso que nos hagamos de nueva cuenta la misma pregunta: ¿somos la materialización del deseo de alguien que nos ha convocado, de alguien que nos ha construido con sus recuerdos, con sombras que nada significan?

Tú, entonces, te volviste hacia el espejo para comprobar, en la imagen de tu rostro, reflejada en aquella superficie turbia, tu existencia. Mas no te reconociste. Eras la otra y llevabas un anticuado uniforme de enfermera.

Estaba claro que se trataba en todo esto de una ceremonia secreta. (Eso hubieras pensado para apaciguar el sobresalto de tu corazón aterrado.) ¿Mas cómo describirla? Sólo repitiéndola hubiéramos podido conocer su significado. Es preciso ahora recopilar las relaciones, las hipótesis, las crónicas que a este respecto se han hecho o formulado.

Es un hecho perfectamente concreto, por ejemplo, que:

“… Una vez al mes, en día fijo, un hombre concurría a casa de su amante y le cortaba los rizos que le caían sobre la frente. Esto le provocaba el más intenso goce. Posteriormente no le exigía ninguna otra cosa a la mujer.”

Pero tú recuerdas otra imagen, una imagen más remota que todo lo que aquí nos contiene aislados, una imagen que viste, tal vez, en tu infancia. La imagen de un niño con las manos sangrantes. Alguien, un desconocido, Farabeuf tal vez, le ha cortado los pulgares de un tajo certero y el niño llora, de pie en medio de una estancia enorme, como ésta. A sus pies se van formando unos pequeños charcos de sangre. (Alguien debía haber extendido unos periódicos viejos para que no se manchara el parquet) y escuchas, mientras evocas esta imagen, una voz que dice “… por chuparse los dedos vino el Sastre y se los cortó con sus grandes tijeras…” y esa voz se repite como un disco rayado. Afuera llueve porque la mujer que te cuenta esta historia lleva un paraguas. Llueve y se repite algo como ahora. Llueve y se repite, se repite y llueve y se repite y llueve afuera algo, como ahora que llueve y algo se repite, se repite, se repite hasta que desfallece tu cuerpo y haces girar la manija de la cerradura y me invitas con tu mirada fatigada, abandonada, hastiada de ver tantas veces la misma cosa, a entrar contigo en aquel cuarto.

Estabas distraído. Tu mirada trataba de descifrar el significado de aquel cuadro antiguo reflejado en el espejo, por eso no te diste cuenta de lo que sucedió en realidad. Yo corrí hacia la ventana. Mi pie rozó la base de hierro de la consola junto a la que estabas, produciendo un ruido metálico que llegó hasta donde estaba la Enfermera; ella, en esos momentos, alzó la mirada de la ouija que estaba consultando y me vio, reflejada en el espejo, pasar frente a ti. Hubo algo que me hizo detenerme. Un recuerdo incompleto, provocado por un signo incomprensible trazado en el vaho del cristal de la ventana (o acaso se trataba de una mirada que, bajo la lluvia, se había fijado, como la imagen de una placa fotográfica, sobre aquella ventana); la mirada penetrante de un hombre que traza signos incomprensibles, que provoca recuerdos de experiencias que nunca hemos vivido y que, encontrada bajo la lluvia, a través de un vidrio empañado, nos inmoviliza, lo inmoviliza todo, los objetos y las máquinas. Tú estabas distraído; por eso no te diste cuenta de que la aguja del tocadiscos se había detenido en el mismo surco produciendo la repetición tediosa de una frase sin sentido.

Cuando te detuviste estabas colocada a mi derecha. La Enfermera estaba a mi izquierda. Esta colocación concordaba con la lógica del cuadro tal y como se lo veía reflejado en el espejo pero no como el pintor lo había concebido para ser visto por nosotros. Habías corrido hacia mi derecha, es decir hacia el extremo izquierdo del cuadro —en dirección, puede decirse, a la mujer vestida—, pero en dirección a la mujer desnuda tomando como referencia la imagen reflejada del cuadro en el espejo tal y como yo la veía. Esto, sin duda, tenía un significado, sobre todo si tenemos en cuenta que la Enfermera estaba colocada a mi izquierda, es decir del lado derecho del cuadro visto de frente, del lado izquierdo del cuadro visto en el espejo y por lo tanto de frente a la mujer desnuda, ya que ella sólo podía ver el reflejo del cuadro y, no como tú, pero sí como yo, el cuadro en sí.

Hubiera sido preciso que la vida siguiera su curso. Por eso, cuando te detuviste antes de llegar a la ventana, comenzó a llover con más fuerza. Antes de ese momento no hubiéramos escuchado el ruido de la lluvia contra los cristales de la ventana, pero en cuanto te detuviste el ruido de la lluvia se hizo claramente perceptible y en medio de ese ruido escuchábamos también los movimientos del indicador sobre la superficie de la ouija, el ruido que hacían las monedas al caer sobre la mesa…

Ahora sé por qué te detuviste de pronto cuando corrías a la orilla del mar: una imagen que nunca hubieras podido concebir, pero que mi deseo proyectó en tu mente, te detuvo. Cerrando los ojos imaginaste una puerta. Una puerta pintada de blanco que daba acceso a un cuarto pintado también de blanco, en medio del cual se encontraba una cama cubierta con sábanas blancas. Una cama de hospital hecha de fierro pintado de blanco, aunque no hubieras podido asegurarlo pues en tu mente sólo se precisaba la puerta en cuyo quicio aguardaba un tigre. Todo esto lo sé porque a fuerza de pensar en ello pude transmitirte, sin desearlo en realidad, esa imagen que se grabó en tu mente y es por ello, también, que al dirigirte a la ventana te detuviste bruscamente asaeteada por el recuerdo de esa imagen incongruente y supusiste, por un momento, que ese signo trazado en el cristal de la ventana representaba, de una manera esquemática, ideográfica por así decirlo, un tigre que aguarda su presa junto al quicio de una puerta que conduce a un quirófano que es el sueño. Estabas equivocada…

Una duda te turba. Has caído en la trampa que te tendió el taumaturgo. Se ha formado en tu mente la imagen de ese suplicio. Ese rostro extático se ha dibujado en tu memoria. Como un relámpago se concretó ante tus ojos esa agonía milenaria que sin haberla conocido hubieras querido olvidar. Estaba ante ti, con toda su ineluctable presencia, mutilado y exangüe, fijo en aquel crepúsculo lluvioso como una avispa traspasada por un alfiler y cuando apareció se produjo en tu memoria, con el olvido, una confusión lamentable. Te olvidaste de ti misma. Tanto que sólo hubieras deseado recordarte para recobrar tu presencia. Pero ese olvido era más tenaz que la memoria que trataba de recuperarte y una vez que habías caído en esa trampa que Farabeuf te había tendido, tu confusión era absoluta. ¿Quién eras tú ante aquella imagen agónica? ¿Cómo era posible que tu cuerpo pudiera confundirse con aquellos jirones de carne sangrienta? Te has extraviado en su mirada como en un camino inseguro y no sabes quién eres, acaso un cuerpo supliciado, unos ojos que aprenden lentamente el significado absoluto de la agonía, o acaso eres la visión que contemplan esos ojos a punto de cerrarse para siempre.

Pues bien, al fondo se había improvisado un pequeño escenario. El estrado, que se elevaba apenas unos cuantos centímetros del nivel del piso del salón, estaba colocado frente a un enorme espejo que pendía en el muro del fondo y el decorado estaba también constituido por otro espejo que reflejaba al infinito su propia imagen reflejada en el espejo del fondo del salón. Nosotros estábamos, entonces, colocados entre las superficies de los dos espejos. Estoy seguro de que esto no se te ha olvidado, pues la extraña sensación que tal espectáculo interminable producía en los espectadores era, sin duda, algo memorable. De pronto se extinguieron las luces, pero no totalmente, como sucede en el teatro minutos antes de que dé comienzo la función. Una que otra lucecilla, apenas perceptible, pero reproducida al infinito por las dos superficies de los espejos que constituían, uno el forillo de aquel escenario y el otro el fondo del salón, creaba una penumbra chispeante dentro de la que era posible discernir las siluetas de todos los objetos aunque no hubiera sido posible precisar la identidad de los espectadores. ¿Quién eras tú aquella noche? Un hombre grueso, de edad, que iba ataviado con una bata china negra, raída, subió al escenario y después de dirigirnos una mirada procedió a dar comienzo al espectáculo. Antes que nada hizo sonar un gong. Ese sonido vibrante y metálico llamó nuestra atención hacia su ayudante, una mujer rubia vestida de enfermera, que en el momento en que el hombre hizo sonar el gong encendió una linterna mágica a nuestras espaldas. La apariencia de esta mujer era singular, especialmente por el hecho de que iba tocada con una cofia blanca de la que pendía un vuelo de lana gris. La linterna mágica al encenderse tan súbitamente produjo un destello cegador en la superficie infinita del espejo. Nuestros ojos tardaron unos instantes en asimilar la luz brillantísima. Después se fue formando lentamente en ellos la realidad de una imagen aterradora; de seguro que tú no lo habrás olvidado, pues hubo algo en la fracción de segundo que duró aquel destello que te alejó de mí. Y cuando entendí el verdadero significado de aquella imagen, te encontrabas sentada en el ángulo opuesto del salón. De ello no pude darme cuenta sino cuando la fascinación de aquella carne maldita e inmensamente bella se había desvanecido y que las luces se habían vuelto a encender. Aquel espectáculo había sido acompañado por un diálogo explicativo en que la Enfermera, que manipulaba el aparato de proyección, iba haciendo preguntas al meneur que con un largo puntero hacía precisiones señalando los detalles de la imagen proyectada ante nosotros. Sólo recuerdo la primera pregunta: “Doctor Farabeuf, tenemos entendido que es usted un gran aficionado a la fotografía instantánea…” ¿Acaso recuerdas tú las otras preguntas? En el curso de aquel espectáculo que los programas —impresos en el gusto tipográfico de Épinal— señalaban como Teatro Instantáneo del Maestro Farabeuf, surgía en la pantalla intempestivamente la figura de una mujer desnuda que parecía ofrendar hacia la altura una pequeña ánfora dorada. La Enfermera entonces llamaba la atención del hombre de la bata china diciéndole: “No debe usted distraerse con la imagen de esa mujer desnuda, doctor”, y la imagen cambiaba rápidamente y volvíamos a ver, como si fuera desde otro punto de vista, la imagen de aquella escena escalofriante cuyos detalles se veían acentuados por una explicación técnica en la que se invocaban los procedimientos quirúrgicos aplicados al arte de la tortura. El meneur iba señalando con el puntero los detalles, en la imagen, a los que aludía su exposición. Terminada ésta, el hombre hacía una señal a la Enfermera. Las luces se encendían. El hombre se dirigía al público diciendo humildemente: “Muchas gracias, señoras y señores, se hace lo mejor que se puede”, y los espectadores aplaudían. Antes de que tuvieran tiempo de levantarse de sus asientos, la Enfermera cruzaba el salón y ofrecía en venta unos folletos impresos modestamente. En la cubierta podía leerse el siguiente título: Aspects Médicaux de la Torture, par le Dr. H. L. Farabeuf, Chevalier de la Légion d’Honneur, etc…

Has sido, no cabe duda de ello, la víctima de una confusión engañosa. El Teatro Instantáneo de Farabeuf es una alucinación, un sueño cuya realidad no puede dejar de ser puesta en duda. Se trata de un delirio momentáneo causado por la distorsión del espacio producida en la superficie de ese espejo manchado al que la luz del crepúsculo llega con un reflejo que todo lo vuelve confuso, inclusive aquello que somos capaces de concebir metódicamente en nuestra imaginación. Hagamos, si no, un inventario pormenorizado de todos los objetos que hay en esta casa. ¿Piensas acaso que encontrarás entre ellos alguno que corresponda o que pertenezca al recuerdo de aquella velada en que Farabeuf hizo una demostración de su espectáculo?

Tengo otros recuerdos de aquella velada: la Enfermera, además de los pequeños folletos del Doctor Farabeuf, ofrecía también otro libro de mayor tamaño y precio diciendo: “…o este entretenido libro de imágenes para los niños”. Era un libro con pastas de cartón. La Enfermera lo mostraba abierto en las páginas centrales. No he podido olvidar una de aquellas imágenes. Representaba a un niño a quien le habían sido cortados los pulgares. Las manos le sangraban y a sus pies se formaban dos pequeños charcos de sangre. Afuera de aquella casa en la que estaba el niño mutilado estaba lloviendo. Esto es una intuición inexplicable porque no había ningún indicio dentro del grabado que hiciera suponerlo con certeza. Sólo, quizá, el hecho de que en un grabado contiguo aparecía una mujer con un paraguas.

Confundes todo. Debes concentrarte.

Ese gesto es un gesto inolvidable. Pasaste ante mí con las manos enguantadas. Habías distendido los dedos dentro de aquellos guantes color de ámbar y en medio del espanto que me producía tu cercanía noté, no sé por qué, tal vez por la apariencia siniestra que aquellos guantes le daban a tus manos, que a pesar de no estar mutilado parecía que te faltaban los pulgares.

Te equivocas garrafalmente. Hay algo en tus recuerdos que te impide traerlos a la mente con la nitidez que fuera necesario. Todo en ello es turbio y confuso. Te sientes abrumada por la presencia demasiado tangible de ese ser que has creado y que hubieras querido ser. Algo en toda tu vida se te escapa. Un instante quizá. Un instante definitivo que puede darte la clave de lo que realmente eres o de lo que has dejado de ser para turbarte tanto. Un diálogo escuchado accidentalmente, una palabra tan sólo de ese diálogo podrá darte la clave de un misterio en el que vives envuelta desde entonces. Te aturde la confusión en que yacen tantas cosas que has mantenido en silencio o en secreto. Usted estuvo enamorada, ¿no es así? Usted amó a Farabeuf, o a esa abstracción que él representa. Tiene usted un carácter demasiado imaginativo. Su viaje al Lejano Oriente ha sido un viaje de recreo. Una excursión económica, un veraneo modesto como corresponde a sus posibilidades. Usted es proclive al ensueño. Busque usted, entre todos los objetos que celosamente guarda en los desvanes de esta casa vieja, algo —esos libros, los instrumentos enmohecidos, que tanta inquietud le causan. O bien descanse usted. Trate de salir de sí misma. Adquiera nuevos intereses. Una temporada cerca del mar…

—El tumbo de las olas resuena lentamente afuera. Ha caído la noche y nos hemos tendido en esa cama blanca de hospital en aquel cuarto todo pintado de blanco. Farabeuf hace sonar un gong. Un destello cegador se refleja en esos espejos y esa fotografía que tú dejaste abandonada sobre la almohada después de habérmela mostrado insistentemente, se interponía en aquel abrazo infinito, tenaz como el mar, como las olas que escuchábamos desde allí. Quizá todo esto sea un recuerdo. Tú me dices que nada ha pasado. Has entrado en esta estancia que ha sido el recinto en el que Farabeuf presentaba su espectáculo y yo estaba de espaldas porque no deseaba encontrarme de pronto con tu mirada. Has caminado hasta la mesilla donde has dejado tus guantes después de quitártelos muy lentamente, luego te has vuelto hacia mí, pero yo, por temor a encontrar tu mirada, he corrido hasta la ventana sobre uno de cuyos vidrios había yo trazado minutos antes, sobre el vaho, un signo. Al pasar frente a la mesilla mi pie ha rozado la base que figura una garra felina que retiene una bola. De pronto me he detenido porque desde el otro lado de la calle alguien me mira en los ojos con una mirada que provoca un recuerdo o una imagen insoportable, una sensación que transfigura el verdadero sentido de las cosas y en ese momento me detengo bruscamente y todo se suspende, menos ese sonido lento y torpe de dos tablitas que se rozan, de unas monedas que caen, en el fondo del pasillo, y un disco rayado que repite siempre la misma frase. Eso es, en realidad, lo que pasa. No puedo concebir nada más. Era una mirada capaz de infundir un terror infundado.