¿Acaso lo habremos soñado? Aquella escena equívoca en la que aparecía un hombre joven cuya mirada extática parecía posarse, casi sonriente, en un punto infinito mientras nosotros nos afanábamos, a pesar de la gran fatiga, en torno a aquel lecho blanquísimo, estriado a veces por las pequeñas líneas crueles que formaban unas gotas de sangre diminutas, caídas sobre esas sábanas como las primeras gotas de la lluvia. Y ese cuerpo inquietante, esa carne abierta hacia la vida como un fruto inmenso y misterioso que parecía haber traspuesto todos los umbrales del dolor y que nosotros contemplábamos como se contempla el curso de una estrella, o la manifestación de un portento o la realización de un milagro. Un sopor hipnótico nos iba invadiendo mientras veíamos aquella visión tenebrosa y bellísima sin saber qué decir, mientras afuera caía la lluvia y una mosca, exacerbada en su agonía por las emanaciones del formol, golpeaba desesperadamente contra los vidrios empañados de una ventana a través de la que veíamos la silueta imprecisa de Farabeuf alejarse vacilante bajo la lluvia, resguardado con su paraguas inútil, enfundado en su viejo abrigo oscuro, cargando un maletín de cuero negro. La mosca golpea insistentemente contra aquellos vidrios, luego revolotea por la alcoba, gira precipitadamente en torno a la lamparilla, se posa momentáneamente en esas llagas impregnadas de ácido crómico, se envenena más y más en la disolución de aquel cuerpo fascinante y luego huye zumbando hasta morir junto a los flecos del cortinaje desvaído de terciopelo. Nosotros, inmóviles, suspendidos en la contemplación de esa carroña bellísima, de ese rostro maravillado y cruel, paralizados en ese paroxismo interminable de grito contenido, muertos tal vez en la visión de esa carne irresistible y maldita, olvidamos la apremiante necesidad de salir de allí, de crear una soledad en torno a esa muerte sorprendida y congelada para siempre por la acuciosidad de Farabeuf, mientras ella, la otra, nos mira fijamente desde el quicio de esa puerta situada en el fondo del pasillo, ávida de un testimonio más tangible de nuestra presencia que el que otorga borrosamente la superficie del espejo. Es preciso —piensa— que seamos reales, para disipar el temor que le provoca esta fantasía que Farabeuf ha creado con nuestros deseos más ocultos. Es preciso un sacrificio infinito para escapar de esta muerte que nos mira de frente desde ese rostro tumefacto y alerta, desde ese rostro en el que se retrata la muerte como en un espejo; desde ese rostro que es la materialización de nuestro deseo. Ausentes como estábamos de todo lo que nos rodeaba, en la contemplación de ese rostro apasionante, no nos dimos cuenta de que había pasado la noche, de que había llegado hasta nosotros, disfrazada con la tibieza del deseo consumado y con la luz del alba, la muerte.
“Y entonces él la tomó en sus brazos.”
(Él se incorporó. —Un día, quizá —dijo—, recordaremos este momento por el zumbido de una mosca. —Ella, mientras tanto, pensaba: “Y me abandonaré a su abrazo y le abriré mi cuerpo para que él penetre en mí como el puñal del asesino penetra en el corazón de un príncipe legendario y magnífico…”)
Es preciso hacer un esfuerzo. Debes tratar de recordarlo todo, desde el principio. El más mínimo incidente puede tener una importancia capital. El indicio más insignificante puede llevarnos al descubrimiento de un hecho fundamental. Es preciso que hagas un inventario pormenorizado, exhaustivo, de todos los objetos, de todas las sensaciones, de todas las emociones que han concurrido a esto que tal vez es un sueño. Debes recordar todas las circunstancias, aunque sea de una manera esquemática, dentro de las que se ha suscitado nuestro contacto. Es preciso, inclusive, recordar la hora del día, las condiciones atmosféricas. Una por una, haz el recuento de las visiones hasta que seas capaz de reconocer el verdadero significado de esa imagen absoluta que yo, aquella noche, te mostré y que te hizo desfallecer. Es preciso recordarlo todo, absolutamente todo, sin omitir absolutamente nada, pues todo puede tener una importancia capital, inclusive aquella mosca agónica que golpeaba insistentemente el cristal de una de las ventanas que daban hacia la calle sobre el jardincillo y a través de la cual podíamos ver a Farabeuf cuando llegaba o cuando se alejaba bajo la lluvia, caminando con dificultad, cargando su maletín de cuero negro. No lo olvides. Todo puede contribuir a darnos la clave de este misterio.
¡Cómo hubiera podido olvidarlo! Ella estaba sentada, tensamente incorporada al reluciente acero de aquella mesa de ginecólogo. Su cabeza fija en el cabezal pulido que le cruzaba la frente con las pequeñas llaves de presión en las sienes. Se había tomado la precaución de separar sus largas piernas, tostadas por el sol de aquel veraneo junto al mar, suavemente como quien separa las valvas de una ostra para contemplar las convulsiones lentas, voluptuosas de la vida en el interior. En torno a sus tobillos había ajustado las bandas metálicas recubiertas de fieltro. Sus muñecas estaban atadas al armazón de la mesa de operaciones por unos lienzos de lino, preparados quizá con los restos de las sábanas en que Farabeuf había consumado el acto llamado carnal o coito con “Mme. Farabeuf ”. Fijo aquel rostro retenido dentro del cabezal de acero inoxidable sólo los ojos eran capaces de seguir aquella imagen sangrienta que, tenida en sus manos temblorosas y ávidas del cuerpo de ella, se aproximaban al rostro poniendo ante sus ojos, tenidos abiertos por dos relucientes blefarostatos de Collin, aquella imagen cuya visión era ineluctable y que iba sombreando su semblante con aquella proximidad aterradora mientras afuera el tumbo de las olas asemejaba el acompasado golpe de sangre que brota intermitente de las gigantescas incisiones que con tanta maestría sabe hacer Farabeuf al practicar sus originales vivisecciones.
¿Recuerdas?… ¿Recuerdas aquella emoción llena de sangre? ¿Recuerdas aquel rostro en el paroxismo de cuya visión tu cuerpo se hizo mío?
—Mira —le dijo, mostrándole aquel cuerpo desgarrado—. Lo sé todo porque lo pude ver a través de ese espejo que era como un testigo de todos nuestros actos. El mar era una mentira garrafal. Estábamos en tierra adentro. Hubiera resultado demasiado absurdo.
—Pero entonces, ¿los pelícanos?, ¿y aquel niño que construía un castillo de arena en la playa?, ¿y la mujer vestida de negro seguida por un caniche…?
—Se trata en ello, o bien de la materialización de nuestro deseo, o bien de un truco de Farabeuf…
—¿Y el amor… ese hecho contundente, preciso, demostrable?…
—Se pierde en el olvido como ese mar que sólo por estar hecho de olvido puede ser recordado…
Es preciso evocarlo todo. Es necesario que tu recuerdo se inicie a partir del momento en que esa mosca golpeó por primera vez el mismo cristal en que tu dedo había trazado, inconscientemente, un ideograma chino.
—¿Recuerdas aquellas páginas manchadas y amarillentas de un diario, esparcidas por el suelo, formando un camino desde la puerta de entrada hasta el pasillo?
—Sí, las recuerdo con toda precisión; eran de un ejemplar del North China Daily News del 29 de enero de 1901. Tal vez habían pertenecido a Farabeuf.
El hecho es que aquella tarde nos encontrábamos allí, en esa casa enorme, abandonada. Afuera llovía. Acabábamos de regresar de hacer algo terrible, de cometer un acto innombrable. Ésa era la sensación que animaba nuestra angustia en aquellos momentos. Estoy segura de que acabábamos de contemplar una visión que nos hacía mantenernos en silencio. Ella había tomado un periódico viejo y había extendido las planas manchadas e ilegibles por el piso desde la puerta de entrada hasta el pasillo y luego, sentada en la penumbra de aquel pasadizo bordeado de puertas que nunca habíamos abierto, esperaba la llegada de Farabeuf, vestida de blanco, con ese anticuado uniforme de enfermera que solía ponerse cada vez que aquel hombre afable y tenebroso la visitaba. Sentada en aquella penumbra que sólo rompía un haz de luz polvorienta que se filtraba a través de los desvaídos cortinajes de terciopelo, acechaba los lentos movimientos de sus manos afiladas que se deslizaban casi imperceptiblemente sobre la superficie mágica cubierta de letras y de números. Mentalmente había preguntado: “¿De quién es ese cuerpo que hubiéramos amado infinitamente?”, y en silencio aguardaba la respuesta a aquella pregunta. En la quietud de la estancia nosotros escuchábamos el chirrido de aquellas tablas que se movían, que se deslizaban unas contra otras impulsadas por una inquietud que a toda costa quería conocer la identidad de algo o alguien a quien nosotros habíamos introducido en aquella casa, alguien o algo sangriento a cuyo paso ella había dispuesto aquellos periódicos en el piso, desde la puerta de entrada hasta el pasillo y que después de nuestra llegada, en un momento que ignoramos, se habían manchado, haciendo los textos ilegibles. Esperábamos la llegada de Farabeuf y en el silencio de aquella estancia en la que apenas se discernían los objetos en la luz que en haces se filtraba por los gruesos y desvaídos cortinajes de terciopelo, veíamos flotar el polvo. De pronto comenzó a llover nuevamente. Escuchábamos claramente a través de la ventana el ruido de la lluvia que se abatía sobre aquella calle siempre desierta, sobre aquel jardín abandonado, sobre aquella casa cuya arquitectura corroída por los años era como un hospital o como una morgue y pensábamos que aquella lluvia intempestiva retardaría la llegada de Farabeuf. Hubo ciertos hechos significativos, sin embargo, que se realizaron en aquel lapso que medió entre nuestra llegada y la llegada de Farabeuf. Alguien —no recuerdo si fue ella o si fui yo— puso un disco en el gramófono. Alguien, no recuerdo quién, corrió hacia la ventana y se detuvo bruscamente antes de llegar al reborde creyendo haber recordado la primera sílaba de un nombre olvidado, sílaba que fue balbucida en repetidas ocasiones sin que en ninguna de ellas tuviera un significado preciso. Dos de nosotros, un hombre y una mujer, fueron reflejados simultáneamente en un enorme espejo de marco dorado que pendía del muro frente al pasillo y que permitía a otra persona ver, desde el fondo del pasillo en el que había proferido una pregunta, lo que pasaba en la estancia. En el momento en que esa imagen, reflejo de dos seres reales, un hombre y una mujer, enamorados tal vez, se produjo en la superficie manchada del espejo, alguien —el hombre quizá— preguntó de viva voz: “¿Qué significa todo esto?” Es preciso señalar el hecho de que la persona que atravesó aquella estancia para dirigirse a la ventana y que se detuvo antes de llegar al alféizar produjo en su trayecto dos fenómenos sensibles, uno de orden auditivo y otro de orden táctil. El primero fue un ruido producido por el efecto de que al correr hacia la ventana mi pie golpeó la base de hierro de la mesilla con cubierta de mármol, adosada al muro que hace ángulo con el muro en que se abren las ventanas que dan a la calle, es decir frente al enorme espejo. Este ruido metálico, producido con frecuencia por las personas que cruzan la estancia para dirigirse a la ventana, se perdió, con sus ecos, en la casa, distrayendo momentáneamente a la Enfermera en su interrogación de la ouija. Simultáneamente a este fenómeno de orden auditivo se produjo otro que corresponde, en el tiempo, al momento en que la Enfermera pudo ver reflejada la imagen de un hombre y de una mujer en aquel espejo. Esta imagen se grabó en la mente de la Enfermera pues había podido apreciarla con toda nitidez ya que había levantado la cabeza y vuelto su mirada hacia el espejo, distraída como estaba por el ruido metálico que ella había producido al pasar frente a la mesilla. El hecho que hacía esta imagen particularmente memorable para la Enfermera era que la mujer, que se dirigía hacia la ventana, había rozado con su mano derecha la mano del hombre que, apoyado contra el muro, cerca de la mesilla y frente al espejo, escuchaba atentamente una canción obscena que provenía del tocadiscos colocado entre las dos ventanas que dan a la calle. Al mismo tiempo el hombre miraba atentamente, o tal parecía, una inscripción hecha con la punta del dedo sobre uno de los cristales empañados de la ventana del lado derecho. La imagen que se había quedado grabada en la memoria de la Enfermera era justamente aquella que correspondía al momento en que la mano derecha de la mujer había rozado levemente una de las manos del hombre; éste la había retenido durante una fracción de segundo en la suya. Todo esto la Enfermera lo había podido ver con toda precisión reflejado en el enorme espejo, razón por la cual, al referirse mentalmente a esta imagen que había quedado grabada para siempre en su memoria y que ella identificaba siempre con un grabado de Proud’hon, denominaba “imagen de los amantes”…
Hay algo que tu memoria persiste en mantener en el olvido —toda una serie de hechos fundamentales…
—Sí, hay algo que su memoria persiste en mantener en el olvido, todas esas cosas que están hechas de olvido: esa mosca que golpeaba contra el cristal tratando de huir. Pero eso lo ha olvidado porque él le había dicho: “Un día, tal vez, recordaremos este momento por el zumbido de una mosca golpeando contra los cristales”. Y ella hubiera querido olvidar ese momento porque era un momento colmado con la presencia terrible de un hombre supliciado, surcado de gruesas estrías de sangre, atado a una estaca ante la mirada de sus verdugos, de los espectadores indiferentes que trataban de retener esa imagen terrible dentro de un meollo de sensualidad; una imagen para ser evocada en el momento del orgasmo…
… recuerdo también la llegada de Farabeuf. Habíamos presentido su paso vacilante a lo largo de la rue de l’École de Médecine, sosteniendo con dificultad en una mano su paraguas inútil y en la otra el maletín de cuero negro. Antes de doblar la esquina de nuestra calle presentíamos su llegada; las moscas aturdidas parecían exacerbarse ante la premonición de aquella presencia impregnada de formol y luego, de pronto, a través de los cristales empañados, bajo la lluvia tenaz, adivinábamos su figura negra cruzar la calle en dirección a nuestra puerta y nos quedábamos quietos, sólo ella, la Enfermera, sentía en su corazón el sobresalto de ese goce que se concretaba en la visión inminente de aquellas manipulaciones que hacían brotar un tenue hilo de sangre de las incisiones de aquellos procedimientos explicados pormenorizadamente, acentuados por las descripciones asistidas de un canalizador que se desliza lentamente a lo largo de aquellas comisuras, proferidas en una voz apacible que hablaba de cortes, de tajos cruentos, de muñones, de colgajos, de vísceras expuestas; ella, la Enfermera, olvidaba de pronto su pregunta y la dejaba abandonada como algo inservible sobre la superficie de la tabla mágica, y miraba hacia la puerta esperando que de pronto se abriera y que apareciera en aquel quicio la figura angustiosa del Maestro que sin dirigirnos la palabra siquiera se adentraba en el pasillo a su encuentro para explicarle, sobre la concreción de aquel ser equívoco que nuestro amor había creado, con todo detalle, la estructura y el funcionamiento de la carne humana. … Hubiera corrido, hubiera tratado de escapar entonces hacia algo ilimitado, extenso, hacia un lugar en que nuestra presencia no fuera sino un punto infinitamente pequeño…
Al pasar frente a mí, en el momento en que tu mano tocó la mía, había algo sagrado, algo infinitamente intocable y prohibido en tu mirada; el misterio de un momento agónico contenido en la fijeza de tus ojos que se dirigían tenazmente hacia aquella ventana…
Al entrar Farabeuf en la estancia, los ojos de ella se posaron un instante en la copia del cuadro que pendía en el muro sobre la mesilla de mármol y que se reflejaba en el espejo invertido lateralmente… Farabeuf había entendido el significado de esta situación…
Himmlische und Irdische…
… y una aterradora persistencia de esa imagen, como la fotografía de un hombre en el momento de la muerte o del orgasmo, se grabó en su retina ávida del color de la sangre.
Esto, desde luego, es una conjetura:
“¿Por qué?”, dijo mirando fijamente a Farabeuf, pero éste, sin dirigirnos la palabra siquiera, se perdió en la oscuridad de aquel pasillo en el que la Enfermera lo esperaba, dispuesta ya a ayudarlo a quitarse el pesado abrigo de paño negro. Luego entraron en aquel cuarto cuya puerta nosotros jamás habíamos traspuesto y desde la estancia oíamos el tintineo de los instrumentos quirúrgicos que Farabeuf iba desliando de sus atadillos.
“¿Por qué?”, dijiste sin pensar que esa pregunta revelaba el misterio de nuestra existencia, dominada ya para siempre por la imagen de un criminal supliciado, cuya carne sangrienta y desgarrada era para nosotros el símbolo de una profanación exquisita.
“Es que en ese momento recordé el mar; aquella mujer vestida de luto, seguida por un caniche; aquel niño que construía un castillo de arena que la marejada hubiera abatido pocos minutos después. Entonces recordé también la sensación del metal que me hubiera ceñido en tu abrazo y las caricias olorosas a formol que a todo lo largo de mi cuerpo tus manos quirúrgicas, de tocólogo, me hubieran prodigado en aquella casa llena del sonido del tumbo de las olas, llena del espanto y de la delicia del cuerpo humano abierto de par en par a la mirada como la puerta de una casa magnífica y sin dueño que para siempre hubiera esperado tu caricia, como una puerta entreabierta… un cuerpo que te esperaba con toda su sangre, con todas las vísceras dispuestas al sacrificio último. ¿Hubieras huido? Sí, hubieras huido aterrado ante la imagen imaginada de esa sangre que corría presurosa por las venas; hubieras huido para siempre hacia un olvido cuya única concreción hubiera sido un signo escrito sobre la humedad de un vidrio empañado, sobre una ventana contra la que se abate la lluvia, hubieras corrido hacia un olvido hecho con la música que sale de un fonógrafo. Hubieras huido para siempre, sólo por el miedo de alterar el significado de un gesto en el que estaba contenida la esencia de un cuerpo. Hubieras huido porque tú nunca te hubieras atrevido a hundir tan lentamente esa cuchilla afiladísima en el cuerpo obeso de un príncipe magnífico; porque cada vez que tu rostro se refleja en ese espejo que siempre nos ha presentido temes la muerte, tu muerte que se esconde en esa calavera espléndida, tu muerte que es el rostro de Farabeuf, tu muerte que es la contestación a la pregunta que ella hace siempre a una tabla cubierta de letras y de números, tu muerte que ni siquiera es tu muerte porque tú no eres tú ni tu cuerpo, ese patrimonio aparentemente inalienable, es tu cuerpo sino un cuerpo cualquiera, el cuerpo de un desesperado que durante una ceremonia absurda no se atreve a clavar un puñal consagrado en el costado de un hombre privilegiado, de un hombre cubierto de brocados, un cuerpo cualquiera como una calle…
—¡Oh, esta manía de recapitular las experiencias! ¿Queda algo acaso de todas aquellas cosas? ¿Por qué la persistencia de esa imagen en la mente? Una estrella de mar. Una estrella de mar recogida indiferentemente en una playa al atardecer. Si todo ello hubiera sido la concreción de un recuerdo no habría ninguna duda acerca de nuestra existencia. Seríamos demostrables…
He aquí pues la descripción exacta de los hechos: media hora antes de que llegara Farabeuf se produjeron dos acontecimientos demostrables; el primero es la lluvia que empañó los vidrios de la ventana y el segundo es que la mujer —es imposible precisar cuál— se dirigió de pronto, con paso presuroso, casi puede decirse que corriendo, desde un extremo del salón hacia la ventana del lado derecho. En el trayecto su pie golpeó levemente la base de hierro de la mesa produciendo un ruido metálico, perfectamente discernible a pesar del ruido que producía la lluvia que caía torrencialmente…
—Hay un hecho en su descripción, doctor Farabeuf, que usted pretende ignorar o que tal vez ha olvidado ya: que al pasar frente al hombre la mano de la mujer rozó la mano del hombre y éste la retuvo en la suya durante una fracción de segundo. Este hecho curioso no es demostrable, es preciso admitir, si bien el enorme espejo pudo haberlo reflejado con toda claridad…
Y sin embargo los amantes paseaban por la playa deleitándose en esa soledad que provoca la inminencia de un hecho terrible. Si en el vuelo torpe de aquellas aves que caían pesadamente sobre las olas hubieran adivinado ese encuentro en el que la entrega se hubiera convertido en algo lleno de sangre… No; no lo hubieras presentido porque tú, en tu irrealidad que aquel espejo acentuaba, hubieras querido regalárteme muerta, muerta de tanto olvido como hubiera sido preciso para amar este cuerpo desgarrado que jamás habrá de ser tuyo pero cuya imagen no te abandonará nunca… Si al menos pudiéramos recobrar aquella estrella de mar que indiferentemente arrojaste a las olas…