El olvido es más tenaz que la memoria.
Mire usted, ponga atención, es preciso que no olvide usted este delicado procedimiento. Es preciso que lo recuerde usted con todo detalle.
Tienes que concentrarte. Ésa es la regla del juego. Tienes que concentrarte para que ahora jamás lo olvides. Escucha bien esa música. Es preciso que la recuerdes. Es preciso que ese momento se fije en tu memoria. Es preciso que ahí, congelados, inmóviles, nos retengas para siempre como has retenido el rostro que viste aquella tarde, ¿recuerdas?
… Ahora recuerdo, no sé por qué, un paseo que tal vez nunca dimos, por un parque, a la orilla de un estanque, en una ciudad lluviosa que no conocemos. Las palomas, al volar, producían un silbido agudo que nos inquietaba, algo como el aviso de una catástrofe, el llamamiento hacia un espectáculo desquiciante…
Ha cruzado esta estancia; su cuerpo se distingue apenas en la sombra. Hay una mirada que desde el fondo del pasillo sigue su movimiento, intuido vagamente en la imagen que devuelve el espejo. Al llegar a la mesilla su pie roza la base de hierro de ésta en la que están figuradas las garras de un tigre que retienen una esfera y este golpe produce un ruido metálico que se fuga poco a poco hasta el fondo de la casa; un ruido que se olvida fácilmente. Nosotros mismos nos quedamos encerrados dentro de ese olvido hermético, infranqueable, y ella —la otra— nos mira reflejados en ese enorme espejo enmarcado en oro; nos mira a los dos que nos miramos a través del espejo y así nos comunicamos y nos tocamos con la mirada recordando ese rostro que también nos mira fijamente desde aquel día en que bajo la lluvia llegamos hasta la plazoleta en la que los verdugos se afanaban en torno al condenado, ahuyentando con voces ríspidas y entrecortadas a los perros que merodeaban en torno a la estaca ensangrentada. ¿Recuerdas? Desde aquel día no sabemos cuál es el sueño, no sabemos cuál es la imagen del espejo y sólo hay una realidad: la de esa pregunta que constantemente nos hacemos y que nunca nadie ni nada ha de contestarnos.
Cuando volvíamos a la casa después de haber estado en el farallón echaste a correr por la playa de pronto, alejándote de mí. ¿Por qué te detuviste tan cerca de las ruinas de aquel castillo de arena abandonado? ¿Por qué te detuviste allí sin darte cuenta de ello? ¿Por qué corriste? ¿Por qué cuando te detuviste allí, a unos cuantos pasos de la ruina de aquel castillo de arena derruido por la marea que avanzaba como una sombra imprecisa hacia nosotros y te volviste súbitamente hacia mí, eras otra? Eras ella que había presentido la presencia de aquellas llagas, de aquel organismo apenas contenido dentro del armazón del cuerpo humano y que nos aguardaba junto al lecho en el que tú —o tal vez ella— fue o fuiste mía, tanto que el sueño en el que nos tendimos exhaustos estaba como lleno de aquel suplicio, y esperábamos la aurora para escapar de aquellos instrumentos que nos amenazaban y que disolvían nuestro abrazo ante la mirada ávida de esos perros hambrientos y asustadizos que no pudimos fotografiar, ante la mirada de todas aquellas gentes que hablaban una lengua hecha de trinos y de aspiraciones amargas y veloces, en aquella pequeña plazoleta, apenas algo más que la intersección de dos calles, en la que el viento jugaba con los pedacitos de papel plateado; esas gentes vestidas extrañamente que nos miraban sin comprender nuestros afanes…
—Acaso fuera un sueño todo esto. Un sueño del que no despertaremos hasta que alguien, o algo, nos responda a esta pregunta que noche a noche nos hacemos: ¿de quién es este cuerpo que tanto amamos?
—¿Y si sólo fuéramos la imagen reflejada en un espejo?
—Entonces nada ni nadie podría jamás contestar esta pregunta.
Desde el fondo de aquel pasillo, sumida en la penumbra —la luz no ha cambiado: está cayendo la noche—, un olor a formol invade hasta el último resquicio de esta casa abandonada y ella sigue haciendo la misma pregunta tediosa. Farabeuf, cuando viene, la encuentra siempre en la misma actitud, con la ouija o las tres monedas ante ella, tocada con la misma cofia blanca que tiene unos vuelos de lana gris que ocultan su pelo lacio y rubio y que le caen por la espalda hasta más abajo de la cintura. Farabeuf goza de ciertos privilegios. Cuando viene, tiene el derecho a entrar en ese cuarto que a nosotros nos está vedado y cruza por el pasillo con las manos enfundadas en sus guantes de hule, levantadas y asépticas en un gesto ritual, sosteniendo apenas con las puntas de sus dedos los instrumentos que brillan violentamente cuando los tocan los últimos rayos del sol que se filtran a través de los desvaídos cortinajes de terciopelo. Ella, desde el fondo del pasillo, se pregunta la misma pregunta mientras nos mira reflejados turbiamente en ese espejo. El espejo apenas nos refleja.
¿Es que somos la imagen de una fotografía que alguien, bajo la lluvia, tomó en aquella plazoleta? ¿Somos acaso nada más que una imagen borrosa sobre un trozo de vidrio? ¿Ese cuerpo infinitamente amado por alguien que nos retiene en su memoria contra nuestra voluntad de ser olvidados?
¿Somos el recuerdo de alguien que nos está olvidando?
¿O somos tal vez una mentira?
Es preciso desechar la presunción de que somos, tú y yo, una mentira que uno, en un país remoto, bajo la copa de un árbol, cuenta a otro (dos personas que no pueden más que aparecer lejanas a quien las imagina). Sí, es preciso desechar esa hipótesis porque al pasar ante mí han ocurrido dos hechos que demuestran nuestra existencia: en primer lugar, ese espejo que pende desde hace muchos años, desde aquella tarde lluviosa en que los hombres supliciaron el cuerpo, pero no los sentidos (porque le habían administrado previamente una fuerte dosis de iapiann, “rebanada de cuervo”, como dice Farabeuf) del magnicida; ese espejo que pende ante nuestros ojos, cuando pasabas frente a mí reflejó tu imagen y la difundió y la dispersó hasta el fondo del pasillo y ella, que aguardaba siempre la respuesta a una pregunta en el fondo de ese pasillo, pudo ver tu cuerpo cruzar esa superficie estéril de luz, justo en el momento en que a fuerza de concentrarse balbució en voz muy baja esa pregunta. Ese espejo que nada hubiera reflejado jamás sino tu rostro para que yo lo hubiera visto furtivamente, para que Farabeuf lo vislumbrara al pasar y adivinara tu calavera detrás de tu mirada y se hiciera un esquema frenológico de tu cráneo surcado de extrañas líneas punteadas, anotado de inquietantes topografías, estudiado minuciosamente, al fin, sobre una plancha de mármol embebida de sangre a medio coagular en uno de los sótanos de la Rue Visconti en donde lo hubiera dejado olvidado para salir caminando lentamente hasta llegar, siguiendo el Boulevar Saint Germain, deteniéndose ante los aparadores de las casas que venden instrumentos de cirugía, al Carrefour, en donde hubiera dado vuelta a la derecha para tomar la rue de l’Odéon y llegar hasta el número 3 de esa calle, ante la casa donde tu cuerpo se me abrió sin dejar rastro —sí, ese cuerpo que ahora va dejando como una larga huella sobre la superficie del espejo que pende en un muro surcado de escarabajos, sobre ese espejo que es como un universo angustioso e impenetrable dentro del que tal vez vivimos, dentro del que quizá viviremos para siempre dentro de la muerte que hemos construido pacientemente a lo largo de todos los años que han transcurrido desde que él fue supliciado en Pekín. En segundo lugar, porque al pasar junto a mí al atravesar aquel salón enorme para dirigirte hacia la ventana ante la cual te has detenido, tu mano, pequeña y torpe —una mano incapaz de manipular con habilidad el complicado amigdalotomo de Chassaignac: y sin fuerza tampoco para accionar las palancas del gigantesco osteoclasto—, una mano que sólo serviría para hacer heridas diminutas, vampíricas, me ha tocado, ha rozado mi mano y, sin querer, como quien apresa una mariposa nocturna inadvertidamente, la retuve en mi mano durante un segundo y la sensación que me produjo era tan real como ese suplicio que todos esperamos contemplar, tan real como ese cuerpo presentido que hubiéramos amado infinitamente o que tal vez hemos amado infinitamente sin darnos cuenta, inadvertidamente, como quien apresa en la noche una falena. A no ser que tú seas ella, la otra.
Sí, la experiencia de entonces era una sucesión de instantes congelados. ¿Quién congeló esos instantes? ¿En qué mente hemos quedado fijos para siempre? Empiezo a recordar algo de todo aquello y es como si todo lo que hubiera estado contenido se vaciara hacia el mundo. Alguien, una mujer vestida con un anticuado uniforme de enfermera, está sentada ante mí, en el umbral de una puerta y mira atentamente algo que pasa frente a ella. ¿Quién es ella? ¿Qué es lo que está pasando? ¿A quién mira? Soy yo que estoy sentada en el umbral de una puerta. En medio de todo esto hay un espejo enorme con un marco dorado y una mirada inexplicable —tal vez mi propia mirada—, una mirada turbadora que acecha desde el quicio sin comprender el verdadero significado de esta escena. Sin saber ni siquiera si esa mirada es el reflejo de mi propia mirada en el espejo.
Es necesario consultar a Farabeuf acerca de todo esto. Él podrá, sin duda, esclarecer este misterio. Su larga práctica, en el esclarecimiento de cuestiones confusas, será indudablemente de inestimable valor para nosotros en estas circunstancias.
Doctor Farabeuf, tenemos entendido que el 29 de enero de 1901 se encontraba usted en Pekín. ¿Podría hacernos algunas precisiones acerca de este hecho?…
Habrías de correr hacia aquella ventana que nunca nadie hubiera abierto. Hubieras pasado a mi lado agitada, temblorosa, corriendo hacia el otro extremo del salón y al llegar hasta allí te hubieras detenido bruscamente antes de llegar al reborde carcomido por la lama y por la lluvia, sin osar mirar a través de aquella vidriera turbia. Te hubieras quedado congelada porque de pronto, en tu mente, la primera sílaba de un nombre se hubiera concretado fugazmente y por retenerla hubieras cerrado los ojos y hubieras alzado tus manos para contener el latido de tus sienes agitadas ante la posibilidad de recordar un recuerdo perdido, un recuerdo que creías perdido para siempre, y hubieras balbucido esa sílaba informe, o una sucesión de sílabas apenas perceptibles sin que ninguna de ellas fuera la que había acudido a tu mente, y sin darte cuenta hubieras cruzado toda aquella angustiosa superficie y perdiéndote en el borde dorado hubieras escapado hacia ese futuro en el que ahora ya te veo a punto de abrir una ventana al tiempo que dices en voz baja unas sílabas presurosas que nada significan aquí, ahora, pero que tal vez, si te concentras, si sigues todas las instrucciones que rigen el desarrollo de este juego, comprenderás con toda claridad, en el momento preciso en que mueras.
—Será preciso entonces morir para poder recordarlo…
—Sería preciso morir para recordar, primero, la pregunta que has olvidado y luego proferirla nuevamente, por boca de otro o de otra, desde el fondo de ese pasillo desde el que ya fue proferida la pregunta olvidada, y entonces esperar nuevamente a obtener la respuesta tratando de no olvidar la pregunta olvidada.
Señoras y señores, trataré de ser lo más conciso que me sea posible, aunque las circunstancias dentro de las que se plantean las posibilidades que permitirían explicar el verdadero significado de este hecho imaginario son bastante complicadas a más de imprecisas…
Te has quedado mirando fijamente ese cuadro. Tratas de comprender su significado más allá de la concreción escueta que le ha dado el pintor. Es un cuadro que encierra un misterio. Muchos, antes que tú, han especulado en torno a esta alegoría sin acertar a comprenderla. Entre todos los elementos que la componen dos son particularmente inquietantes: el niño que aparece en el centro de la composición, apoyado en el borde de la fuente en una actitud como si estuviera tratando de alcanzar algo que se encuentra en el fondo, y una escena mitológica, representada como un relieve esculpido del lado derecho de la fuente o sarcófago, justo debajo del borde en el que se apoya la mujer desnuda. Esta escena escultórica que recuerda los pequeños trabajos de Pietro Lombardo que se conservan en Venecia, representa de una manera ambigua una escena de flagelación ritual o erótica. Un fauno, con el brazo izquierdo en alto, está a punto de azotar con una rama a una ninfa que yace tendida a su lado, recostada en una postura que recuerda con bastante precisión al hermafrodita de la Villa Borghese. La factura sumaria de este pequeño detalle dentro del cuadro daría pie, sin embargo, a suponer que se trata de una escena de combate mitológico con un carácter meramente ornamental y que el significado trascendental de la alegoría debe buscarse más bien en los cánones geométricos y matemáticos que rigen la composición interiormente. La aplicación de estos métodos, desgraciadamente, nos es imposible, sobre todo en esta penumbra…
—Señoras y señores… —dijo Farabeuf una vez que había logrado desposeerse de los guantes de hule. Su bata estaba manchada con excrecencias mortuorias. —Señoras y señores… —dijo bajo aquella bóveda enorme decorada con las figuras de bellísimas mujeres mitológicas pintadas por la mano admirable de Puvis de Chavannes. —Señoras y señores… —dijo mientras iba envolviendo cada uno de sus complicados y afiladísimos instrumentos en los pequeños lienzos de lino, preparados especialmente para este fin por la laboriosidad de su concubina, la llamada Mme. Farabeuf, con las sábanas viejas sobre las que Farabeuf, que entonces era un personaje oscuro, frecuentador de ciertos círculos reaccionarios, había practicado en el cuerpo de la dicha Mélanie la intervención quirúrgica llamada acto carnal o coito. —Señoras y señores… —dijo Farabeuf antes de disponerse a guardar cuidadosamente los atadillos de lienzo de lino que contenían, cada uno, uno de sus curiosos y complicados instrumentos, en el maletín de cuero negro que le había sido obsequiado el día en que obtuvo, con muchas menciones laudatorias, el diploma. —Señoras y señores… —dijo cerrando al fin el maletín.
—Hubieras querido regalárteme muerta, ¿no es así?
—Sí, hubiera querido regalárteme muerta. Con ello hubiera podido conocer la respuesta a aquella pregunta. Desde el fondo de aquel pasillo ella, sin embargo, parecía estar velando la quietud de un cadáver. Su interrogación era como un rito mortuorio. La lentitud con que se deslizaba la pequeña tabla sobre la ouija contribuía, sin duda, a crear esta impresión. Era un cadáver admirable en su quietud. Su inmovilidad era más que la inmovilidad de un cadáver. Era más bien como la fotografía de un cadáver, una fotografía como la que me mostraste…
—Recuerdo la hora exacta en que te mostré la fotografía porque a partir de aquel momento tu mirada ha cambiado y ella o tú se ha vuelto un rostro impreciso, inidentificable, esperando para siempre, fijo en esa tabla mágica ante la cual está o estás sentada, la respuesta a una pregunta que ha sido olvidada.
—Señoras y señores… —dijo—, hemos obtenido una respuesta…
—… hemos recordado la respuesta a una pregunta que hemos olvidado —dijo al llegar, apoyando su cuerpo en el marco de la puerta y dejando caer el maletín de cuero negro a sus pies.
Apoyaste la cabeza en el marco de aquella puerta pintada de blanco. Esto es un dato preciso, mas hubiera hecho falta escuchar ahora los mismos sonidos: el tumbo de las olas o la música que venía del gramófono, para poder precisar con exactitud la expresión de tu rostro, entregado ya a la muerte y en posesión de esa respuesta que nos hubiera salvado.
—Deberá usted hacer, entre otras muchas, las siguientes preguntas:
1) Si es que somos tan sólo la imagen en un espejo, ¿cuál es la naturaleza exacta de los seres cuyo reflejo somos?
2) Si es que somos la imagen en un espejo, ¿podemos cobrar vida matándonos?
3) ¿Es posible que podamos procrear nuevos seres autónomos, independientes de los seres cuyo reflejo somos, si es que somos la imagen en un espejo, mediante la operación quirúrgica llamada acto carnal o coito?
Alguien ha señalado la posibilidad de que seamos una realidad inquietante: la de que seamos nada más que las imágenes de una película cinematográfica. En tal caso, para recordarlo con precisión, haría falta la misma música, los mismos ruidos. Estas imágenes casi siempre van acompañadas de música cuando los personajes no hablan, cuando sólo es dado contemplar sus rostros insistentemente en esa oscuridad aparentemente silenciosa, pero que, sin embargo, está llena de rumores y del sonido que hacen los cuerpos en la quietud. Hubiera sido preciso escuchar exactamente la misma música, exactamente la misma…
Has estado tratando de imaginar aquel otro instante que precedió a tu llegada. ¿Pretendes acaso hacer caber un instante dentro de otro? Has formulado algunas conjeturas tales como la que se refiere al hecho de que, en cuanto la mujer oyó pasos en la escalera, se detuvo de espaldas ante la puerta, de tal manera que llegado el momento en que Farabeuf o el hombre entrara en el salón, éste no pudiera ver su rostro y sufriera con ello una confusión momentánea respecto a la identidad de ella. Pero para reconstruir la música que se escuchaba en aquel momento viniendo del tocadiscos que se encuentra situado entre las dos ventanas es necesario ahora formular otra hipótesis. Puede pensarse entonces que, con anterioridad a la llegada del visitante, la mujer había colocado un disco en el aparato. Resta entonces saber cuál era este disco, pues para reconstruir con toda exactitud ese momento es necesario escuchar, aunque sea en la memoria, exactamente la misma música. ¿Tratábase acaso de esa composición musical, para violín y piano, en que el compositor ha intentado describir de una manera bastante gráfica, insistente y pormenorizada, los diferentes aspectos mecánicos, la respiración jadeante, el desmayo patético que siempre acompaña el desarrollo de esa intervención quirúrgica que el hombre realiza en el cuerpo de la mujer y que llaman el acto carnal o coito? ¿Con qué fin se escuchaba esta música entonces?
Habéis hecho una pregunta: “¿Es que somos acaso una mentira?”, decís. Esta posibilidad os turba, pero es preciso que os avengáis a pertenecer a cualquiera de las partes de un esquema irrealizado. Podríais ser, por ejemplo, los personajes de un relato literario del género fantástico que de pronto han cobrado vida autónoma. Podríamos, por otra parte, ser la conjunción de sueños que están siendo soñados por seres diversos en diferentes lugares del mundo. Somos el sueño de otro. ¿Por qué no? O una mentira. O somos la concreción, en términos humanos, de una partida de ajedrez cerrada en tablas. Somos una película cinematográfica, una película cinematográfica que dura apenas un instante. O la imagen de otros, que no somos nosotros, en un espejo. Somos el pensamiento de un demente. Alguno de nosotros es real y los demás somos su alucinación. Esto también es posible. Somos una errata que ha pasado inadvertida y que hace confuso un texto por lo demás muy claro; el trastocamiento de las líneas de un texto que nos hace cobrar vida de esta manera prodigiosa; o un texto que por estar reflejado en un espejo cobra un sentido totalmente diferente del que en realidad tiene. Somos una premonición; la imagen que se forma en la mente de alguien mucho antes de que los acontecimientos mediante los cuales nosotros participamos en su vida tengan lugar; un hecho fortuito que aún no se realiza, que apenas se está gestando en los resquicios del tiempo; un hecho futuro que aún no acontece. Somos un signo incomprensible trazado sobre un vidrio empañado en una tarde de lluvia. Somos el recuerdo, casi perdido, de un hecho remoto. Somos seres y cosas invocados mediante una fórmula de nigromancia. Somos algo que ha sido olvidado. Somos una acumulación de palabras; un hecho consignado mediante una escritura ilegible; un testimonio que nadie escucha. Somos parte de un espectáculo de magia recreativa. Una cuenta errada. Somos la imagen fugaz e involuntaria que cruza la mente de los amantes cuando se encuentran, en el instante en que se gozan, en el momento en que mueren. Somos un pensamiento secreto…
¿O es que somos acaso esa carta encontrada por casualidad entre las páginas de un viejo libro de medicina?
Sin embargo, al dirigirte hacia aquella ventana pasaste frente a la mesilla de mármol y la punta de tu pie topó contra la base de hierro de aquel mueble en el que él había depositado una bandeja con algodones ensangrentados, produciendo un ruido, metálico y pétreo a la vez, que se coló en la casa como un fantasma presuroso, llegando hasta el confín de aquel pasillo en el que ella, sentada frente a una mesa, junto a la puerta pintada de blanco, velaba el sueño de aquel que tal vez yacía exangüe sobre la cama, esperando esa noche definitiva de la anestesia que Farabeuf le aplicaría con aquella jeringuilla que nos había mostrado orgullosamente, ¿recuerdas?
Yo no recuerdo más que el rostro de un asesino… Y cuando de pronto nos quedamos quietos somos como cadáveres reflejados en un espejo, porque los espejos duplican la quietud de la quietud.
A pesar de lo que podáis pensar en contra, existe, con una realidad tangible y abrumadora, la siguiente versión de vuestro emploi du temps aquel día:
El día 29 de enero de 1901 habéis dado un paseo por los alrededores del Templo de los Antepasados situado cerca de la puerta Wu Men de la Ciudad Prohibida, después os dirigisteis hacia los Jardines Imperiales y os detuvisteis cerca del Nan Jai desde donde estuvisteis observando las evoluciones de un regimiento de fusileros galeses que escalaba el muro de la Ciudad Prohibida. Más tarde os dirigisteis hacia el Pabellón de los Cinco Dragones, situado al norte de los Jardines Imperiales; allí encontrasteis tirado en el suelo un ejemplar del North China Daily News en el que habéis podido leer, en la página de las notificaciones diversas, un decreto del Emperador que ahora es parcialmente ilegible por estar manchada la página con la humedad y el moho de los años que han transcurrido desde entonces:
Los Príncipes Mongoles exigen que el …. lí, culpable de homicidio en la persona del Príncipe Ao Han Wan, sea … vivo, pero el Emperador considerando …………… condena, en su ….. misericordia, a Fú …… muerte … lenta … por el procedimiento del … T’ché. ¡Cúmplase!
El redactor de la nota agregaba que la ejecución de esta sentencia tendría lugar esa misma tarde, en público, en la plazoleta situada frente al ha’ang de la sucursal Pekín de la firma Jardine Matheson and Co., en el barrio chino de la ciudad. En un tono festivo se invitaba a los residentes europeos a presenciar este suplicio que databa de la ascensión de la dinastía manchú al trono del Celeste Imperio en el siglo dieciocho y que ya no se aplicaba con frecuencia.
Ella, sentada en ese umbral, mira fijamente a Farabeuf mientras éste explica verbalmente el primer tiempo de la operación para efectuar la amputación del brazo en el hombro según el método de Larrey. La otra, la Enfermera como la llaman ellos, ha corrido hacia la ventana —¿quién lo hubiera dicho?— con su cabellera rubia flotando, incendiada por los últimos rayos del crepúsculo que se filtran a través de los desvaídos cortinajes de terciopelo, incendiada en sus oros ante el espejo enorme que no la refleja —¿por qué?—. Sí, ante ese cuadro que representa una alegoría equívoca en la que ella, en cierto modo, está representada. Ha corrido hacia la ventana por ver si aún podía desentrañar el misterio de aquel signo escrito torpemente con la punta del dedo sobre el vaho de los cristales de la ventana y al pasar frente a la mesilla en la que un antiguo inquilino dejó olvidado un pequeño libro, ilustrado con grabados cruentos, su pie roza inadvertidamente la base de hierro de esta mesilla formada por herrajes que representan garras de grifos o de tigres mitológicos que sostienen entre las afiladas zarpas unas esferas. El ruido metálico que produce este accidente mínimo se proyecta y se prolonga hasta el fondo del pasillo. La otra, vestida con un demodado uniforme de enfermera, se distrae de su juego. Abandona durante algunos instantes al olvido esa pregunta que ha estado haciendo ante los símbolos de la tabla mágica, ante las páginas de un libro difícil de entender. No llega sin embargo hasta el gastado alféizar de la ventana. Mira, sin discernir su forma con precisión, los líquenes que corroen la piedra. Invoca el recuerdo de unas palomas que otrora se posaron en ese reborde manchado de salitre. Cierra los ojos y siente un estremecimiento; contrae los dedos apuñando la mano. Siente que va a desvanecerse ante el terror de la imagen que cruza por sus ojos cerrados: un rostro de hombre joven cuyos ojos están siendo devorados por unas babosas que van dejando la huella de su baba sobre ese rostro tumefacto, extático. Reconoce en ese momento, en la reiteración del gramófono, el arrullo de unas palomas y quisiera gritar, pero se sobrepone. Abre los ojos y vislumbra la forma de un hombre vestido de negro detrás de los cristales, aspira en la memoria la fragancia del boj bajo la lluvia. Lo presiente en el recuerdo que sólo es confuso en ella. ¡Si tan sólo pudiera arrancar una ramita y frotarla entre las yemas de sus dedos para exacerbar el olor de esa yerba! Pero no; hay algo que la retiene. Busca en el último fondo de sí misma. Teme manchar el blanquísimo delantal con el contacto de aquellas piedras. Se olvida entonces de sí. “¿Quiénes somos?”, pregunta sin decir las palabras mientras que otra voz, rota, estriada por la ausencia, repite al infinito siempre la misma frase; una frase sin sentido y sin sabiduría: “À l’hôtel du numéro trois… à l’hôtel du numéro trois… à l’hôtel du numéro trois…” sin que nadie acierte a detener esa profusión de palabras que ya nada dicen. Recuerda de pronto y se detiene bruscamente. Cree recordar algo de todo lo que había olvidado; una mínima parte de todo lo que había olvidado e instantes después de que se ha congelado esa carrera emprendida al azar, se vuelve hacia mí como si estuviera diciendo: —Mira, un carácter chino —y señala hacia la ventana en la que la mirada de Farabeuf se ha quedado grabada como un garabato siniestro. Al volverse ella es la otra. Sonríe y dice:
—He recordado el clatro…