Para poder resolver el complicado rebus que plantea el caso, es preciso, ante todo, ordenar los hechos cronológicamente, desposeerlos de su significado emotivo, hacer, inclusive, antes de ese ordenamiento en el tiempo, un inventario pormenorizado de ellos, independientemente del orden en el que tuvieron lugar en el tiempo. Olvidemos por ahora nuestras propias indefinidas personas. Tenemos una vaga constancia de la existencia de un número indeterminado de hombres y de un número impreciso de mujeres. Uno de los primeros y otra de las segundas han realizado o sugerido la realización del acto llamado carnal o coito en un recinto que bien puede estar situado en la casa que otrora sirviera para las representaciones del Teatro Instantáneo del Dr. Farabeuf o bien en una casa situada en las proximidades de una playa, sobre una cama cerca de cuya cabecera, sobre una mesilla de noche en la que asimismo se encontraban unos frascos conteniendo desinfectantes o drogas analgésicas, o bien sobre una pequeña consola de hierro con la cubierta de mármol en la que igualmente se encontraban depositados algunos instrumentos quirúrgicos, algunos algodones manchados con excrecencias cruentas, uno de los dos, muy probablemente el hombre, había dejado olvidada, cuando menos por lo que se refiere a su propia memoria y durante el tiempo que pudo haber durado el acto anteriormente nombrado —canónicamente un minuto nueve segundos de acuerdo con el precepto ab intromissio membri viri ad emissio seminis inter vaginam, un minuto ocho segundos para los movimientos propiciatorios y preparatorios; un segundo para la emissio propiamente dicha—, pero no por la mujer durante esa misma duración, canónicamente casi instantánea de un segundo según el precepto “… quo ad feminam, emissio seminis inter vaginam coitum est”, una fotografía que representa la ejecución capital de un magnicida mediante el suplicio llamado Leng Tch’e o de los Cien Pedazos. Las circunstancias que conducen lógicamente a hacer esta composición de lugar pueden resumirse más o menos de la siguiente manera: un hombre y una mujer han salido a dar un paseo por la playa al atardecer. De esto existen pruebas de relación verbal ya que ambos han mencionado en repetidas ocasiones, y cada uno por su parte, ciertos hechos coincidentes como, por ejemplo, el encuentro que tuvieron durante este paseo con una dama de edad, vestida de negro, que caminaba por la playa seguida por un perro de la raza llamada French poodle o caniche, así como el espectáculo, por muchos conceptos significativo, de un niño rubio que construía, durante el trayecto de ida del hombre y la mujer, un castillo de arena que ya habría sido arrasado por la marea durante su trayecto de regreso. Esto se deduce del hecho de que ambos coinciden en la afirmación de que de regreso a la casa en la que algunos minutos más tarde había de realizarse el acto infamante anteriormente mencionado, aquel niño rubio ya no se encontraba en la playa y la construcción que había erigido había desaparecido casi por completo, no quedando de ella sino unos montículos informes que seguramente, para el momento en que se produjera el fenómeno consignado en los cánones mediante la fórmula “… emissio inter vagina”, habrían desaparecido por completo disueltos en la marejada. Ellos mismos han declarado que durante el trayecto de retorno pudieron percatarse —aunque sólo fuera por la contingencia circunstancial de un hecho en el que se combina un fenómeno de traslación rápida de un cuerpo en el espacio con la recolección de un ejemplar biológico, un zoofito oceánico, seguramente del grupo de los equinodermos, seguramente del orden de los astérides, probablemente una Asteria rubens o quizá una Asteria aurantiaca— de que “… la marea, al subir, había derribado el castillo de arena y sólo quedaban vestigios informes de esta construcción, apenas discernibles…”, pero lo suficientemente concretos como para deducir de su apariencia, en el caso de que la construcción terminada no hubiera sido vista durante el trayecto de ida hacia los farallones, la existencia anterior de una escultura de arena que representó un krak o fortificación medieval como las que en ruinas abundan en el norte de África y en las costas e islas del Mediterráneo oriental y que la imaginación caprichosa de un niño había intuido, ya que es altamente improbable suponer que hubiera realizado este juego escultórico con conocimiento de causa o pretendiendo realizar una reconstrucción fidedigna a partir de alguna teoría erudita sobre la arquitectura de este tipo de edificaciones. Prosiguiendo su promenade, el hombre y la mujer se dirigieron, después de haber pasado de largo ante el niño que estaba aún dando los toques finales al castillo de arena, hacia un farallón en la cúspide, cima o promontorio en el cual se sentaron durante algunos minutos para contemplar el mar. Durante este corto descanso el hombre tomó una fotografía de la mujer en el momento en que ella hacía una pregunta o hacía notar un hecho inusitado cuya verdadera naturaleza, si bien sabemos que es intrascendente, ignoramos. Después de esto iniciaron el retorno a la casa, trayecto durante el cual pudieron percatarse de la elevación creciente de la marea así como de la destrucción paulatina del castillo de arena, a pocos pasos de cuyas ruinas informes la mujer recogió una estrella de mar, la existencia de la cual, por demás evidente, subrayó haciendo mención del hecho de que dicha estrella era visible a la vez que tangible, dirigiéndose al hombre antes de lanzarla, indiferentemente pero no sin haber experimentado entre sus dedos una sensación inquietante y vagamente repugnante, a las olas. Llegado ese momento se suscita un hecho curioso y, hasta cierto punto, inexplicable: la mujer echa a correr a lo largo de la playa. El hombre no pretende, de inmediato, seguirla, pero ella, una vez que se ha alejado de él, se detiene bruscamente volviéndose hacia el hombre que ha quedado atrás, que la mira fijamente y que, cuando el rostro de la mujer, que se ha vuelto bruscamente hacia él y encuentra el rostro del hombre, éste, por un momento, no la reconoce porque piensa que se trata de otra mujer.
Este hecho, entre todos los que pueden haber ocurrido, nos sigue pareciendo inexplicable, si bien no debemos dudar de que haya ocurrido. Como quiera que sea, en nuestro afán por elucidar este misterio sólo hay un indicio que nos puede ayudar: la fotografía hecha por el hombre en la cima del farallón, ya que ella permitiría saber quién era la mujer del trayecto de ida, aunque no nos permitiría saber quién era la mujer del trayecto de regreso que sería, qué duda cabe, la mujer que excitada sexualmente por la fotografía del Leng Tch’é se entregó al hombre mediante el acto llamado carnal o coito, inducido, como es de suponerse, por la insistente presentación a la mirada de ella de una copia fotográfica que reproducía, a mayor tamaño del de la placa de nitrato de plata original, y con gran precisión de detalle, un antiguo cliché sobre vidrio, impresionado en una fecha que conocemos con toda exactitud ya que sabemos, por una circunstancia fortuita —pero no; debida tal vez a esa lluvia insistente que ha estado cayendo— que el suplicio llamado Leng Tch’é figurado en esa fotografía, empleada como imagen afrodisiaca por el hombre en la mujer, fue realizado, según un viejo ejemplar del North China Daily News, encontrado en un desván de la casa y empleado para proteger el parquet en esta tarde lluviosa, el 29 de enero de 1901, época en que las potencias europeas habían ocupado militarmente ciertas ciudades de la costa nororiental de China para garantizar la seguridad de sus nacionales después de la cruenta rebelión de los miembros de la sociedad I jo t’uan mejor conocidos como los Boxers…
—No se puede negar que tiene usted el don de la recapitulación de los hechos. La claridad de su pensamiento es asombrosa. Los hechos, según la relación que de ellos ha hecho usted, encajan perfectamente unos dentro de otros, como las partes de una máquina, como el puñal en la herida digamos o como las esferas que componen el clatro, ¿no es así? Su pensamiento es lúcido. Yo me atrevería a llamarle después de esta descripción tan cristalinamente pormenorizada, “El Geómetra”, ¿le parece a usted bien? Sin embargo ha hecho usted abstracción de un dato que no carece por entero de cierta importancia; imagino que lo habrá usted hecho ex profeso, para simplificar el curso de su admirable lógica y apresar con mayor claridad y prontitud sus espléndidas conclusiones. Se trata de un hecho que por ningún concepto debe ser dejado de lado al hacer cualquier apreciación acerca de la existencia, propia o ajena, ya que de él deriva un sinnúmero de posibilidades capaces de trastrocar radicalmente el sentido de nuestro pensamiento; me refiero al hecho posible, aunque desgraciadamente improbable, de que nosotros no seamos propiamente nosotros o que seamos cualquier otro género de figuración o solipsismo —¿es así como hay que llamar a estas conjeturas acerca de la propiedad de nuestro ser?— como que, por ejemplo, seamos la imagen en un espejo, o que seamos los personajes de una novela o de un relato, o, ¿por qué no?, que estemos muertos. Usted ha hecho abstracción de esta posibilidad, ¿no es cierto? Es preciso que me diga usted si es que me he equivocado o bien si es posible desentenderse de esta posibilidad enojosa y llegar a las mismas conclusiones demostrables a las que usted, sin duda, con la lucidez que le caracteriza, llegará aun a pesar de la posibilidad de que usted mismo, cuando ignora la posibilidad de ser un “solipsismo”, un nombre mencionado en una carta encontrada entre las páginas de un libro viejo, no sea sino eso: un solipsismo más, la creación de un novelista fantasioso e inhábil, “ … un nombre escrito sobre el agua”. ¿Acaso me equivoco?
Es un hecho, por ejemplo, que alguien —la mujer— ha planteado una interrogación turbadora respecto al hecho de que durante un incidente que por muchas razones guarda similitud mecánica con el incidente de la playa, el hombre miraba fijamente algo que estaba reflejado en un espejo.
¿Por qué cuando tomaste mi mano en la tuya tus ojos estaban fijos en el reflejo de aquel cuadro? Hubieras querido conocer el significado de aquellas mujeres emblemáticas que reclinadas en los bordes marmóreos de un sepulcro clásico ofrecían, una, cubierta con espléndidos ropajes —del lado derecho del cuadro—, una mirada enigmática, llena de lujuria etérea; la otra, desnuda, cubierto el pubis con un lienzo blanco, que en un ademán sagrado, con el brazo levantado parece ofrecer a la altura una pequeña ánfora. Las letras que forman el nombre del autor y el título ambiguo de aquella pintura bellísima e incomprensible se reflejaban invertidos en el espejo… ¿por qué tus ojos en los que ardía la fiebre provocada por esa sensación que mi mano había producido en la tuya se posaban inmóviles sobre esa escena representada allí y cuyo significado ignoramos?
¿Ve usted? La existencia de un espejo enorme, con marco dorado, suscita un equívoco esencial en nuestra relación de los hechos.
Atengámonos pues al análisis mecánico de las direcciones en que todos los movimientos, todos los gestos que fueron efectuados o figurados durante aquel instante, fueron realizados. Volvamos nuevamente sobre nuestros pasos, confrontemos la declaración de los protagonistas con nuestra propia experiencia visual de sus actos si es que podemos visualizarlos en nuestra imaginación. Según la declaración de la Enfermera, la mujer, al dirigirse hacia la ventana, siguió una trayectoria que iba de izquierda a derecha. Dicha trayectoria la Enfermera no la percibió sino reflejada en el espejo desde el pasillo en el que se encontraba sentada ante una mesa, consultando la ouija o tratando de formar un hexagrama mediante el estudio de la disposición de las monedas al caer. En tal caso, ¿a qué se debe que en su descripción de la copia del cuadro —se trata en realidad de una famosa tela del Renacimiento veneciano— la otra mujer (o tal vez la Enfermera misma) la haya descrito de tal manera que el emplazamiento de los dos personajes principales de la pintura —que representan simbólicamente “el amor sagrado” y “el amor profano”— se encuentra trastrocado. El personaje que en realidad está a la derecha ha sido visto por ella colocado del lado izquierdo de la tela y vice versa en lo que toca al personaje que en realidad aparece del lado izquierdo de la pintura. Esto quiere decir que de acuerdo con las leyes de la óptica clásica, la Enfermera no pudo haber presenciado ese hecho substancial en el que los otros, el hombre y la mujer que figuran en su mente la llamada “imagen de los amantes”, o sea la imagen que en su recuerdo representa el instante en el que la mano derecha de ella entra en contacto con una de las manos del hombre que junto a la pared, a un lado del cuadro cuya imagen reflejada en el espejo contemplaba, ese instante en que las manos entraban en contacto no pudo ser reflejado por el espejo ya que éste sólo podía reflejar el otro lado de la mujer, o sea su lado izquierdo que era el que daba hacia la superficie del espejo. En el caso de esta “imagen de los amantes” o bien se trata de una mentira o bien de una hipótesis de la Enfermera, o bien se trata de un hecho fundado en la experiencia de los sentidos, lo que equivaldría a proponer una identidad definitivamente inquietante: o sea que la Enfermera, sentada en el fondo del pasillo, ante una mesa, consultando la ouija o el I Ching, y la mujer que cruza velozmente la estancia frente al hombre que contempla el reflejo de una pintura de Tiziano en el espejo, y que al pasar junto a la mesilla en la que algunos minutos después, o quizá muchos años antes, eran depositados algunos instrumentos quirúrgicos, golpearía la base de hierro de esta mesilla con la punta del pie produciendo un ruido metálico, son la misma persona que realiza dos acciones totalmente distintas: una de orden pasivo: contemplar el reflejo de sí misma en un espejo, y otra de orden activo: cruzar velozmente la estancia en dirección de la ventana, simultáneamente…
—Nos aburre usted con sus descripciones pormenorizadas de la situación en la que nos encontramos. La situación es un hecho, no una idea que puede ser llevada y traída. Olvida usted sus orígenes, maestro. Hubo un tiempo en que usted y sus compañeros compusieron una canción obscena. Era usted un estudiante de medicina pobre, venido de la provincia. No debe usted olvidar eso. No pretenda ahora desvirtuar la imagen que nos hemos hecho de su juventud mediante todos esos discursos tediosos acerca de la óptica clásica. Aténgase usted a su maravillosa habilidad práctica, reconocida en todo el mundo. Debe usted atenerse al don de exposición preciso y sintético en la descripción de sus carnicerías que ha hecho de su Précis de Manuel Opératoire el texto clásico en su género, estudiado acuciosamente en todas las facultades del mundo. ¿Qué importa, después de todo, la identidad de esa mujer que cruzó el salón para dirigirse hacia la ventana? Sabemos, ante todo, que se trata de una mujer amada por un hombre, ¿no basta este dato intangible para definir con mayor precisión su identidad que si conociéramos su nombre?
(Pero —pensó la mujer en el momento de detenerse bruscamente y en el momento de discernir una silueta borrosa que apenas lograba definirse claramente en los vidrios empañados—, ¿quién es ese hombre que se ha detenido frente a la casa bajo la lluvia y que clava la vista en estas ventanas? Su mirada es tan presente en la penumbra…)
En aquel momento empezó a caer la noche. Esta impresión había cobrado evidencia con la mirada de aquel hombre (“…de aquel desconocido”) inmóvil, con la vista fija en la ventana y que, tal vez, evocaba un recuerdo lejano al cual ahora nosotros estábamos íntimamente ligados. Su presencia es como la inminencia de la llegada de la noche. Algo en su mirada que parecía sondear el recuerdo nos iba quitando la luz para darnos, en vez de ella, la sombra. ¿Quién es ese hombre que lleva la noche consigo dondequiera que va? Su presencia es como la premonición súbita de las sílabas de un nombre que hemos olvidado, unas sílabas rápidas pero informes.
No es del todo infundado suponer que ese hombre haya sido usted, maestro Farabeuf, pues existe constancia de que al llegar al Carrefour se entretuvo usted en el café La Pergola donde pidió una copa de calvados que apuró nerviosamente. Luego salió usted y dio vuelta a la derecha para seguir por la rue de l’Odéon. ¿Se detuvo usted acaso frente al número 3 de esa calle?
Permítanos ayudarle, querido maestro. Es necesario que recobre usted la imagen de su juventud. Es así como podremos apresar los datos más certeros. No olvide usted que en “sus tiempos” la lluvia empañaba los cristales igual que en nuestros días. La vida, ese proceso que se suspende y que a la vez se sintetiza en la apariencia de esa carroña que usted, querido maestro, está acostumbrado a manipular y a tasajear yerta, verdosa, inmóvil y exangüe, sobre todo cuando se trata de los cadáveres de hombres y mujeres que han sido muertos violentamente, caro data vermibus en fin, ¿es acaso diferente ahora de lo que era entonces? Usted está en contacto con esa esencia inmutable hasta cierto punto que es el cuerpo —maloliente o perfumado, terso o escrofuloso—, pero siempre el mismo en realidad; los órganos, para los efectos del interés que en usted provocan, son iguales ahora que entonces y la lluvia que empaña los cristales o que empapa los hombros de su abrigo es ¿o no? la misma lluvia que caía en Pekín aquel día en que usted, acompañado de su amante (sí, doctor Farabeuf, de su amante), con grandes trabajos, tratando de que su aparato fotográfico no se mojara, profiriendo las mismas imprecaciones e interjecciones que profieren en nuestros días, aun en los lugares públicos, los obreros y la gente de la clase inferior adicta a los partidos radicales, se abrió paso a codazos y empellones entre una muchedumbre estupefacta hasta conseguir profanar y perpetuar esa imagen única en la historia de la iconografía erótico-terrorística; usted que se deleita disminuyendo, mediante sus afiladas cuchillas, la extensión del cuerpo humano, usted querido maestro, que en una noche de delirio concertó un convenio singular con una puta vieja a quien los estudiantes de medicina llamaban Mademoiselle Bistouri o bien “La Enfermera” por su marcada proclividad, como el personaje de Baudelaire, a acostarse indiscriminadamente con preparadores de anfiteatro y manipuladores de cadáveres.
No puedes decir que se trataba de una “investigación” simplemente. Algo había en todo ello que te ha turbado desde aquel día —aquel 29 de enero—, ¿recuerdas?
¿Piensas acaso que aquellos hombres que se afanaban silenciosos en torno a él estaban realizando una “investigación” semejante a las que se realizan en la carroña de los asesinos guillotinados y de los asesinados en la noche, en el Gran Anfiteatro?
Durante todos estos años yo he tenido la paciencia de hacer un acopio exhaustivo de todos los detalles que contribuyeron a realizar ese acto que consiste en suspender el curso de una acción extrema, y sin embargo no acierto a comprender cómo pudiste tener la presencia de ánimo para organizarlo todo con tanta perfección. Es preciso que me ayudes a comprender cómo pasaron las cosas. Muchas veces pienso que no he pasado nada por alto, absolutamente nada, pero hay resquicios en esta trama en los que se esconde esa esencia que todo lo vuelve así: indefinido e incomprensible.
—¿Ve usted? Esa mujer no puede estar del todo equivocada. Su inquietud, maestro, proviene del hecho de que aquellos hombres realizaban un acto semejante a los que usted realiza en los sótanos de la Escuela cuando sus alumnos se han marchado y usted se queda a solas con todos los cadáveres de hombres y mujeres. Sólo que ellos aplicaban el filo a la carne sin método. En ellos descubrió usted una pasión más intensa que la de la simple investigación, y es por eso que valido de su uniforme azul y sus polainas blancas, abriéndose paso a codazos y a empellones se colocó usted frente al “hecho” para crear en medio de él un espacio de horror después de haber colocado pacientemente su enorme aparato fotográfico, perfectamente emplazado mediante niveles y plomadas. Hubo algo, no obstante, que en el primer encuadre le desagradó cuando se asomó por primera vez al vidrio despulido con la cabeza cubierta por una franela negra: el letrero en inglés de una casa comercial que aparecía en el fondo de la composición. Pero al cabo de una breve reflexión llegó usted a la conclusión de que en realidad ese letrero no importaba, pues era posible recortar posteriormente el cliché a la medida de sus deseos, ¿no es así? No trate usted de confundirnos. Se puede decir que nosotros estamos en posesión de todos sus secretos y entre ellos uno es de suma importancia para usted. Suponemos que ya sabe de lo que se trata, ¿o no?
—Según el reporte meteorológico del North China Daily News, que por una circunstancia aparentemente fortuita hemos podido consultar, llovía; era un día nublado y lluvioso típico del norte de China en invierno. De acuerdo con la situación geográfica y la época del año, el British Photographer’s Yearbook para el año 1900, segundo año de su publicación, recomienda, en el caso de emplearse la emulsión más sensible que existía en aquel entonces —marca Blitz, fabricada en Alemania—, una exposición mínima, dadas las condiciones fotométricas hipotéticas ideales, de un segundo. Esto, además de ser un lapso significativo quiere decir que usted, querido maestro, en ese lapso de tiempo diminuto, congeló el “suplicio” para traer consigo, como lo hacían los demás soldados de la Fuerza Expedicionaria con los paipai, los “clatros” —esas esferas talladas unas dentro de otras—, los chales de seda natural, las figuritas de jade, los abanicos de rajas de bambú, un souvenir: una fotografía que tiempo después descuidadamente dejó usted olvidada junto con algunas preparaciones anatómicas conservadas en formol, unos libros y algunos instrumentos enmohecidos, en los desvanes de una casa, con la intención —sí, con la intención cabal, de que algún día fueran encontrados. No pretenda engañarnos respecto a su verdadera identidad mediante esos trebejos inútiles o haciéndose pasar por empresario de un curioso espectáculo ambulante. Haga memoria; trate de recordar. ¿Está usted seguro del contenido de ese baúl olvidado? ¿No concibe usted la posibilidad de haber dejado en aquella casa algo más cuya existencia bastaría para trastocar todas las conjeturas acerca de quién es usted? ¿Unos borradores, o las cartas mismas quizá, dirigidas a una persona a quien usted, señor abate, daba el tratamiento de Eminencia Reverendísima y que luego le fueron devueltas para no comprometerlo con los radicales, eh?
Aquella tarde, por ejemplo, Farabeuf llegó frente a la casa. Su mirada recorrió en un instante la fachada. Al levantar la vista para ver nuevamente la placa de fierro esmaltada con el número tres, una gota de lluvia cayó en uno de los cristales de sus anteojos y la visión de aquel cuerpo inmóvil detrás de los cristales de la ventana se turbó desvaneciéndose lentamente. Cruzó la calle en dirección de la verja. El maletín comenzaba a pesarle demasiado. Al trasponer la puerta cerró el paraguas y comenzó la lenta ascensión de aquella escalera empinada, haciendo resonar sus pasos sobre los escalones desvencijados en los que las suelas de sus botines ortopédicos iban dejando una huella de humedad hasta que llegó jadeante al primer descanso. Allí se detuvo, apoyado en el barandal, después de depositar el maletín en el suelo, a recobrar el aliento. Su respiración se oía como un gemido entrecortado, apenas perceptible, pero presente y real, a lo largo de los corredores, a lo alto de aquel cubo oscuro en el que apenas se distinguían los objetos, los accidentes de esa decoración derruida, precaria, jadeante en un esfuerzo por persistir como la respiración de Farabeuf. “¡Cómo cambian las cosas!”, pensó antes de volver a empuñar el maletín. Al hacerlo, los instrumentos cuidadosamente envueltos en los lienzos de lino produjeron un tintineo apagado. Sólo Farabeuf se percató de ello y, sin embargo, no hubiera podido jurar que ese ruido remotamente metálico había sido producido por él mismo en el interior de aquel viejo maletín de cuero negro o —¿acaso no hubiera sido posible?— si había sido producido en el interior de alguno de los salones de aquella casa. Era indudable que se trataba de un ruido, sí, remotamente metálico, producido tal vez accidentalmente por el roce de algo impreciso y humano contra algo definido e inanimado, por la caída de unas monedas sobre una mesa, por el deslizamiento de una tablilla. Farabeuf conjeturaba acerca de estas posibilidades mientras ascendía ya, apoyándose pesadamente en el barandal de bronce, el segundo tramo de aquella escalera tortuosa, empinada, oscura…
Estoy seguro de que tú lo recuerdas. Estoy seguro de que tú eres capaz de evocar con todos sus detalles esos minutos.
Sí, recuerdo. La lluvia había cesado, pero cuando oímos sus pasos desde la escalera, comenzó a llover nuevamente y todos nos quedamos quietos, fijos en mitad de un gesto inconcluso como si la voluntad de un taumaturgo nos hubiera esculpido en esa quietud en la que sólo lo que nos era verdaderamente ajeno proseguía dentro del curso de la vida. Una mosca volaba zumbando cerca de la ventana. La tablilla de la ouija se hubiera movido, animada por una fuerza imponderable, señalando erráticamente las letras negras, o las monedas hubieran caído en una de las cuatro disposiciones posibles: tres yang, dos yang y un yin, tres yin o dos yin y un yang al tiempo que el fonógrafo adosado al muro, entre las dos ventanas, repetía para siempre un mismo grito cuyo significado ponía en evidencia, aunque de una manera indirecta, la esencia trinitaria de algo que iba a acontecer: el encuentro con Farabeuf, expresado en la raíz matemática, fundada en los trigramas combinados, del procedimiento adivinatorio.
Farabeuf, mientras tanto, mientras ascendía fatigosamente aquellos peldaños y después de haber formulado una reflexión por demás vulgar acerca de los efectos que produce el transcurso del tiempo sobre los objetos inanimados, concluyó una meditación acerca de la persistencia del recuerdo, iniciada con anterioridad a la meditación acerca de los efectos del transcurso del tiempo. “En efecto, existe algo más tenaz que la memoria —pensó—: el olvido.” Una conclusión sorprendente y contradictoria si se tiene en cuenta que inmediatamente después de formulada, la misma mente que la había formulado se vio asaltada, de improviso, por un recuerdo: el recuerdo de lo que sucedió aquel día.
Explíquese y expláyese, maestro.
Pekín, día lluvioso; época del ta han del trigésimo séptimo año del ciclo sexagenario del niou o del Buey, bicentésimo sexagésimo primero de la instauración de la dinastía Ch’ing o Manchú, vigésimosexto año del reinado del Emperador Kuang-hau, regencia de la Emperatriz Viuda Tzu-hsi…
Ese tipo de detalles ofrece poco interés.
Está bien, trataré de ser sinóptico. Era un día lluvioso. Pekín. 1901. Enero de 1901. Empezaba a caer la tarde. Por aquel entonces sólo había dos cosas que me interesaban: la cirugía de campaña y la fotografía instantánea. Fueron éstos los intereses que me llevaron a China con la Fuerza Expedicionaria. Como es sabido, supongo, ¿no?, sigo conservando el interés por la cirugía; la fotografía ya no me interesa si bien llegué a conseguir placas verdaderamente excelentes. Algunas de ellas, recuerdo, fueron elogiadas por mi maestro y colega el gran Marey, otras fueron publicadas en el suplemento a la edición de Germer Baillère de la obra monumental de Muybridge sobre la locomoción humana.
—No nos interesan sus antecedentes bibliográficos. Queremos saber lo que sucedió en Pekín. ¿Cómo logró usted esas placas? Ya sabe a cuáles nos referimos…
—Aquella expedición era de poco interés desde el punto de vista médico. Es cierto que el acuartelamiento de las tropas presentaba problemas de orden sanitario, sobre todo después de que el sitio del Barrio de las Legaciones había sido levantado y que las tropas tuvieron que ser acantonadas en el Barrio Tártaro. Fueron unos marinos ingleses los que me dieron el dato. Lo habían leído en el periódico inglés. Decidí aprovechar la oportunidad. Lo primero que hice fue documentarme. El doctor Matignon, médico de la Legación, antiguo residente en China, me explicó los orígenes y el procedimiento con todos sus detalles. Debo decir que el procedimiento carece por completo de sutileza. Mucho se ha hablado del refinamiento de los chinos en estos aspectos, al grado de que la expresión “tortura china” se ha convertido en sinónimo de refinamiento cruel, sin embargo yo creo que la cirugía occidental, aun en condiciones de la mayor adversidad —recordemos si no lo que han sido los campos de batalla del setenta o inclusive del catorce-dieciocho— en que, lo digo con toda modestia, bastaba un parpadeo para hacer la amputación de una pierna en la cadera o la amputación del maxilar superior —una de las más grandes proezas de la cirugía de campaña. El Leng Tch’é, por el contrario, es la exhibición tediosa de una inhabilidad manual extrema; sobre todo si se tiene en cuenta que las ligaduras aplicadas previamente al paciente —para llamarlo de alguna manera— para retenerlo atado a la estaca, producen una distensión tal y muchas veces el rompimiento traumático de las facies y tendones que circundan las articulaciones, que cualquier cirujano de provincia de aquí no tendría más que apoyar el filo de la cuchilla —una cuchilla alargada, ligeramente curva y aguda, como la clásica de Larrey para la amputación de la mano, o la mía para la resección de la rótula en un tiempo que fabrica Collin—; decía yo que no es necesario sino aplicar el filo de la cuchilla justo en la articulación para que a la más leve presión ¡paf!… de un lado salte el miembro amputado y del otro quede un muñón de bordes limpios y perfectos. No hay peligro de hemorragia pues las ligaduras hechas de cáñamo chino —canabis sinensis— actúan de la misma manera que el collar hemostático de Lhomme. Con todas estas ventajas los chinos hacen verdaderas carnicerías. Sus suplicios no tienen ni siquiera la nitidez y la perfección de tajo de nuestra guillotina. Esto se debe sobre todo al empleo de sierras como se puede ver en la fotografía. Un buen cirujano, en realidad no las necesita jamás cuando se trata de hacer amputaciones en la coyuntura de las articulaciones. Si el empleo de una sierra es indispensable no hay ninguna mejor que mi propia sierra de cadenilla o la sierra filiforme flexible de Gigli para las pequeñas amputaciones —sobre las falanges, por ejemplo— o mi gran sierra de hoja móvil —una innovación verdaderamente revolucionaria en la historia del instrumental quirúrgico— para las grandes. Uno de los principios fundamentales de la cirugía —como de la fotografía— es la nitidez. Las sierras, a no ser que sean manipuladas a una rapidez extrema y en una sola dirección y no en ambos sentidos, producen desgarraduras, bordes irregulares de los cabos óseos que dificultan la sutura de los labios del muñón y, sobre todo, como siempre lo he dicho, producen lo que es el peor enemigo de un buen cirujano: rebaba de cartílago y serrín óseo. Es preciso tener presente una cosa: con una cuchilla suficientemente afilada se puede cortar cualquier cosa. Con una cuchilla suficientemente bien afilada se puede cortar en dos, inclusive, otra cuchilla. El filo de la cuchilla hace la grandeza del cirujano. Dad a Vesalio o a mi maestro, el gran Larrey, una cuchilla sin filo y os percataréis de que toda su habilidad no sirve para nada…
—Sí, pero es preciso, maestro, que nos describa usted ahora el procedimiento fotográfico…
—El procedimiento fotográfico tampoco presenta mucho interés. Ahora, sobre todo, es posible fotografiar cualquier cosa. Hasta en la oscuridad. En aquel entonces también era posible, aunque con mayor dificultad. Conocéis sin duda el retrato de Baudelaire hecho por Carjat treinta y ocho años antes de la expedición a China. En mi caso todo fue cuestión de paciencia y de disponer las cosas con precisión, de calcular la exposición, de tener en cuenta todos los factores que intervenían en la operación, en el procesamiento de las placas. Sabéis sin duda que la temperatura atmosférica afecta, acrecentándola o disminuyéndola según sea el caso, la sensibilidad de las emulsiones hechas a base de nitrato de plata. El periódico inglés era el único que en aquellos lugares publicaba previsiones meteorológicas. Conseguí hacerme del ejemplar de aquel día así como de ejemplares de los días anteriores para calcular el promedio y así poder determinar la sensibilidad, si no exacta, sí segura de las placas de acuerdo con la temperatura. Tomé todas las disposiciones. Llegué al lugar indicado, coloqué mi aparato —una magnífica Pascal de modelo muy reciente entonces, con un objetivo excelente—, encuadré pacientemente alejando a los curiosos que se mostraban interesados en mi aparato o que inadvertidamente se interponían entre éste y mi sujeto “Chandzai ipién”, gritaba con la cabeza cubierta por el paño de franela negra, “Chandzai ipién…” Los curiosos se hacían a un lado sumisos; después de todo nosotros éramos la fuerza de ocupación en una ciudad franca…
En el segundo descanso de la escalera Farabeuf volvió a depositar su maletín en el suelo y apoyado en el barandal se enjugó la frente perlada de sudor con un enorme pañuelo de seda y luego siguió subiendo jadeante.
Y tú, al detenerte bruscamente antes de llegar al reborde de aquella ventana, te volviste hacia la puerta. Tus ojos estaban inmensamente abiertos y tu boca también entreabierta, suspensa en el acto de hacer una pregunta; una pregunta acerca de la posible identidad de alguien. ¿O se trataba acaso de una frase, acompañada de un gesto de tu mano que señalaba, para llamar la atención hacia él, con el índice, un signo trazado sobre la humedad de los cristales?
La perilla de bronce de la cerradura giró lentamente. “¿Quién?”, parecías estar diciendo cuando volviste apenas la cabeza hacia la puerta sin atreverte cabalmente a mirarla de frente. Farabeuf entró, pero no dijo nada. Su presencia allí se convirtió de pronto en un hecho sobreentendido. Con paso fatigado cruzó la estancia hasta llegar a la mesilla con cubierta de mármol; uno de sus pies, calzado con un botín anticuado, chocó inadvertidamente contra la base de hierro de la mesilla produciendo un ruido que se perdió luego en el fondo de la casa. Del borde de la cubierta de mármol colgó el paraguas que goteando lentamente iba dejando manchas de agua en las páginas de los periódicos viejos extendidos sobre el parquet desde la puerta de entrada hasta el pasillo. Colocó después cuidadosamente el maletín sobre la cubierta de mármol… Sus manos parecían haberse hecho agilísimas en ese momento. Lo mirábamos de soslayo, pero pudimos ver cómo las articulaciones hinchadas de sus dedos artríticos adelgazaban, dándole una apariencia afilada y certera a las puntas entre las cuales iban surgiendo, uno a uno, los instrumentos que sacaba del fondo del maletín, retenidos suavemente, con la delicadeza con la que se manipula una flor rara o un insecto curioso traspasado por un alfiler. Las hirientes cuchillas, las tenacillas, los canalizadores, los espejos vaginales, relucían en aquella penumbra dorada, surcada apenas por los últimos rayos del sol. Todas aquellas filosísimas navajas y aquellos artilugios, investidos de una crueldad necesaria a la función a la que estaban destinados, adquirían una belleza dorada, como orfebrerías barrocas brillando en un ámbito de terciopelo negro, fastuosos como los joyeles de un príncipe oriental que se sirviera de ellos para provocar sensaciones voluptuosas en los cuerpos de sus concubinas, o para provocar torturas inefables en la carne anónima y tensa de un supliciado cuya existencia estaría determinada por el olvido tenaz, a lo largo de un milenio, de quienes un día habrían de contemplar, súbitamente, en un momento único, su imagen desvaída, estática y extática, congelada para siempre en una apariencia borrosa, en una fotografía manchada por el tiempo. Entre todos estos instrumentos Farabeuf eligió una enorme cuchilla cuyo filo acercó a sus ojos miopes para admirarlo ensimismado durante algunos instantes, depositándola luego sobre el mismo lienzo del que la había desenvuelto y que estaba colocado junto a los demás instrumentos que cada vez brillaban menos, conforme iba cayendo la noche. Farabeuf extrajo entonces un par de guantes de hule que dejó descuidadamente sobre la mesilla. Sacó luego un pequeño frasco azul que retuvo en la mano después de haberlo destapado. Con una voluta de algodón empapada en el líquido que contenía el frasco se limpió cuidadosamente las manos hasta las muñecas, operación que repitió sobre los guantes de hule una vez que se los había puesto. Éstos se adaptaban a sus manos afiladas con una tensión que les daba una apariencia siniestra, como si fueran las manos de un cadáver. Alzadas en un gesto hierático y ritual, sosteniendo en la derecha el afiladísimo bisturí que había seleccionado, Farabeuf se dirigió hacia el pasillo, con la cuchilla en alto: un gesto religioso, inexplicable y como premonitorio de un crimen, dejando por donde iba un rastro de emanaciones de quirófano. Iba al encuentro de la Enfermera que lo aguardaba inmóvil en el fondo de aquel pozo de sombra, dispuesta a un sacrificio inconfesable. Al llegar ante ella Farabeuf inclinó la cabeza. Ella, que estaba vestida con su viejo uniforme blanco y tocada con la cofia de vuelos grises que apenas dejaba ver su cabellera lacia y rubia, sin levantar los ojos, se puso de pie y se dirigió hacia él que, indicándole la manija de la cerradura con un gesto brusco de la cabeza, hizo que ella abriera la puerta pintada de blanco de ese cuarto y siguiéndola entró tras de ella. La puerta se cerró. Pasaron algunos instantes; un minuto nueve segundos. De pronto se oyó ese grito, su grito, un grito que hizo caer la noche definitivamente y que despejó el cielo. Como un rostro visto a través de la ventanilla de un tren en marcha, al producirse el grito de aquella mujer, tú pudiste ver, fugazmente, la amplitud magnífica de un cielo estrellado, y escuchaste, viniendo de la ventana que da sobre el jardín abandonado, con toda claridad, ¿no es así?, el tumbo acompasado de las olas, ¿recuerdas?