Capítulo II

¿Recuerdas…?

La noche era como un largo camino que se adentraba en la casa invadiendo todos los rincones, llevando la penumbra hasta el último resquicio, asustando lentamente a los gatos, ¿recuerdas? Estoy seguro que sí. En vano has tratado de olvidarlo. Todos los días, al dormirte, piensas en ello tratando de olvidarlo. Inclusive, has llegado a ser la víctima de varios charlatanes que te ofrecían el olvido de ese momento, un olvido patentado y garantizado. ¿Acaso no compraste un día, en una pequeña tienda del barrio judío, un folleto que se llamaba Las Aguas del Leteo, método antimnemónico basado en los últimos descubrimientos de la ciencia cabalística? Yo he visto ese folleto entre tus cosas, entre las cosas que guardas con recelo, temerosa de que ellas delaten ese compromiso ineludible que has concertado con tu pasado, con un pasado que crees que es el tuyo pero que no te pertenece más que en el delirio, en la angustia que te invade cuando miras esa fotografía, como lo haces todas las tardes hasta que sientes que tu pulso se apresura y tu respiración se vuelve jadeante. Aspiras a un éxtasis semejante y quisieras verte desnuda, atada a una estaca. Quisieras sentir el filo de esas cuchillas, la punta de esas afiladísimas astillas de bambú, penetrando lentamente tu carne. Quisieras sentir en tus muslos el deslizamiento tibio de esos riachuelos de sangre, ¿verdad?…

—¡Qué pálida estás! —dijo cuando la vio, inmóvil en aquella actitud indescifrable.

—Es preciso, maestro, que obtenga usted la cifra original o que reconstruya de memoria la clave Gratias agamus Domino Deo nostro. Ello puede permitirnos descifrar ese documento…

Sí, yo encontraba tu rostro de pronto, como surgiendo de los gruesos cortinajes de terciopelo desvaído y parecías estar del otro lado de la ventana. Cuando nos encontrábamos súbitamente un grito trémulo se ahogaba entre aquellas paredes manchadas de humedad. ¿Quién gritaba en la noche? Tu rostro, en el espejo, sangraba cuando yo lo veía desde el ángulo opuesto del salón, apoyado, inerte, sobre la cubierta de mármol de la pequeña mesa de hierro en la que él había depositado los instrumentos de cirugía que brillaban, para entonces, con los últimos reflejos de la tarde. La luz débil del crepúsculo se filtraba como una bruma luminosa a través de los vidrios empañados de las ventanas que daban al jardincillo abandonado.

Ahora lo recuerdo… una mosca golpeó contra el cristal de la ventana.

Hubiéramos jugado a encontrar nuestros rostros en el espejo; comunicarnos así; hacer que nuestras miradas se encontraran sobre aquella superficie manchada y, en cierto modo, lujosa, bordeada de ornamentos áureos y que refulgía contra el papel manchado cuyo diseño se había escurrido por el trasudamiento del agua, reflejando de una manera imprecisa y turbia un cuadro de grandes proporciones que representaba una alegoría cuyo significado aún hoy, en este instante, nos es totalmente ajeno…

Has caminado ya; saliendo del espejo ante mis ojos, has cruzado esta estancia umbrosa. Lo sé aunque no pueda verte. Has caminado a lo largo del salón oloroso aún a los desinfectantes que él depositó sobre el mármol amarillento de la mesilla de hierro. Has caminado hacia el ángulo opuesto del salón sin mirarme al pasar frente a mí, como temiendo distraerte de esa faena equívoca que todas las tardes, a la misma hora, has realizado desde hace meses, desde hace años, ¿recuerdas…?

Lentamente, como quien teme turbar la precaria suspensión del polvo en los haces de luz dorada que se filtraban a través de los desvaídos cortinajes de terciopelo, hubieras caminado, sí, lentamente, hacia aquella ventana o hacia aquella mesilla de hierro en que los instrumentos ensangrentados yacían abandonados al óxido paulatino de los años y al pasar frente a la mesilla para dirigirte al otro extremo de aquel salón lúgubre, habitado en ese instante tan sólo del sonido moribundo de tus pasos, tu pie hubiera golpeado distraídamente la base de hierro de la mesilla, produciendo un ruido impreciso que, a espasmos, se hubiera adentrado en el oscuro corredor, diluyéndose poco a poco en toda la casa hasta perderse luego en el último cuarto, hasta trasponer la última puerta, hasta turbar la superficie del agua estancada en ese depósito situado al fondo del pasillo en el que unos algodones impregnados de ácido crómico difundían, sí, lentísimas manchas anaranjadas mientras giraban como lotos putrefactos, despidiendo veneno en un estanque de agua amarillenta, turbia…

Hubieras corrido. Hubieras corrido hasta alcanzar aquel eco metálico y en cierto modo informe para aprisionarlo dentro de tu cuerpo, en el meandro tortuoso de tu oído y no dejarlo escapar hacia la noche. Lo hubieras alcanzado y como si fuera una falena lo hubieras retenido en la crispada prisión de tu puño hasta hacer sangrar la palma de tu mano con el filo de tus uñas. Pero algo te hubiera detenido. Algo te detuvo. Una mirada… un recuerdo, sí, lejanísimo como el aullar de la sirena, como el sonido que producen esas palomas, ese sonido que llegaba en pequeños airones vibrantes desde la plazoleta de donde nosotros lo habíamos traído arrastrando, de donde nosotros habíamos traído su recuerdo. Esto tú lo sabes. Tú sabes que todo lo que yo digo es absolutamente cierto, ¿no es así?

Tal vez. Ahora recuerdo las planas manchadas de un periódico viejo que formaban un camino desde la puerta hasta el pasillo…

Al pasar ante aquella puerta tus dedos se crisparon involuntariamente. Parecían, en esa contracción, renovar la angustia del secreto sanguinario que nos había unido durante tanto tiempo. Tú lo comprendiste así y volviste la mirada al quedarte quieta en el umbral del espejo que reflejaba una puerta. Esa puerta se abría ante un largo pasillo oscuro en cuyo fondo tu mirada estaba fija tratando de mirarme, de descubrir en ese vislumbramiento la identidad de esa forma mía, revestida de un uniforme anticuado, tocada de aquella cofia de la que pendía un vuelo de lana gris. Yo trataba de descifrar el enigma de los instrumentos de cirugía depositados sobre el mármol amarillento de la mesilla y que los años habían ido corroyendo y oxidando sin que nadie jamás se hubiera atrevido a moverlos de allí.

… la fascinación de aquella carne maldita e inmensamente bella.

Si no hubiera sido porque aquel sonido turbador se perdió entre las sombras del fondo de aquel pasillo antes de que hubiera podido aprisionarlo para siempre, antes de que yo hubiera podido impedir que llegara hasta la noche, no me hubiera vuelto en torno al llegar al umbral de aquella puerta reflejada en el espejo. Algo, quizá una mirada cruel, me contuvo y me hizo volverme hacia aquel camino que acababa de andar. Algo, tal vez el recuerdo de un momento lejanísimo —sí, tal vez el recuerdo de…— me asaltó súbitamente y volví la mirada hacia aquellos vestigios de luz mortecina que apenas se filtraban a través de los pliegues del polvoriento y desvaído cortinaje de terciopelo. Hubiera yo gritado, tal vez, si la presencia mutilada de aquel recuerdo, de aquel ser presentido, no hubiera ahogado el espanto en mi garganta con sólo su mirada. Hubiera gritado, sí, si mi voz, proferida como una iniciación definitiva de la noche, hubiera bastado para borrar aquel recuerdo o esta imagen. ¿Recuerdas…?, dijo volviéndose hacia mí desde el otro extremo del salón y posando cuidadosamente aquel instrumento manchado de sangre coagulada sobre la cubierta de mármol de la mesilla; ¿recuerdas…?, me ha dicho mirándome fijamente, como tratando de evocar la imagen de mi recuerdo con su propia mirada profunda, fija a través de los muros y a través de esa puerta reflejada en el espejo, fija en la imagen del suplicio voluptuoso que inunda el mundo como un misterio exquisito y terrible. ¿Recuerdas…?

¿Hay algo más tenaz que la memoria?

Cuando se ha detenido ante la puerta reflejada en el espejo ha caído la noche, de pronto, como una red de plomo que todo lo aprisiona. El otro la contempla apoyado en la mesilla de mármol mientras juega distraídamente con un viejo bisturí manchado de sangre, oxidado por la humedad del ambiente, corroído por los años. Ella se ha quedado inmóvil frente al espejo en el que se refleja una puerta detrás de la cual guardan celosamente un secreto. Él la mira con tanta pasión que su cuerpo desmaya y se incorpora en un solo movimiento que es como una convulsión solemne y fatídica. A lo lejos se escucha —¿por qué?— un ruido aéreo, como el de una alarma, como el ulular de las sirenas o como un graznido espasmódico. Ha caído la noche, de pronto, como una lluvia intempestiva: con una lluvia intempestiva. Él le dice: ¿Recuerdas…?, y ella se queda quieta, congelada en ese quicio figurado en la superficie del espejo suntuoso y manchado en el que se refleja una puerta tras la cual él y ella ocultan un secreto pulsátil de sangre, de vísceras que si no fuera por esa puerta y por ese espejo que la contienen, su mirada todo lo invadiría con una sensación de amor extremo, con el paroxismo de un dolor que está colocado justo en el punto en que la tortura se vuelve un placer exquisito y en que la muerte no es sino una figuración precaria del orgasmo.

El recuerdo no hubiera abarcado aquel momento. Más allá del suplicio la memoria se congelaba. Por eso, antes de liberarlo de aquellas amarras tensas, antes de desanclarlo como se desancla un barco al capricho de la marea, se habían entretenido todavía algunos minutos —él y ella— para tomar las fotografías. Lo habían fotografiado desde todos los ángulos. “Hay que ayudar a la memoria”, dijo, “… la fotografía es un gran invento.” Y entonces empieza a caer la tarde. Las placas no dan de sí. Hubo que descargar el aparato para poder utilizar esa nueva película alemana muchísimo más sensible.

—¿Recuerdas …?

—Sí, un segundo…

Un pájaro escapado de la jaula. Súbitamente liberado como si la muerte lo hubiera tocado en un abrir y cerrar de ojos. El obturador había producido un clic característico. Hubiera sido el único ruido perceptible ante aquel misterio silencioso. Cuando se retiraron jadeantes de aquel lugar el viento empezó a jugar con el papel metálico en que venían envueltas las placas fotográficas, arrastrándolo por los adoquines, haciéndolo chispear con la luz de los faroles que parecían incendiarlo fugazmente.

—Hubiéramos fotografiado a los perros.

—Era difícil fotografiar a los perros; nunca se quedan quietos y las placas no son lo suficientemente sensibles. Había poca luz, ¿recuerdas?

Quedaba el cuerpo; su cuerpo. Allí, apoyado en el marco de esa puerta que se refleja sobre el enorme espejo. Sostiene en las manos un objeto cuya realidad es tan incierta que nadie osaría definirlo. ¿Se trata acaso de un trozo de coral o de un instrumento de cirugía corroído por el óxido rojizo como sangre vieja? Dice una palabra sin sentido, apenas audible en la sombra, como si esa penumbra se abatiera con la misma intensidad sobre los objetos visibles y sobre los sonidos. La noche cae con furia sobre nosotros, como tratando de ocultar, como si tratara de conservarlo para sí, ese misterio nuestro, cultivado pacientemente, a lo largo de los días, a lo largo de las noches en vela junto a aquella puerta pintada de blanco como una puerta de hospital, a lo largo de los instantes en que esperábamos con ansiedad el efecto que surtiría aquella droga que Farabeuf había traído en una pequeña cápsula de vidrio, mientras propiciábamos con nuestras miradas ardientes la cicatrización de aquellos muñones sonrosados, la canalización de aquellas llagas purulentas que goteaban como diminutas clepsidras sobre la gasa manchada y ávida que al cabo de poco tiempo se saciaba de pus y comenzaba a trasudar hacia las sábanas de seda sobre las que yacía el cuerpo inerte, mudo, al que la Enfermera reconfortaba, no más que con su mirada, cada vez que cambiaba los vendajes… ¿recuerdas?

La droga… he ahí un dato de extrema importancia… el Maestro ha mencionado insistentemente la existencia de una cierta cantidad de “rebanada de cuervo”, como él la llama, entre las cosas guardadas en el desván…

Trato de recordarlo, pero mi memoria sólo abarca ese momento en que tú me mostraste por primera vez las fotos del hombre. Insistes en hacer aflorar el recuerdo. ¡Cómo podría olvidarlo! Era el atardecer. Caminábamos por la playa hablando de cosas banales. Nos cruzamos con una mujer vestida de negro que era seguida por un perro, un caniche. Un niño construía un castillo de arena. La marea subía perceptiblemente. Nos alejamos hacia el farallón y nos sentamos sobre las rocas a contemplar el juego de las olas y el vuelo de los pelícanos que caían pesadamente sobre los peces. Sí, lo recuerdo todo perfectamente. Recuerdo el grito de las gaviotas y el ruido que hacían los pelícanos al tocar la cresta de las olas. Y los tumbos del mar. Cada vez más violentos, apresurando la noche que allí, junto a las olas, tardaba siempre más en caer. Luego volvimos desandando el camino. Cruzamos, sin darles importancia, las ruinas del castillo de arena. Cuando entramos había sobre la cómoda un sobre amarillo y afuera seguían gritando las gaviotas. Cuando abriste el sobre y me mostraste aquel rostro inesperado y extático, había caído la noche. Era como si esa mirada llevara la noche consigo a todas partes. Yo lo recuerdo todo. Perfectamente. Y tú, ¿lo recuerdas?

—Sí, recuerdo tu cuerpo surcado de reflejos crepusculares que parecían escurrimientos o manchas de sangre. Tus palabras entrecortadas eran como gritos arrancados en un suplicio milenario y ritual, y tu mirada, entonces, era igual a la de aquel hombre de la fotografía. ¿Es preciso ahora olvidarlo todo…?

—¿Eres tú capaz de olvidarlo?

—El olvido no alcanza a las cosas que ya nos unen. Aquel placer, la tortura, aquí, presente, ahora, para siempre con nosotros, como la presencia del hombre que nos mira desde esa fotografía inolvidable…

—Sí, desde entonces nuestras miradas son como la de él.

“Originalmente podía verse, en segundo término, al fondo, el letrero de la sucursal de Pekín de Jardine Matheson & Co., pero lo recorté porque me parecía que desentonaba con el carácter más solemne de la escena principal que había captado en aquella fotografía…”

Has caminado ya; saliendo del espejo has cruzado este salón oliente aún a los desinfectantes que él dejó olvidados sobre el turbio mármol de la mesilla. Has caminado lentamente hacia el pequeño armario que está junto al tocadiscos sin mirarme al pasar frente a mí. Has abierto uno de los cajoncillos y has sacado una vieja fotografía, manchada por la luz del tiempo. Mientras tanto él se preparaba para salir y, dejando olvidados ciertos instrumentos sobre la mesilla, guardaba cuidadosamente los demás en el viejo maletín de cuero negro. Largo rato te has quedado mirando ensimismada aquel rostro difuso grabado en la fotografía. Luego te dirigiste al teléfono.

Yo te miro desde el fondo del pasillo sin saber qué decir. He dispuesto los instrumentos convenientemente. Todo es cuestión de un instante y el dolor es mínimo. Yo sé que estás dispuesta. Descubre tu brazo y apóyalo contra mi regazo. Cuando yo te diga, empezarás a contar, uno, dos, tres, o si prefieres, puedes también hacerlo en orden descendente a partir de cien: cien, noventa y nueve, noventa y ocho, y así sucesivamente, sin apresurarte…

R… E… M… (Farabeuf) llegó media hora después de que había empezado a llover. A través del ruido de la lluvia oía sus pasos en la escalera. Salvaba penosamente los peldaños gastados, jadeando, como si aquel maletín de cuero negro pesara mucho. En cada descanso se detenía unos instantes para recobrar el aliento, su mano posada en la perilla de bronce que remata los tramos del barandal. Una vez repuesto recogía el maletín que había dejado en el suelo y proseguía su ascensión penosa mientras sobre su frente escurrían las gotas de lluvia que luego se embebían en el cuello de su abrigo sucio de caspa. Adivinaba yo sus movimientos por el sonido de sus pasos que se acercaban poco a poco a donde nosotros estábamos y al mismo tiempo te miraba, absorta en aquella inquisición terrible (cien…), desde el fondo de aquel pasillo oscuro (noventa y nueve…), sin saber qué decir (noventa y ocho…), esperando tan sólo que la mano de Farabeuf (noventa y siete…) al tocar en la puerta (noventa y seis…) rompiera aquel encantamiento maligno (noventa y cinco…) en el que te anegabas como en un mar, ¿verdad? (noventa y tres…).

Te has saltado el noventa y cuatro. Debes concentrarte más. Trata de hacer memoria.

Sólo recuerdo que aquel día su bata blanca estaba manchada de excrecencias mortuorias.

(Noventa y dos…)… La experiencia de entonces era una sucesión de instantes congelados; (noventa y uno…) sus pupilas nos habían fotografiado, (noventa…) paralizando nuestros gestos (ochenta y nueve…) registrando nuestro silencio (ochenta y ocho…) como si ese silencio hubiera sido algo más vívido (ochenta y siete…) y más tangible que nuestras palabras (ochenta y seis…) y que nuestros gritos (ochenta y cinco…).

Y la lluvia, ¿recuerdas? (ochenta y seis…) cayendo intempestiva afuera, (ochenta y siete…) lejos de nosotros (ochenta y ocho…) y sin embargo impregnándolo todo (ochenta y nueve…) con su golpe líquido. (Noventa…) Sabíamos que la lluvia caía afuera (noventa y uno…) lejos de esa voluptuosidad que nos mantenía unidos (noventa y dos…) en torno a esa ceremonia (noventa y tres…), unidos tal vez para siempre (noventa y cinco…)… Sabíamos que caía sobre Farabeuf que en aquel momento (noventa y seis…) cruzaba lentamente la calle (noventa y siete…) bajo su paraguas inútil. (Noventa y ocho…)

… Y aquel espejo enorme, ¿recuerdas?, enmarcado lujosamente, en el que tu rostro hubiera querido reflejarse a pesar de la muerte que ya estaba contigo entonces; tan en ti que si te hubieras asomado a su superficie manchada hubieras visto aparecer, detrás de tu mirada, una calavera radiante y espléndida, pero no supiste decir las palabras que hubieran sido precisas para evocarte a ti misma muerta en ese futuro estático, quieta como el agua de un charco en que se reflejan las estrellas, infinitamente quieta como hubieras querido regalárteme muerta.

En fin de cuentas, para entenderlo hubiera sido necesario leer una pequeña notificación aparecida en el Nort China Daily News del 29 de enero de 1901, p. 3, col. 7, o bien esos periódicos amarillentos y sucios: un número del Ch’eng pao y otro del Shun tien sh’ pao que datan todos del yeng yué de 1901 y en los que se resaltan algunos hechos curiosos relacionados con la muerte violenta de un alto dignatario de la corte afecto a los “diablos extranjeros”.

Es preciso no dejar nada al azar. ¿Está usted seguro, doctor, de que ha recogido todo, absolutamente todo —inclusive el troza-pubis, pulido y reluciente que compró en Frankfort… y los gatillos de su invención que mandó fabricar en Edinburgo, con John McClough, Ltd., y que le han dado una fama universal? ¿Está usted seguro de haberlo guardado todo en ese maletín gastado de cuero negro que tanto le pesa al cruzar con su paso artrítico la rue de l’École de Médecine? ¿Está usted seguro de haber envuelto cada uno de esos curiosos instrumentos en los pequeños lienzos de lino hábilmente preparados por “Mme. Farabeuf” (née Dessaignes, de Honfleur) con los restos de las sábanas sobre las que usted, maestro, y ella consumaban el acto llamado carnal o coito cuando apenas era un interno en el Hôtel Dieu —antes todavía de ser auxiliar de la clase de Anatomía Descriptiva bajo el gran Larrey, antes de que tomara el gusto de aplicar sus propios métodos a toda aquella carroña tendida bajo la bóveda decorada con el lujo austero de aquellas mujeres quietas, infinitamente quietas, tan quietas como cadáveres vistos en un espejo, que Puvis de Chavannes había pintado allí? … ¿todos los instrumentos los guardó usted en ese maletín negro?, ¿el basiotribo de Tarnier que sirve para extraer el feto, tajado en pedazos, del interior del llamado “claustro materno”? ¿Está usted seguro, doctor Farabeuf?, ¿todos sus complicados instrumentos…?

Noventa y siete… noventa y seis… noventa y cinco… noventa y tres…

Hemos jugado a encontrar nuestras miradas sobre la superficie de aquel espejo —nos hemos comunicado, hemos tocado nuestros cuerpos en aquella dimensión irreal que se abría hacia el infinito sobre el muro manchado y surcado de pequeños insectos presurosos. Y antes de aquel encuentro inexplicable me hubieras dicho que no bastarían todos los espejos del mundo para contener esa sensación de vértigo a la que te hubieras abandonado para siempre, como te abandonas a la muerte que reflejan los ojos de este hombre desnudo cuya fotografía amas contemplar todas las tardes en un empeño desesperado por descubrir lo que tú misma significas. Es por ello que quisieras que todos los espejos reflejaran tu rostro, para sentirte más real, ante ti misma, que esa mirada demente que ahora ya siempre te acecha.

Empezó a llover y tú corriste hacia la ventana por ver un signo que quizá habías trazado sobre el vidrio empañado y sin llegar hasta el reborde viste la silueta de Farabeuf que cruzaba penosamente la calle, cargando su viejo maletín de cuero negro en el que guarda celosamente sus instrumentos de tortura, los relucientes separadores que aplica en las comisuras de la herida y el aparato singular con el que…

Sí, entonces comenzó a llover y yo había escrito un nombre que ya no recuerdo, con la punta del dedo sobre el vidrio empañado. Era un nombre o una palabra incomprensible —terrible tal vez por carecer de significado—, un nombre o una palabra que nadie hubiera comprendido, un nombre que era un signo, un signo para ser olvidado.

… noventa y dos… noventa y uno… noventa…

¿Y aquel espejo enorme? Hubo un momento en que reflejó su imagen. Se tomaron de la mano y durante una fracción de segundo pareció como si estuvieran paseando a la orilla del mar, sin mirarse para no encontrar sus rostros, para no verse reflejados en esa misma superficie manchada y turbia que reflejaba también, imprecisa, mi silueta como un borrón blanquecino, inmóvil en el fondo de ese pasillo oscuro por el que Farabeuf habría de pasar apenas unos instantes después, con las manos en alto, enfundadas en unos guantes de hule, oloroso a un desinfectante impreciso que infundía una sensación inquietante y que pronto lo impregnaba todo en aquel ambiente de luz mortecina.

Tienes que concentrarte. Ésa es la regla de este juego. Fije usted en su mente las preguntas que desea hacer; apoye suavemente las yemas de los dedos sobre el indicador; repítase a sí mismo la pregunta mentalmente varias veces hasta que note usted que el indicador se mueve lentamente sobre la superficie de la tabla indicando con el extremo afilado la respuesta que usted desea obtener. Si la primera vez no obtiene resultados satisfactorios, vuelva a iniciar la operación colocando el indicador en el centro de la tabla mágica. Ya lo ves, tienes que concentrarte.

—Habías hecho una pregunta, ¿recuerdas?

—Sí, recuerdo que había hecho una pregunta. Eso es todo. Una pregunta que he olvidado…

Es preciso recordarlo ahora. Aquella respuesta, aquel nombre hecho de sílabas difusas, breves, como pequeños gritos, como esos chirridos que producen los muebles en la noche. Es preciso recordarlo ahora. Aquella pregunta lenta y larga, repetida en un susurro imperceptible sobre aquella tabla cubierta de letras y de cifras; aquella pregunta hecha de sonidos como de lluvia afuera que tú hiciste, mientras yo trataba de descifrar aquel signo que poco a poco se borraba y que tenía un significado capaz de trastrocar nuestras vidas, si bien yo no lo comprendía, y que alguien había escrito con la punta del dedo sobre el vidrio empañado a través del cual alguien contemplaba —sí, contemplaba— el caminar artrítico de Farabeuf cruzando la calle hacia la casa bajo la lluvia. Era preciso recordarlo ahora, aquí.

Algo había en todo ello que recordaba el mar… algo en aquel nombre indescifrable…

—Pero tú no hubieras corrido, cruzando la superficie del espejo para ir hacia la ventana…

—Caminábamos tomados de la mano. A nuestro lado los pelícanos y las gaviotas caían pesadamente sobre las olas para devorar a los peces. Era el atardecer, un atardecer gris, ¿recuerdas?

—Sí, recuerdo.

—Luego cruzamos a un niño que construía un castillo de arena. La marea iba subiendo lentamente hacia nosotros. El niño apenas nos miró cuando pasamos a su lado. Era un niño rubio que construía un castillo de arena a la orilla del mar mientras nosotros caminábamos hacia el farallón…

(—¿Hacia aquel farallón…?)

“¿Hacia aquel farallón?”, me preguntaste al pasar frente al niño. Después, muy cerca de nosotros, un pelícano cayó al agua y tú te asustaste.

Sí, se asustó al ver que Farabeuf sostenía ante sus ojos miopes aquella hoja inmensamente afilada, en la penumbra. Tal vez había cesado de llover y los últimos rayos del sol se filtraban a través del desvaído cortinaje de terciopelo y caían sobre la hoja de acero con la que Farabeuf amaba amputar los miembros tumefactos de los cadáveres en el anfiteatro enorme decorado con pinturas que representaban mujeres legendarias esperando una barca a la orilla del mar…

Sí… en la playa. Hubo un momento en que tú te agachaste y tomaste en tus manos una estrella de mar muerta. “¡Mira —dijiste—, una estrella de mar…!”

—Mira… —dijiste mostrándome aquella imagen terrible—. Mira —decías poniéndola ante mis ojos y yo trataba de recordarla y de olvidarla al mismo tiempo.

—Mire usted… —dijo el maestro Farabeuf reteniendo con firmeza entre sus dedos los separadores manchados de excrecencias y de sangre medio coagulada mientras con la otra mano, blanquísima y afilada, iba señalando con la punta de un canalizador los órganos y los tejidos que su destreza iba descubriendo poco a poco en el interior de aquel hombre a quien alguien había asesinado en la noche—. Mire usted… —iba diciendo.

Noventa y uno…

“Mira”, le dijo ella una vez que habían llegado a la cima de aquel farallón. “¡Mira los pelícanos!”, y él se había vuelto hacia el mar, dándole la espalda y sonriendo hacia las olas de ver el torpe movimiento de aquellos enormes pájaros sobre la cresta de las olas.

Doctor Farabeuf, tenemos entendido que es usted un gran aficionado a la fotografía instantánea…

Noventa y dos…

“Mira…”, le dije mostrándole ese cuerpo desgarrado, tratando de vencer su cuerpo con aquella visión sanguinaria, hasta que sentí que se rompía como una muñeca de barro, hasta que sentí que su cuerpo se abandonaba a mí en aquel océano de sangre que latía afuera, más allá de la ventana abierta, fuera de sus ojos cerrados que no veían otra cosa que ese cuerpo surcado de riachuelos de sangre, esa carne que tanto hubiera amado en su delirio.

Noventa y tres…

Cuando cerré los ojos la fascinación de aquella carne maldita e inmensamente bella se había apoderado de mí.

(“Y entonces él la tomó en sus brazos…”)

Noventa y cuatro…

“Y entonces me abandoné a su abrazo y le abrí mi cuerpo para que él penetrara en mí como el puñal penetra en la herida…”

Fotografía Manos

Mire usted, ponga atención, meta la punta de la cuchilla sobre la parte central del labio derecho de la incisión longitudinal y, a partir de allí, incida usted hacia abajo y hacia la derecha haciendo al mismo tiempo una incisión cutánea oblicua que se curve convexamente para hacerse transversal al nivel mismo de la extremidad inferior de la incisión longitudinal y que se termine en la parte posterior del brazo. Esta incisión oblicua convexa hecha en su derecha no debe interesar más que la piel, no solamente si ha cruzado los vasos axilares en el caso del brazo derecho, sino también en el caso de que no haya hecho usted más que descubrir el deltoides en el caso del brazo izquierdo. En el caso de la segunda incisión será exactamente lo mismo y deberá hacerla absolutamente simétrica a la primera, después de haber traído la cuchilla por encima del miembro y haber llegado a la parte terminal reteniendo con su mano izquierda los tegumentos que van quedando sueltos… ¿ha comprendido usted el procedimiento hasta aquí?

¿De quién es ese cuerpo?

Es preciso recordarlo ahora, aquí; la identidad de ese cuerpo mutilado que de pronto había surgido ante nuestros ojos y que nosotros hubiéramos querido apresar en un abrazo inútil de muñones descarnados que nada alcanzaban a asir de otros cuerpos íntegros, pero deseosos de perderse en esa agonía lenta, hipnótica, inmóvil y erecta. Por eso hay que repetirse mil veces la misma pregunta: ¿de quién era ese cuerpo que hubiéramos amado infinitamente?

Es preciso recordarlo ahora, aquí, paso a paso, cada uno de los detalles, sin omitir uno solo de ellos. Hasta el más mínimo gesto, el más tenue matiz de una mirada lanzada al azar hacia el cielo o encontrada de pronto sobre la superficie de un espejo, todo, absolutamente todo, puede tener una importancia capital. Es preciso recordarlo todo, ahora, aquí.

Un empeño te anima: buscas en los resquicios de la muerte lo que ha sido tu vida. Por eso las tres monedas, al caer, turban la realidad. Tres yang: nueve en el cuarto lugar del hexagrama kuai; El Hombre Desollado. La piel ha sido arrancada de sus muslos. He aquí a un hombre que sufre de una inquietud interior y que no puede permanecer en donde está. Quisiera avanzar por encima de todo, por encima de su propia muerte. Si lanzaras de nueva cuenta las tres monedas y cayeran tres yin en el sexto lugar, tal vez comprenderías el significado de esa imagen, la verdad de ese instante: Cesa el llanto, llega la muerte.

Algo más se te olvida. ¿Recuerdas el golpear de aquella puerta abatida por la brisa?, ¿recuerdas aquellos golpes secos, escuetos, contra el marco, que te producían tal sobresalto en esos instantes en que estabas a punto de entregarte? A veces te volvías, pero otras veces lo olvidabas. Ahora es necesario que lo recuerdes; es necesario que recuerdes cuántas veces lo olvidaste. ¿Cuántas veces nos percatamos de que aquella puerta golpeaba tenazmente contra su marco abatida por el viento? ¿Cuántas veces golpeó la puerta sin que nosotros, que estábamos allí, entregados a esa ceremonia que figura la agonía de un supliciado, nos hubiéramos dado cuenta?

Ahora puedes dejar de contar.