¿Recuerdas…? Es un hecho indudable que precisamente en el momento en que Farabeuf cruzó el umbral de la puerta, ella, sentada al fondo del pasillo, agitó las tres monedas en el hueco de sus manos entrelazadas y luego las dejó caer sobre la mesa. Las monedas no tocaron la superficie de la mesa en el mismo momento y produjeron un leve tintineo, un pequeño ruido metálico, apenas perceptible, que pudo haberse prestado a muchas confusiones. De hecho, ni siquiera es posible precisar la naturaleza concreta de ese acto. Los pasos de Farabeuf subiendo la escalera, arrastrando lentamente los pies en los descansos o su respiración jadeante, llegando hasta donde tú estabas a través de las paredes empapeladas, desvirtúan por completo nuestras precisiones acerca de la índole exacta de ese juego que ella estaba jugando en la penumbra de aquel pasillo. Es posible, por lo tanto, conjeturar que se trata del método chino de adivinación mediante hexagramas simbólicos. El ruido que hacían las tres monedas al caer sobre la mesilla lo hace suponer. Pero el otro ruido, el ruido quizá de pasos que se arrastran o de un objeto que se desliza encima de otro produciendo un sonido como el de pasos que se arrastran, escuchados a través de un muro, bien puede llevarnos a suponer que se trata del deslizamiento de la tablilla indicadora sobre otra tabla más grande, surcada de letras y de números: la ouija. Este método adivinatorio, tradicionalmente considerado como parte del acervo mágico de la cultura de Occidente, contiene, sin embargo, un elemento de semejanza con el de los hexagramas: que en cada extremo de la tabla tiene grabada una palabra significativa: la palabra SÍ del lado derecho y la palabra NO del lado izquierdo. ¿No alude este hecho a la dualidad antagónica del mundo que expresan las líneas continuas y las líneas rotas, los yang y los yin que se combinan de sesenta y cuatro modos diferentes para darnos el significado de un instante? Todo ello, desde luego no hace sino aumentar la confusión, pero tú tienes que hacer un esfuerzo y recordar ese momento en el que cabe, por así decirlo, el significado de toda tu vida. Alguien, tal vez ella, balbució o profirió unas palabras en una lengua incomprensible inmediatamente después de que se produjo el tintineo de las monedas al caer en la mesa. El nombre de ése que está ahí en la fotografía, un hombre desnudo, sangrante, rodeado de curiosos, cuyo rostro persiste en la memoria, pero cuya verdadera identidad se olvida… El nombre fue lo que ella dijo… tal vez…
—“Es usted una persona en extremo meticulosa, doctor Farabeuf. Esa meticulosidad ha contribuido, sin duda, a hacer de usted el más hábil cirujano del mundo. ¿Está usted seguro de no haber olvidado nada? Cualquier indicio de su presencia en esta casa puede tener consecuencias terribles e irremediables. Debe usted cerciorarse, con la meticulosidad que le caracteriza, de que no falte uno solo de los instrumentos. Repase usted en su mente la lista del instrumental. Para ello puede usted emplear diversos métodos. Puede usted, por ejemplo, repasar cada uno de los instrumentos en orden descendente de tamaños: desde el enorme fórceps de Chassaignac o el speculum vaginal Nº 16 de Collin, hasta los pequeños catéteres y sondas oftálmicas o las tenacillas para la hemóstasis capilar o las afiladísimas agujillas hipodérmicas o de sutura. Puede usted cerciorarse, también, aplicando este método inversamente, es decir, por orden ascendente de tamaños. Es preciso, sobre todo, que no deje usted nada olvidado aquí. ¿Ha revisado ya la mesilla de hierro con cubierta de mármol que se encuentra adosada al muro debajo del cuadro alegórico? Remueva usted los algodones sanguinolentos y las gasas manchadas de pus; una aguja imprescindible, una pequeña sonda nasal de gran utilidad puede estar oculta entre ellos. Repase usted, uno a uno, sus instrumentos de trabajo; los que usted mismo ha inventado y diseñado y que le han dado justo renombre en todo el mundo, así como aquellos que se deben al ingenio de sus colegas más notables. No se distraiga usted, doctor, al hacer este inventario mental. No preste ninguna atención a esa bella mujer desnuda representada en el cuadro que tiene ante los ojos. Tenga cuidado, sin embargo, de no bajar la vista al suelo; los periódicos viejos que allí han sido extendidos podrían distraerlo igualmente. Usted quizá ya sabe por qué. Va usted a salir de aquí dentro de algunos minutos y tal vez no vuelva nunca más a esta casa. Hoy ha tenido que desviarse considerablemente de su ruta habitual al salir de la Escuela de Medicina para venir hasta aquí. Ha vacilado usted antes de atreverse a entrar en esta casa en la que vivió tantos años. Al llegar la primera vez ante la puerta no entró y volvió sobre sus pasos para dirigirse nuevamente al Carrefour a esperar el autobús que lo llevaría a su casa en el otro extremo de la ciudad. Pero volvió usted al poco tiempo y helo aquí a punto de marcharse ya, tal vez para siempre. Es por ello que debe usted asegurarse de que no deja nada olvidado. Piense detenidamente… las diferentes cuchillas para amputación cuyo filo extremo es uno de sus orgullos… los escalpelos con sus diferentes formas de mangos que tan perfectamente se adaptan a la mano que los empuña… los aguzados bisturíes cuyo solo peso basta para producir delicadísimos tajos… la sierra de dorso móvil que tan buenos resultados le ha dado aplicada sobre el fémur… o su propia sierra universal de seguetas intercambiables, útil, sobre todo, cuando se trata de hacer saltar los brazos conservando la articulación de la cabeza del húmero en la cavidad glenoide del omóplato… la cizalla, también de su invención, de incalculable valor para allanar los bordecillos que deja la sierra después de la sección de un hueso o en los astillamientos traumáticos tan molestos siempre al desarrollo de una intervención nítida, perfecta… los diferentes clamps y ligaduras, algunos de ellos de bronce bruñido con tornillos de presión a los lados, otros de hule rojizo y otros, en fin, de hule ambarino… las cánulas… las tortuosas sondas que permiten penetrar a través de las fosas nasales hasta las cavidades craneanas del occipucio o que permiten, por la boca, explorar los meandros del oído interno… No olvide usted, especialmente, sus complicados gatillos, entre todos los instrumentos de su invención, los que más le honran ya que aúnan la rapidez instantánea, sí, ins-tan-tá-nea, a la precisión y a la limpieza del tajo en el descabezamiento de los huesos alargados… y la sierra de cadenilla de Gigli, otro complicado producto de la inventiva médica mediante la que se ha solucionado para siempre el molesto problema del serrín óseo que tantas grandes reputaciones había comprometido… ¿Está usted seguro de que no falta nada? ¿Lleva usted todos, pero absolutamente todos los instrumentos debidamente envueltos en los pequeños lienzos de lino, cuidadosamente guardados dentro del viejo maletín de cuero negro?…”
Al trasponer aquel umbral —¿quién lo hubiera traspuesto bajo la lluvia, viniendo desde aquella encrucijada?— se confundía el recuerdo con la experiencia (esto quizá debido a la tenacidad de esa lluvia menuda que no cesaba de caer desde hacía muchos días). La vida quedaba sujeta a una confusión en medio de la que era imposible discernir cuál hubiera sido el presente, cuál el pasado. Al trasponer el umbral de aquella casa lujosa y decrépita a la vez, un transeúnte que se hubiera detenido a contemplar la fachada rugosa de aquella casa, proyectada de acuerdo con la más pura tradición del modern style, pletórica de cornisas voluptuosas pringadas de salitre, de humo, de niebla y de lluvia, sí, se hubiera detenido como para inquirir a las piedras carcomidas de aquel alféizar tallado en la forma de unas enormes fauces —el del lado izquierdo, en el que habían arraigado los líquenes grisáceos— cuál era el verdadero significado de aquella cita concertada a través de las edades, de aquel momento que sólo ahora se realizaba. Es un hombre —el hombre— que desciende apresuradamente de un pequeño automóvil deportivo de color rojo, con las manos enguantadas y los ojos ocultos detrás de unas gafas ahumadas, se dirige a la reja, empuja la verja de hierro para abrirla y penetra en aquel meandro de setos de boj, descuidados, crecidos más allá de su armonía original hasta convertirse en construcciones tortuosas que se confunden con los arabescos vegetales que ornan la arquitectura de la casa. “Cómo está descuidado…” piensa para sí al cruzar entre esos setos abandonados al capricho de su propio crecimiento. Es un anciano —el hombre— que llega a pie bajo la lluvia viniendo desde el Carrefour, enfundado en un grueso abrigo de paño negro, en la solapa del que están cosidos, al igual que en la solapa de su chaqueta, los listoncillos de tres condecoraciones. Sostiene en una mano un maletín de cuero negro y en la otra un viejo paraguas a través del cual se cuela el agua cayéndole en gruesos goterones sobre los hombros del abrigo impregnados de caspa seca. Tú recuerdas sus gestos llenos de fatiga, ¿no es así? Recuerdas su paso artrítico cruzando aquella calle embaldosada; ¿recuerdas el sonido lento —como el sonido que hace la ouija cuando empieza a moverse—, el sonido árido de sus anticuados botines ortopédicos sobre los peldaños de la escalera desierta de aquella casa —3 rue de l’Odéon—, recuerdas la inquietud que emanaba de su respiración jadeante cuando se detenía apoyado en el barandal de la escalera, en cada uno de los descansos alfombrados de pelouche color vino, a recobrar el aliento mientras acariciaba nerviosamente las perillas de bronce de los remates? De seguro que has retenido todo esto en tu memoria. Vuelve tu mirada en torno a estas paredes. Has vuelto después de algunas horas —tú, yo—; has vuelto después de muchos años —él, ella—. Has venido porque ella —la mujer— te ha llamado hace apenas media hora. Descolgaste el auricular del teléfono y sin darte tiempo de decir una sola palabra escuchaste su voz lejana que te imploraba venir en su ayuda, que te pedía vinieras a su lado mediante el proferimiento de una fórmula convenida. ¿Acaso lo has olvidado? No esperabas ya esa llamada y sin embargo la campanilla del teléfono sonó cuando tú sabías que sonaría. Ahora has venido en busca del recuerdo de la Enfermera —la mujer— siempre vestida de blanco. No importa ya para nada tu identidad real: tal vez eres el viejo Farabeuf que llega hasta esa casa después de haber hecho saltar dos o tres piernas y brazos en el enorme anfiteatro de la Escuela de Medicina, o tal vez eres un hombre sin significado, un hombre inventado, un hombre que sólo existe como la figuración de otro hombre que no conocemos, el reflejo de un rostro en el espejo, un rostro que en el espejo ha de encontrarse con otro rostro. Eso es todo. Lo que importa ahora es recordar aquel ámbito. Tú lo recuerdas, ¿no es así? Pero tu memoria no alcanza más allá de aquel rostro. Quisieras olvidarlo. Quisieras olvidar la sensación que producía aquel objeto oceánico, putrefacto, entre tus dedos. Es preciso que yo lo reviva todo en tu memoria renuente; cada uno de los detalles que componen esta escena inexplicable. No debes olvidarlo porque sólo así será posible llegar a tocar el misterio de aquellos acontecimientos singulares que algo o alguien, tal vez una mano que se desliza sobre un vidrio empañado, trata de borrar. No… es preciso no sólo recordar el rostro de aquella mujer vestida de blanco —o de negro quizá— sino también las circunstancias y los objetos que la rodeaban en el momento en que decidió entregarse, urgida por la excitación que le había provocado la contemplación de una imagen que había tenido ante los ojos durante largo rato mientras caía la lluvia —se supone— antes de llamar por teléfono y proferir la fórmula convenida; una imagen imprecisa en la que se representaba, borrosamente, un hecho incomprensible, o tal vez terriblemente claro. No habrás olvidado, estoy seguro de ello, aquel salón enorme, que sólo por su enormidad, duplicada en la superficie de aquel espejo con historiado marco dorado, parecía lujoso y espléndido, pero que en realidad estaba minado y manchado por el tiempo y por todas las cosas que a lo largo de los años se habían reflejado en él. La luz imprecisa, turbia de polvo, del atardecer se filtraba por las dos ventanas que daban a la calle por encima del jardincillo abandonado. En contraluz no era posible precisar el estado exacto del terciopelo de los cortinajes que bordeaban los marcos de aquellas ventanas. Sabíamos, sin embargo, que era un terciopelo desvaído por la luz de los años, unas colgaduras fúnebres con los visos rotos por su propio roce, deshilachados en su parte inferior de arrastrarse pesadamente por aquel piso de parquet que la lluvia, que a veces se colaba a través del marco de la ventana, había carcomido y hecho áspero. Fue justamente sobre esa parte del piso, podrida por el agua, junto a los flecos sucios de las cortinas de terciopelo desvaído, que una mosca —de seguro que recuerdas esto, ¿no es así?— cayó muerta, después de revolotear insistentemente cerca de la ventana, después de golpear repetidas veces los cristales empañados. Hubieras corrido al subir por aquella escalera, posando apenas tus manos enguantadas en el gastado barandal de la escalera. Hubieras acariciado apenas, al llegar a los descansos de aquella escalera crujiente, las perillas de bronce de los remates, pero al llegar ante la puerta cerrada de aquel salón te hubieras detenido un instante para percatarte de que existía una presencia que te aguardaba y que te acogería más allá de aquel quicio y tu memoria hubiera evocado el tumbo de las olas, creyéndote, por un momento, a la orilla del mar. Unos pasos, el ruido producido por dos tablitas de madera que se rozan, por unas monedas que caen sobre una mesa, te hubieran proporcionado la seguridad que buscabas. Pero la puerta y los muros que eran demasiado gruesos y todos los ruidos que se escuchaban eran ruidos lejanos y sin sentido para ti en aquel momento.
Tres yin… una línea rota… al arrancar el bledo sale también la raíz… la perseverancia trae consigo la buena fortuna…
“Es preciso entrar en ese salón sin decir una sola palabra”, pensó el hombre al llegar al final de la escalera.
Abriría la puerta inmediatamente después de que se produjera el ruido de las tres monedas al caer sobre la mesa y la vería de espaldas. En sus ojos se habría grabado la imagen de ese momento, de ese espacio donde la luz mortecina del atardecer se iba coagulando en torno a los objetos como la sangre que brota apenas de la incisión hecha en el cuerpo de un cadáver y vería todas las cosas que allí se encontraban como si fuera la primera vez que entraba en el salón. Junto a la puerta del pasillo la mesilla de hierro con la cubierta de mármol. Encima de la mesilla, colgada del muro, la copia, al tamaño, de un famoso cuadro en el marco del cual relucía una plaquita de bronce con el título grabado en letra inglesa: incomprensible por estar escrito en una lengua desconocida. Entre las dos ventanas el tocadiscos que giraba en la penumbra difundiendo insistentemente el estribillo de una canción anticuada y obscena. Iría hasta la mesilla sobre la que dejaría sus guantes después de habérselos quitado cuidadosamente. Era preciso no decir ni una sola palabra. Absorbería mentalmente cada uno de estos objetos poniendo toda su atención en ellos, en la luz que los iluminaba, y olvidaría momentáneamente el rostro de esa mujer que lo esperaba inmóvil sin volverse hacia él, que lo esperaba sin que él conociera su verdadero rostro, su rostro de aquel momento que tal vez fuera para entonces —si las monedas habían caído en la disposición de tres yang o de dos yang y un yin— el rostro de otra y no de la que él había conocido, esa mujer cuya voz lo había llamado angustiosamente a su lado por teléfono.
Apoyado a un lado de la pequeña mesa con cubierta de mármol, podía ver su rostro reflejado en el enorme espejo que pendía de la pared opuesta y podía ver el reflejo de la figura de la mujer, de espaldas al espejo, en la misma forma en que esta representación hubiera surgido en la mente de alguien que pretendiera describir el momento de su llegada a aquella casa. Perdió entonces la noción de su identidad real. Creyó ser nada más la imagen figurada en el espejo y entonces bajó la vista tratando de olvidarlo todo.
—Doctor, no ponga usted demasiada atención a lo que dicen esos periódicos esparcidos en el suelo… sólo están allí para que el parquet no se manche.
Ella hubiera escuchado el golpear de la lluvia contra los cristales. Los primeros goterones hubieran producido exactamente el mismo ruido que una mosca que choca reiteradamente contra la ventana tratando de escapar, o lo hubiera escuchado al unísono con aquella canción absurda que parecía repetir la misma frase para siempre y lo hubiera sentido trasponer el umbral de aquella puerta a sus espaldas y llegar cautelosamente, temeroso de manchar con el barro adherido a sus zapatos el parquet del salón, pisando cuidadosamente los periódicos viejos que ella había extendido desde la puerta de entrada al salón hasta donde empezaba el pasillo. Pero no hubiera vuelto la mirada hacia él. Miraba fijamente el fondo de aquel pasillo, adentrándose con el pensamiento en esa penumbra en la que su ansiedad había imaginado la existencia de un ser, el que ella hubiera querido ser, de las cosas que ella hubiera querido saber y que algunos minutos antes había tratado de concretar, trazando con el índice de la mano derecha un signo incomprensible sobre el vidrio empañado de una de las ventanas, la del lado derecho viendo hacia el exterior, un signo que ella hubiera deseado ser y comprender; porque en esa capacidad de comprender lo que ella hacía al azar y sin sentido, por un capricho, residía la concreción y el significado del ser que ella se imaginaba, un ser anticuado, cruel, bello, vestido siempre de blanco, que se acoge a una caricia sangrienta y en cuyas manos lívidas persiste para siempre la sensación de una materia viviente, viscosa, que se pudre lentamente entre las puntas de los dedos, un ser inolvidable que todo lo que toca lo vuelve inolvidable y que se cuela, de tan inolvidable, en la memoria y en los recuerdos de quienes nunca lo hubieran conocido.
—En efecto —dijo el Maestro—, se trata o bien de una Asteria rubens o bien de una Asteria aurantiaca…
Si te hubieras vuelto hacia mí en ese instante no te hubiera reconocido tocada con aquella cofia, manchado tu uniforme blanco de enfermera con la sangre de algún desconocido al que hubieras amado en tu memoria. Sí, era un hecho que lo amabas, imaginado en ese éxtasis sanguinario que hubieras querido presenciar o que hubieras querido olvidar. Ambas cosas eran ahora imposibles porque al volverte, turbada por mi presencia en aquella casa, hubieras sido otra, inolvidable como el hombre que te había estado contemplando fijamente, en tu desnudez, desde la turbia atmósfera de aquella fotografía borrosa que alguien, tal vez un antiguo inquilino, había olvidado en algún resquicio mohoso de aquella casa, entre las páginas amarillentas de un libro, muchos años atrás y que, entonces, en un instante de locura, nos imaginó en su futuro, contemplando nuestra propia imagen, uno, en la superficie de un espejo y otro, en el fondo de su propio deseo insatisfecho.
¿Quién es ése que en la noche nos invoca para su imaginación como la concreción de nuestro propio deseo insatisfecho? ¿Quién, en la tarde lluviosa, nos llama mediante una operación mágica que consiste en hacer, por un impulso cuya explicación todos desconocen, que una tabla más pequeña se deslice sobre otra tabla más grande con un orden y un sentido, deletreando vacilantemente un nombre, una palabra que nada significa? ¿O es que acaso tú te hubieras llamado R…E…M…E…M…B…E…R?
Ese libro… ¿recuerdas?… el libro que alguien dejó olvidado en esa casa y entre cuyas páginas amarillentas encontraste dos cartas; una que describía un incidente totalmente banal ocurrido en la playa de un balneario lujoso y otra, redactada febrilmente, un borrador tal vez, muchas de cuyas líneas eran ilegibles y que hablaba de una curiosa ceremonia oriental y proponía, al destinatario, un plan inquietante para conseguir la canonización de un asesino… ¿recuerdas ese libro?
Aspects Médicaux de la Torture Chinoise… Précis sur la Psychologie… no, Physiologie… y luego decía algo así como: renseignements pris sur place à Pekin pendant la revolte des Chinois en 1900… el autor era H. L. Farabeuf… avec planches et photographies hors texte… Esto es lo que yo recuerdo…
¿Quién hubiera podido imaginarnos con tanta realidad como la que hemos podido cobrar ahora? Tanta que este espejo ha llegado a reflejarnos y en él se han encontrado nuestros rostros tantas veces. Tú recuerdas todo esto, ¿no es así? Hemos jugado, innumerables veces, a encontrarnos de pronto en el espejo. Hubiéramos pasado a formar parte de una realidad ajena a nuestra vida si en verdad allí nos hubiéramos encontrado. Hemos jugado a tocar nuestros cuerpos sobre esa superficie fría, a besarnos en la imagen reflejada sin que nuestros labios se tocaran jamás. Algo indeterminado nos lo hubiera prohibido. Esa mujer figurada en el cuadro que representa la virginidad del cuerpo se anteponía siempre que yo hubiera deseado romperte como una muñeca de barro mientras que la otra mujer —una figuración alegórica de la Enfermera, sin duda— parecía ofrecer al mundo el ánfora de su cuerpo en un gesto lleno de presagios. No en balde su cuerpo se apoyaba sobre un altorrelieve que representaba el connubio cruento de un sátiro y un hermafrodita o una escena de flagelación erótica. Nos besábamos virtualmente sobre la superficie de azogue de aquel espejo enorme, propiciando con ello la materialización de aquel que un día nos concibió exactamente en estas actitudes: tú ante el espejo, de espaldas a él; yo ante el cuadro incomprensible e irritante que sólo incidentalmente —un detalle mínimo dentro de la espléndida composición— representa una escena de flagelación erótica esculpida en el costado de un sepulcro clásico o de una fuente rectangular, tallado en un estilo reminiscente del de Pisanello o del de Della Robbia, de cuyo fondo un niño trata, indiferente a las dos magníficas figuras alegóricas, de extraer algo. Trata tal vez de sacar de esa fosa un objeto cuyo significado, en el orden de nuestra vida, es la clave del enigma que todas las tardes una mujer vestida de blanco propone a la ouija o trata de dilucidar mediante los hexagramas del I Ching, sentada en el fondo del pasillo. Nunca he logrado desentrañar este misterio sin embargo…
Tu mano se perdió en los resquicios enlamados, tortuosos de las rocas de aquella playa para extraer de las comisuras resbaladizas, surcadas de pequeños cangrejos, una estrella de mar…
—¿Una estrella de mar…?
—Sí, un objeto putrefacto que luego, con asco, lanzaste a las olas, ¿recuerdas…?
No recuerdo nada. Es preciso que no me lo exijas. Me es imposible recordar. Es necesario que no me atormentes con esa posibilidad, con la probabilidad de esa mentira que hemos forjado juntos ante aquel espejo enorme que nos reflejaba entre sus manchas y grietas. Es necesario que no me atormentes con esa posibilidad de la memoria. Sólo se ha grabado en mi mente una imagen, pero una imagen que no es un recuerdo. Soy capaz de imaginarme a mí misma convertida en algo que no soy, pero no en algo que he sido; soy, tal vez, el recuerdo remotísimo de mí misma en la memoria de otra que yo he imaginado ser. Es por ello que yo no puedo recordar. Sólo puedo escucharte, oír tu evocación como si se tratara de la descripción de algo que no tiene nada que ver conmigo. Es preciso, lo sé, que yo te crea cuando me hablas de todo lo que hemos hecho juntos. Estoy dispuesta a creerte, pero no puedo recordarlo porque para ti yo no soy yo. Soy otra que alguien ha imaginado. Soy, quizá, la última imagen en la mente de un moribundo. Soy la materialización de algo que está a punto de desvanecerse; un recuerdo a punto de ser olvidado…
Eso es lo que tú hubieras querido ser, mas la memoria no hubiera logrado retenerte de tan fugaz. De pie, inmóvil, en mitad del salón, te has desplazado con el deseo de ser otra, hacia el fondo del pasillo en donde inquieres siempre una misma pregunta haciendo caso omiso de ti misma; un cuerpo abandonado ante el espejo, de frente a un cuadro incomprensible, de espaldas siempre a quien te mira en esa fuga de ti misma que no admite mostrar tu rostro, porque cuando el recién llegado se dirige a ti giras lentamente hasta quedar de nuevo colocada de espaldas a él. Te vuelves. Corres hacia la ventana tratando nuevamente de huir de su mirada. ¿Quién, cuando nos imaginó en esa suspensión de todo movimiento, hubiera presentido este súbito rompimiento de la quietud? Tu mirada está fija en ese fondo de luz de la ventana y al pasar frente al recién llegado tu pie roza la base de fierro de la mesilla y tu mano la suya.
¿La hubiera retenido un instante en su mano?
Corres como tratando de reconstruir, en ese momento único, una larga carrera a la orilla del mar, hasta detenerte bruscamente sin haber llegado al reborde de la ventana porque un recuerdo impreciso te ha asaltado de pronto. El recuerdo de algo que no habías experimentado en tu vida, sino en la vida de la Enfermera. Te detienes ante la ventana, a unos pasos del reborde. Suena en tus oídos una frase que se repite tediosamente como el tumbo de las olas y tratas al mismo tiempo de descifrar ese signo que tu dedo, impulsado por el deseo incontenible, trazó en el vidrio empañado. Crees de pronto haber descubierto su significado y balbuceas un nombre sin terminar de decirlo porque en ese momento, de pie ante la ventana del lado derecho del salón, alguien te ha recordado a su vez, alguien que desde la calle y bajo la lluvia, quieto como una mancha negra dibujada en el vidrio, contempla fijamente la ventana del lado izquierdo e intuye tu presencia detrás de la fachada rugosa y carcomida, una fachada del más puro estilo art nouveau, de aquella vieja casa.
¿Por qué te has detenido?, ¿por qué se ha congelado este momento?, ¿por qué lo has invocado mediante aquel garabato que tu mano trazó al azar sobre el vidrio empañado? Si hubieras llegado hasta donde ibas, si hubieras logrado borrarlo con la palma de tu mano, la vida, tal vez, hubiera proseguido y nada se hubiera detenido. Alguien, en aquella inmovilidad tan súbita, barruntó tu cuerpo impreciso detrás de la ventana…
Hay miradas que pesan sobre la conciencia. Es curioso sentir el peso que puede tener una mirada. Es curioso comprobar cómo el afán de retener un recuerdo es más potente y más sensible que el nitrato de plata extendido cuidadosamente sobre una placa de vidrio y expuesto durante una fracción de segundo a la luz que penetra a través de una combinación más o menos complicada de prismas. Esa luz se concreta, como la del recuerdo, para siempre en la imagen de un momento. Una imagen borrosa, la nitidez de cuya verdadera significación, comprendida en la soledad y en el silencio, es capaz de hacerte gritar en mitad de la noche. Ese grito no es más que la máscara de tu verdadero dolor. Un dolor agudísimo, mil veces más agudo que el lento desmembramiento que ellos, con la lentitud del hielo que se resquebraja al sol, pero súbito como el vómito de un moribundo, van tajando en el cuerpo del supliciado.
—La fotografía —dijo Farabeuf— es una forma estática de la inmortalidad.
Luego depositó cuidadosamente el viejo maletín de cuero negro sobre la cubierta de mármol de la mesa. Sus ojos se posaron un instante sobre el cuadro suspendido ante sus ojos, pero la alegoría allí representada no pareció llamarle mucho la atención. Fijó la mirada apenas en la desnudez de la mujer que aparece del lado derecho del cuadro, pero en el acto bajó la vista y siguió extrayendo cuidadosamente cada uno de los instrumentos, envueltos en pequeños lienzos de lino, del fondo del viejo maletín de cuero negro.
Te habías detenido. Lo que era inexplicable era que, a pesar de tu inmovilidad (—un hecho concreto, irrefutable, pues sólo la quietud no admite dudas—), en ese momento que no ocupaba ningún lugar en la extensión del tiempo, se manifestó de una manera inconfundible la existencia de un movimiento, pues cuando tú te detuviste bruscamente, alguien (acaso fuera yo mismo) escuchó con toda claridad un ruido como el que produce una tablilla de madera al deslizarse lentamente, impulsada por una fuerza imponderable, animada tal vez por un deseo secreto, movida por un ansia de comprobación más que de inquisición, sobre otra tablilla de madera. O como el sonido que producen tres monedas al caer sobre una mesa. Y ese sonido era la manifestación incontestable de un movimiento, el único en esa quietud y en ese silencio que todo lo abarcaban aparentemente.
—Fotografiad a un moribundo —dijo Farabeuf—, y ved lo que pasa. Pero tened en cuenta que un moribundo es un hombre en el acto de morir y que el acto de morir es un acto que dura un instante —dijo Farabeuf—, y que por lo tanto, para fotografiar a un moribundo es preciso que el obturador del aparato fotográfico accione precisamente en el único instante en el que el hombre es un moribundo, es decir, en el instante mismo en que el hombre muere.
Usted es, y todos lo sabemos, querido maestro, el autor de este pequeño précis que tanto ha dado qué hablar en los círculos de su especialidad. Una obrita inquietante en verdad. La Facultad, desde luego, no ha participado en ninguno de los aspectos del escándalo que se ha producido. Son las gentes de letras y en especial los dreyfusards los que han acudido apresuradamente a abrevar en las fuentes de esa sabiduría malsana que usted, querido doctor, no sin cierto ingenio y buen humor, ha hecho brotar en el yermo de la filosofía médica de nuestro tiempo. Particularmente su exhaustivo análisis del Lengn-tch’é, con las magníficas fotografías que lo acompañan, debidas —como todos lo saben— a su pericia técnica en el arte de Daguerre, merecerán, en años futuros, sin duda alguna, un lugar de honor en la historia de las curiosidades médicas. Es un hecho que desde los cursos del gran Claude Bernard que produjeron la Introducción al Estudio de la Medicina Experimental no se había producido, en el seno de nuestra Facultad cuando menos, un texto teórico tan importante como el suyo. Sólo es de lamentarse el uso tan inapropiado que los literatos están haciendo de él. Si no fuera por esto, su candidatura, querido maestro, seguramente se vería bien acogida.
Lo que nos esperaba más allá, en el tiempo futuro, hacía que ese paseo a la orilla del mar tuviera un sentido especial. Para recordarlo hubiera sido preciso que nos hubiéramos tomado de la mano. Esto le hubiera dado a nuestra experiencia la concreción que tienen las cosas cuando acontecen tal y como deben acontecer en la imaginación popular, en la imaginación de aquellas gentes ociosas que caminaban despreocupadamente por el muelle y que sin quererlo, a veces, alcanzaban a vislumbrarnos mientras íbamos por la arena sintiendo a nuestro lado romperse las olas. Para ser verdaderos es preciso que seamos tal y como nos imaginan los desconocidos. Sin embargo nosotros caminábamos apartados el uno del otro. Tú ibas delante de mí; por eso pudiste correr sin que yo lograra detenerte. Pensé por un momento que la plenitud de ese mar grisáceo te había sobrecogido y que intentabas alejarte del embate de las olas, pero luego caí en la cuenta de que, en realidad, estabas huyendo de mí, de mi proximidad que te hostigaba. Echaste a correr. Ignoraste, al pasar frente a él, al niño que construía un castillo de arena. Hubiera estado dentro de tu carácter que te hubieras detenido, que lo hubieras acariciado, que le hubieras dirigido algunas palabras de encomio. Eras, para entonces, otra que yo no conocía. Es por eso que al cruzarnos con aquella mujer vestida de luto hiciste algún comentario que yo no pude oír claramente, pero ignoraste al perro que la seguía. Yo hubiera querido detenerte cuando corriste alejándote de mi lado y luego, de pronto, te detuviste bruscamente. Te agachaste y entre los guijarros redondos de aquella playa encontraste una estrella de mar que me mostraste diciendo: “Mira, una estrella de mar”, y ese ser putrefacto tenido delicadamente entre las yemas de tus dedos te contagió una ansiedad como si tus manos hubieran tocado un cadáver antes de que tu corazón se hubiera dado cuenta de ello, ¿recuerdas…?
Hay en todo esto una circunstancia curiosa; un efecto que no puede ser explicado ni por la más extravagante teoría acerca de la técnica fotográfica. Cuando escalamos aquel farallón y nos sentamos sobre las rocas a contemplar el vuelo de las gaviotas y de los pelícanos, yo te tomé una fotografía. Estabas reclinada contra las rocas desgastadas por la furia de las olas. Se trataba, simplemente, de un paisaje marino, banal por cierto, en cuyo primer término tu rostro tenía la expresión de estar haciendo una pregunta sin importancia. ¿Por qué entonces, cuando la película fue impresa, aparecías de pie frente a la ventana de este salón?
No hubiera presentido la presencia de aquel hombre; un hombre cuyo significado se hallaba suspendido en el momento de aguardar inmóvil el impulso definitivo de su voluntad para franquear aquel quicio y que a su vez me imaginaba de espaldas a la puerta. Lo esperaba, sin embargo, sin presentirlo cabalmente. Es por eso que me había colocado de espaldas a la puerta, tratando de descubrir en el fondo de aquel pasillo oscuro la imagen que mi deseo invocaba. No en vano había yo contemplado durante tantas horas aquella fotografía borrosa cuya visión había despertado en mí a otro ser desconocido —tal vez presentido— que medraba en las sombras y pasaba las horas invocando una imagen que era, en realidad, solamente mía y que la Enfermera había abandonado en esa zona que abarcaba todas las cosas y los rostros que yo había olvidado definitivamente al concretarse esa imagen en lo que yo hubiera querido ser; lo que había sido ella según yo la concebía: el testigo de un rito sanguinario y solemne que ya había olvidado en el fondo de lo que hubiera sido mi memoria si hubiera sido la Enfermera y que se había extraviado en el momento exacto en que yo había cobrado esa imagen para mí. Pensé entonces que yo estaba hecha con las memorias que ella había olvidado y que ella era la reencarnación de mis olvidos, recordados de pronto al ver aquella fotografía; que yo era la materialización de sus recuerdos o acaso un ser hecho de olvido que alguien estaba recordando dándole con ello una materia que tal vez pesaba y ocupaba un lugar en el espacio.
¿Cómo, si no, te hubieras sentido tan penetrada por ese cuerpo que te era ajeno?
Pero… ¿de quién es ese cuerpo que hubiera amado infinitamente y cuya carne hecha jirones había cobrado tanta realidad dentro de aquella casa, cuya memoria todo lo impregnaba, manchando ante nosotros aquellos periódicos viejos extendidos sobre el parquet?, ¿quién hubiera transformado la banalidad de un acontecimiento, de un encuentro imprevisto semejante, en una imagen borrosa, en una presencia irrealizada que todo lo llenaba de sangre?, ¿quién hubiera puesto en tu mano, enfundada en un terso guante de hule color de ámbar, esa cuchilla afiladísima que entonces apuntabas hacia mi garganta?, ¿quién se hubiera dejado penetrar ante aquella presencia que todo lo invadía con su éxtasis?, ¿quién se hubiera dejado matar por el roce de un muñón tumefacto, si lo que éramos ante aquel espejo era la imagen de una mentira ociosa, de una ilusión sin sentido forjada por la pericia siempre precaria, pero a veces certera, de un mago inepto tratando torpemente de imponer nuestra presencia intangible, de sugestionar con nuestra irrealidad a un grupo de dementes o de idiotas en una función de festival de manicomio barato?
A Son Em. T. Rev., Lut… ci-joint coupures (Ch’eng pao, jan. ‘901…, Shun tien sh’ pao, No. Chin. Daily News, trad. Shang Yü: Princeps mongol, exigen que… Fu Chu… sea quemado… pena demasiado cruenta… infinita misericordia… Chu lí… muerte lenta… et caet… pour profiter de cette heureuse circonstance et faire parvenir le zèle de notre haute mission aux buts voulus et donc si sagement préétablis par la Providence Divine qui mène toujours les affaires de ce monde selon le meilleur dessein pour que chaque démarche de notre Societé s’accomplisse ad majorem D. G., tel qu’en ce cas dont l’utilisation ingénieuse rendra possible, d’une fois pour toutes, l’établissement de la Foi et des Evangiles dans le Royaume Central, tâche à laquelle se sont consacrés, depuis des siècles, tant de nos compagnons-en-armes… (ilegible)… même leur sang et leur vie… deux étapes du plan: 1º –… publication du petit tract sur les divers procédés, ceci pour atteindre les gens de lettres, puis, 2º – publication des documents photographiques dans la presse Catholique en déguisant habilement le caractère, plutôt politique de ces événements et en réhaussant leur caractère, disons, religieux et mystique, jusqu’à faire apparaître cet individu comme un apôtre et un martyr de la Foi. En attendant mon retour en Europe, je me chargerai de recueillir le plus grand nombre de renseignements sur la vie privée du dit F. Ces renseignements pourront aussi être “justifiés” et réaccomodés pour servir (tachado: a nos…) aux fins de la Sainte Compagnie avant de les faire parvenir à Rome; celle-ci étant une tâche à laquelle je pourrais me consacrer pendant la traversée, de telle façon que mon bateau, arrivant à Barcelone vers la fin avril, je pourrais soumettre à Votre Em. T. Rev. à Monserrat, le brouillon de mes notes aprés avoir pris contact avec certains emigrés habitant le quartier chinois du dit port, dont je pus apprendre les signalements ici à Pekin et dont la nature de leurs connaissances sur l’application et la sublimation des procédés classiques pourrait, peut-être, être fort profitable. Entretemps il faut vellier avec grand soin à ce que l’indiscretion ou la malveillance de nos ennemis acharnés ne fasse aboutir nos démarches à un echec pareil à celui de l’affaire des tai ping qui tant a fait reculer l’avance de notre Sainte Religion en Chine par la maladresse avec laquelle nos frères, les D. O. M., ont mené la question. Je vous prie, Em. T. Rev., de me faire parvenir votre acquiescement, dans le chiffre convenu: Gratias agamus Domino Deo nostro, au nom, comme toujours, de M. Paul Belcour, Grand Hôtel des Wagons-Lits, Pekin, aussitôt que possible.
Al calce y continuando a la vuelta del pliego, la siguiente anotación:
Post Script.– Depuis quelques semaines j’ai pris contact aves Soeur Paule du Saint Esprit selon les instructions de V. Em. T. Rev. Bien qu’elle se rende fort serviable, je me suis absteint de lui faire connaître notre projet sur le supplicié. En ce moment elle travaille comme infirmière à l’hôpital militaire, attachée aux Services Médicaux de la Force Expéditionaire. Inutile de dire qu’elle maintient incognito son vrai état et se fait appeler Mlle. Mélanie Dessaignes, de Honfleur, Calvados. Le moment arrivé, je crois que cette personne pourra nous être trés utile. Étant donné que la prise des plaques était une opération plutôt difficile à soustraire de l’attention publique, je me suis présenté à elle comme photographe-correspondant de la revue scientifique La Nature de Paris, dont le directeur, M. de Parville, étant étroitement lié à la Cause, comme V. Em., T. Rev. le sait bien, n’hésitera pas à attester de la véracité de cette atribution. Je préviens V. Em. T. Rev. de ceci en cas ou Elle déciderait établir liaison entre cette personne et moi. Il ne faudra, sous aucun pretexte, lui révelér ma vraie identité avant que je n’aie une assurance absolue sur la sienne et sur le rôle qu’elle joue dans les événements qui à présent se déroulent en Chine.
Al margen, escrito de la misma mano, pero a lápiz:
Transcrit au chiffre Misereatur vestri omnipotens Deus, le 29 janvier 1901, au soir.
Y un poco más abajo, nuevamente en tinta y con letra de imprenta: H. M. S. ADEN (P. & O.) Via Port Said – le 30 jan.
El magnicidio, querido maestro, cometido o propiciado aun en aras de ideales sublimes, no deja de ser un delito grave. ¿Estaba usted al corriente de los pormenores y de los preparativos que precedieron al asesinato del príncipe Ao jan Wan? ¿Se trata de un documento auténtico o simplemente pretendía usted, mediante el encubrimiento de su verdadera identidad y mediante una intriga jesuítica descabellada, acostarse con una monja en el más manido de los estilos de las novelas galantes? ¿Expidió usted efectivamente esa carta cifrada? ¿Quién era el destinatario? ¿Quién era la llamada Mélanie Dessaignes? ¿La reconocería si la viera de pronto, vestida de blanco, con los vuelos grises de su cofia cayéndole sobre la espalda, sentada en el fondo de un pasillo oscuro?, ¿o vestida de negro, reflejada en la superficie manchada de un espejo enorme, de pie ante una ventana —sí, la del lado izquierdo desde la calle—, fija su mirada en un signo incomprensible que con la punta del dedo había trazado sobre el vidrio empañado? ¿La reconocería usted si una tarde, una de esas tardes en las que acostumbra trabajar a solas en el Gran Anfiteatro de la Facultad, sus ojos la encontraran de pronto, desnuda, tendida en una plancha de mármol, con la boca entreabierta y los ojos fijos en esas escenas que un famoso pintor trazó sobre la bóveda del anfiteatro, escenario de sus más sorprendentes experiencias? ¿La reconocería usted, maestro, en el momento preciso en que la gran cuchilla convexa de Larrey trazara, guiada por su mano, una incisión de sangre lentísima, casi coagulada a lo largo del pliegue inguinal para practicar una experiencia supra cadaver tendiente a batir su propia marca en la amputación de la pierna de la cadera: 1 minuto 8 segundos? ¿La reconocería usted en esa actitud de entrega, en ese abandono que va más allá de la vida, en ese solo instante en que, como en el coito, la desnudez y la muerte se confunden y en que todos los cuerpos, aun los que se enlazan en un abrazo inaplazable, exhalan un efluvio de morgue, de carroña conservada asépticamente, en que la gasa impoluta recibe sin que apenas nos demos cuenta de ello, como si fuera el escupitajo de un verdugo, una violenta salpicadura de pus?