Y fue así como me convertí en uno más de los Monstruos de la isla del doctor Moreau. Cuando desperté había anochecido. Me dolía el brazo, bajo el vendaje. Me incorporé, preguntándome al principio dónde estaba. Oí voces roncas que hablaban en el exterior. Entonces vi que la barricada había desaparecido y que la entrada de la cabaña estaba abierta. Seguía teniendo el revólver en la mano.
Oí una respiración y vi un bulto agazapado a mi lado. Contuve la respiración, intentando averiguar de qué se trataba. «Aquello» comenzó a moverse lenta e interminablemente. Entonces sentí que algo cálido, húmedo y blando me rozaba la mano.
Se me tensaron todos los músculos del cuerpo. Aparté bruscamente la mano y estuve a punto de gritar. Pero me di cuenta de lo que había pasado y mis dedos siguieron acariciando el revólver.
—¿Quién está ahí? —susurré, apuntando con el revólver.
—Soy yo, Maestro.
—Y ¿quién eres tú?
—Dicen que ya no hay Maestro. Pero yo lo sé. Yo llevé los cuerpos al mar, ¡oh tú que caminas sobre las aguas!, los cuerpos de los que tú mataste. Soy tu esclavo, Maestro.
—¿Eres el que me encontré en la playa? —pregunté.
—El mismo, Maestro.
La criatura parecía de fiar, de lo contrario se habría abalanzado sobre mí mientras dormía.
—Está bien —dije, extendiendo la mano para que me la lamiera otra vez. Empecé a darme cuenta de lo que su presencia significaba para mí, y mi valor creció como la espuma—. ¿Dónde están los demás? —pregunté.
—Se han vuelto locos, están chiflados —dijo el Hombre Perro—. Andan todos hablando al mismo tiempo por ahí. Dicen: «El Maestro ha muerto; el del Látigo ha muerto. El que camina sobre las aguas es… como nosotros. Ya no hay Maestro, ni Látigos, ni Casa del Dolor. Se acabó. Amamos la Ley y la respetaremos, pero ya no habrá más dolor, ni Maestro, ni Látigo». Eso es lo que dicen. Pero yo sé la verdad, Maestro, yo la sé.
Tanteé en la oscuridad y acaricié la cabeza del Hombre Perro.
—Está bien —volví a decir.
—Y ahora los matarás a todos —dijo el Hombre Perro.
—Sí —contesté—, los mataré a todos; en cuanto pasen unos días y se produzcan ciertos hechos. Todos, menos los que tú perdones, morirán.
—Cuando el Maestro quiere matar, mata —dijo el Hombre Perro con cierta satisfacción.
—Y para que sus pecados puedan multiplicarse —añadí—, dejemos que vivan su locura hasta que les llegue la hora. Que no sepan aún que yo soy el Maestro.
—La voluntad del Maestro es buena —dijo el Hombre Perro con el instinto de su sangre canina.
—Pero hay uno que ha pecado —dije yo—. A ése lo mataré en cuanto lo encuentre. Cuando te diga «éste es», abalánzate sobre él. Y ahora iré junto a los hombres y mujeres que están reunidos.
Al marcharse el Hombre Perro, la entrada de la cabaña quedó momentáneamente oscurecida. En seguida me puse en pie, casi en el mismo sitio donde estaba cuando oí a Moreau y a su sabueso persiguiéndome. Pero esta vez era de noche, el miasmático barranco que me rodeaba estaba envuelto en la negrura y, más allá, en lugar de una verde ladera iluminada por el sol, vi la luz roja de una hoguera ante la que se movían unas figuras grotescas y encorvadas. A lo lejos se alzaban los densos árboles, una masa negra bordeada en su parte superior por el negro manto de las ramas más altas. La luna asomaba en ese instante por el borde del barranco, atravesada por las perpetuas columnas de vapor que brotaban sin cesar de las fumarolas de la isla.
—Ven conmigo —le dije, para darme ánimos, y juntos descendimos por el estrecho camino, sin prestar la menor atención a las imprecisas formas que nos espiaban desde las cabañas.
Ninguno de los que estaban junto a la hoguera hizo amago de saludarme. Casi todos fingieron con desdén no advertir mi presencia. Busqué con la mirada al Cerdo Hiena, pero no estaba allí. Había en total unos veinte Salvajes acuclillados mirando al fuego o charlando entre sí.
—Está muerto, está muerto, el Maestro está muerto —dijo la voz del Hombre Mono, a mi derecha—. Ya no hay Casa del Dolor.
—No está muerto —dije yo en voz alta—. Ahora mismo nos está observando.
Mis palabras los sobresaltaron. Veinte pares de ojos se fijaron en mí.
—La Casa del Dolor ha desaparecido —dije—, pero sólo momentáneamente. Aunque no podáis ver al Maestro, él os escucha desde allí arriba.
—¡Es cierto, es cierto! —dijo el Hombre Perro.
Mi seguridad les hizo titubear. Los animales pueden ser muy astutos y feroces, pero sólo un hombre es capaz de mentir.
—El Hombre del Brazo Vendado dice cosas extrañas —observó uno de los Salvajes.
—Te aseguro que es cierto —dije—. El Maestro y la Casa del Dolor volverán otra vez. ¡Ay de aquel que quebrante la Ley!
Se miraron con extrañeza. Fingiendo indiferencia, comencé a escarbar despreocupadamente el suelo con el hacha. Vi que observaban los profundos cortes que hacía en la hierba.
Entonces el Sátiro planteó una duda, y yo le respondí. Una de aquellas cosas moteadas puso otra objeción, y una animada discusión surgió en torno al fuego. A cada momento me sentía más seguro de mí mismo. Ya no me quedaba sin respiración al hablar, como me sucediera al principio, a causa de la excitación. Al cabo de media hora había convencido a varios Monstruos de la veracidad de mis afirmaciones y había sembrado la duda en los demás.
Estuve pendiente en todo momento de mi enemigo, el Cerdo Hiena, pero no apareció. De vez en cuando me sobresaltaba un movimiento sospechoso, pero mi confianza renacía rápidamente. Luego, a medida que la luna descendía desde el cenit, los que escuchaban comenzaron a bostezar, mostrando los dientes a la luz de las brasas y, uno a uno, se retiraron a las guaridas del barranco. Temeroso del silencio y de la oscuridad, me fui tras ellos, pues sabía que estaba más seguro con varios que con uno solo.
Así empezó el período más largo de mi estancia en la isla del doctor Moreau. Pero desde esa noche y hasta el final sólo ocurrió un incidente digno de mención, amén de una interminable serie de pequeños detalles desagradables y de un desasosiego constante. De modo que prefiero no hacer una crónica de ese lapso de tiempo y ceñirme a un acontecimiento crucial en los diez meses que pasé en compañía de aquellas bestias semihumanas. Me dejaría cortar la mano derecha para olvidar muchas cosas que han quedado grabadas en mi memoria y que podría referir. Pero no añaden nada a la historia. Al volver la vista atrás, me sorprendo al recordar lo pronto que me adapté a las costumbres de los Monstruos y me gané su confianza. Tuve algunas peleas, de cuyas mordeduras aún conservo las cicatrices, pero no tardaron en mostrar un sano respeto por mi habilidad como lanzador de piedras y por el filo de mi hacha. La ayuda del Hombre Perro —leal como un San Bernardo— fue inestimable para mí. Descubrí que su sencilla escala de valores se basaba ante todo en la capacidad para producir heridas sangrantes. De hecho, puedo afirmar —espero que sin vanidad— que llegué a ocupar una posición preeminente entre ellos. Más de uno al que había malherido en alguna pelea me guardaba rencor, pero generalmente se limitaba a hacerme muecas, casi siempre a mis espaldas y a prudencial distancia de mis misiles.
El Cerdo Hiena me evitaba, y yo me mantenía alerta a su presencia en todo momento. Mi inseparable Hombre Perro lo odiaba y lo temía intensamente. Estoy seguro de que ésa era la razón de su apego a mí. Pronto comprendí que el Cerdo Hiena había probado la sangre y seguía el mismo camino que el Hombre Leopardo. Construyó una guarida en algún lugar del bosque y se volvió solitario. En una ocasión intenté convencer a los Salvajes para que le diesen caza, pero me faltó autoridad para que actuaran todos a una. Una y otra vez intenté acercarme a su guarida y sorprenderlo desprevenido, pero siempre era más rápido que yo y, al verme o sentir mi olor en el viento, tenía tiempo de escapar. Con sus emboscadas repentinas, también él hacía que los senderos del bosque resultasen peligrosos para mí y para mis aliados. El Hombre Perro apenas se atrevía a alejarse de mi lado.
Al cabo de un mes, y en comparación con su situación anterior, los Monstruos eran pasablemente humanos, y con alguno de ellos —aparte de mi compañero canino— llegué a portarme de manera tolerante y amistosa. El Perezoso me mostraba un raro afecto y me seguía a todas partes. El Hombre Mono, sin embargo, me fastidiaba sobremanera. Daba por hecho, fundándose en sus cinco dedos, que era mi igual, y se pasaba el día cotorreando y diciendo las mayores tonterías. Sólo había una cosa en él que me hacía gracia: tenía una fantástica habilidad para inventar palabras nuevas. Al parecer pensaba que el uso correcto del lenguaje consistía en farfullar palabras sin sentido. Llamaba a esto «grandes ideas», para distinguirlo de las «pequeñas ideas», es decir, de los detalles de la vida cotidiana. Cuando hacía un comentario que él no entendía, siempre lo alababa mucho y me pedía que lo repitiese para aprenderlo de memoria; luego iba repitiéndolo por todas partes para impresionar a los más ingenuos. No decía nada que fuese sencillo y comprensible. Inventé algunas «grandes ideas» para su uso particular. Ahora me parece que era la criatura más tonta que he conocido jamás: a la característica necedad del hombre sumaba prodigiosamente la estupidez natural del mono.
Esto, como digo, sucedió en las primeras semanas de soledad entre las bestias. Durante aquel tiempo respetaron las costumbres establecidas por la Ley y se comportaron con moderación. Volví a encontrar otro conejo descuartizado —por el Cerdo Hiena, con toda probabilidad—, pero eso fue todo. Fue hacia mayo cuando empecé a detectar cambios evidentes en su forma de hablar y de moverse, una mayor dificultad de articulación, un creciente desinterés por el lenguaje. El parloteo del Hombre Mono era más intenso que nunca, pero resultaba cada vez más incomprensible, más simiesco. Algunos parecían estar perdiendo la facultad del habla, aunque comprendían lo que les decía. ¿Puede alguien imaginar la pérdida y el embotamiento del lenguaje claro y conciso, su creciente ausencia de forma y significado, su transformación en mero sonido vacío? Además, empezaban a tener serias dificultades para caminar erguidos. Aunque era evidente que les producía mucha vergüenza, de vez en cuando sorprendía a alguno corriendo a cuatro patas, incapaz de recobrar la posición vertical. Sujetaban las cosas con mayor torpeza, bebían directamente con la boca, roían la comida y se mostraban cada día más zafios. Entendí mejor que nunca lo que Moreau me había dicho sobre la «obstinada carne de las bestias». Estaban regresando rápidamente a su estado primitivo.
Algunos —primero las hembras, según observé con cierta sorpresa— comenzaron a hacer caso omiso de las normas del decoro, casi siempre deliberadamente. Otros incluso se rebelaron en público contra la institución de la monogamia. Era evidente que la Ley se debilitaba a ojos vista. No puedo seguir con este desagradable asunto. Mi Hombre Perro se transformaba lentamente en perro a secas; poco a poco se fue volviendo más estúpido, más cuadrúpedo y más peludo. Apenas advertí la transición de compañero fiel a perro furtivo. A medida que crecían la negligencia y la desorganización, el camino de las cabañas, ya de por sí desagradable, se me hizo tan repugnante que tuve que abandonarlo y, atravesando otra vez la isla, me construí un cobertizo de ramas entre las negras ruinas del recinto de Moreau. El recuerdo del dolor que allí habían padecido hacía de aquél un lugar seguro para esconderse de los Monstruos.
Sería imposible detallar paso a paso la degeneración de los Monstruos: contar cómo perdían día a día los rasgos humanos, cómo se deshacían de sus trapos y sus vendas hasta prescindir por completo de la ropa, cómo empezaba a extenderse el pelo por sus extremidades desnudas, cómo se les hundía la frente y se les alargaba la cara. El solo recuerdo de la intimidad casi humana que había tenido con alguno de ellos durante el primer mes de mi soledad me espantaba.
La transformación se produjo de manera lenta e imparable. No fue una conmoción ni para ellos ni para mí. Aún podía sentirme seguro entre ellos, porque su regresión aún no había liberado la explosiva carga de animalidad que apagaba por momentos sus características humanas. Pero empecé a temer que la conmoción se produjese en cualquier momento. Mi San Bernardo me siguió hasta el recinto, y su vigilancia a veces me permitía dormir casi en paz. El Perezoso rosado se volvió asustadizo y regresó a su medio natural entre las ramas de los árboles. Nuestro estado de equilibrio era el mismo que el que quedaría en una de esas jaulas llenas de animales diversos que exhiben los domadores, si el domador las abandonara para siempre.
Pero estas criaturas no degeneraron en bestias como las que el lector habrá visto en los zoológicos, es decir, en vulgares osos, lobos, tigres, bueyes, cerdos o monos. Seguía habiendo algo extraño en su naturaleza; en cada uno de ellos Moreau había mezclado un animal con otro: uno tenía rasgos principalmente osunos, otro felinos, el de más allá bovinos, pero cada cual estaba contaminado por otras criaturas, y una especie de animalismo generalizado surgía bajo sus caracteres específicos. Todavía me sorprendían de vez en cuando ciertos rasgos humanos, como la recuperación momentánea del lenguaje hablado, la inesperada habilidad de las patas delanteras o algún penoso intento de caminar erguidos.
También yo debí de experimentar extraños cambios. Mi ropa era un puñado de andrajos amarillentos, a través de los cuales se veía la piel bronceada. Tenía el pelo larguísimo y enmarañado. Dicen que incluso ahora mis ojos conservan un brillo y una viveza inusuales.
Al principio pasaba el día en la playa meridional, oteando el horizonte, esperando el paso de un barco y rogando por su aparición. Confiaba en el regreso anual del Ipecacuanha, pero nunca llegaba. En cinco ocasiones divisé velas, y vi tres columnas de humo, pero nadie se detuvo en la isla. Tenía siempre una hoguera encendida, pero sin duda se atribuía el humo a la naturaleza volcánica de la isla.
Era ya septiembre u octubre cuando empecé a pensar seriamente en construir una balsa. Por aquel entonces el brazo ya estaba curado y podía servirme de las dos manos. Al principio me sentí impotente. Jamás había hecho un trabajo de carpintería ni cosa parecida, y me pasaba el día en el bosque, cortando troncos e intentando ensamblarlos. No tenía cuerdas ni encontraba con qué fabricarlas; las lianas eran muy abundantes, pero ninguna parecía suficientemente flexible y resistente al mismo tiempo y, con toda mi carga de educación científica, era incapaz de conferirles la flexibilidad y resistencia necesarias. Pasé más de dos semanas rebuscando entre las ruinas del recinto y en el lugar de la playa donde habían quemado los botes, en busca de clavos y otras piezas de metal desperdigadas que pudieran serme de utilidad. De vez en cuando se acercaba a mirar algún Monstruo, pero se alejaba dando saltos en cuanto le gritaba. Luego sobrevino una temporada de tormentas y lluvias torrenciales que retrasaron considerablemente mi trabajo, pero al fin la balsa quedó terminada.
Estaba orgulloso de ella. Pero, con esa falta de sentido práctico que siempre ha sido mi perdición, había construido la balsa a más de un kilómetro del mar, y antes de poder arrastrarla hasta la orilla se había hecho pedazos. Tal vez fuera una suerte para mí no poder botarla entonces, pero en ese momento, la desesperación por el fracaso fue tan grande que durante varios días no fui capaz de hacer nada más que vagar por la playa, contemplar el mar y pensar en la muerte.
Pero no tenía la menor intención de morir, y ocurrió un incidente que me hizo ver con claridad la insensatez de dejar pasar así los días, pues los Monstruos eran cada vez más peligrosos. Estaba tumbado a la sombra del muro del recinto, mirando al mar, cuando me sobresaltó el contacto de algo frío en el talón y, volviéndome bruscamente, vi al Perezoso que me miraba con asombro. Hacía tiempo que había perdido el habla y la capacidad de desplazarse con facilidad; el pelo lacio se había vuelto más espeso y sus gruesas garras más ganchudas. Al ver que había llamado mi atención, lanzó un débil gemido, regresó hacia la maleza y se volvió para mirarme.
Al principio no lo entendí, pero luego se me ocurrió que quizá quería que lo siguiera; entonces fui tras él, muy despacio, porque hacía mucho calor. Al llegar a los árboles comenzó a trepar por uno de ellos, pues se desplazaba mejor a través de las lianas que en tierra firme.
De repente, en un claro del bosque, me encontré con una escena espantosa: mi San Bernardo yacía muerto en el suelo, y junto a él, agazapado, estaba el Cerdo Hiena, desgarrando la carne palpitante con sus deformes garras; mordisqueándola y gruñendo con delectación. Al acercarme, el Monstruo levantó hacia mí unos ojos amenazadores, echó hacia atrás los labios, mostrando los dientes ensangrentados, y rugió con aire desafiante. No tenía miedo ni sentía vergüenza; había perdido el último vestigio de su procedencia humana. Avancé un paso, me detuve y saqué el revólver. Por fin estábamos frente a frente.
El animal no hizo amago de retroceder, sino que echó hacia atrás las orejas, se le erizó el pelo y encogió el cuerpo, dispuesto a saltar. Le apunté al entrecejo y disparé. En ese momento, la bestia se abalanzó sobre mí de un salto y me derribó como si fuera un bolo. Intentó agarrarme con la mano herida y me golpeó en la cara. Quedé atrapado bajo su cuerpo, mas, por fortuna, el disparo había sido certero y la bestia murió en el momento de saltar. Me lo quité de encima y me puse en pie, temblando, mirando asustado su cuerpo convulso. Por fin había pasado el peligro. Pero sabía que eso no era sino el comienzo de una larga serie de incidentes.
Quemé los dos cadáveres en una pira hecha con ramas. Ahora veía con claridad que, si no abandonaba la isla, mi muerte sería sólo cuestión de tiempo. Por aquel entonces los Monstruos, con alguna que otra excepción, habían abandonado el barranco y habían construido guaridas, cada cual a su manera, entre la maleza. Casi todos pasaban el día durmiendo, y la isla le habría parecido desierta a cualquier recién llegado; pero de noche el aire se poblaba de gritos y aullidos. Se me pasó por la cabeza la idea de hacer una masacre, tendiendo trampas o atacándolos con un cuchillo. Si hubiera tenido cartuchos suficientes, no habría vacilado en comenzar la matanza. No debían de quedar más de veinte carnívoros, y los más feroces ya habían muerto. Tras la muerte del pobre perro, mi último amigo, también yo adopté la costumbre de dormitar durante el día para permanecer alerta por la noche. Reconstruí mi guarida entre las ruinas del recinto, dejando una entrada muy estrecha, de tal modo que quien intentase traspasarla tuviera que hacer mucho ruido. Los Monstruos habían olvidado el arte del fuego y sentían hacia él un renovado temor. Me puse de nuevo, casi frenéticamente, a ensamblar ramas y estacas para construir una balsa en la que poder huir.
Topé con mil dificultades. Soy un hombre muy torpe —cuando terminé mis estudios aún no se había adoptado el método Slöjd—, pero de una u otra forma, y no sin complicaciones, logré satisfacer las exigencias de mi obra, y esta vez me preocupé ante todo de su solidez. El único obstáculo insalvable era que no tenía ningún recipiente donde almacenar el agua, tan necesaria para navegar por aquellos mares poco frecuentados. Habría intentado hacer uno de cerámica, pero en la isla no había arcilla. Me dediqué a rastrear el terreno, poniendo todo mi empeño en resolver esta última dificultad. A veces sufría violentos ataques de ira y, en esos momentos de intolerable agitación, derribaba a hachazos el tronco de un desdichado árbol, sin por ello hallar una solución.
Entonces llegó un día, un maravilloso día, que pasé en completo éxtasis. Hacia el sudeste divisé una vela, una vela minúscula como la de una goleta pequeña, y al momento encendí una gran hoguera de ramas, y me quedé junto a ella, vigilando, pese al calor del fuego y al calor del sol de mediodía. Observé aquella vela durante el día entero, sin comer ni beber nada, hasta el punto de que la cabeza empezó a darme vueltas; los Monstruos se me acercaban, me miraban con asombro y se marchaban. El barco aún estaba lejos cuando desapareció en la oscuridad de la noche; trabajé con ahínco durante toda la noche para mantener vivo el fuego, y sus llamas se elevaban altas y resplandecientes mientras los maravillados ojos de los Monstruos brillaban en las tinieblas. Al alba, el barco estaba más cerca, y pude distinguir la vela sucia de una pequeña embarcación. Tenía la vista cansada tras las largas horas de observación y, aunque me esforzaba por ver con claridad, no podía creer lo que estaba viendo. Había dos hombres a bordo, uno en la proa y el otro al timón. Pero el barco navegaba de un modo extraño. La proa no se mantenía al viento, sino que avanzaba dando guiñadas.
Cuando clareó el día, me puse a hacerles señas agitando el último jirón de mi chaqueta; pero no me vieron y siguieron sentados uno frente a otro. Fui hasta la punta del promontorio, gesticulando y gritando sin obtener respuesta, mientras el barco continuaba sin rumbo fijo, acercándose lenta, muy lentamente, a la bahía. De repente, sin que ninguno de los dos hombres hiciera el menor movimiento, un enorme pájaro blanco alzó el vuelo desde la embarcación, describió un círculo y pasó volando por encima de mi cabeza con sus poderosas alas extendidas.
Entonces dejé de gritar, me senté en el promontorio y, apoyando la barbilla entre las manos, continué mirando la extraña embarcación. Despacio, muy despacio, el barco derivaba hacia el oeste. Podría haber nadado hasta alcanzarlo, pero una especie de temor impreciso me retuvo. Por la tarde, la corriente lo arrastró hasta la arena, a unos cien metros al oeste del recinto en ruinas.
Los hombres que la ocupaban estaban muertos, llevaban muertos tanto tiempo que se cayeron a pedazos cuando intenté desembarcarlos. Uno de ellos tenía una melena roja como la del capitán del Ipecacuanha, y en el fondo del barco había una gorra blanca, muy sucia. Mientras estaba junto al bote, tres de los Monstruos salieron sigilosamente de la maleza y se me acercaron olfateando. Al verlos sentí un arrebato de asco. Empujé la embarcación con todas mis fuerzas para reflotarla y subí a bordo. Dos Hombres Lobo se acercaban con hocicos temblorosos y ojos relucientes; el tercero era ese indescriptible horror, mezcla de toro y oso.
Cuando vi que se acercaban a esos restos miserables, lanzándose gruñidos amenazadores y mostrando los blancos colmillos, un espantoso horror sucedió a mi repulsión. Les di la espalda, recogí la vela y me hice a la mar sin atreverme a mirar atrás.
Aquella noche me mantuve entre los arrecifes y la isla, y a la mañana siguiente volví al arroyo para llenar de agua el barril que había encontrado en la barca. Luego, con toda la paciencia de que fui capaz, recogí algunas frutas y cacé dos conejos con mis tres últimos cartuchos. Había dejado el bote amarrado a un saliente del arrecife por temor a los Monstruos.