Una vez terminamos la tarea, nos lavamos y comimos. Entramos en mi cuartito y, por primera vez, analizamos seriamente nuestra situación. Era casi medianoche. Montgomery estaba prácticamente sobrio, pero muy alterado. Moreau siempre había ejercido sobre él una extraña influencia. Creo que jamás se le había pasado por la cabeza que Moreau pudiera morir. El desastre había destruido en un momento los hábitos que durante los diez o más largos años de estancia en la isla habían llegado a formar parte de su carácter. Hablaba siempre en términos muy vagos, respondía a mis preguntas con evasivas y llevaba la conversación hacia temas generales.
—¡Este estúpido mundo! —dijo—. ¡Qué complicado es todo! No he vivido hasta ahora. Me pregunto cuándo empezaré. Dieciséis años tiranizado por niñeras y maestros de escuela, sometido a su santa voluntad; cinco años en Londres estudiando medicina con ahínco: mala comida, alojamientos miserables, ropas raídas, vicios lamentables. Jamás he conocido nada mejor. Luego, empujado a esta isla infernal… ¡Diez años aquí! ¿Y todo para qué, Prendick? ¿Somos como las pompas de jabón que soplan los niños?
Resultaba difícil comprender sus desvaríos.
—Lo que debemos hacer ahora es encontrar el modo de salir de esta isla —dije.
—¿Y qué tiene eso de bueno? Soy un proscrito. ¿Adónde voy a ir? Usted lo ve todo muy bien, Prendick. ¡Pobre Moreau! No podemos dejarlo en esta isla para que profanen sus huesos. Además, ¿qué va a ser de los Salvajes buenos?
—Está bien. Mañana nos ocuparemos de ello. He pensado que podríamos hacer una pira e incinerar su cuerpo. Y respecto a esas otras cosas… ¿Qué pasará con los Salvajes?
—No lo sé. Supongo que los que descienden de animales de presa acabarán como fieras tarde o temprano. Pero no podemos matarlos a todos. ¿No? Imagino que es eso lo que «sus» sentimientos humanitarios le sugieren… Pero cambiarán. Estoy seguro.
Continuó así, sin decir nada en claro, hasta que perdí la paciencia.
—¡Maldición! —exclamó malhumorado—. ¿No se da cuenta de que mi situación es mucho más difícil? —Se levantó y fue a buscar el coñac. Luego volvió y dijo—: ¡Beba! ¡Especie de santo ateo, destructor de la lógica! ¡Beba!
—No quiero —respondí. Y continué sentado con solemnidad, observando su rostro bajo el fulgor amarillento de la parafina, mientras la embriaguez lo sumía en un estado de locuaz tristeza. Lo recuerdo como algo infinitamente aburrido. Luego pasó a hacer una sensiblera apología de M’ling y los Salvajes.
Dijo que M’ling era el único ser que se había preocupado por él. Entonces se le ocurrió una idea luminosa.
—¡Seré estúpido! —dijo, poniéndose en pie y agarrando la botella de coñac. Una súbita intuición me hizo adivinar cuál era su propósito.
—¡No se le ocurra dar alcohol a esa bestia! —exclamé, levantándome y haciéndole frente.
—¿Bestia? —dijo—. Usted es la bestia. Él bebe como todo hijo de vecino. ¡Quítese de en medio, Prendick!
—¡Por el amor de Dios! —exclamé.
—¡Quítese… de en medio! —rugió, sacando el revólver de repente.
—Muy bien —dije, y me aparté con la intención de lanzarme sobre él en cuanto pusiera la mano en el picaporte. Pero renuncié a ello al recordar que tenía un brazo roto—. Se ha convertido en un Salvaje. ¡Váyase con las bestias!
Abrió la puerta de par en par y se detuvo en el umbral, mirándome casi de frente, bajo el resplandor amarillo de la lámpara y la pálida luz de la luna; sus ojos eran dos manchas negras bajo sus pobladas cejas.
—¡Es usted un perfecto idiota, Prendick! Siempre asustado y fantaseando. Hemos llegado al límite. Es muy posible que mañana me corte el gaznate. Pero esta noche voy a permitirme una buena fiesta.
Se dio la vuelta y salió al exterior.
—¡M’ling! ¡M’ling, querido amigo! —gritó.
Tres figuras borrosas se acercaban por la orilla de la pálida playa, bajo la plateada luz de la luna; una de ellas iba cubierta de vendas blancas, las otras la seguían como dos manchas negras.
Se detuvieron a observar algo. En ese momento, M’ling dobló la esquina de la casa.
—¡Bebed! —gritó Montgomery—. ¡Bebed, bestias! ¡Bebed como hombres! ¡Vaya, soy el más listo! ¡Moreau se olvidó de esto! Éste es el retoque final. ¡Bebed, os digo!
Y con la botella en la mano, salió corriendo en dirección oeste, mientras M’ling se colocaba entre él y las tres borrosas figuras que lo seguían.
Fui hasta la puerta. Hasta que Montgomery se detuvo casi no pude distinguirlos a la luz de la luna. Vi cómo le ofrecía coñac a M’ling y que sus figuras se fundieron en una forma confusa.
—¡Cantad! —oí gritar a Montgomery—. ¡Cantad todos! ¡Maldito sea Prendick!… ¡Prendick!
El oscuro grupo se desmembró en cinco figuras que poco a poco se alejaron de mí por la franja de la playa iluminada. Gritaban todos a pleno pulmón, insultándome o dando rienda suelta a esa nueva inspiración motivada por el coñac.
Después oí la voz de Montgomery a lo lejos que gritaba:
—¡A la derecha!
Y el grupo se perdió con sus aullidos en la negrura de los árboles. Poco a poco, muy poco a poco, se retiraron en silencio.
La noche recobró su apacible esplendor. La luna, que para entonces ya había alcanzado el cenit, cabalgaba por el desierto cielo azul, llena y resplandeciente.
La sombra de la pared, negra como la tinta, se extendía a mis pies sobre un espacio de un metro de anchura. Hacia el este, el mar tenía un misterioso tono oscuro, y entre el mar y la sombra, las arenas grises, de obsidiana, resplandecían como una playa de diamantes. La lámpara de parafina ardía a mis espaldas con rojiza y cálida llama.
Cerré la puerta, eché la llave y entré en el recinto donde el cadáver de Moreau yacía junto a sus últimas víctimas (los podencos, la llama y otras infortunadas bestias) con expresión apacible, pese a su terrible muerte. Sus ojos abiertos contemplaban la blanca quietud de la luna en lo alto del cielo. Me senté en el borde del sumidero y, con la mirada fija en aquel haz fantasmagórico de luz plateada y sombras inquietantes, me dispuse a planear lo que iba a hacer.
Por la mañana metería algunas provisiones en el bote y, tras prender fuego a la pira que tenía ante mí, me adentraría de nuevo en la desolación del mar. Comprendía que no había manera de ayudar a Montgomery, pues era casi como un Salvaje, incapaz de relacionarse con las personas.
No sé cuánto tiempo estuve allí sentado, haciendo planes. Debió de ser aproximadamente una hora. Luego, mis cavilaciones se vieron interrumpidas por el regreso de Montgomery. Oí un aullido procedente de muchas gargantas —una confusión de gritos de júbilo, jadeos y alaridos que descendía hasta la playa— y que parecía llegar desde algún punto cercano a la orilla. El alboroto creció y después se extinguió. Más tarde oí unos golpes fuertes y el crujir de la madera al partirse, pero entonces no me preocupó lo más mínimo.
Luego comenzó un canto disonante.
Mis pensamientos volvieron a centrarse en el modo de escapar. Me levanté, tomé la lámpara y entré en un cobertizo para coger unos barriles que había visto.
Encontré unas latas de galletas y, decidido a investigar su contenido, abrí una de ellas. Creí ver algo por el rabillo del ojo —una figura roja— y me volví bruscamente.
A mis espaldas se extendía el patio, de un blanco y negro intenso bajo la luz de la luna, donde se alzaba el montón de madera y los haces de leña sobre los que yacían Moreau y sus mutiladas víctimas, unos encima de otros. Parecían agarrarse mutuamente en una especie de cuerpo a cuerpo final. Sus heridas eran negras como la noche, y la sangre que de ellas había brotado formaba manchas negras sobre la arena. Entonces, sin comprender todavía bien, descubrí la causa de mi sobresalto: era un resplandor rojizo que bailaba en la pared de enfrente. No supe interpretarlo y, pensando que se trataba del reflejo de mi propia lámpara, volví al cobertizo.
Seguí revolviendo con la torpeza de un manco todo cuanto allí había, escogiendo lo que me parecía útil y separándolo para cargarlo en la lancha al día siguiente. Mis movimientos eran lentos y el tiempo pasó deprisa. Cuando quise darme cuenta ya era de día.
El canto se fue apagando para dar paso a un clamor, luego se reanudó y, de repente, se transformó en tumulto. Oía gritos de «¡más, más!», un ruido como de lucha y un súbito alarido. El cambio de sonidos era tan evidente que llamó mi atención. Salí al patio y escuché. Luego, como un cuchillo que rasgase la confusión, se oyó el disparo de un revólver.
Crucé precipitadamente la habitación hacia la puerta. Algunos baúles resbalaron y se desplomaron en el suelo del cobertizo con estrépito de cristales rotos. Pero no les presté atención, sino que abrí la puerta de par en par y miré al exterior.
En la cabaña de la playa, cerca de la costa de las lanchas, ardía una hoguera cuyas chispas se desdibujaban en la imprecisión del amanecer. En torno a ella forcejeaba una masa de figuras negras. Oí que Montgomery me llamaba y eché a correr hacia la hoguera, revólver en mano. Vi la rosada lengua de fuego del revólver de Montgomery lamer el suelo y luego caer a tierra. Grité con todas mis fuerzas y disparé al aire.
Oí que alguien gritaba: «¡El Maestro!». La enmarañada lucha se dispersó en núcleos aislados y el fuego ascendió en gran llamarada y disminuyó casi hasta apagarse. Presa de un repentino pánico, la multitud de Monstruos pasó corriendo ante mí playa arriba. En mi estado de agitación, disparé contra ellos mientras desaparecían entre la maleza. Entonces me volví hacia los montones negros que había en el suelo.
Montgomery yacía boca arriba con la bestia de pelo gris encima de él. El Monstruo había muerto, pero seguía aferrado al cuello de Montgomery con sus garras en curva. Junto a ellos se encontraba M’ling, tumbado boca abajo y completamente inmóvil, degollado y con el cuello de una botella de coñac rota en la mano. Otros dos cuerpos yacían junto al fuego. Uno de ellos estaba inmóvil; el otro se quejaba de vez en cuando, levantando lentamente la cabeza y dejándola caer de nuevo.
Agarré al Monstruo Gris y lo aparté del cuerpo de Montgomery; las garras le destrozaron la ropa mientras yo lo arrastraba, como si no quisiera separarse de él.
Montgomery tenía el rostro amoratado y respiraba con dificultad. Le arrojé agua del mar a la cara y puse mi abrigo en el suelo a guisa de almohada para que apoyara la cabeza. M’ling había muerto. La criatura herida que estaba junto al fuego —un Hombre Lobo de barba gris— yacía con la parte superior del cuerpo sobre las brasas aún ardientes. Tan lastimoso era el estado de la pobre bestia que, por compasión, le salté la tapa de los sesos. El otro monstruo era uno de los Hombres Toro cubiertos de vendas blancas. También estaba muerto.
Los demás habían desaparecido de la playa. Regresé junto a Montgomery y me arrodillé a su lado, maldiciendo mi ignorancia en medicina.
El fuego se había extinguido y sólo quedaban ascuas en medio de las cenizas. Me pregunté dónde podía haber encontrado Montgomery toda aquella madera. Estaba amaneciendo y el cielo se aclaraba a medida que la luna, cerca ya de su ocaso, se tornaba más pálida y opaca en el luminoso azul del nuevo día. Hacia levante, el cielo se teñía de rojo.
Entonces oí un ruido sordo y un silbido igualmente apagado a mis espaldas, y, mirando alrededor, me puse en pie de un salto con un grito de horror. Grandes masas de humo negro ascendían contra el amanecer ardiente procedentes del recinto, y entre su turbulenta negrura parpadeaban las llamas rojas como la sangre. El techo de paja se incendió; las llamas ascendían por la pendiente y una lengua de fuego salía por la ventana de mi habitación.
De repente comprendí lo ocurrido. Recordé el ruido que oí al caerse las cajas. Cuando corrí en ayuda de Montgomery había volcado la lámpara, derramando el líquido sobre los baúles.
Al instante supe que era imposible salvar nada de lo que había en el recinto. Mi mente volvió a centrarse en el plan de huida y volví rápidamente la mirada buscando los dos botes varados en la playa. ¡Ya no estaban! Había dos hachas en la arena junto a mí; el suelo estaba cubierto de astillas, y las negras cenizas de la hoguera llenaban de humo el amanecer. Montgomery había quemado los botes para vengarse de mí e impedir mi regreso a la civilización.
Un súbito ataque de ira se apoderó de mí. Estuve a punto de patearle la cabeza mientras yacía indefenso a mis pies. Entonces movió una mano tan débil y lastimosamente que mi rabia se esfumó. Lanzó un gemido y abrió los ojos un instante.
Me arrodillé a su lado y le ayudé a levantar la cabeza. Volvió a abrir los ojos, mirando en silencio el amanecer, y su mirada se cruzó con la mía. Sus párpados cayeron.
—Lo siento —dijo con gran esfuerzo. Parecía que intentaba pensar—. Es el fin —murmuró—, el fin de este estúpido mundo. ¡Qué desastre!
Yo escuchaba. Su cabeza cayó hacia un lado. Pensé que un trago podría reanimarlo, pero no tenía a mi alcance bebida alguna ni recipiente en que traerla. De pronto su cuerpo me pareció más pesado. Se me heló el corazón.
Me incliné sobre su rostro y metí la mano por la camisa desgarrada. Estaba muerto y, mientras moría, una línea al rojo vivo, el limbo del sol, ascendió por levante más allá de la bahía, esparciendo sus rayos por el cielo y transformando el oscuro mar en un torbellino de luz cegadora que glorificaba su rostro contraído por la muerte.
Le apoyé suavemente la cabeza sobre la tosca almohada que había improvisado, y me puse en pie. Ante mí se extendía la radiante desolación del mar, la horrible soledad que tanto me había hecho sufrir; y a mis espaldas, la isla en calma bajo la aurora, con sus Monstruos silenciosos e invisibles. El recinto, con todas las provisiones y la munición, ardía con gran estrépito, súbitas bocanadas de fuego, violentas crepitaciones y algún que otro estallido. La densa humareda ascendía por la playa alejándose de mí y rozando las lejanas copas de los árboles en dirección a las cabañas del barranco. A mi lado descansaban los restos carbonizados de los botes y aquellos cinco cadáveres.
Entonces, de entre la maleza surgieron tres Monstruos de hombros encorvados, cabezas salientes, manos deformes, torpes ademanes y mirada inquisitiva y hostil; avanzaron hacia mí con gestos vacilantes.