Apenas habían pasado seis semanas, y había perdido todo sentimiento salvo el de aversión y odio hacia los infames experimentos de Moreau. No pensaba más que en alejarme de aquellas horribles caricaturas de la imagen de mi Hacedor y en regresar al sano y agradable trato con los hombres. Mis semejantes, de los que me encontraba apartado, comenzaron a cobrar en mi recuerdo una virtud y una belleza idílicas. Mi conato de amistad con Montgomery no prosperó. Su prolongado aislamiento, su alcoholismo y la evidente simpatía que sentía por los Salvajes lo echaron todo a perder. En varias ocasiones dejé que fuera solo con ellos. Hacía todo lo posible por evitar el contacto con las bestias.
Pasaba cada vez más tiempo en la playa, en espera de algún navío libertador que nunca aparecía, hasta que un día cayó sobre nosotros una terrible desgracia, que modificaría por completo mi extraño entorno.
Habían transcurrido siete u ocho semanas desde mi llegada —quizá más, pues no me había molestado en llevar la cuenta— cuando sobrevino la catástrofe. Ocurrió una mañana, muy temprano, creo que alrededor de las seis. Me había levantado y había desayunado pronto, despertado por el ruido de tres Monstruos que transportaban madera hasta el recinto.
Después del desayuno me acerqué hasta la entrada del recinto, que estaba abierta, y me detuve a fumar un cigarrillo y a disfrutar del frescor de la mañana. Al poco apareció Moreau, por una esquina, y me saludó.
Pasó a mi lado y le oí abrir la puerta a mis espaldas y entrar en su laboratorio. Tan acostumbrado estaba para entonces a los horrores del lugar que, sin el menor atisbo de emoción, escuché cómo el puma iniciaba un nuevo día de tortura. La víctima recibió a su verdugo con un furioso aullido.
Entonces sucedió algo inesperado. Todavía no sé muy bien qué fue. Oí un grito a mis espaldas, un derrumbamiento y, al volverme, vi un rostro espantoso que se abalanzaba sobre mí: no era humano ni animal, sino diabólico y oscuro, surcado de cicatrices rojas, con los ojos desprovistos de párpados e inflamados. Levanté un brazo para detener el golpe, que me hizo caer de cabeza y romperme el brazo, mientras el Monstruo, cubierto con vendas ensangrentadas, saltaba por encima de mí y desaparecía.
Rodé y rodé por la playa, intenté incorporarme y caí sobre el brazo roto. Entonces apareció Moreau, con su enorme cara blanca aún más terrible a causa de la sangre que brotaba de su frente. Llevaba un revólver en la mano. Apenas me miró, y salió corriendo precipitadamente tras el puma.
Me apoyé sobre el otro brazo y me incorporé. La figura vendada corría a grandes saltos por la playa, seguida por Moreau.
El puma volvió la cabeza y, al ver a Moreau, giró bruscamente y se dirigió hacia los matorrales. Le ganaba terreno a cada paso. Se adentró en la maleza mientras Moreau, que corría en diagonal para interceptarlo, disparaba y erraba el tiro. La bestia desapareció. Luego, también Moreau se perdió entre el confuso verdor.
Empezó a dolerme el brazo y, lanzando un gemido, logré ponerme en pie. En ese momento, Montgomery salió por la puerta, vestido y revólver en mano.
—¡Dios mío, Prendick! —dijo, sin advertir que yo estaba herido—. ¡Esa bestia se ha escapado! Ha arrancado los grilletes de la pared. ¿Lo ha visto? —Y luego, al ver que me agarraba el dolorido brazo, preguntó bruscamente—: ¿Qué pasa?
—Estaba en la puerta —respondí.
Se acercó y me cogió el brazo.
—Tiene sangre en la manga —dijo, subiendo la franela. Se guardó el arma en el bolsillo, me palpó el brazo para cerciorarse de los puntos dolorosos y me llevó a la casa—. Tiene el brazo roto. Dígame qué ocurrió exactamente.
Con frases entrecortadas y jadeos de dolor, le conté lo que había visto, mientras con gran habilidad y rapidez, él me vendaba el brazo. Me lo puso en cabestrillo, se levantó y me miró.
—Se pondrá bien —dijo—. ¿Y ahora qué?
Se quedó pensativo. Luego salió y cerró las puertas del recinto. Estuvo un rato ausente.
A mí me preocupaba sobre todo mi brazo. El otro incidente me parecía una de tantas cosas terribles. Me senté en la hamaca y, he de admitirlo, maldije la isla con todas mis fuerzas.
Cuando Montgomery regresó, la leve sensación de dolor que al principio tenía en el brazo se hizo insoportable.
Montgomery estaba pálido y mostraba el labio inferior más caído que nunca.
—No he visto ni oído rastro de él —dijo—. Puede que necesite ayuda.
Me miró con sus inexpresivos ojos y acto seguido añadió:
—Era un animal bastante fuerte. Arrancó los grilletes de la pared.
Se dirigió hacia la ventana, luego hacia la puerta, y por fin se volvió hacia mí.
—Volveré a buscarlo —dijo—. Puedo dejarle otro revólver. A decir verdad, estoy preocupado.
Fue a por el arma y la dejó sobre la mesa. Se marchó, dejando en el ambiente una contagiosa sensación de inquietud. Cuando hubo salido me levanté, cogí el revólver y abandoné la casa.
Reinaba una calma sepulcral. No corría ni gota de aire. El mar estaba como un espejo, el cielo completamente despejado y la playa desierta. En ese estado semiagitado y febril en que me hallaba, tanta calma me resultaba opresiva.
Intenté silbar, pero la melodía se desvaneció en mis labios. Volví a maldecir, por segunda vez en esa mañana. Después fui hasta la esquina del recinto y miré tierra adentro, hacia los matorrales que se habían tragado a Moreau y a Montgomery. ¿Cuándo volverían? ¿Y cómo?
En ese momento, muy lejos, al otro extremo de la playa surgió un pequeño Salvaje gris que corrió hasta la orilla y empezó a chapotear en el agua. Fui hasta la puerta, luego hasta la esquina, y así comencé a ir y venir como un centinela de guardia. En una ocasión me detuvo la voz de Montgomery, que gritaba en la distancia:
—¡Moreau!
El brazo me dolía menos, pero me ardía. Tenía fiebre y sed. Mi sombra se hacía cada vez más pequeña. Observé aquella figura distante hasta que desapareció de mi vista.
¿Regresarían Moreau y Montgomery?
Tres aves marinas se disputaban una presa encontrada en la playa.
De pronto oí un disparo muy lejano, por detrás del recinto. Luego, un largo silencio y después otro disparo. A continuación se oyó una especie de aullido más cercano y otro lúgubre silencio. Mi pobre imaginación comenzó a funcionar febrilmente para atormentarme. Sonó otro disparo muy cercano.
Sobresaltado, fui hasta la esquina y vi a Montgomery con el rostro congestionado, el pelo alborotado y el pantalón desgarrado a la altura de la rodilla. Su rostro denotaba una profunda consternación. Tras él venía su ayudante, M’ling, con unas inquietantes manchas oscuras alrededor de la boca.
—¿Ha vuelto? —preguntó Montgomery.
—¿Moreau? —dije yo—. No.
—¡Dios mío! —estaba jadeando, casi sollozaba por la falta de aliento—. Entre en la casa. Se han vuelto locos. Andan todos corriendo por ahí como locos. ¿Qué habrá pasado? No lo sé. Se lo diré cuando recupere el aliento. ¿Dónde hay un poco de coñac?
Entró en la habitación cojeando y se sentó en la hamaca. M’ling se tiró al suelo en el umbral de la puerta y empezó a jadear como un perro. Traje un poco de coñac con agua para Montgomery. Estaba sentado, con la mirada perdida en el infinito, intentando recobrar el aliento. Al cabo de un rato me contó lo que había ocurrido.
Les había seguido el rastro durante un rato. Al principio era bastante claro, porque la maleza estaba pisoteada y había jirones de las vendas del puma enganchadas en las ramas e incluso manchas de sangre en las hojas de los matorrales. Pero perdió el rastro en el pedregal, más allá del arroyo donde yo había visto al Monstruo bebiendo, y continuó hacia el oeste, llamando a gritos a Moreau.
Luego se había encontrado con M’ling, que llevaba un hacha. M’ling no había visto nada. Estaba cortando leña cuando oyó a Montgomery llamar a Moreau. Se pusieron a gritar al unísono. Dos Salvajes se acercaron agazapados y los observaron desde la maleza, gesticulando y andando de un modo que a Montgomery le resultó alarmante. Montgomery los llamó, y huyeron como quien ha cometido una fechoría. Entonces dejó de gritar y, tras caminar durante un rato sin rumbo fijo, decidió finalmente visitar las cabañas.
El barranco estaba desierto. Cada vez más alarmado, volvió sobre sus pasos. Fue entonces cuando se encontró con los dos Hombres Cerdo a los que yo había visto bailar la noche de mi llegada; tenían la boca manchada de sangre y parecían excitadísimos. Venían pisoteando los helechos y, al ver a Montgomery, se detuvieron con fiera expresión.
Montgomery hizo restallar su látigo y, al instante, las bestias se abalanzaron sobre él. Jamás se habían atrevido a hacer nada igual. A uno le pegó un tiro en la cabeza, mientras M’ling se lanzaba sobre el otro y los dos rodaban por el suelo.
M’ling quedó atrapado debajo de la bestia, que estaba a punto de hincarle los dientes en el cuello, cuando Montgomery le pegó un tiro. Le costó convencer a su ayudante para que continuase con él.
Luego regresaron rápidamente al recinto, donde yo los aguardaba. Durante el camino, M’ling se había lanzado precipitadamente sobre un matorral y había sacado a un Hombre Ocelote muy pequeño, que también sangraba a causa de una herida que tenía en el talón y que le hacía cojear. La bestia intentó correr y se dirigió violentamente hacia la bahía. Entonces, Montgomery —creo que con cierta crueldad— lo mató.
—¿Qué significa todo esto? —pregunté. Él sacudió la cabeza y volvió a su coñac.