Pero mi inexperiencia como escritor me delata, y estoy perdiendo el hilo de la narración. Después de desayunar con Montgomery, lo acompañé a dar un paseo por la isla para ver la fumarola y las fuentes termales, en cuyas aguas hirvientes había caído por sorpresa el día anterior. Los dos llevábamos látigos y revólveres cargados. Al cruzar una frondosa jungla camino de la fumarola, oímos el grito de un conejo. Nos detuvimos a escuchar, sin oír nada más, y proseguimos la marcha. Montgomery llamó mi atención sobre ciertos animalillos rosados de largas patas traseras que brincaban entre la maleza. Me explicó que habían sido creados a partir de la descendencia de los Monstruos de Moreau, con la intención de que sirvieran de alimento, pero el hábito conejil de devorar a sus crías desbarató los planes del doctor. Yo ya había tropezado con algunos: una vez cuando huía del Hombre Leopardo, a la luz de la luna, y otra vez el día anterior, mientras Moreau me perseguía. Casualmente, uno de ellos, al tratar de evitarnos, cayó por azar en un agujero de un árbol arrancado por el viento. Logramos atraparlo antes de que pudiera salir de allí. Escarbaba como un gato, arañando y pataleando furiosamente con las patas traseras, y hasta intentó mordernos, pero no tenía los dientes fuertes y su mordisco no dolía más que un simple pellizco. Me pareció un precioso animalillo, y como Montgomery me explicó que nunca destrozaba el césped excavando y era de costumbres muy limpias, pensé que podría resultar un buen sustituto del conejo común para los parques y jardines particulares.
Durante el camino vimos el tronco de un árbol, completamente astillado y cortado en tiras largas. Montgomery llamó mi atención al respecto.
—No arañarás la corteza de los árboles; ésa es la Ley —dijo—. Mire cómo la respetan algunos.
Creo que poco después nos encontramos con el Sátiro y el Hombre Mono. El Sátiro era un alarde de clasicismo por parte de Moreau. Tenía la expresión de una oveja, la voz como un balido ronco y las extremidades inferiores casi satánicas. Pasó junto a nosotros mordisqueando una cáscara de fruta. Los dos saludaron a Montgomery.
—¡Hola al Otro Hombre del látigo! —dijeron.
—Ahora somos tres con látigo, de modo que andaos con cuidado —respondió Montgomery.
—¿Él no es fabricado? —preguntó el Hombre Mono—. Él dijo que lo habían fabricado.
El Sátiro me miró con curiosidad.
—El Tercero con látigo, el que se mete llorando en el mar, tiene la cara pálida y delgada.
—También tiene un látigo largo y delgado —dijo Montgomery.
—Ayer lloraba y sangraba —insistió el Sátiro.
—Tú nunca sangras ni lloras. El Maestro no sangra ni llora.
—¡Maldito pordiosero! —exclamó Montgomery—. Tú también sangrarás y llorarás si no tienes cuidado.
—Tiene cinco dedos; es un hombre de cinco dedos, como yo —dijo el Hombre Mono.
—Vamos, Prendick —dijo Montgomery, cogiéndome del brazo.
El Sátiro y el Hombre Mono se quedaron observándonos y haciendo comentarios en voz baja.
—No dice nada —dijo el Sátiro—. Los hombres tienen voz.
—Ayer me preguntó dónde había comida —respondió el Hombre Mono—. No lo sabía.
Luego continuaron hablando en voz muy baja y oí que el Sátiro se reía. De regreso encontramos un conejo muerto. El cuerpo ensangrentado del pobre animal estaba hecho pedazos y no había duda de que alguien le había roído el espinazo. Montgomery se detuvo.
—¡Dios mío! —exclamó, recogiendo algunas de las trituradas vértebras para examinarlas más de cerca—. ¡Dios mío! ¿Qué significa esto?
—Que algunos de sus carnívoros ha estado recordando viejas costumbres —dije, tras una pausa—. Han roído el espinazo de cabo a rabo.
Lo miró con el rostro blanco como el papel y torció el gesto.
—¡Esto no me gusta! —dijo despacio.
—Yo ya vi algo parecido el día de mi llegada —dije.
—¿Qué demonios era?
—Un conejo con la cabeza arrancada de cuajo.
—¿El día de su llegada?
—El día de mi llegada. Entre los matorrales que hay detrás del recinto. Cuando vine hasta aquí al atardecer. Le habían arrancado la cabeza.
Montgomery lanzó un silbido largo y débil.
—Y es más, creo que sé quien lo hizo. Es sólo una sospecha, pero antes de encontrar al conejo vi a uno de los Monstruos bebiendo en el arroyo.
—¿Sorbiendo el agua con la boca?
—Sí.
—No sorberás el agua; ésa es la Ley. Ya se ve el respeto que los Monstruos muestran por la Ley cuando Moreau no anda por ahí, ¿eh?
—Fue el que me siguió.
—Por supuesto —asintió Montgomery—; eso es justo lo que hacen los carnívoros. Después de matar, beben. Es por el sabor de la sangre. Pero ¿cómo era? ¿Podría reconocerlo?
Echó un vistazo a nuestro alrededor, a horcajadas sobre los sangrientos despojos del conejo, recorriendo con la mirada las sombras del follaje y los escondites de la selva que nos rodeaba.
—El sabor de la sangre —repitió.
Sacó el revólver, examinó los cartuchos y lo cargó. Luego empezó a tirarse del labio inferior.
—Creo que podría reconocerlo. Lo dejé sin sentido. Seguro que tiene una buena herida en la frente.
—Pero tenemos que demostrar que fue él quien mató al conejo —dijo Montgomery—. ¡Ojalá no los hubiera traído nunca!
Yo habría continuado mi camino, pero Montgomery se quedó allí, rompiéndose la cabeza con aquel asunto del conejo mutilado. Me alejé para no ver los restos del conejo.
—¡Vamos! —dije.
Entonces pareció reaccionar y vino hacia mí.
—¿Sabe? Todos ellos parecen tener una especie de fijación y se niegan a comer nada que corretee por la tierra.
—Si alguna de esas bestias ha llegado accidentalmente a probar la sangre… —dijo, casi en un susurro.
Seguimos caminando en silencio.
—Me pregunto qué puede haber pasado —murmuró para sí.
Y luego, tras una pausa, añadió:
—El otro día cometí una tontería. Le enseñé a mi criado a despellejar y a guisar un conejo. Es extraño… lo vi chupándose los dedos… En ningún momento se me ocurrió que… Debemos poner fin a esto. Tengo que decírselo a Moreau.
Durante el camino de vuelta no pensó en otra cosa. Moreau se tomó el asunto aún más en serio que Montgomery, y huelga decir que me contagiaron su preocupación.
—Tenemos que darles un castigo ejemplar —dijo Moreau—. Estoy seguro de que el culpable es el Hombre Leopardo. Pero ¿cómo podríamos probarlo? Ojalá hubiese sabido controlar su afición por la carne, Montgomery; de ser así no tendríamos estas alarmantes noticias. Nos podemos meter en un buen lío.
—He sido un estúpido —admitió Montgomery—. Pero ya está hecho. Y recuerde que usted me lo permitió.
—Hay que actuar de inmediato —dijo Moreau—. Supongo que, si algo ocurriera, M’ling sabrá cuidar de sí mismo.
—No estoy tan seguro de M’ling —dijo Montgomery—, aunque supongo que debería conocerlo.
Por la tarde, Moreau, Montgomery, M’ling y yo fuimos hasta las cabañas del barranco. Los tres hombres íbamos armados. M’ling llevaba la pequeña hacha con que cortaba la leña y unos rollos de alambre. Moreau cargaba al hombro una enorme asta de toro.
—Ahora verá usted una reunión de Monstruos —dijo Montgomery—. Es maravilloso.
Moreau no pronunció una sola palabra durante todo el camino, pero su rostro, de marcadas facciones, denotaba una profunda preocupación.
Cruzamos el barranco por el que humeaba el arroyo de agua caliente y seguimos el tortuoso sendero que discurría entre las cañas hasta un claro cubierto de un polvo amarillo que a mí me pareció azufre. Por encima de una loma poblada de maleza asomaba la reluciente superficie del mar. Llegamos a una especie de anfiteatro natural de poca hondura y allí nos detuvimos. Moreau sopló con el cuerno, quebrando la soporífera quietud de la tarde tropical. Debía de tener buenos pulmones, porque el sonido del cuerno creció y creció, ampliado por sus ecos, hasta alcanzar una intensidad casi insoportable.
—¡Ah! —dijo Moreau, dejando caer el curvado instrumento.
Al instante se oyó un crujido procedente de las cañas amarillentas y ruido de voces en la tupida jungla que marcaba el límite del pantano por el que yo había corrido el día anterior. Luego, en tres o cuatro puntos de la zona sulfurosa, aparecieron las grotescas siluetas de los Monstruos que corrían hacia nosotros. No pude evitar un estremecimiento al verlos salir de entre los árboles o las cañas, uno detrás de otro, y caminar sobre el polvo caliente arrastrando los pies. Pero Moreau y Montgomery parecían tranquilos y no tuve más remedio que quedarme con ellos. El primero en llegar fue el Sátiro. Su aspecto era totalmente irreal, a pesar de la sombra que proyectaba y del polvo que levantaba con las pezuñas; tras él salió de las cañas una bestia monstruosa, mezcla de caballo y rinoceronte, mordisqueando una paja; acto seguido apareció la Mujer Cerdo y dos Mujeres Lobo; luego la Osa-Zorra, con los ojos enrojecidos y el rostro afilado y rojizo, y después todos los demás, corriendo apresuradamente. Según llegaban, se inclinaban ante Moreau y cantaban fragmentos de la segunda mitad de la Ley, sin prestarse la menor atención los unos a los otros.
—Suya es la mano que hiere; Suya es la mano que sana —y así sucesivamente.
Se detuvieron a unos veinticinco metros y, postrados sobre rodillas y codos, comenzaron a esparcir el polvo blanco sobre sus cabezas. Imaginen la escena. Tres hombres vestidos de azul —con un criado deforme de rostro negro—, de pie en mitad de una polvorienta explanada iluminada por el sol bajo el ardiente cielo azul, rodeados por un tropel de Monstruos acuclillados que no paraban de gesticular. Algunos eran casi humanos, salvo por su expresión y sus gestos; otros parecían tullidos y los había terriblemente deformes, sólo comparables a los personajes de nuestros más absurdos sueños. Y más allá, las finas líneas del cañizal a un lado, una densa maraña de palmeras que nos separaba del barranco y las cabañas al otro, y el confuso horizonte del Pacífico al norte.
—Sesenta y dos, sesenta y tres —contó Moreau.
—Hay cuatro más.
—No veo al Hombre Leopardo —dije.
Moreau volvió a soplar el cuerno y, al oírlo, los Salvajes se retorcieron y se revolcaron por el polvo. El Hombre Leopardo salió del cañizal, casi arrastrándose por el suelo, e intentó sumarse al círculo de Monstruos que se revolcaban en el polvo a espaldas de Moreau, y en ese momento vi que tenía una herida en la frente. El último en llegar fue el pequeño Hombre Mono. Los primeros, acalorados y cansados de revolcarse, lo miraron con recelo.
—¡Basta! —dijo Moreau con voz potente y firme, y los Monstruos se sentaron sobre sus traseros, poniendo fin al ritual.
—¿Dónde está el Recitador de la Ley? —preguntó Moreau, y el monstruo de pelo gris se inclinó hasta tocar el suelo con la cabeza.
—Pronuncia la Ley —ordenó Moreau, y, al instante, toda la asamblea de Monstruos arrodillados, balanceándose a uno y otro lado y esparciendo el azufre a puñados (un montón con la mano derecha y otro con la izquierda), comenzó a entonar su extraña letanía.
Cuando llegaron a la frase: «No comerás carne ni pescado; ésa es la Ley», Moreau levantó una mano blanca y delgada.
—¡Alto! —gritó, y todos quedaron en absoluto silencio.
Creo que todos sabían y temían lo que iba a ocurrir. Contemplé los extraños semblantes que me rodeaban y, al advertir sus muecas de dolor y el temor en sus ojos brillantes, me pregunté cómo había podido llegar a pensar que fuesen Hombres.
—Habéis quebrantado la Ley —sentenció Moreau.
—No hay escapatoria —respondió el hombre peludo y sin rostro.
—No hay escapatoria —repitió el círculo de Monstruos.
—¿Quién ha sido? —gritó Moreau, mirándolos a la cara y haciendo restallar el látigo.
Me pareció que el Cerdo Hiena estaba asustado, y lo mismo le ocurría al Hombre Leopardo. Moreau se detuvo frente a él, y el Monstruo se postró ante su creador, movido por el recuerdo y el temor del tormento infinito.
—¿Quién ha sido? —repitió Moreau con voz atronadora.
—Maligno es quien infringe la Ley —cantó el Recitador.
Moreau miró a los ojos al Hombre Leopardo como si quisiera arrancarle el alma.
—Quien infringe la Ley… —empezó Moreau, apartando los ojos de su víctima y volviéndose hacia nosotros. Me pareció advertir en su voz cierto regocijo.
—… Vuelve a la Casa del Dolor —aclamaron todos—, ¡vuelve a la Casa del Dolor, oh Maestro!
—Vuelve a la Casa del Dolor, vuelve a la Casa del Dolor —murmuró el Hombre Mono, como si la idea le resultase agradable.
—¿Oyes? —exclamó Moreau, volviéndose hacia el criminal.
El Hombre Leopardo, liberado de la mirada de Moreau, se incorporó y, con los ojos inflamados y los enormes colmillos felinos brillando bajo los labios fruncidos, se lanzó sobre su torturador. Estoy convencido de que sólo la locura producida por un terror insoportable pudo haber propiciado este ataque. El círculo de sesenta Monstruos pareció alzarse a nuestro alrededor. Saqué el revólver. Las dos figuras chocaron. Moreau retrocedió, tambaleándose por la embestida del Hombre Leopardo. Un griterío de furia estalló por todas partes. Todo el mundo corría de un lado para otro. Por un momento pensé que se trataba de una revuelta general.
El rostro enfurecido del Hombre Leopardo pasó un instante a mi lado, mirándome con ira; tras él apareció M’ling. Vi los ojos amarillos del Cerdo Hiena brillando de emoción. Parecía casi a punto de atacarme. También el Sátiro me observaba por encima de los encorvados hombros del Cerdo Hiena. Oí la detonación de la pistola de Moreau y vi el fogonazo rosa del disparo en medio del tumulto. La multitud pareció inclinarse en la dirección del destello del fuego, y también yo quedé atrapado por el magnetismo del movimiento. Un segundo más tarde, corría entre la masa vociferante, en pos del huidizo Hombre Leopardo.
Esto es todo lo que puedo decir con precisión. Vi que el Hombre Leopardo golpeaba a Moreau; luego todo empezó a dar vueltas a mi alrededor y eché a correr sin saber cómo.
M’ling iba en cabeza, muy cerca del fugitivo. Tras él, con la lengua fuera, corría la Mujer Lobo a grandes zancadas, seguida de un grupo de Cerdos, que chillaban con gran alboroto, y los dos Hombres Toro con sus vendajes blancos. A continuación venía Moreau, revólver en mano y con el lacio pelo blanco ondeando al viento, rodeado por un grupo de Monstruos. El Cerdo Hiena corría a mi lado, al mismo ritmo, y me lanzaba miradas furtivas con sus ojos felinos. Los demás nos seguían, corriendo y gritando.
El Hombre Leopardo se abría camino por entre las largas cañas, que se cerraban a su paso, golpeando a M’ling en la cara. Una vez en el cañaveral, los de retaguardia nos encontramos con una senda hollada. La persecución discurrió a través de las cañas por espacio de casi trescientos metros y continuó por un espeso bosquecillo que dificultaba enormemente nuestros movimientos. Lo atravesamos juntos, arrollándolo todo; las frondas nos golpeaban en la cara, las enredaderas nos enganchaban por el cuello o por los tobillos y las plantas llenas de espinas se nos clavaban en el cuerpo y nos rasgaban la ropa.
—Por aquí ha pasado a cuatro patas —jadeó Moreau, adelantándome justo en ese instante.
—No hay escapatoria —dijo el Lobo Oso, riéndose en mi propia cara y exaltado por la cacería.
Continuamos corriendo, ahora entre las rocas, y divisamos a nuestra presa que avanzaba a cuatro patas, lanzando gruñidos por encima del hombro. Los Lobos lanzaban aullidos de entusiasmo. La criatura aún iba vestida y, en la distancia, su rostro seguía pareciendo humano, aunque sus movimientos eran felinos y el encorvamiento de sus hombros era claramente el de un animal acechado. Saltó sobre unos matorrales espinosos de flores amarillas y lo perdimos de vista. M’ling se encontraba ya a mitad de camino de aquel punto.
La mayoría habíamos perdido para entonces el ímpetu inicial y avanzábamos a un ritmo más sosegado. Al cruzar un claro vi que la columna de perseguidores se había convertido en una hilera. El Cerdo Hiena seguía corriendo muy cerca de mí, sin dejar de observarme y frunciendo de tanto en tanto el hocico con risa gruñona.
Al llegar al límite de las rocas y darse cuenta de que iba directamente hacia el promontorio por el que me había acechado durante la noche de mi llegada, el Hombre Leopardo dio media vuelta y se perdió entre la maleza. Pero Montgomery había visto la maniobra y se lanzó en la misma dirección.
Así, tropezando con las rocas, pinchándome con las zarzas, sorteando matorrales y cañas, fue como ayudé en la persecución del Hombre Leopardo, mientras el Cerdo Hiena reía a mi lado como un salvaje. Avanzaba haciendo eses, la cabeza me daba vueltas y el corazón me latía a toda velocidad. Estaba completamente agotado y, sin embargo, no me atrevía a perder de vista al grupo por temor a quedarme a solas con tan horrible compañero. Y seguí adelante, a pesar del bochorno de la tarde tropical y del tremendo cansancio que me invadía.
Finalmente, el furor de la caza decreció. Habíamos acorralado a la bestia en un rincón de la isla. Moreau, látigo en mano, nos hizo formar en fila. Esta vez avanzamos despacio, intercambiando gritos y cerrando el círculo en torno a nuestra víctima. El Hombre Leopardo nos acechaba, silencioso e invisible, entre los mismos matorrales por los que yo había huido durante la anterior persecución nocturna.
—¡Tranquilos! ¡Tranquilos! —gritaba Moreau, mientras los últimos de la hilera rodeaban los arbustos, cercando definitivamente a la bestia.
—¡Cuidado! —llegó la voz de Montgomery desde detrás de un soto.
Yo estaba en la pendiente, por encima de los arbustos. Montgomery y Moreau batían la playa. Nos adentramos muy despacio en la red de ramas y hojas. Nuestra presa no hacía el menor ruido.
—¡Volverás a la Casa del Dolor, la Casa del Dolor, la Casa del Dolor! —gritó el Hombre Mono a unos veinte metros a mi derecha.
Al oírlo, perdoné al pobre miserable el miedo que me había inspirado.
A mi derecha, junto a las enormes huellas de los Caballos Rinocerontes, oí un crujir de ramas y el silbido de las hojas al ser apartadas. Luego, a través de un polígono verde, en la penumbra de la exuberante vegetación, divisé a la criatura que estábamos acechando. Me detuve. La bestia estaba agazapada en un espacio mínimo y me miró de reojo con sus brillantes ojos verdes.
Puede parecer contradictorio —de hecho, no soy capaz de explicarlo—, pero al verlo en esa actitud absolutamente animal, con ese brillo en los ojos y el imperfecto rostro humano deformado por el terror, volví a considerarlo como a un igual. Un instante después, alguno de sus perseguidores lo descubriría y capturaría para ser de nuevo sometido a las terribles torturas del recinto. Bruscamente, saqué el revólver, apunté entre sus ojos aterrorizados y disparé.
Al mismo tiempo, el Cerdo Hiena se abalanzó sobre él lanzando un tremendo alarido y, con gran avidez, le hincó los dientes en el cuello. La maleza silbaba y crujía a mi alrededor al paso precipitado de los Monstruos.
—¡No lo mate, Prendick! —gritó Moreau—. ¡No lo mate!
Vi su silueta encorvada abriéndose paso entre las frondas de los grandes helechos. Golpeó al Cerdo Hiena con la empuñadura del látigo mientras, con ayuda de Montgomery, luchaba por mantener a la multitud de exaltados carnívoros, y a M’ling en particular, lejos del cuerpo aún tembloroso de la bestia. El Monstruo de Pelo Gris se acercó para olfatear el cadáver. En su ardor animal, las demás criaturas se agolpaban para ver el espectáculo más de cerca.
—¡Maldito sea, Prendick! —exclamó Moreau—. Lo quería vivo.
—Lo siento —dije, aunque no lo sentía en absoluto—. Fue un impulso momentáneo.
Me sentía agotado por el esfuerzo y la emoción. Di media vuelta y me abrí camino entre la multitud de Salvajes pendiente arriba, hacia la parte más elevada del promontorio. Oí que Moreau ordenaba a los tres Hombres Toro que arrastrasen a la víctima hasta el mar.
Al fin podía quedarme a solas. Los Monstruos mostraban una curiosidad completamente humana por el cadáver y lo seguían en tropel, husmeando y gruñendo, mientras los Hombres Toro lo arrastraban hacia la playa. Llegué hasta el promontorio y desde allí observé las siluetas de los Hombres Toro, que se perfilaban oscuras contra el cielo del atardecer, transportando el pesado cuerpo hasta el mar, y entonces, como si un relámpago cruzara mi mente, se me ocurrió pensar en la absoluta inutilidad de todo lo que sucedía en aquella isla.
En la playa, entre las rocas que había a mi lado, el Hombre Mono, el Cerdo Hiena y algunos otros Salvajes formaban un círculo en torno a Moreau y a Montgomery. Seguían estando muy nerviosos y manifestando a voces su lealtad a la Ley.
Yo tenía la certeza de que el Cerdo Hiena estaba implicado en la muerte del conejo, y llegué al extraño convencimiento de que, al margen de su torpe actitud y lo grotesco de sus formas, tenía ante mí, en aquel preciso instante, el perfecto equilibrio de la vida humana en miniatura, la perfecta interacción de instinto, razón y destino en su más simple expresión. Al Hombre Leopardo le había tocado perder. Ésa era la única diferencia.
¡Pobres bestias! Empezaba a comprender el aspecto más vil de la crueldad de Moreau. Hasta entonces no había pensado en el dolor y en las penalidades que aguardaban a estas pobres víctimas luego de pasar por las manos de Moreau. Me estremecía de sólo pensar en los días de tormento en el recinto. Y, sin embargo, eso me pareció entonces lo menos importante.
Anteriormente, aquellos Monstruos habían sido bestias, con sus instintos perfectamente adaptados al entorno, y eran felices como cualquier ser vivo. Ahora habían topado con los grilletes de la humanidad y vivían en constante temor, atormentados por una Ley que no acertaban a comprender. Su remedo de existencia humana comenzaba con una terrible agonía y continuaba con una larga lucha interior y el permanente miedo a Moreau. Y todo ¿para qué? Era la crueldad del conjunto lo que me sublevaba.
De haber tenido Moreau un fin comprensible, tal vez hubiera simpatizado con él, cuando menos un poco. No soy tan escrupuloso con respecto al dolor. Incluso podría haberlo perdonado. Pero Moreau parecía tan irresponsable, tan profundamente irreflexivo… Su curiosidad, sus insensatas e inútiles investigaciones lo empujaban a continuar ni él mismo sabía adónde, a arrojar a la vida a esas pobres criaturas, por espacio de uno o dos años para luchar, equivocarse, sufrir y, en última instancia, morir con dolor. Aquellas criaturas eran intrínsecamente perversas; su odio animal los incitaba a incordiarse mutuamente, al tiempo que la Ley los refrenaba de librar una encarnizada batalla y del fin definitivo de su animosidad natural.
En aquellos días, mi miedo a los Monstruos se transformó en miedo a Moreau. Caí en un estado mórbido, intenso y duradero, distinto del temor, que ha dejado en mi mente una huella indeleble. Debo confesar que el dolor y el caos de la isla me hicieron perder la fe en la cordura del mundo.
Un destino ciego, un mecanismo inmenso y despiadado, parecían configurar la estructura de la existencia. Y yo mismo, Moreau (por su pasión científica), Montgomery (por su pasión etílica) y los Monstruos, con sus instintos y sus limitaciones mentales, nos sentíamos abrumados y atormentados, implacablemente, inexorablemente envueltos en la infinita complejidad de sus incesantes ruedas. Sin embargo, esta situación no sobrevino de repente… De hecho, creo que me anticipo un poco al hablar de esto ahora.