Me desperté temprano. Lo primero que me vino a la mente fueron las explicaciones de Moreau, claras y precisas. Me levanté de la hamaca y me acerqué a la puerta para asegurarme de que la llave estaba echada. Luego comprobé el barrote de la ventana y vi que estaba perfectamente asegurado. El hecho de que aquellas criaturas no fueran en realidad más que monstruos salvajes, simples parodias grotescas de la especie humana, me producía una vaga inquietud con respecto a lo que serían capaces de hacer, mucho peor que cualquier terror definido. Alguien llamó a la puerta, y oí el empalagoso acento de M’ling. Me metí en el bolsillo uno de los revólveres y, sin quitar la mano de él, abrí la puerta.
—Buenos días, señor —dijo. Además del acostumbrado desayuno a base de verduras, esta vez traía un conejo mal guisado. Montgomery apareció tras él. Captó de inmediato con su mirada la posición de mi brazo y esbozó una débil sonrisa.
El puma descansaba aquel día, en espera de que cicatrizasen sus heridas, pero Moreau, de costumbres singularmente solitarias, no se unió a nosotros. Hablé con Montgomery para aclarar mis ideas sobre el modo de vida de los Salvajes. Ante todo, me interesaba saber cómo impedían que los monstruos inhumanos atacasen a Moreau y a Montgomery, o se destrozaran los unos a los otros.
Me explicó que su relativa seguridad residía en la limitada capacidad intelectual de los Monstruos. A pesar de su relativa inteligencia y de la tendencia de sus instintos animales a reaparecer, Moreau había implantado en sus mentes ciertas ideas fijas que limitaban por completo su imaginación. En realidad, estaban hipnotizados, les habían inculcado que ciertas cosas son imposibles y otras están prohibidas, y estas prohibiciones se hallaban implícitas en sus mentes, anulando todo intento de desobediencia o litigio.
Pero la situación no era tan estable en lo relativo a ciertos aspectos en los que el antiguo instinto amenazaba los intereses de Moreau. Una serie de normas a las que llamaban la Ley (y que yo les había oído recitar) luchaba en sus mentes contra el anhelo, siempre rebelde y profundamente arraigado, de su naturaleza animal. Tanto Montgomery como Moreau mostraban especial interés en impedirles que conocieran el sabor de la sangre. Temían las inevitables consecuencias que este sabor podía provocar.
Montgomery me explicó que la Ley, especialmente entre los Salvajes de origen felino, se debilitaba curiosamente al anochecer y que, en ese momento, el animal cobraba mayor fuerza. El crepúsculo despertaba en ellos el espíritu de aventura y se atrevían entonces a hacer cosas que durante el día ni siquiera habrían soñado. Eso explicaba por qué el Hombre Leopardo me había estado acechando la noche de mi llegada. Pero durante los primeros días de mi estancia en la isla sólo habían quebrantado la Ley a escondidas y después del anochecer; durante el día, el ambiente general era de obediencia a sus múltiples prohibiciones.
Y éste es quizá el momento de relatar algunos hechos generales sobre la isla y los Monstruos. La isla, de contorno irregular, se elevaba a poca altura sobre el ancho y vasto mar, y abarcaba una superficie total de unos veinte kilómetros cuadrados. Era de origen volcánico y estaba bordeada en tres de sus lados por arrecifes de coral. Algunas fumarolas hacia el norte y un manantial de agua caliente eran los únicos vestigios de las fuerzas que tiempo atrás la habían originado. De cuando en cuando se dejaba sentir un ligero temblor de tierra y, a veces, la línea ascendente de la espiral de humo se veía acrecentada por bocanadas de vapor. Pero eso era todo. La población de la isla, según me informó Montgomery, ascendía a poco más de sesenta de aquellas extrañas creaciones de Moreau, sin contar con las monstruosidades menores que vivían entre la maleza y carecían de forma humana.
En total había creado casi ciento veinte Monstruos, pero muchos habían muerto, y otros, como aquella cosa retorcida y sin piernas de la que me había hablado, habían encontrado una muerte violenta. En respuesta a mi pregunta, Montgomery dijo que efectivamente tenían descendencia, pero que, por lo general, los hijos morían. No había ninguna prueba de que heredasen las características humanas adquiridas por sus progenitores. Cuando vivían, Moreau se los llevaba para imprimir en ellos la forma humana. Los machos eran más numerosos que las hembras y éstas se hallaban expuestas a una continua persecución furtiva, a pesar de que la Ley ordenaba la monogamia.
Me resulta imposible describir a los Salvajes con detalle —no estoy acostumbrado a fijarme en los detalles— y por desgracia no sé dibujar. Quizá lo que más me llamaba la atención en ellos era la desproporción entre las piernas y la longitud de sus troncos, y aun así —tan relativa es nuestra idea de la elegancia— acabé acostumbrándome a sus formas, e incluso llegué a pensar que mis largos muslos eran desgarbados. Otra característica era la posición de la cabeza, echada hacia adelante, y la torpe e inhumana curvatura de su espina dorsal. Ni siquiera el Hombre Mono tenía ese hundimiento en la parte inferior de la espalda que tanta gracia confiere a la figura humana. Casi todos eran muy cargados de hombros y los cortos antebrazos les colgaban lánguidamente a ambos lados del cuerpo. Algunos eran muy peludos, al menos hasta el final de mi estancia en la isla.
Otro rasgo evidente de su deformidad se encontraba en las caras, mayoritariamente prognatas, con malformaciones en las orejas, la nariz grande y prominente, el pelo muy abundante o erizado y los ojos de un color extraño o desplazados. Ninguno de ellos podía reír, aunque el Hombre Mono emitía una especie de chillido, como una risa ahogada. Aparte de estas características generales, sus cabezas poco tenían en común; cada cual conservaba las cualidades propias de su especie: el sello humano deformaba al leopardo, el buey, el cerdo o cualquier otro animal empleado para modelar a la criatura, pero no lograba disimularlo. También sus voces eran extremadamente variadas. Todos tenían las manos malformadas, y aunque algunas me sorprendieron por su inesperada apariencia humana, a casi todas les faltaba algún dedo, eran imperfectas en las uñas y carecían de cualquier sensibilidad táctil.
Las más formidables de estas criaturas eran el Hombre Leopardo y un monstruo híbrido de hiena y cerdo. De mayor tamaño eran los tres toros que arrastraron el bote hasta la playa. Les seguía el Hombre de Pelo Plateado, que era además el Recitador de la Ley, M’ling, y un cruce de mono y cabra, semejante a un sátiro. Había tres Hombres Cerdo y una Mujer Cerdo, una Yegua-Rinoceronte y otras hembras cuyos orígenes no lograba descifrar. Había también algunos Lobos, un Oso-Toro y un Hombre San Bernardo. Ya he descrito al Hombre Mono. Y había además una vieja particularmente odiosa (y maloliente), mezcla de zorro y osa, que me repugnó desde el primer momento. Al parecer, era muy devota de la Ley. Había otras criaturas de menor tamaño: algunos cachorros moteados y mi pequeño Perezoso. ¡Pero ya está bien!
Al principio, las bestias me horrorizaban, su animalidad me resultaba demasiado intensa, pero inconscientemente me fui acostumbrando a su presencia. Además, la actitud de Montgomery también influyó en mí. Había pasado tanto tiempo con ellos que había llegado a considerarlos casi como a seres humanos normales. Sus días de Londres se le antojaban ya un pasado imposible y glorioso. Sólo una vez al año iba a África para negociar con el agente de Moreau, tratante de animales. Apenas se relacionaba con la gente en aquel pueblecito marinero de mulatos españoles. Según me dijo, los hombres del barco le resultaron en un primer momento tan extraños como a mí los Monstruos —de piernas anormalmente largas, de rostros chatos y frentes en exceso prominentes—, además de recelosos, peligrosos y de malos sentimientos. De hecho, los hombres no le gustaban. A mí me había tomado simpatía, pensaba, porque me había salvado la vida.
Llegué a pensar que Montgomery sentía un secreto afecto por algunas de aquellas bestias, cierta depravada atracción por algunas de sus costumbres, que inicialmente intentó disimular ante mí.
M’ling, el ayudante de Montgomery, el primero de los Salvajes al que había conocido, no vivía con los demás al otro lado de la isla, sino en una pequeña perrera detrás del recinto. No era tan inteligente como el Hombre Mono, pero sí mucho más dócil, y era, de todas las bestias, la que tenía un aspecto más humano; además, Montgomery le había enseñado a preparar la comida y a realizar las tareas domésticas habituales. Era un complejo trofeo de la terrible maestría de Moreau —un oso mezclado con perro y buey— y una de sus más logradas creaciones. M’ling profesaba una ternura y una devoción extrañas hacia Montgomery, quien a veces reparaba en él, lo acariciaba, lo llamaba medio en broma, y él se ponía a dar brincos, lleno de alegría; otras veces, en cambio, lo maltrataba —sobre todo cuando había bebido whisky—, le daba patadas y le tiraba piedras o tizones encendidos. Pero, ya lo tratara bien o mal, no había para él nada como estar cerca de su amo.
Ya he dicho que llegué a acostumbrarme a los Salvajes, y mil cosas que en un principio me parecieron antinaturales y repulsivas pronto me resultaron naturales y ordinarias. Supongo que todo en esta vida cobra el matiz del color predominante en su entorno: Montgomery y Moreau eran individuos demasiado peculiares para que yo pudiera mantener mis creencias generales sobre el género humano. Cuando veía a una de las torpes criaturas bovinas que arrastraban la lancha pisoteando la maleza, me preguntaba, haciendo grandes esfuerzos por recordar, en qué diferían de un patán cualquiera que volvía a casa tras su jornada de trabajo; o cuando me encontraba con la Osa-Zorra, de rostro astuto e ingenio curiosamente humano, tenía la sensación de haberla visto antes en algún callejón de la ciudad.
No obstante, la bestia se manifestaba de cuando en cuando con toda su crudeza. Un hombre muy feo, un jorobado a todas luces salvaje, agazapado en la abertura de una de las guaridas, estiraba los brazos al tiempo que bostezaba, revelando unos incisivos afilados como tijeras y unos caninos brillantes como espadas y acerados como puñales. A veces, cuando en un estrecho sendero me cruzaba con una figura femenina vestida de blanco y un súbito arranque de valor me permitía mirarla a los ojos, descubría, con tremenda repulsión, que sus pupilas eran achinadas y, al bajar la mirada, apreciaba la uña en forma de garra con que sujetaba su informe envoltura. Hay algo muy curioso, por cierto, que no soy capaz de explicar, y es que durante los primeros días de mi estancia, estas extrañas criaturas —me refiero a las hembras— parecían instintivamente conscientes de su repulsiva fealdad, y mostraban en consecuencia una preocupación más que humana por el decoro en el vestir.