Giré de nuevo y continué hacia el mar. El arroyo termal se ensanchaba hasta formar un arenal poco profundo y cubierto de algas, donde gran cantidad de cangrejos y otros bichos de largos cuerpos con múltiples patas saltaban a mi paso. Caminé hasta la orilla del mar, y allí me sentí a salvo. Me volví a contemplar la verde espesura que había dejado atrás, cortada como por un tajo de humo. Pero, como digo, estaba demasiado agitado y también —algo muy cierto que quizá quienes no conocen el peligro no entiendan— demasiado desesperado para morir.
Pensé que aún me quedaba una oportunidad. Mientras Moreau, Montgomery y su multitud de bestias me perseguían por la isla, ¿no podía ir por la costa hasta el recinto, avanzar en paralelo al tiempo que ellos y, una vez allí, arrancar una piedra de la pared, descerrajar la puerta pequeña y buscar un cuchillo o una pistola para hacerles frente a su regreso? En cualquier caso, era una oportunidad de poner precio a mi vida.
Así pues, regresé hacia poniente, caminando por la orilla del mar. El sol, ya en el ocaso, me lanzaba a los ojos sus rayos de calor cegador. La apacible marea del Pacífico entraba con suave ondulación.
En aquel lugar, la costa se perdía en dirección sur, de tal modo que el sol quedaba a mi derecha. De pronto, a lo lejos, vi frente a mí varias figuras que salían de los arbustos, una detrás de otra: Moreau con su sabueso gris, seguido por Montgomery y otros dos más. Me detuve.
Al verme, empezaron a gesticular y avanzaron hacia mí. Me quedé inmóvil, viendo cómo se acercaban. Los dos Salvajes corrían en cabeza para cerrarme el paso desde los matorrales que había tierra adentro. Montgomery también corría, pero directamente hacia mí. Moreau y los perros los seguían más despacio.
Por fin reaccioné y, volviéndome hacia el mar, caminé en dirección al agua. Al principio apenas cubría. Tuve que alejarme más de veinte metros para que el agua me llegara a la cintura. Las criaturas marinas se apartaban a mi paso.
—¿Qué hace? —gritó Montgomery.
Con el agua por la cintura me di la vuelta y los miré.
Montgomery jadeaba en la orilla. Tenía el rostro congestionado por el esfuerzo y el largo pelo rubio alborotado. El labio inferior caído revelaba unos dientes muy desiguales. Después llegó Moreau, con el rostro blanco e impasible y el perro —que no cesaba de ladrarme— sujeto con una mano. Los dos llevaban sendos látigos. Un poco más lejos estaban los Monstruos.
—¿Qué hago? Voy a ahogarme —respondí.
Montgomery y Moreau se miraron.
—¿Por qué? —preguntó Moreau.
—Porque es mejor que ser torturado por ustedes.
—Ya se lo dije —intervino Montgomery, y Moreau contestó algo en voz baja.
—¿Qué le hace pensar que voy a torturarlo? —continuó Moreau.
—Lo que he visto —respondí—. Y esos de ahí.
—¡Cállese! —dijo Moreau, levantando la mano.
—No pienso callarme. Antes eran hombres. ¿Qué son ahora? Al menos yo no seré como ellos —dije.
Miré a mis interlocutores. Un poco más allá se encontraba M’ling, el ayudante de Montgomery, con uno de los hombres que iban en el bote. Y más arriba, a la sombra de los árboles, vi a mi pequeño Hombre Mono junto a otras figuras borrosas.
—¿Quiénes son esas criaturas? —dije, señalando hacia ellas y alzando cada vez más el tono de voz para que todos me oyeran—. Antes eran hombres, hombres como nosotros; hombres en los que ha instilado una sustancia bestial, hombres a los que ha esclavizado y convertido en monstruos y a los que todavía teme. ¡Vosotros que me escucháis! —grité, señalando a Moreau, para que los Monstruos pudieran oírme—. ¡Vosotros que me escucháis! ¿No veis que estos hombres todavía os temen, sienten pavor de vosotros? ¿Por qué tenéis miedo de ellos? Vosotros sois muchos.
—¡Por Dios, Prendick, cállese! —exclamó Montgomery.
—¡Prendick! —gritó Moreau.
Se pusieron a gritar los dos al tiempo como si quisieran ahogar mi voz. Detrás de ellos, los sombríos rostros de los Salvajes nos miraban fijamente, atónitos y maravillados, sus manos deformes colgando y los hombros encorvados. Parecía —al menos eso pensé— que intentaban comprenderme, recordar algo de su pasado humano.
Seguí gritando. Apenas recuerdo lo que decía. Que podían matar a Moreau y a Montgomery; que no debían temerlos. De estas y otras ideas, para mi perdición, llené la cabeza de las bestias. El hombre de ojos verdes y vestido con harapos oscuros al que había conocido la tarde de mi llegada salió de entre los árboles, seguido de otros, para oírme mejor.
Por fin me detuve para tomar aliento.
—Escúcheme un momento —dijo Moreau con voz firme— y luego diga todo lo que quiera.
—De acuerdo —respondí.
—¡Latín, Prendick! ¡Mal latín! ¡Latín de colegial! Pero intente comprenderlo. Hi non sunt homines, sunt animalia qui nos habemus[6]… viviseccionado. Un proceso de transformación en seres humanos. Venga a la orilla y se lo explicaré.
—¡Bonita historia! —dije, riéndome—. Hablan, construyen casas y cocinan. Luego fueron hombres. Es probable que me acerque a la orilla.
—Un poco más lejos de donde se encuentra ahora, el agua es profunda y está llena de tiburones.
—Eso es lo que quiero —respondí—. Algo súbito y rápido.
—Espere un momento —dijo. Se sacó un objeto brillante del bolsillo y lo dejó caer a sus pies—. Es un revólver cargado. Montgomery hará lo mismo con el suyo. Ahora subiremos por la playa hasta donde usted diga. Cuando estemos lejos, venga y recoja los revólveres.
—¡No lo haré! Tiene otro revólver.
—Quiero que reflexione, Prendick. En primer lugar, nunca lo invité a venir a esta isla. En segundo lugar, de haber querido hacerle algo malo le habríamos drogado, y en tercer lugar, ahora que ya ha pasado el momento de pánico y puede pensar un poco, dígame: ¿cree sinceramente que Montgomery es tan malo como usted imagina? Lo hemos seguido por su bien. Porque la isla está llena de… fenómenos hostiles. ¿Por qué íbamos a dispararle si usted mismo se ha ofrecido a ahogarse?
—¿Por qué envió… a su gente a por mí cuando estaba en la cabaña?
—Estábamos seguros de que lo alcanzaríamos y lo pondríamos a salvo. Luego, por su bien abandonamos la búsqueda.
Medité durante un rato. Parecía posible. Posteriormente recordé algo.
—Pero yo vi en el recinto…
—Era el puma.
—Mire, Prendick —comenzó Montgomery—. Es usted un perfecto idiota. Salga del agua, coja los revólveres y hable. No podríamos hacerle nada más de lo que le estamos haciendo en este momento.
Debo confesar que siempre desconfié de Moreau; le tenía miedo. Sin embargo, Montgomery era un hombre que me inspiraba confianza.
—Suban a la playa —dije, después de pensarlo un rato; y a continuación añadí—: Con las manos arriba.
—No podemos hacer eso —explicó Montgomery con un ilustrativo movimiento de hombros—. Sería poco digno.
—Entonces, súbanse a los árboles, si lo prefieren —respondí.
—¡Qué estúpida ceremonia! —continuó Montgomery.
Al darse la vuelta se encontraron con seis o siete grotescas criaturas que, a pesar de estar allí, bajo el sol, proyectando sus sombras y moviéndose, resultaban increíblemente irreales. Montgomery chasqueó el látigo ante ellas, y corrieron a refugiarse entre los árboles. Cuando Montgomery y Moreau se encontraban a una distancia que juzgué prudencial, salí del agua, cogí los revólveres y los examiné. Para convencerme de que no se trataba de un truco, disparé a un trozo de lava redondo y tuve la satisfacción de contemplar cómo la piedra se pulverizaba y la playa se llenaba de lascas.
Todavía vacilé un instante.
—Asumiré el riesgo —dije al fin, y con un revólver en cada mano subí por la playa hacia ellos.
—Eso está mejor —dijo Moreau, con total sinceridad—. Su alterada imaginación me ha hecho perder la mejor parte del día.
Y con un aire de desprecio que me resultó humillante, Moreau y Montgomery se volvieron y echaron a andar delante de mí.
El grupo de bestias que aún merodeaba por allí volvió a esconderse entre los árboles. Pasé junto a ellos con la mayor serenidad posible. Uno de ellos comenzó a seguirme, pero retrocedió en seguida cuando Montgomery restalló el látigo. El resto permaneció en silencio, observándonos. Puede que antes fuesen animales, pero jamás había visto a un animal intentando pensar.