12. Los Recitadores de la Ley

Algo frío me rozó la mano. Me sobresalté con violencia y, muy cerca de mí, vi una cosa de color rosado, lo más parecido a un niño desollado que quepa imaginar. Tenía exactamente los rasgos dulces, aunque repugnantes, del perezoso: la misma frente hundida y los mismos gestos lentos. A medida que me fui acostumbrando al cambio de luz, pude distinguir más cosas a mi alrededor. El perezoso me observaba atentamente y mi guía había desaparecido.

El lugar era un estrecho pasillo entre altas paredes de lava, con una abertura en su rugosa caída, y, a ambos lados, montones de palletes, hojas de palma en forma de abanico y cañas apoyadas contra la pared formaban un conjunto de impenetrables, toscas y oscuras madrigueras. El tortuoso sendero que ascendía por el barranco apenas superaba los tres metros de ancho y estaba cubierto de fruta podrida y otros desperdicios, lo que explicaba el desagradable hedor del lugar.

La criatura rosada seguía observándome entre parpadeos cuando mi Hombre Mono reapareció en la abertura de la guarida más próxima y me hizo señas invitándome a entrar. Entretanto un monstruo desgarbado salió con dificultad de uno de los agujeros del extraño callejón y se quedó allí, mirándome, con su silueta informe perfilada sobre el brillo del follaje. Yo no sabía qué hacer —tenía ganas de largarme por donde había venido—, mas luego, decidido a proseguir la aventura, empuñé la estaca y me deslicé por el interior del pequeño y maloliente cobertizo en pos de mi guía.

Llegamos a un espacio semicircular, en forma de media colmena. Contra la pared rocosa del interior se apilaba una gran variedad de frutas, cocos y otras especies. Rudimentarios recipientes de madera y lava rodaban por el suelo, y uno de ellos yacía sobre un tosco taburete. No había lumbre. Un bulto negro e informe, sentado en el rincón más oscuro de la cabaña, me recibió con un gruñido de «¡hola!», mientras mi Hombre Mono se detenía en la penumbra de la puerta y me tendía un coco partido por la mitad. Me acerqué hasta la otra esquina y me puse en cuclillas. Acepté el coco y comencé a mordisquearlo intentando parecer sereno, pese al terror que sentía y a la casi insoportable oscuridad del agujero. La criatura con aspecto de perezoso apareció en la entrada de la cabaña, seguido de otra cosa de rostro inexpresivo y ojos brillantes que me miraba de soslayo.

—¡Eh! —dijo el misterioso bulto que había enfrente.

—¡Es un hombre, un hombre, un hombre, un hombre vivo, como yo! —farfulló mi guía.

—¡Cállate! —gritó la otra voz desde la oscuridad, lanzando un gruñido. Yo seguí mordisqueando el coco en medio de un impresionante silencio. Me esforzaba por escrutar en la oscuridad, pero no lograba distinguir nada.

—¡Es un hombre! —repitió la voz—. ¿Viene a vivir con nosotros?

Era una voz grave, pero había en ella algo peculiar: una especie de silbido que llamó mi atención; sin embargo, su acento inglés era asombrosamente correcto.

El Hombre Mono me miró con expectación. Comprendí que su silencio era una interrogación.

—Viene a vivir con vosotros —dije.

—Es un hombre. Debe aprender la Ley.

Comencé a distinguir entonces una negrura más negra en la oscuridad: la silueta borrosa de un cuerpo sentado. Luego advertí que otras dos cabezas oscurecían la abertura del recinto. Agarré con fuerza mi estaca. El bulto de la oscuridad dijo en voz más alta y con una especie de sonsonete:

—Repite estas palabras. No caminarás a cuatro patas; ésa es la Ley.

Me quedé perplejo.

—Repite estas palabras —insistió el Hombre Mono, y las sombras de la puerta las repitieron en tono amenazador. Comprendí que debía repetir aquella estúpida fórmula. Y comenzó una ceremonia absolutamente demencial.

La voz que llegaba desde la oscuridad empezó a entonar, frase a frase, una especie de letanía que los demás repetíamos al pie de la letra. Al hacerlo, se balanceaban hacia los lados, dándose con las manos en las rodillas, y decidí seguir su ejemplo. Podría haber creído que ya estaba muerto y en el otro mundo: esa oscura guarida, esas sombras grotescas, vagamente iluminadas aquí y allá por un débil destello de luz, y todos balanceándose al unísono y cantando:

—No caminarás a cuatro patas; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?

—No sorberás la bebida; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?

—No comerás carne ni pescado; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?

—No cazarás a otros Hombres; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?

Y así, de la prohibición de estos actos de locura, pasaron a la prohibición de lo que entonces me parecieron las cosas más demenciales, imposibles e indecentes que nadie pueda imaginar.

Una especie de fervor rítmico se apoderó de todos nosotros; bailábamos cada vez más deprisa, repitiendo la asombrosa Ley. Aparentemente, las bestias me habían transmitido su entusiasmo, mientras en mi interior la risa y el asco libraban su propia batalla.

Recitamos una larga lista de prohibiciones, hasta que el canto adoptó una nueva fórmula:

Suya es la Casa del Dolor.

Suya es la Mano que crea.

Suya es la Mano que hiere.

Suya es la Mano que cura.

Y así, toda otra larga sarta de palabras —en su mayoría incomprensibles para mí— sobre Él, quienquiera que fuese. Podría haber supuesto que se trataba de un sueño, pero jamás había oído cantar en sueños.

Suyo es el rayo cegador —continuamos—. Suyo el profundo mar salado.

Se me ocurrió entonces la terrible idea de que Moreau, tras animalizar a aquellos hombres, había infectado sus cerebros enanos con una especie de deificación de sí mismo. Sin embargo, la conciencia de los dientes blancos y las poderosas garras que me rodeaban era demasiado intensa para dejar de cantar.

Suyas son las estrellas del cielo.

Por fin concluyó el canto. La cara del Hombre Mono brillaba de sudor y, ahora que mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad, aprecié más claramente el bulto del rincón, de donde venía la voz. Era del tamaño de un hombre, pero parecía cubierto de pelo gris, como un skye-terrier. ¿Qué era aquello? ¿Qué eran todos ellos? Imagínenme allí, rodeado por las criaturas más horribles, tullidas y fanáticas que quepa concebir, y comprenderán cómo me sentía entre aquellas grotescas caricaturas de seres humanos.

—¡Es un hombre de cinco dedos, de cinco dedos, de cinco dedos… como yo! —exclamó el Hombre Mono.

Extendí las manos. La criatura gris del rincón se inclinó hacia adelante.

—No caminarás a cuatro patas; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres? —dijo.

Y sacando una zarpa extrañamente deformada, me agarró los dedos. Era como la pezuña de un ciervo transformada en garra. Estuve a punto de gritar de sorpresa y dolor. Acercó la cabeza para escrutarme las uñas, bajo la luz que entraba por la abertura de la guarida. Entonces, con un escalofrío de asco, vi que su cara no se parecía a la de un hombre, ni a la de una bestia; no era más que una masa de pelo gris, con tres confusas marcas más oscuras que indicaban la posición de la boca y los ojos.

—Tiene uñas pequeñas —dijo la espantosa criatura—. Está bien.

Me soltó la mano y yo me aferré instintivamente a la estaca con más fuerza.

—Come raíces y hierbas. Es Su voluntad —dijo el Hombre Mono.

—Yo soy el Recitador de la Ley —replicó la figura gris—. Aquí vienen todos los nuevos para aprender la Ley. Me siento en la oscuridad y recito la Ley.

—Así es —añadió una de las bestias desde la puerta.

—Terrible es el castigo para quienes quebrantan la Ley. No hay escapatoria.

—No hay escapatoria —repitió la multitud de Salvajes, lanzándose miradas furtivas los unos a los otros.

—No hay escapatoria —repitió el Hombre Mono—. No la hay. ¡Mira! Una vez hice algo malo, algo sin importancia. Dejé de hablar y empecé a chapurrear. Nadie me entendía. Y me quemaron, me marcaron la mano con un hierro candente. ¡Él es grande; Él es bueno!

—No hay escapatoria —proclamó la criatura del rincón.

—No hay escapatoria —repitieron las bestias, mirándose de reojo.

—Porque todos deseamos el mal —continuó el recitador de la Ley—. No sabemos lo que tú deseas. Pero lo sabremos. Algunos quieren perseguir a las cosas que se mueven; acechar y atacar; matar y morder; morder profundamente y succionar la sangre… Eso está mal. No cazarás a otros Hombres; ésa es la Ley. ¿Acaso no somos Hombres?

—No hay escapatoria —respondió una bestia moteada desde la puerta.

—Porque todos deseamos el mal —dijo el Recitador de la Ley—. Algunos arrancan las raíces con manos y dientes, husmean por el suelo… Eso está mal.

—No hay escapatoria —respondieron los Hombres desde la puerta.

—Algunos clavan las garras en los árboles; otros escarban en las tumbas de los muertos; algunos pelean con frentes o pies o con garras; algunos muerden de pronto sin que nadie les provoque; algunos aman la suciedad.

—No hay escapatoria —dijo el Hombre Mono, rascándose la pantorrilla.

—No hay escapatoria —repitió el Perezoso.

—Severo y cierto es el castigo; así pues, ¡aprende la Ley! Repite estas palabras —y, sin poderse contener inició de nuevo la extraña letanía, y todos comenzamos a cantar y a movernos al compás. La cabeza me daba vueltas a causa del parloteo y el hedor del lugar, pero seguí adelante, con la esperanza de encontrar una oportunidad.

—No caminarás a cuatro patas. Ésa es la Ley ¿Acaso no somos Hombres?

Hacíamos tanto ruido que no advertí la agitación del exterior hasta que alguien —según creí uno de los Hombres Cerdos a los que había visto anteriormente— asomó la cabeza por encima del Perezoso y gritó algo, con gran agitación; algo que no logré entender. Todos los que se encontraban a la entrada de la cabaña desaparecieron al instante. Mi Hombre Mono salió corriendo precipitadamente, seguido por la cosa que había estado sentada en la oscuridad —vi entonces que era grande y torpe y estaba cubierto de pelo plateado—, y me dejaron solo.

Antes de llegar a la salida oí el gañido de un sabueso. Al instante me encontré fuera de la casucha, con la estaca en la mano y temblando hasta la última fibra de mi cuerpo. Tenía ante mí las torpes espaldas de casi una veintena de bestias, sus cabezas deformes medio hundidas entre los omóplatos. Todos gesticulaban con visible agitación. Otros rostros semianimales salían de las cabañas con expresión interrogante. Al mirar hacia donde ellos miraban divisé entre la neblina condensada bajo los árboles que se alzaban al final del pasadizo la figura oscura y el horrible rostro blanco de Moreau. Llevaba consigo a uno de los sabuesos, e inmediatamente detrás venía Montgomery, revólver en mano.

Quedé un instante paralizado por el miedo.

Di media vuelta y vi que otra bestia enorme, de cara gris y ojos pequeños y brillantes, avanzaba hacia mí. A mi derecha, a unos diez metros, descubrí un estrecho agujero en la pared de la roca por el que se filtraba un rayo de luz.

—¡Alto! —gritó Moreau mientras me acercaba hacia la grieta a grandes zancadas—. ¡Detenedlo!

Entonces, uno tras otro, todos los rostros se volvieron hacia mí. Por fortuna, sus mentes animales eran muy lentas.

Arremetí con el hombro contra un torpe monstruo que se volvía para comprender a qué se refería Moreau y lo lancé de un empujón contra otro de sus compañeros. Sentí que intentaba atraparme con las manos, sin conseguirlo. El Perezoso se abalanzó sobre mí, y le clavé la punta de la estaca en su horrible cara. Al instante empecé a trepar por un empinado camino: una especie de chimenea inclinada que salía del barranco. Oí un aullido a mis espaldas y gritos de «¡Cogedlo! ¡Detenedlo!». El monstruo de pelo gris surgió detrás de mí, luchando por introducir su voluminoso cuerpo en la grieta.

—¡Vamos, vamos! —gritaban.

Trepé por la estrecha hendidura de la roca y fui a dar a la zona cubierta de azufre, situada al oeste del poblado de las bestias.

Aquella brecha en la roca resultó de lo más oportuna, pues el angosto pasadizo que ascendía en pronunciada pendiente debió de obstaculizar el paso a mis perseguidores más próximos. Corrí por el terreno blanco y descendí por una pendiente, entre algunos árboles dispersos, hasta llegar a una explanada cubierta de altas cañas. Luego atravesé una zona de maleza oscura y densa, mullida bajo mis pies. Justo cuando me zambullía entre las cañas, mis primeros perseguidores salieron de la grieta. Me abrí camino entre la vegetación durante varios minutos. El aire no tardó en poblarse de gritos amenazadores a mi alrededor.

Oí el barullo que hacían mis perseguidores arriba, en la grieta; luego el crujido de las cañas y después el chasquido ocasional de una rama al quebrarse. Algunas de aquellas criaturas rugían como auténticos animales de presa. Hacia la izquierda se oían los aullidos del sabueso. Los gritos de Moreau y Montgomery procedían de la misma dirección. Giré bruscamente a la derecha. Entonces me pareció oír la voz de Montgomery gritándome que escapara.

La tierra legamosa cedía bajo mis pies, pero estaba desesperado y me metí de lleno en ella, abriéndome paso con enorme dificultad, aunque avanzaba entre las altas cañas hundido hasta las rodillas. El ruido de mis perseguidores se había desplazado hacia la izquierda. Tres extraños saltamontes de color rosa, grandes como gatos, aparecieron de repente ante mí. El sendero discurría colina arriba, por un nuevo espacio abierto cubierto por una costra blanca, y volvía a adentrarse en un cañaveral.

Más adelante cambiaba de dirección y discurría en paralelo con el borde de otra brecha de abruptas paredes, surgida de repente con inesperada brusquedad, como el foso de un parque inglés. Seguí corriendo con todas mis fuerzas y no vi el precipicio hasta que me encontré volando por los aires cabeza abajo.

Aterricé de bruces entre un montón de espinos y me incorporé con una oreja desgarrada y la cara llena de sangre. Había caído en un escarpado barranco —lleno de piedras y espinos y cubierto por una bruma que se deslizaba a mi alrededor en finas franjas— por el que serpenteaba un riachuelo desde cuyo centro salía la bruma. Me sorprendió que hubiese niebla a pleno sol, pero no tenía tiempo para pensar en nada. Torcí a la derecha, siguiendo el curso del riachuelo, con la esperanza de llegar al mar y tener la posibilidad de ahogarme. Poco después descubrí que había perdido la estaca en la caída.

El barranco se estrechaba por momentos, y sin darme cuenta me metí en el arroyo. Tuve que salir de un salto porque el agua estaba casi hirviendo. Advertí entonces que una fina capa de espuma sulfurosa fluía sobre la superficie de la corriente. Casi inmediatamente, el barranco hacía un recodo que revelaba el confuso horizonte azul. El mar, ahora más próximo, reflejaba la luz del sol en un sinfín de destellos. Tenía calor y estaba jadeando. Veía la muerte cara a cara. La sangre tibia me resbalaba por la cara y corría agradablemente por mis venas. Sentí algo más que un arrebato de júbilo ante la idea de haber despistado a mis perseguidores. Ya no deseaba ahogarme. Miré hacia el camino por el que había llegado hasta allí.

Agucé el oído. A excepción del leve zumbido de los mosquitos y el canto de algunos insectos que saltaban entre los espinos, reinaba la más absoluta calma. Luego oí a lo lejos el aullido de un perro, el murmullo de una conversación, el chasquido de un látigo y voces que se tornaron más claras y se debilitaron nuevamente. El ruido se alejó corriente arriba y se desvaneció. La caza había concluido por el momento, pero ahora sabía hasta qué punto podía contar con la ayuda de los Salvajes.