11. La caza del hombre

Con la irracional esperanza de escapar, me vino a la memoria el recuerdo de que la puerta exterior de la habitación todavía estaba abierta. Estaba convencido, absolutamente seguro, de que Moreau estaba practicando la vivisección con un ser humano. Desde que oí su nombre por primera vez había intentado establecer alguna relación entre el grotesco animalismo de los isleños y las aberraciones de Moreau; ahora lo comprendía todo. Recordé sus investigaciones sobre la transfusión de sangre. ¡Las criaturas que había visto eran víctimas de un atroz experimento!

La intención de esos repugnantes canallas no había sido otra que retenerme y despistarme con sus muestras de confianza para luego obsequiarme con un destino aún más terrible que la muerte, la tortura, y, tras la tortura la más terrible degradación que imaginarse pueda: abandonarme como a una bestia, como a un alma perdida, junto al resto de los Salvajes. Miré a mi alrededor buscando un arma. Nada. Luego, en un arrebato de inspiración, le di la vuelta a la hamaca y partí el brazo de una patada. Quiso el azar que un clavo quedara en la punta de la madera, transformando en peligrosa arma un objeto de otro modo inofensivo. Oí pasos y, sin poder evitarlo, abrí la puerta. Montgomery se encontraba a menos de un metro y se disponía a cerrar la puerta con llave.

Alcé la estaca con el clavo en la punta y le corté la cara, pero dio un salto atrás. Tras un instante de vacilación, me di la vuelta y huí a toda velocidad, doblando la esquina de la casa.

—¡Prendick! ¡No sea estúpido! —me gritó, lleno de asombro.

Un minuto más, pensé, y estaría condenado como una cobaya. Montgomery dobló la esquina, pues lo oí gritar:

—¡Prendick!

Luego se lanzó en mi persecución, sin dejar de gritar mientras corría.

Esta vez corrí desaforadamente hacia el noroeste, en ángulo recto con respecto al camino que había tomado en mi anterior expedición. En una ocasión, mientras corría a toda velocidad playa arriba, volví la cabeza y vi que su ayudante lo acompañaba. Subí la cuesta a toda prisa y me desvié hacia el este por un valle rocoso flanqueado a ambos lados por la jungla. Recorrí más de un kilómetro sin parar, con una gran opresión en el pecho y el pulso latiéndome en los oídos, hasta que dejé de oír a Montgomery y a su ayudante, y, al borde del agotamiento, volví sobre mis pasos hacia la playa —al menos, eso creí entonces— y me tumbé al abrigo de unas cañas.

Me quedé allí bastante tiempo, demasiado asustado para moverme, demasiado aterrorizado siquiera para trazar un plan de acción. El agreste paisaje que me rodeaba dormía silenciosamente bajo el sol y no se oía nada salvo el débil zumbido de unos diminutos mosquitos que me habían descubierto. Poco después percibí un ruido sordo: el rumor del mar en la playa.

Al cabo de aproximadamente una hora oí la voz de Montgomery que me llamaba desde muy lejos, en dirección norte. Eso me hizo pensar en mi plan de acción. Según deduje entonces, la isla sólo estaba habitada por los dos vivisectores y sus víctimas, algunas de las cuales podían sin duda ser obligadas a atacarme, llegado el caso. Sabía que tanto Moreau como Montgomery llevaban revólveres, mientras que yo, a excepción de una endeble estaca con un clavo en la punta, una ridícula parodia de maza, estaba desarmado.

Así pues, me quedé donde estaba hasta que empecé a pensar en comida y agua. Comprendí que me encontraba en una situación desesperada. No sabía qué hacer para encontrar algo de comer; desconocía por completo la botánica, lo que me impedía aprovechar cualquiera de las raíces o los frutos que allí crecían. Tampoco tenía medios para cazar los escasos conejos que había en la isla. Cuantas más vueltas le daba al asunto, más negro me parecía.

Al fin, desesperado por mi situación, volví a pensar en los hombres animalizados con los que me había encontrado. Buscaba una esperanza en lo que recordaba de ellos. Fui analizando a todos, uno por uno, esforzándome por hallar en mi memoria cualquier indicio de ayuda.

De pronto oí el ladrido de un sabueso y descubrí que un nuevo peligro me acechaba. Apenas me detuve a pensarlo —de lo contrario me habrían atrapado— y, aferrando al instante la estaca, salí precipitadamente de mi escondite en dirección al sonido del mar. Recuerdo un matorral de plantas espinosas que se clavaban como cuchillos. Salí de allí sangrando y con la ropa hecha jirones, y aparecí junto a un riachuelo que fluía hacia el norte.

Sin dudarlo un segundo, me metí directamente en el agua, remontando la corriente hundido hasta las rodillas. Luego salí con dificultad por la orilla oeste y, con un violento latido en las sienes, me escondí entre unos helechos para aguardar el desenlace. Oía que el perro —era uno solo— se acercaba y, al llegar a los espinos, se puso a ladrar. Después no oí nada más y empecé a pensar que estaba a salvo.

Pasaron los minutos; el silencio se prolongó, y al fin, tras una hora a salvo, comencé a recobrar el valor.

Ya no me sentía aterrorizado ni desgraciado. Era como si hubiese traspasado el límite del terror y la desesperación. Pensaba que mi vida estaba prácticamente perdida, y eso me hacía capaz de cualquier cosa. En cierto modo tenía ganas de encontrarme con Moreau cara a cara. Mientras iba vadeando el río pensé que si llegaba a sentirme realmente acorralado, me quedaba al menos una vía para escapar del tormento: no podrían evitar que me ahogase. Estuve a punto de hacerlo en ese momento, pero el extraño deseo de ver cómo terminaba la aventura, un incomprensible interés por mí mismo como protagonista, me lo impidió. Estiré las piernas, entumecidas y doloridas por los arañazos de las plantas, y observé los árboles que me rodeaban; y de pronto, como si saltase de la verde maraña vegetal, mis ojos se posaron en un rostro negro que me observaba atentamente.

Era la simiesca criatura que aguardaba a la lancha en la playa. Estaba subido al tronco oblicuo de una palmera. Empuñé la estaca y le hice frente. Empezó a balbucear. «Tú, tú, tú…» fue lo único que logré entender en un principio. De pronto, saltó del árbol, apartó el follaje y me miró con curiosidad.

Aquella criatura no me produjo la misma repugnancia que los otros Salvajes.

—Tú, en el bote —dijo.

Era un hombre —al menos, tan humano como el ayudante de Montgomery—, puesto que podía hablar.

—Sí. Yo vine en el bote. Desde el barco —respondí.

—¡Ah! —dijo él, y recorrió con la mirada brillante e inquieta mis manos, la estaca que llevaba, mis pies, mi ropa hecha jirones y los cortes y arañazos que me había hecho con los espinos. Parecía sorprendido por algo. Sus ojos volvieron a posarse en mis manos. Entonces sacó la mano y, muy despacio, contó los dedos:

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco, ¿eh?

En ese momento no entendí lo que quería decir. Más tarde supe que gran parte de los Salvajes tenía las manos malformadas, y a algunos les faltaban hasta tres dedos. No obstante, intuyendo que aquello era en cierto modo un saludo, hice lo mismo a modo de respuesta y él sonrió abiertamente con inmensa satisfacción. Luego, volvió a lanzar una inquietante mirada a su alrededor, efectuó un rápido movimiento y desapareció. Las frondas de los helechos, que había mantenido apartadas durante su aparición, volvieron a cerrarse con un rumor de hojas frescas.

Salí corriendo tras él y me quedé atónito al verlo columpiarse alegremente en una liana que colgaba de los árboles, sujetándose con un brazo delgado. Estaba de espaldas a mí.

—¡Hola! —dije.

Descendió de un salto, girando en el aire, y se quedó de pie frente a mí.

—¿Dónde puedo encontrar comida? —pregunté.

—¡Comida! —repitió—. Comida de hombre. —Y sus ojos volvieron a la liana—. En las cabañas.

—Pero ¿dónde están las cabañas?

—¡Ah!

—Soy nuevo aquí, ya sabes.

Entonces se dio la vuelta y empezó a andar a paso ligero. Sus movimientos eran extrañamente rápidos.

—¡Ven! —dijo.

Lo seguí para ver cómo terminaba la aventura. Supuse que las cabañas serían una especie de tosco refugio donde viviría con algunos de los Monstruos. Puede que incluso fueran pacíficos, y hubiese en sus mentes algún resorte que pudiera activar. Aún no sabía hasta qué punto habían olvidado la herencia humana que yo les atribuía.

—¿Cuánto tiempo lleva en esta isla? —pregunté.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó.

Y, tras repetir la pregunta, me mostró tres dedos. El pobre era poco menos que idiota. Intenté descifrar lo que había querido decir con eso, pero creo que lo aburrí. Tras un par de preguntas más, se apartó bruscamente de mi lado y dio un salto para coger un fruto que colgaba de un árbol. Se hizo con un manojo de vainas espinosas y comenzó a devorar su contenido. Lo observé con satisfacción. ¡Al menos había algo con que alimentarse! Seguí interrogándolo, pero sus respuestas eran casi siempre escuetas y nada tenían que ver con mis preguntas. Algunas tenían sentido, otras eran las respuestas de un loro.

Tan atento iba a todos estos detalles que apenas me fijé en qué camino seguíamos. Llegamos a un lugar donde había árboles carbonizados y negros, y luego a un espacio desprovisto de vegetación y cubierto por una costra blanca amarillenta, sobre la cual circulaba una humareda acre que irritaba los ojos y las fosas nasales. A nuestra derecha, por encima de un peñasco desnudo, divisé el mar azul. El camino descendía bruscamente, serpenteando por un angosto barranco entre dos intrincadas masas de escoria negruzca. Nos adentramos por él.

El pasaje resultaba muy oscuro, en contraste con el resplandor cegador del terreno sulfuroso. Las paredes ascendían en vertical, acercándose la una a la otra. Manchas de color granate y verde desfilaban ante mis ojos. Mi guía se detuvo de improviso:

—Mi casa —dijo.

Y me encontré al borde de un abismo que al principio me pareció absolutamente oscuro. Oí ruidos extraños y me froté los ojos con los nudillos de la mano izquierda. Entonces me llegó un olor desagradable, como el de la jaula de mono sucia. Un poco más lejos, la roca volvía a abrirse sobre una pendiente gradual de verdor iluminada por el sol, y a ambos lados la luz se filtraba por una estrecha abertura hasta la penumbra central.