10. La llamada del hombre

Al acercarme a la casa vi que la luz que brillaba salía por la puerta abierta de mi habitación; luego oí la voz de Montgomery que gritaba desde la oscuridad junto a la franja anaranjada:

—¡Prendick!

Seguí corriendo. Al rato volví a oírlo. Repliqué un débil «¡hola!» y poco después llegué hasta él, tambaleándome.

—¿Dónde estaba? —dijo, cogiéndome por el brazo de tal modo que la luz de la habitación me dio de lleno en la cara—. Hemos estado tan ocupados que nos olvidamos de usted hasta hace cosa de media hora.

Me hizo entrar en la habitación y me sentó en la mecedora. Estuve un rato cegado por la luz.

—No se nos ocurrió que se iría a explorar la isla sin avisarnos —y acto seguido añadió—: ¡Estaba asustado! Pero… ¿qué…? ¡Hola!

La poca fuerza que me quedaba terminó por abandonarme y la cabeza se me cayó sobre el pecho. Creo que experimentó cierta satisfacción al darme un poco de coñac.

—¡Por el amor de Dios, cierre la puerta! —exclamé.

—Se ha encontrado con algunas de nuestras curiosidades, ¿verdad?

Cerró la puerta y volvió junto a mí. No me hizo preguntas, pero me sirvió más coñac y agua y me obligó a comer. Yo estaba totalmente derrumbado. Dijo algo como que había olvidado prevenirme y me preguntó escuetamente a qué hora había salido de la casa y qué había visto. Le respondí igual de escuetamente, con frases entrecortadas.

—¡Dígame qué significa todo esto! —dije en un estado que casi rayaba en la histeria.

—No es tan terrible —respondió—. Pero creo que ya ha tenido suficiente por hoy.

En ese momento, el puma lanzó un fuerte alarido de dolor, y Montgomery masculló entre dientes:

—¡Que me ahorquen si esto no es peor que Gower Street… con todos sus gatos!

—Montgomery, ¿qué era lo que me persiguió? ¿Una bestia o un hombre?

—Si no duerme esta noche, mañana tendrá la cabeza fatal —respondió.

Me puse de pie frente a él.

—¿Qué era esa cosa que me ha estado siguiendo? —pregunté.

Me miró fijamente y torció la boca. Sus ojos, que un momento antes parecían animados, se apagaron de pronto.

—Por lo que cuenta —dijo—, creo que era un fantasma.

Sentí un acceso de cólera que pasó tan rápidamente como vino. Me dejé caer de nuevo sobre la hamaca y me apreté la frente con las manos. El puma empezó de nuevo.

Montgomery se me acercó por detrás y me puso una mano en el hombro.

—Mire, Prendick, yo no tuve el menor interés en que usted viniera a esta estúpida isla. Pero no es tan mala como cree. Tiene los nervios destrozados. Permita que le dé algo que le hará dormir. «Eso…» durará horas todavía. Lo que tiene que hacer ahora es dormir. Yo no respondo de nada.

No repliqué. Me incliné hacia adelante cubriéndome la cara con las manos. Al rato volvió con un vaso pequeño lleno de un líquido oscuro. Me lo dio a beber. Lo tomé sin ofrecer resistencia mientras me ayudaba a acomodarme en la hamaca.

Cuando desperté ya estaba bien entrado el día. Permanecí un rato tumbado, mirando al techo. Observé que las vigas estaban construidas con las cuadernas de un barco. Luego volví la cabeza y vi la mesa dispuesta para mí. Estaba hambriento y me disponía a bajar de la hamaca cuando ésta, anticipándose cortésmente a mi intención, se dio la vuelta, depositándome en el suelo a cuatro patas.

Me puse en pie y me senté a la mesa. Tenía la cabeza muy cargada y sólo recordaba vagamente lo ocurrido la noche anterior. La brisa matinal entraba gratamente por la ventana sin cristales, lo que unido a la comida despertó en mí una sensación de placer animal. Entonces la puerta que había a mis espaldas —la que daba al patio interior— se abrió. Me volví y vi el rostro de Montgomery.

—¿Todo bien? —preguntó—. Estoy muy ocupado.

Y volvió a cerrar la puerta. Poco después descubrí que había olvidado cerrarla con llave.

Rememoré la expresión de su rostro la noche anterior, y eso hizo que el recuerdo de todo lo vivido se reconstruyera por sí solo. Cuando volvía a ser presa del temor, oí un grito procedente del interior. Pero esta vez no era el puma.

Aparté el bocado que me había llevado a los labios y presté atención. Salvo el rumor de la brisa matinal, todo era silencio. Empecé a creer que mis oídos me habían engañado.

Al cabo de un buen rato reanudé mi comida, pero sin dejar de aguzar el oído. Entonces percibí algo distinto, un sonido bastante débil. Estaba sentado, como paralizado, y aunque el ruido era casi imperceptible, me conmovió mucho más intensamente que cualquiera de los horrores procedentes del otro lado del muro que hasta el momento había oído. Esta vez no cabía duda de lo que significaban aquellos sonidos sordos y entrecortados, no cabía duda de su procedencia; era un quejido, interrumpido por sollozos y suspiros de angustia. Esta vez no se trataba de un animal. ¡Estaban torturando a un ser humano!

Me levanté y, tras cruzar la habitación de tres zancadas, agarré el tirador de la puerta interior y la abrí.

—¡Deténgase, Prendick! —gritó Montgomery.

Un aterrorizado galgo de caza gañía y se retorcía de dolor. En el fregadero había sangre, sangre oscura, mezclada con sangre escarlata, y percibí el inconfundible olor del ácido fénico[5]. Luego, a través de una puerta abierta, bajo la imprecisa claridad de la penumbra interior, vislumbré algo dolorosamente atado a una estructura, lleno de cicatrices, rojo y vendado. Y finalmente, borrando esta visión, apareció el rostro de Moreau, pálido y terrible.

En cuestión de segundos me agarró por el hombro con una mano ensangrentada, me hizo girar sobre mis pies y, levantándome como si fuera un niño, me arrojó de cabeza a mi habitación. Caí cuan largo era sobre el suelo, mientras la puerta se cerraba de golpe, ocultando su rostro alterado. Al instante oí una llave que giraba en la cerradura y las protestas de Montgomery.

—¡El trabajo de toda una vida, arruinado! —dijo Moreau.

—Él no lo comprende —respondió Montgomery, y siguió diciendo algo inaudible para mí.

—Ahora no tengo tiempo que perder —replicó Moreau.

El resto no conseguí oírlo. Me levanté y me quedé allí, temblando, mientras los más terribles presentimientos en mi mente bullían. ¿Era posible hacerle la vivisección a un ser humano? Aquella pregunta brilló como un relámpago en mitad de la tormenta. Y de pronto, el vago horror de mi mente se condensó en la nítida comprensión del peligro en que me hallaba.