Mechones

En casa de la señorita Winter nunca miraba el reloj. Para los segundos contaba con las palabras; los minutos eran renglones de caligrafía en lápiz. Once palabras por renglón, veintitrés renglones por hoja, he ahí mi nueva cronometría. Paraba regularmente para hacer girar la manivela del sacapuntas y observar las virutas de madera con carboncillo columpiarse hasta la papelera; esas pausas marcaban mis «horas».

Tan absorta me tenía la historia que estaba escuchando y escribiendo que no deseaba nada más. Mi propia vida había quedado reducida a la nada. Mis pensamientos diurnos y mis sueños nocturnos estaban habitados por seres que pertenecían al mundo de la señorita Winter, no al mío. Eran Hester y Emmeline, Isabelle y Charlie quienes vagaban por mi imaginación, y Angelfield era el lugar al que siempre volvían mis pensamientos.

La verdad era que no me molestaba renunciar a mi vida. Sumergirme hasta las profundidades de la historia de la señorita Winter era un modo de dar la espalda a mi propia historia. Sin embargo, no es tan fácil olvidarse de sí mismo. Por mucho que insistiera en mi ceguera, no podía escapar al hecho de que ya era diciembre. En el fondo de mi mente, en la linde de mi sueño, en los márgenes de las hojas que tan frenéticamente llenaba con palabras, era consciente de que había comenzado la cuenta atrás y sentía la aproximación implacable de mi cumpleaños.

El día siguiente a la noche de las lágrimas no vi a la señorita Winter. Se quedó en cama y solo recibió a Judith y al doctor Clifton. Lo agradecí. Tampoco yo había pasado una buena noche. Un día después, no obstante, me mandó llamar. Fui a su sencilla habitación y la encontré acostada.

Me pareció que sus ojos habían aumentado de tamaño. No llevaba maquillaje. Tal vez su medicación se hallara en su momento de máxima efectividad, porque el caso es que la señorita Winter irradiaba una tranquilidad que no le había visto hasta entonces. No me sonrió, pero cuando levantó la vista vi amabilidad en sus ojos.

—No necesitará la libreta ni el lápiz —dijo—. Hoy quiero que haga otra cosa por mí.

—¿Qué?

Judith entró. Extendió una sábana en el suelo, arrastró la silla de ruedas desde la habitación contigua y sentó en ella a la señorita Winter. Trasladó la silla hasta el centro de la sábana y la giró para que la señorita Winter pudiera mirar por la ventana. Luego le colocó una toalla sobre los hombros y desplegó sobre ella la mata de pelo naranja.

Antes de irse me tendió unas tijeras.

—Buena suerte —dijo con una sonrisa.

—¿Qué se supone que debo hacer? —le pregunté a la señorita Winter.

—Cortarme el pelo, naturalmente.

—¿Cortarle el pelo?

—Sí. No ponga esa cara. No tiene ningún secreto.

—Pero no sé cómo se hace.

—Solo tiene que coger las tijeras y cortar. —Suspiró—. No me importa cómo lo haga. No me importa cómo quede. Sencillamente deshágase de él.

—Pero yo…

—Por favor.

Me coloqué a regañadientes detrás de la señorita Winter. Después de dos días en cama, su pelo era una maraña de hirsutas hebras naranjas. Estaba seco, tan seco que temí que crujiera, y salpicado de pequeños enredos.

—Será mejor que lo cepille primero.

Estaba demasiado enredado. Aunque la señorita Winter no dejaba escapar una sola queja, yo notaba que se encogía con cada cepillada. Decidí que sería más piadoso cortar directamente los nudos y dejé el cepillo a un lado.

Con timidez, di el primer tijeretazo. Unos pocos centímetros, hasta la mitad de la espalda. Las hojas atravesaron limpiamente el cabello y los pedazos aterrizaron en la sábana.

—Más corto —dijo suavemente la señorita Winter.

—¿Por aquí? —Le toqué los hombros.

—Más corto.

Levanté un mechón y corté con mano temblorosa. Una culebra naranja resbaló hasta mis pies y la señorita Winter empezó a hablar.

Recuerdo que unos días después del entierro me hallaba en el antiguo cuarto de Hester. No por una razón concreta; simplemente estaba allí, frente a la ventana, mirando al vacío. Mis dedos tropezaron con una pequeña protuberancia en la cortina. Un roto que ella había zurcido. Hester era una cuidadosa costurera. Así y todo, por un extremo asomaba un trozo de hilo. De forma ociosa, distraída, empecé a jugar con él. No pretendía tirar del hilo, en realidad no pretendía nada… Pero de repente ahí estaba, en mis dedos. El hilo, en toda su largura, zigzagueando con el recuerdo de las puntadas. Y el agujero de la cortina abierto. Pronto empezaría a deshilacharse.

A John nunca le gustó tener a Hester en la casa. El día en que se marchó, lo celebró. Aun así, una cosa era cierta: si Hester hubiera estado allí, John no habría subido al tejado. Si Hester hubiera estado allí, nadie habría toqueteado el seguro de la escalera. Si Hester hubiera estado allí, ese día habría amanecido como cualquier otro día, y como cualquier otro día John habría hecho sus labores de jardinero. Cuando la ventana salediza hubiera proyectado su sombra vespertina sobre la grava, allí no habría habido ninguna escalera, ni peldaños, ni un John tendido en el suelo para no sentir la fría caricia. Aquel día habría llegado y se habría marchado como cualquier otro, y por la noche John se habría acostado y habría dormido profundamente, sin soñar que caía al vacío.

Si Hester hubiera estado allí.

El agujero en la cortina me resultó insoportable.

Yo había estado dando tijeretazos al pelo de la señorita Winter mientras ella hablaba, pero al llegar a la altura de los lóbulos me detuve.

Alzó una mano y palpó la longitud.

—Más corto —dijo.

Recuperé las tijeras y seguí cortando.

El muchacho seguía apareciendo todas las mañanas. Cavaba, desherbaba, plantaba y abonaba. Yo suponía que continuaría trabajando hasta cobrar el dinero que le debíamos, pero cuando el abogado me entregó una suma en efectivo —«Para que puedan mantenerse hasta que vuelva su tío»— y le pagué, siguió viniendo a trabajar. Le observaba desde las ventanas de arriba. Alguna que otra vez el muchacho levantaba la vista y yo daba un salto atrás, pero un día me vio y me saludó con la mano. No le devolví el saludo.

Todas las mañanas dejaba hortalizas en la puerta de la cocina, a veces junto con un conejo desollado o una gallina desplumada, y todas las tardes recogía las mondaduras para el abono. Se entretenía en la puerta, y como ya le había pagado casi siempre tenía un cigarrillo en los labios.

Yo había agotado los cigarrillos de John y me fastidiaba que el muchacho pudiera fumar y yo no. Nunca se lo dije, pero un día, estando él con el hombro apoyado en el marco de la puerta, me descubrió mirando el paquete de cigarrillos de su bolsillo superior.

—Te cambio uno por una taza de té —dijo.

Entró en la cocina —era la primera vez que entraba desde la muerte de John— y se sentó en la silla de John con los codos sobre la mesa. Yo me senté en la silla del rincón, donde solía sentarse el ama. Bebimos el té en silencio, lanzando bocanadas de humo que viajaban hacia el deslucido techo en forma de perezosas nubes y espirales. Después de dar la última calada a nuestros respectivos cigarrillos y apagarlos cada uno en su plato, se levantó sin decir una palabra, salió de la cocina y regresó a su trabajo. Al día siguiente, cuando llamó a la puerta con las verduras, entró directamente en la cocina, se sentó en la silla de John y me dio un cigarrillo antes incluso de que yo hubiera puesto el agua a hervir.

No hablábamos, pero teníamos nuestras propias costumbres.

Emmeline, que nunca se levantaba antes del mediodía, a veces pasaba la tarde en el jardín contemplando al muchacho hacer su trabajo. Yo la reñía.

—Eres la hija de la casa. Él es el jardinero. ¡Por el amor de Dios, Emmeline!

Pero era inútil. Emmeline esbozaba su lenta sonrisa a toda persona que conseguía fascinarla. Yo los vigilaba de cerca, teniendo presenté lo que el ama me había dicho sobre los hombres que no podían ver a Isabelle sin desear tocarla. Pero el muchacho no daba muestras de desear tocar a Emmeline, aun cuando le hablara con ternura y le gustara hacerla reír. No obstante, la situación me inquietaba.

A veces los observaba desde una ventana de arriba. Un día soleado vi a Emmeline tumbada en la hierba con la cabeza descansando en la mano y el codo apoyado en el suelo. La postura hacía resaltar la curva que ascendía desde la cintura hasta la cadera. Él volvió la cabeza para responder a algo que ella había dicho, y mientras la miraba, Emmeline rodó sobre su espalda, levantó una mano y se apartó un mechón de la frente. Fue un gesto lánguido, sensual, que me hizo sospechar que a ella no le importaría que él la tocara.

No obstante, cuando el muchacho terminó de decir lo que estaba diciendo, se dio la vuelta, como si no lo hubiera notado, y siguió trabajando.

Al día siguiente estábamos fumando en la cocina. Por una vez, rompí nuestro silencio.

—No toques a Emmeline —le dije.

Me miró sorprendido.

—No la he tocado.

—Bien. Pues no lo hagas.

Pensé que con eso había terminado. Dimos otra calada a nuestros cigarrillos y me dispuse a retomar el silencio cuando, tras soltar el humo, él habló de nuevo.

—No quiero tocar a Emmeline.

Le oí. Oí lo que dijo. Esa curiosa entonación. Oí lo que quería decir.

Sin mirarle, di otra calada a mi cigarrillo. Sin mirarle, expulsé lentamente el humo.

—Ella es más amable que tú —dijo.

Mi cigarrillo no estaba ni a la mitad, pero lo apagué. Caminé hasta la puerta de la cocina y la abrí.

Él se detuvo en el umbral, frente a mí. Yo estaba rígida, mirando hacia delante, hacia los botones de su camisa.

Su nuez subió y bajó cuando tragó saliva. Su voz sonó como un susurro.

—Sé amable conmigo, Adeline.

Indignada, levanté los ojos, decidida a fulminarle con mi mirada, pero la ternura que vi en su cara me sobresaltó. Por un momento me sentí… turbada.

Y él aprovechó el momento. Levantó una mano para acariciarme la mejilla.

Pero yo fui más rápida. Levanté un puño y aparté su mano de un latigazo.

No le hice daño. No hubiera podido hacérselo. Pero él parecía perplejo, decepcionado.

Y se marchó.

La cocina se quedó muy vacía después de aquella escena. El ama se había ido. John se había ido. También el muchacho se había ido.

«Te ayudaré», había dicho.

Pero era imposible. ¿Cómo podía ayudarme un muchacho como él? ¿Cómo podía alguien ayudarme?

La sábana estaba cubierta de pelo naranja. Yo caminaba sobre pelo y también lo tenía enganchado en los zapatos. El viejo tinte había desaparecido; los escasos mechones que pendían del cuero cabelludo de la señorita Winter eran enteramente blancos.

Retiré la toalla y le soplé en la nuca para espantar los restos de cabello.

—Pásame el espejo —dijo la señorita Winter.

Se lo pasé.

Con el cabello trasquilado parecía una chiquilla entrecana.

Se lo puso delante y se miró a los ojos, desnudos y apagados, durante un largo rato. Luego dejó el espejo sobre la mesa, boca abajo.

—Es justamente lo que quería. Gracias, Margaret.

La dejé sola, y cuando regresé a mi habitación pensé en el muchacho. Pensé en él y Adeline, y en él y Emmeline. Luego pensé en Aurelius, encontrado siendo un bebé, vestido con una prenda antigua y envuelto en una bolsa de cuero, con una cuchara de Angelfield y una página de Jane Eyre. Pensé largo y tendido en todo eso, pero por más que lo intenté no llegué a ninguna conclusión.

En uno de esos incomprensibles quiebros de la mente sí tuve, no obstante, una ocurrencia. Recordé lo que Aurelius me había dicho la última vez que estuve en Angelfield: «Ojalá hubiera alguien que pudiera contarme la verdad». Y encontré su eco: «Cuénteme la verdad». El muchacho del traje marrón. Eso explicaría por qué el Banbury Herald no tenía constancia de la entrevista para la que su joven reportero había viajado a Yorkshire. Aurelius era el muchacho del traje marrón.