—¿Le aburre mi historia, señorita Lea? Soporté varios comentarios de esa guisa al día siguiente cuando, incapaz de reprimir los bostezos, me removía en mi asiento y me frotaba los ojos mientras escuchaba la narración de la señorita Winter.
—Lo siento. Solo estoy cansada.
—¡Cansada! —exclamó—. ¡Parece una muerta andante! Una comida como Dios manda la reanimará. ¿Se puede saber qué le pasa?
Me encogí de hombros.
—Estoy cansada, eso es todo.
Apretó los labios y me miró con dureza, pero no dije más y retomó su historia.
Así estuvimos seis meses. Vivíamos recluidos en un puñado de estancias: la cocina, donde John seguía durmiendo por las noches, el salón y la biblioteca. Nosotras, las chicas, utilizábamos la escalera de servicio para ir de la cocina al único dormitorio que parecía seguro. Habíamos trasladado del viejo cuarto los colchones donde dormíamos, pero allí quedaron las camas, demasiado pesadas para moverlas. Después del dramático descenso del número de sus habitantes, sentíamos que la casa se nos había quedado grande. Nosotros, los supervivientes, estábamos más a gusto en la seguridad y la facilidad de nuestros pequeños aposentos. Con todo, nunca conseguíamos olvidarnos totalmente del resto de la casa, que como una extremidad moribunda se enconaba lentamente detrás de las puertas.
Emmeline pasaba gran parte de su tiempo inventando juegos de naipes.
—Juega conmigo. Oh, venga, juguemos —insistía.
Al final yo cedía y jugábamos. Juegos extraños, con reglas que cambiaban constantemente; juegos que solo ella entendía y partidas que siempre ganaba, lo cual le producía una gran alegría. También se daba baños. Su pasión por el jabón y el agua era inagotable; se pasaba horas entretenida en el agua que yo había calentado para lavar la ropa y los platos. No me molestaba. Por lo menos una de nosotras era feliz.
Antes de cerrar las habitaciones, Emmeline había revuelto en los armarios de Isabelle y se había hecho con vestidos, frascos de perfume y zapatos que apiló en nuestro dormitorio. Era como dormir en un camerino. Emmeline se ponía los vestidos. Algunos tenían diez años, otros —de nuestra abuela, la madre de Isabelle, imagino— treinta e incluso cuarenta. Emmeline nos divertía por las noches con sus teatrales entradas en la cocina vestida con los atuendos más extravagantes. Los vestidos le hacían aparentar más de quince años, le hacían parecer femenina. Yo recordaba la conversación de Hester con el doctor en el jardín —«No veo razones para que Emmeline no pueda casarse algún día»— y recordaba lo que el ama me había contado de Isabelle y las meriendas al aire libre —«Era la clase de muchacha que los hombres no pueden mirar sin desear tocarla»—, y me asaltaba una repentina ansiedad. Pero luego Emmeline se dejaba caer pesadamente en una silla de la cocina, sacaba una baraja de cartas de un bolso de seda y decía, toda aniñada: «Anda, juega conmigo a cartas». Aunque eso conseguía tranquilizarme un poco, me aseguraba de que no saliera de casa vestida así.
John vivía sumido en la apatía. Un día, no obstante, salió de ella para hacer algo impensable: contratar a un muchacho que le ayudara en el jardín.
—No te preocupes —me dijo—. Es Ambrose, el hijo del viejo Proctor. Un muchacho tranquilo. Y no será por mucho tiempo, solo hasta que termine de reparar la casa.
Yo sabía que eso le llevaría toda la vida.
El muchacho se presentó un día. Era más alto que John y más ancho de hombros. Los dos con las manos en los bolsillos, hablaron de la labor de ese día y el muchacho se puso a trabajar. Tenía una forma de cavar paciente y acompasada; el repique suave y constante de la pala en la tierra me crispaba los nervios.
—¿Por qué hemos de tenerlo aquí? —deseaba saber yo—. Es tan extraño como los demás.
Pero, por la razón que fuese, el muchacho no era un extraño para John. Quizá porque provenía de su mismo mundo, el mundo de los hombres, un mundo desconocido para mí.
—Es un buen chico —me respondía John una y otra vez—. Y muy trabajador. No hace preguntas y habla poco.
—Quizá no tenga lengua, pero tiene ojos en la cara.
John se encogía de hombros y miraba hacia otro lado, parecía incómodo.
—Yo no estaré aquí eternamente —dijo finalmente un día—. Las cosas no podrán seguir siempre como hasta ahora. —Dibujó un vago gesto con el brazo para abarcar la casa, sus habitantes, la vida que llevábamos—. Algún día las cosas tendrán que cambiar.
—¿Cambiar?
—Estáis creciendo. Ya no será lo mismo, ¿no crees? Una cosa es ser niñas, pero cuando uno se hace mayor…
Yo ya me había ido. No quería escuchar lo que fuera que tuviera que decirme.
Emmeline estaba en el dormitorio arrancando lentejuelas de un pañuelo de noche para su caja de tesoros. Me senté a su lado. Estaba demasiado absorta en su labor para levantar la vista. Sus dedos regordetes jugueteaban incansablemente con una lentejuela hasta que ésta se desprendía y la echaba en la caja. Era un trabajo lento, pero Emmeline tenía todo el tiempo del mundo. Inclinada sobre el pañuelo, mantenía el semblante imperturbable, los labios juntos, la mirada atenta y soñadora a un mismo tiempo. De vez en cuando sus párpados superiores descendían, cubriendo los verdes iris, pero en cuanto rozaban el párpado inferior subían para desvelar el mismo verde.
¿Me parecía realmente a ella?, me pregunté. Sabía que en el espejo mis ojos eran idénticos a los suyos. Y sabía que teníamos la misma inclinación de la nuca bajo el peso de la melena pelirroja. Y sabía el impacto que ejercíamos en los vecinos del pueblo las raras ocasiones en que nos paseábamos del brazo por The Street luciendo idénticos vestidos. Pero, así y todo, no me parecía a Emmeline, ¿verdad? Mi cara no podría adoptar esa expresión de apacible concentración. Estaría retorciéndose de frustración. Estaría mordiéndome el labio, resoplando de impaciencia, apartándome el pelo de la cara y echándolo furiosamente hacia atrás. No estaría tranquila, como Emmeline. Estaría arrancando las lentejuelas con los dientes.
No me dejarás, ¿verdad?, quise decirle. Porque yo nunca te dejaré. Viviremos siempre aquí, juntas. Diga lo que diga John-the-dig.
—¿Por qué no jugamos?
Emmeline continuó con su tarea, como si no me hubiera oído.
—Juguemos a que nos casamos. Tú puedes ser la novia. Venga. Podrías ponerte… esto. —Desenterré una prenda de gasa amarilla del montón de vestidos apilados en un rincón—. Es como un velo, mira.
Emmeline no levantó la vista, ni siquiera cuando se lo eché por la cabeza. Se limitó a apartárselo de los ojos y siguió toqueteando la lentejuela.
Entonces dirigí mi atención a su caja de tesoros. Las llaves de Hester seguían allí relucientes, aunque parecía que Emmeline había olvidado a su anterior cuidadora. Había algunas joyas de Isabelle, los envoltorios de colores de los caramelos que Hester le había dado un día, un inquietante fragmento de vidrio verde de una botella y un pedazo de cinta con un borde dorado que había sido mío, un regalo del ama de hacía muchos años, más de los que podía recordar. Debajo del resto de objetos todavía estarían los hilos de plata que Emmeline había arrancado de la cortina el día en que llegó Hester. Y semioculto bajo el revoltijo de rubíes, cristales y demás baratijas vi algo que parecía fuera de lugar. Algo de cuero. Ladeé la cabeza para verlo mejor. ¡Ah! ¡Por eso lo quería! Por las letras doradas. I A R. ¿Qué era I A R? ¿O quién era I A R? Incliné la cabeza hacia el otro lado y divisé algo más. Un candado diminuto, y una llave diminuta. No era de extrañar que estuvieran en la caja de tesoros de Emmeline. Letras doradas y una llave. Supuse que era su posesión más preciada. Y de repente caí en la cuenta. ¡I A R! ¡Diario!
Alargué una mano.
Rápida como un rayo —su aspecto podía ser engañoso— la mano de Emmeline descendió como un torno sobre mi muñeca y la detuvo. Con gesto firme, sin mirarme, apartó mi mano y bajó la tapa.
La presión de sus dedos me había dejado marcas blancas en la muñeca.
—Voy a irme —dije, para ponerla a prueba. Mi voz no sonaba muy convincente—. Hablo en serio. Y voy a dejarte aquí. Voy a crecer y a vivir por mi cuenta.
A renglón seguido, llena de digna autocompasión, me levanté y salí del cuarto.
Emmeline no fue a buscarme al asiento bajo la ventana de la biblioteca hasta bien entrada la tarde. Yo había corrido la cortina para esconderme, pero Emmeline entró directamente en la biblioteca y miró a su alrededor. La oí acercarse, noté el movimiento de la cortina cuando la levantó. Con la frente pegada a la ventana, yo estaba observando las gotas de lluvia en el cristal. El viento las hacía temblar y amenazaban constantemente con emprender uno de sus recorridos zigzagueantes en que engullían las gotitas que encontraban a su paso y dejaban tras de sí una breve senda plateada. Se acercó y posó su cabeza en mi hombro. Me sacudí con brusquedad para quitármela de encima. Me negaba a darme la vuelta y hablarle. Emmeline me cogió la mano y deslizó algo en mi dedo.
Esperé a que se fuera para ver qué era. Un anillo. Me había dado un anillo.
Giré la piedra sobre la parte interna del dedo y la acerqué a la ventana. La luz la resucitó. Verde, como el color de mis ojos. Verde, como el color de los ojos de Emmeline. Emmeline me había dado un anillo. Cerré los dedos en un fuerte puño con la piedra contra mi corazón.
John recogía los cubos de agua de lluvia y los vaciaba; pelaba verduras para el puchero; iba a la granja y regresaba con leche y mantequilla. No obstante, después de cada tarea su energía lentamente acumulada parecía agotarse y en cada ocasión me preguntaba si le quedarían fuerzas para levantar su enjuto cuerpo de la mesa y continuar con la siguiente.
—¿Vamos al jardín de las figuras? —le pregunté—. Podrías enseñarme qué hay que hacer allí.
No me contestó. De hecho, creo que apenas me oyó. Dejé reposar el asunto y al cabo de unos días se lo pregunté otra vez, y otra y otra.
Finalmente John entró en el cobertizo y se puso a afilar las tijeras de podar con su tranquila cadencia. Después bajamos las largas escaleras de mano y las sacamos.
—Así —dijo levantando un brazo para señalarme el seguro de la escalera. La extendió contra el sólido muro del jardín. Ensayé con el seguro varias veces, subí unos peldaños, bajé de nuevo—. Cuando la tengas apoyada en los tejos no la notarás tan firme —me dijo—, pero en cuanto la domines verás que es una escalera segura. Tienes que acostumbrarte a ella.
Y de ahí fuimos al jardín de las figuras. John me llevó hasta un tejo mediano cubierto de maleza. Me disponía a apoyar en él la escalera cuando exclamó:
—No, no. No seas impaciente. —Tres veces rodeó lentamente el árbol. Después se sentó en el suelo y encendió un cigarrillo. Me senté a su lado y encendió uno para mí—. Nunca cortes con el sol de frente —me dijo—. Tampoco cortes con tu sombra de frente. —Dio unas caladas a su cigarrillo—. Vigila las nubes. No dejes que desvirtúen el contorno cuando pasan. Busca algo fijo en tu campo de visión. Un tejado o una cerca. Ésa será tu ancla. Y nunca tengas prisa. Tómate tu tiempo tanto para observar como para cortar. —Mientras hablaba en ningún momento desvió la vista del árbol, yo tampoco—. Has de sentir la parte de atrás del árbol mientras podas la parte de delante y viceversa. Y no cortes solamente con las tijeras en la mano. Utiliza todo el brazo, desde el hombro.
Terminamos nuestros respectivos cigarrillos y los apagamos con la punta de la bota.
—Y tal como lo ves ahora, desde lejos, manténlo en la memoria cuando lo estés viendo de cerca.
Estaba lista.
Tres veces me dejó apoyar la escalera en el árbol antes de convencerse de que estaba segura. Entonces cogí las tijeras de podar y subí.
Trabajé durante tres horas. Al principio era consciente de la altura, miraba constantemente hacia abajo, tenía que obligarme a subir cada nuevo escalón. Y cada vez que desplazaba la escalera, necesitaba varios intentos para afianzarla. No obstante, poco a poco la tarea me fue absorbiendo. Llegó un momento en que ya no sabía a qué altura me encontraba, tan concentrada estaba en la forma que estaba creando. John rondaba cerca. De vez en cuando hacía un comentario: «¡Vigila tu sombra!» o «¡Piensa en la parte de atrás!», pero el resto del tiempo se limitaba a observar y fumar. Solo cuando bajé por última vez, retiré el seguro y plegué la escalera, reparé en lo doloridas que tenía las manos por el peso de las tijeras de podar. Pero no me importó.
Retrocedí para contemplar mi obra. Rodeé el árbol tres veces. Mi corazón dio un respingo. Era buena.
John asintió con la cabeza.
—No está mal —declaró—. Servirás.
Fui al cobertizo a buscar la escalera para podar el jobo gigante, pero la escalera no estaba. El muchacho que tanto me desagradaba estaba en el huerto con el rastrillo. Me acerqué con expresión ceñuda.
—¿Dónde está la escalera? —Era la primera vez que le dirigía la palabra.
Pasando por alto mi brusquedad, respondió cortésmente:
—La cogió el señor Digence. Está en la fachada, reparando el tejado.
Cogí uno de los cigarrillos que John había dejado en el cobertizo y me puse a fumar lanzando crueles miradas al muchacho, que observaba el cigarrillo con envidia. Después, afilé las tijeras de podar. Acto seguido, como le había cogido el gusto, afilé el cuchillo del jardín, tomándome mi tiempo, haciéndolo bien. Detrás del ritmo de la piedra contra la hoja sonaba el del rastrillo del muchacho sobre la tierra. Miré el sol y me dije que era demasiado tarde para ponerme a trabajar con el jobo. Así que fui a buscar a John.
La escalera estaba tumbada en el suelo. Las dos secciones, cual manecillas de un reloj, formaban un ángulo imposible; el riel metálico que debía mantenerlas en las seis en punto estaba arrancado de la madera y por el tajo de la barra lateral asomaban gruesas astillas. Junto a la escalera yacía John. Cuando le toqué el hombro no se movió, pero estaba caliente como el sol que le acariciaba los despatarrados miembros y el pelo ensangrentado. Tenía la mirada clavada en el cielo azul, pero el azul de sus ojos estaba extrañamente nublado.
La muchacha sensata me abandonó. De repente era solo yo, una niña estúpida, una menudencia.
—¿Qué voy a hacer? —susurré.
—¿Qué voy a hacer? —Mi voz me asustó.
Tumbada en el suelo, con mi mano aferrada a la mano de John y fragmentos de grava horadándome la sien, vi pasar el tiempo. La sombra del saliente de la biblioteca avanzó por la grava y alcanzó los primeros peldaños de la escalera. Poco a poco, peldaño a peldaño, fue trepando hacia nosotros. Y alcanzó el seguro.
El seguro. ¿Por qué John no había comprobado el seguro? Tuvo que comprobarlo. Seguro que lo hizo. Pero si lo hizo, ¿cómo…?, ¿porqué…?
Peldaño a peldaño, la sombra del saliente se iba acercando. Cubrió los pantalones de estambre de John, su camisa verde, su pelo. ¡Cuánto pelo había perdido! ¿Por qué no cuidé mejor de él?
No tenía sentido pensar en eso. Y, sin embargo, ¿cómo no hacerlo? Mientras reparaba en las canas de John, también reparé en las profundas muescas que las patas de la escalera habían abierto en la tierra al tambalearse bajo sus pies. Eran las únicas marcas. La grava no es como la arena o la nieve, ni siquiera como la tierra recién removida; no retiene las huellas. No había nada en ella que indicara que alguien pudo haber llegado, pudo haber merodeado en la base de la escalera y, una vez terminado lo que había ido a hacer, pudo haberse alejado con total tranquilidad. A juzgar por las señales en la grava, podría haberlo hecho un fantasma.
Todo estaba frío. La grava, la mano de John, mi corazón.
Me levanté y me alejé de John sin mirar atrás. Rodeé la casa hasta el huerto. El muchacho seguía allí, estaba guardando el rastrillo y la escoba. Al verme se detuvo y me miró fijamente. Luego, cuando me detuve —¡No te desmayes! ¡No te desmayes!, me dije— echó a correr hacia mí para sostenerme. Yo le observaba como si se hallara muy, muy lejos. Y no me desmayé. No del todo. Cuando lo tuve cerca, sentí que una voz brotaba de mi interior, palabras que no elegí pronunciar pero que se abrieron paso a la fuerza por mi asfixiada garganta.
—¿Por qué nadie me ayuda?
Me sujetó por las axilas, me desplomé sobre él, me tumbó lentamente hasta la hierba.
—Yo te ayudaré —dijo—. Yo te ayudaré.
Con la muerte de John-the-dig todavía viva en mi mente, con la visión del rostro desconsolado de la señorita Winter aún en mi memoria, apenas reparé en la carta que me esperaba en mi habitación.
No la abrí hasta que terminé la transcripción, y cuando lo hice no fue mucho lo que encontré.
Querida señorita Lea:
Después de toda la ayuda que su padre me ha prestado a lo largo de los años, permítame expresarle lo mucho que me complace ser capaz, aunque en pequeña medida, de devolverle el favor a su hija.
Mis primeras indagaciones en Reino Unido no me han aportado pistas sobre el paradero de la señorita Hester Barrow después de su período como empleada de Angelfield. He encontrado algunos documentos relacionados con su vida anterior a ese período y estoy elaborando un informe que llegará a sus manos en unas semanas.
Mis indagaciones no han llegado, ni mucho menos, a su fin. Todavía no he agotado la investigación relativa al contacto italiano, y es más que probable que de esos primeros años surja algún detalle que dé un nuevo giro a mis pesquisas.
¡No desespere! Si hay alguien que puede encontrar a su institutriz ese soy yo.
Atentamente,
EMMANUEL DRAKE
Guardé la carta en un cajón y me puse el abrigo y los guantes.
—Vamos —le dije a Sombra.
Me siguió hasta el jardín y tomamos el camino que transcurría por el lateral de la casa. De vez en cuando un arbusto que crecía pegado a la pared obligaba a la senda a desviarse; poco a poco, imperceptiblemente, ésta se iba alejando de la pared, de la casa, e iba adentrándose en los señuelos laberínticos del jardín. Me resistí a su suave curva y continué recto. Mantener la pared de la casa siempre a mi izquierda me obligó a escurrirme detrás de un macizo de arbustos frondosos y añejos cada vez más denso. Mis tobillos tropezaban con los tallos nudosos y tuve que envolverme la cara con la bufanda para evitar rasguños. El gato me acompañó durante un rato, luego se detuvo, abrumado por la espesa vegetación.
Seguí andando, y encontré lo que estaba buscando: una ventana cubierta de hiedra y con un follaje perenne tan frondoso entre ésta y el jardín que la tenue luz que escapaba por el cristal pasaba totalmente inadvertida.
Al otro lado de la ventana, sentada ante una mesa, estaba la hermana de la señorita Winter. Delante de ella se encontraba Judith, metiéndole cucharadas de sopa entre los labios secos y descarnados. De repente detuvo la mano a medio camino entre el cuenco y la boca y se volvió directamente hacia mí. No podía verme, había demasiada hiedra. Probablemente había notado el roce de mi mirada. Tras una breve pausa, volvió a su tarea, pero no antes de que yo hubiera notado algo extraño en la cuchara. Era una cuchara de plata con una A alargada en el mango que tenía la forma de un ángel estilizado.
Yo había visto antes una cuchara como ésa. A. Ángel. Angelfield. Emmeline tenía una cuchara como ésa y también Aurelius.
Arrimándome a la pared y con las ramas enredándose en mi pelo, salí del macizo de arbustos. El gato me observó mientras me sacudía las ramitas y hojas muertas de las mangas y los hombros.
—¿Entramos? —propuse, y él aceptó encantado.
El señor Drake no había conseguido dar con Hester. Yo, en cambio, había encontrado a Emmeline.