Un áspero velo de agotamiento me irritaba los ojos. Ya no podía pensar. Había trabajado todo el día y la mitad de la noche y me asustaba dormirme. ¿Me gastaba mi mente una broma pesada? Creía oír una melodía. Bueno, no exactamente una melodía. Tan solo cinco notas sueltas. Abrí la ventana para corroborarlo. Sí. Sin duda llegaba un sonido del jardín. Entiendo de palabras. Si me das un fragmento de texto dañado o desgarrado, soy capaz de adivinar lo que iba antes y lo que iba después; o por lo menos puedo reducir las posibilidades a la opción más probable. Pero la música no es mi lenguaje. ¿Eran esas cinco notas el comienzo de una nana? ¿La caída agonizante de un lamento? Imposible saberlo. Sin un principio ni un final que las delimitara, sin una melodía que las sostuviera, fuera lo que fuera lo que las unía parecía sumamente precario. Cada vez que sonaba la primera nota se producía un angustioso instante mientras ésta esperaba a descubrir si su compañera todavía seguía allí o se había esfumado para siempre, arrastrada por el viento. Y lo mismo con la tercera y la cuarta. Con la quinta no había una resolución, solo la sensación de que tarde o temprano los frágiles eslabones que unían esa ristra de notas caprichosas se romperían como se habían roto los eslabones del resto de la melodía, y también ese último fragmento vacío desaparecería para siempre, dispersándose con el viento como las últimas hojas de un árbol en invierno.
Obstinadamente mudas cada vez que mi mente consciente les pedía que se manifestaran, las notas acudían de repente a mí cuando no estaba pensando en ellas. Absorta en mi trabajo por la noche, caía en la cuenta de que llevaban rato repitiéndose en mi cabeza. O en la cama, debatiéndome entre el sueño y la vigilia, las oía a lo lejos, entonando para mí su melodía poco definida y sin sentido.
Pero ahora la oía de verdad. Al principio, una sola nota, a sus compañeras las sofocaba la lluvia que martilleaba la ventana. «No es nada», me dije, y me preparé para seguir durmiendo. Entonces, en un instante de calma en medio de la tormenta, tres notas se elevaron por encima del agua.
Era una noche impenetrable. Tan negro estaba el cielo que del jardín solo podía captar el sonido de la lluvia. Esa percusión era la lluvia contra las ventanas. Las ráfagas suaves e irregulares eran lluvia fresca sobre la hierba. El goteo era agua bajando por los canalones hasta los desagües. Tic, tic, tic. Agua resbalando por las hojas hasta el suelo. Y detrás de todo eso, debajo, entremedio —si no estaba loca o soñando— las cinco notas. La la la la la.
Me puse las botas y el abrigo y salí a la oscuridad de la noche.
No veía a un palmo de mi mano. No oía nada salvo el chapoteo de mis botas sobre la hierba. De repente capté una señal. Un sonido seco, inarmónico; no un instrumento, sino una voz humana atonal, discordante.
Lentamente y haciendo frecuentes paradas, seguí la dirección de las notas. Bordeé los largos arriates y doblé por el jardín del estanque, o por lo menos creo que es allí hacia donde me dirigí. Entonces perdí el rumbo, anduve a trompicones por tierra blanda donde pensaba que debía de haber una senda y fui a parar no al lado del tejo, como esperaba, sino a un terreno de arbustos de medio metro de alto con pinchos que se me enganchaban en la ropa. De ahí en adelante renuncié a indagar dónde estaba y me orienté únicamente por el oído, siguiendo las notas como el hilo de Ariadna por un laberinto que ya no reconocía. La melodía sonaba a intervalos irregulares, y en cada ocasión me dirigía hacia ella, hasta que el silencio me detenía y me quedaba esperando otra nueva pista. ¿Cuánto tiempo pasé dando tumbos en la oscuridad? ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora? Lo único que sé es que finalmente me encontré de nuevo frente la puerta por la que había salido. Había vuelto —o me habían llevado— al punto de partida.
El silencio entonces fue definitivo. Las notas habían muerto y en su lugar reapareció la lluvia.
En vez de entrar me senté en el banco y descansé la cabeza sobre mis brazos cruzados, sintiendo el golpeteo de la lluvia en la espalda, el cuello y el pelo.
Empezó a parecerme una insensatez el haberme puesto a perseguir por el jardín algo tan etéreo, y casi logré convencerme de que lo que había oído era solo producto de mi imaginación. Luego mi mente dobló por otros derroteros. Me pregunté cuándo me enviaría mi padre información sobre la forma de dar con Hester. Pensé en Angelfield y fruncí el entrecejo: ¿qué haría Aurelius cuando demolieran la casa? Pensar en Angelfield me llevó a pensar en el fantasma y eso me llevó a pensar en mi propio fantasma, la foto que le había hecho, perdida en una nebulosa blanca. Decidí telefonear a mi madre al día siguiente, mas era una decisión poco arriesgada; nada te obliga a cumplir un propósito formulado en mitad de la noche.
De repente la columna me envió una señal de alarma.
Una presencia. Aquí. Ahora. A mi lado.
Me levanté de un salto y miré a mi alrededor.
La oscuridad era total. No se veía nada ni a nadie. La negra noche se lo había tragado todo, incluido el gran roble, y el mundo se había reducido a los ojos que me estaban observando y el ritmo frenético de mi corazón.
La señorita Winter no. Aquí no; a estas horas de la noche no.
Entonces, ¿quién?
La sentí antes de sentirla. La presión en el costado, vista y no vista.
Era Sombra, el gato.
Volvió a arrimarse, otro roce del carrillo contra mis costillas, y un maullido algo retrasado como para anunciar su presencia. Alargué una mano y le acaricié mientras mi corazón trataba de encontrar su ritmo. El gato ronroneó.
—Estás empapado —le dije—. Vamos, bobo. No es una buena noche para pasear.
Me siguió hasta mi habitación, se secó el pelaje a lametazos mientras yo me envolvía el cabello con una toalla y nos quedamos dormidos juntos en la cama. Por una vez —quizá fuera la protección del gato— mis sueños me dieron un respiro.
El día amaneció apagado y gris. Después de la entrevista salí a dar un paseo por el jardín. En la lúgubre luz de la tarde intenté volver sobre el camino que había seguido la noche anterior. El comienzo fue fácil: bordeé los largos arriates y doblé por el jardín del estanque; pero después me desorienté. El recuerdo de haber caminado por la tierra blanda de un macizo me tenía desconcertada, pues todos los macizos y arriates estaban perfectamente ordenados y rastrillados. Aun así, hice algunas conjeturas, tomé una o dos decisiones al azar y dibujé una trayectoria más o menos circular con la esperanza de que reflejara, al menos en parte, mi paseo nocturno.
No vi nada fuera de lo normal. A menos que cuente el hecho de que me encontré a Maurice y esta vez me habló. Estaba arrodillado sobre una parcela de tierra removida, distribuyendo, alisando y aplanando. Me oyó acercarme por la hierba y levantó la vista.
—Condenados zorros —gruñó. Y regresó a su trabajo.
Volví a la casa y me puse a transcribir la entrevista de la mañana.