Aquella noche durmió profundamente pero se despertó a las seis y, sin pensarlo más, se sentó en la cama. Le dolía el estómago, le quemaba como si se hubiera tomado un vaso de alcohol. Los médicos le habían aconsejado que no bebiera, pero por la noche había tomado un vaso de vino y dos coñacs. Se restregó la zona de la herida, como para ahuyentar el dolor, y tomó dos analgésicos más con un vaso de agua del grifo antes de vestirse y calzarse.
El taxista, aunque adormilado, no cesó de hablar sobre detalles de la acción policial de la víspera.
—En Whitehall, creo… sí… Una hora y cuarto estuve allí dentro del taxi hasta que el tráfico volvió a ponerse en marcha. Una hora y cuarto. La persecución no la vi, pero oí el estruendo.
Rebus se arrellanó en el asiento en silencio hasta que llegaron al bloque de pisos de Bethnal Green. Pagó al taxista y miró el papel que le había entregado Flight. Era el número 46, cuarto piso, seis. El ascensor olía a vinagre y en un rincón un envase arrugado de papel rezumaba jugo de patatas a medio hacer y mezcla para rebozar. Flight tenía razón: cambia totalmente si tienes una buena red de informadores; consigues información rápidamente. Pero lo que un buen policía consigue mediante una red, también puede conseguirlo un buen malhechor. Esperaba llegar a tiempo.
Cruzó raudo el breve descansillo al que daba el ascensor hasta la primera vivienda en cuya puerta había dos botellas de leche vacías; cogió una para volver corriendo al ascensor e introducirla entre las puertas antes de que se cerraran y dejarlo bloqueado.
Nunca se sabe si va a hacer falta una salida de escape.
Cruzó el largo pasillo hasta el número seis, se apoyó en la pared y dio una patada a la puerta, con el talón, a la altura de la cerradura. Franco el paso, entró en un recibidor que olía a cerrado. Otra puerta, otra patada y se encontró cara a cara con Kenny Watkiss.
Watkiss se había levantado del colchón en el que dormía en el suelo y estaba de pie, en calzoncillos, temblando y recostado en la pared del fondo del cuarto. Al ver quien era, se echó el pelo hacia atrás.
—Dios —balbució—, ¿qué hace aquí?
—Hola, Kenny —dijo Rebus pasando al cuarto—. Quiero hablar contigo.
—¿De qué? —replicó el joven. No se asusta Kenny Watkiss así como así porque le tumben la puerta del cuarto a las seis y media de la mañana. Solo se asusta al saber quién lo hace y por qué.
—Del tío Tommy.
—¿El tío Tommy? —repitió Kenny Watkiss sonriendo como sorprendido, y se acercó al colchón para ponerse unos vaqueros viejos—. ¿Qué pasa con él?
—¿De qué tienes miedo para esconderte, Kenny?
—¿Esconderme? —replicó el joven con otra sonrisa—. ¿Quién lo dice?
Rebus sacudió la cabeza con una fingida sonrisa de simpatía.
—Me das pena, Kenny; de verdad. Veo chicos como tú docenas de veces a la semana, llenos de ambición y sin cerebro; bocazas y sin cojones. Yo llevo en Londres nada más que una semana y ya he sabido encontrarte cuando quería. ¿Y crees que Tommy no va a poder? ¿Crees que a lo mejor lo deja correr? Ni lo pienses; te va a clavar la cabeza en la pared.
—No diga tonterías. —Ahora vestido con una camiseta negra, la voz de Kenny sonaba menos trémula, pero lo que no podía era ocultar una mirada angustiosa. Rebus decidió aflojar la mano; sacó una cajetilla del bolsillo, ofreció un cigarrillo a Kenny, encendiéndoselo antes de encenderse el suyo. Se restregó el estómago. Dios, cómo le dolía. Esperaba que no se le soltaran los puntos.
—Has estado robándole —dijo como quien no quiere la cosa—. Él trapicheaba con objetos robados y tú se los repartías. Pero te has pasado, ¿verdad? Te has ido quedando cada vez más en cada entrega. ¿Por qué? ¿Ahorrabas para ese piso de los muelles? ¿Para iniciar tu propio negocio? O te entró codicia; no lo sé. El caso es que Tommy sospechaba. Aquel día tú fuiste al juicio para ver cómo le machacaban, porque era tu única salvación. Pero como quedó libre, aún trataste de engañarle ovacionándole desde la galería. Pero el tiempo corría y cuando te enteraste de que habían suspendido el juicio, te diste cuenta de que vendría a por ti. Y huiste, Kenny, pero no lo bastante lejos.
—¿Y a usted qué le importa? —replicó él, airado, pero con una ira nacida del miedo y no directamente dirigida a Rebus.
—Simplemente por esto —añadió Rebus—, para que te apartes de Sammy. No vuelvas a acercarte a ella ni trates de hablar con ella. De hecho, lo mejor que puedes hacer ahora mismo es coger un tren, un autobús o lo que sea y largarte de Londres. No te preocupes, a Tommy lo encerraremos por algo más tarde o más temprano. Quizá puedas volver entonces. —Metió otra vez la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes de diez libras, apartó cuatro y los tiró en el colchón—. Te regalo el billete de ida y te aconsejo que te vayas esta misma mañana.
—¿No va a detenerme? —dijo el joven balbuciente con mirada recelosa.
—¿A cuento de qué?
Esta vez sonrió más confiado, mirando el dinero.
—Es un asunto de familia, simplemente, Rebus. Puedo resolverlo yo solo.
—¿En serio? —inquirió Rebus asintiendo con la cabeza y mirando el cuarto con el papel de las paredes roto, la ventana entablada y el colchón con una sola sábana arrugada—. Pues muy bien —espetó, dispuesto a marcharse.
—No lo hacía yo solo, ¿sabe?
Rebus se detuvo en seco, sin volverse.
—¿Qué? —inquirió en tono displicente.
—Había también un policía que se llevaba parte de los robos.
Rebus respiró hondo. ¿Necesitaba saberlo? ¿Quería saberlo? Pero Kenny Watkiss no le dio alternativa.
—Un agente que se llama Lamb —añadió. Rebus expulsó aire despacio y sin decir nada ni hacer el menor gesto salió del piso, abrió la puerta del ascensor, pegó una patada a la botella vacía, pulsó el botón y aguardó el lento descenso.
Fuera del bloque se detuvo, aplastó la colilla con el zapato y volvió a frotarse el estómago. Qué tontería no haber cogido el analgésico. Con el rabillo del ojo vio en el aparcamiento la camioneta sin rótulos. Eran las siete menos cuarto. Podía haber una explicación perfectamente racional de que aquellos dos hombres quietos, sentados dentro de ella, estuvieran a punto de ir al trabajo, ¿no?
Pero Rebus sabía bien para qué estaban allí. La opción ahora era dejar que lo hicieran o impedírselo. Tardó un par de segundos en decidirse, pero al final, viendo mentalmente el rostro de su hija Samantha, se llegó como quien no quiere la cosa a la camioneta sin que se percataran sus ocupantes y dio un golpetazo en la ventanilla del pasajero. El hombre le miró con hostilidad, pero al ver que Rebus no se inmutaba, bajó el cristal de la ventanilla.
—¿Qué hay?
Rebus le plantó el carnet delante de las narices.
—Policía —espetó—. Largaos ahora mismo de aquí y decidle a Tommy Watkiss que tenemos vigilado a su sobrino veinticuatro horas al día. Si le ocurre algo sabremos a quién detener y acusar. —Rebus retrocedió un paso para escrutar al individuo—. ¿Crees que podrás recordarlo o quieres que te lo escriba?
El pasajero volvió a subir el cristal de la ventanilla con un gruñido y el conductor puso en marcha el motor; cuando la camioneta arrancó, Rebus le dio una patada de despedida. Tal vez Kenny se marchase, o quizás optara por quedarse. Era asunto suyo. Él le había dado una oportunidad; que el joven la aprovechara o no, no era asunto suyo.
—Yo, como Poncio Pilatos —musitó dirigiéndose a la vía principal. Se detuvo junto a una farola y mientras esperaba rogando al cielo que apareciera uno de aquellos taxis negros, vio que Kenny Watkiss salía de la casa con una bolsa colgada al hombro y se dirigía hacia el final de los bloques—. Así me gusta —dijo, al tiempo que con un chirrido de frenos paraba un taxi.
—Tiene suerte, amigo —dijo el taxista—, acabo de empezar el turno.
Rebus subió, le dio el nombre del hotel y se arrellanó en el asiento para contemplar la ciudad a aquella hora tranquila, pero el taxista quería practicar para la jornada que tenía por delante.
—Oiga —dijo—, ¿se ha enterado del jaleo de ayer en Trafalgar Square? Hora y media estuve en un embotellamiento. No es que esté contra la ley y el orden, pero digo yo que habrá otra manera de hacer las cosas, ¿no cree?
John Rebus sacudió la cabeza y se echó a reír.
* * *
Tenía la maleta ya hecha y cerrada en la cama, con la cartera y la bolsa de libros, y estaba metiendo los últimos objetos en la bolsa de deporte cuando oyó que llamaban suavemente a la puerta.
—Adelante.
Ella entró. Pese al collarín de goma espuma que le sujetaba el cuello, le sonrió.
—¿Has visto qué tontería? Me han dicho que tengo que llevarlo unos días, pero yo… —Vio el equipaje en la cama—. ¿Te marchas ya?
Él asintió con la cabeza.
—Vine a Londres a echar una mano en el caso del Hombre Lobo. Y ya está resuelto.
—¿Pero y…?
Rebus se volvió hacia ella.
—¿Lo nuestro? —aventuró. Ella bajó la mirada—. Pues, no sé, Lisa. Me mentiste. No lo hiciste por colaborar sino para obtener el puñetero título de psicóloga.
—Lo siento —dijo ella.
—Yo también. Mira, puedo entender tus motivos, porque estabas convencida de que tenías que hacerlo. Te lo digo en serio; pero eso no arregla nada.
Ella irguió la espalda y asintió con la cabeza.
—Bueno, muy bien —replicó—. Entonces, inspector Rebus, si lo que hice fue simplemente manipularte, ¿por qué he venido aquí directamente del hospital?
Él cerró la cremallera de la bolsa. Era una pregunta más que pertinente.
—Porque te hemos descubierto —contestó.
—No —replicó ella—. Eso era lógico que sucediera. No me vale esa respuesta. —Él se encogió de hombros—. Oh —exclamó ella desilusionada—, esperaba que tú me lo dijeras porque yo no estoy verdaderamente segura.
Él se volvió de nuevo hacia ella y vio que sonreía. Estaba tan ridícula con aquel collarín que no tuvo más remedio que sonreír también. Y cuando ella se acercó a abrazarle, la acogió en sus brazos.
—¡Ay! —exclamó ella—. John, me haces daño.
Rebus aflojó un poco el abrazo y continuaron enlazados. Se sentía sosegado, gracias a los analgésicos.
—De todos modos —dijo finalmente—, tu ayuda no fue tanta.
Ella se apartó de él, que seguía sonriendo pero con malicia.
—¿A qué te refieres?
—Pues a todo eso de lo que hablamos en el restaurante… Ambición frustrada, víctimas de una clase social superior a la del asesino, elusión de enfrentamiento —contestó Rebus rascándose la barbilla—. Nada de eso era aplicable a Malcolm Chambers.
—Yo no lo afirmaría tan tajantemente. Falta por estudiar su vida privada, su pasado —replicó ella, más que a la defensiva, desafiante—. Y yo tenía razón en cuanto a la esquizofrenia.
—¿Vas a seguir con tu proyecto?
Ella quiso asentir con la cabeza pero era muy forzado.
—Por supuesto —dijo—. Falta mucho por analizar en el caso de Chambers, créeme. En su pasado tiene que haber claves. Debe de haber algo.
—Bueno, ya me dirás qué descubres.
—John, ¿dijo algo antes de morir?
Rebus sonrió.
—Nada importante —respondió—. Nada importante.
* * *
Después de que ella se hubo ido, tras las promesas de futuros viajes a Londres y fines de semana en Edimburgo, promesas de postales y llamadas telefónicas, cogió el equipaje, lo bajó a recepción y dejó la llave junto a los formularios que Flight firmaba.
—¿Se da cuenta de lo que cuesta este hotel? —comentó Flight sin levantar la vista—. La próxima vez tiene que quedarse en mi casa. Bueno, de todos modos, el gasto ha merecido la pena —añadió mirando a Rebus. Terminó de firmar los papeles y se los entregó al recepcionista, que los verificó y dio su conformidad—. Ya sabe a la dirección que tiene que enviarlos —añadió Flight cuando los dos se dirigían a la puerta giratoria del hotel.
—Tengo que arreglar ya la cerradura del maletero —comentó Flight, cerrando la portezuela trasera después de meter el equipaje de Rebus, y añadió—: Bien, ¿adónde vamos? ¿A King’s Cross?
Rebus asintió con la cabeza.
—Haciendo un breve desvío —dijo.
El desvío, en opinión de Flight, no fue tan breve. Aparcaron delante de la casa de Rhona en Gideon Park y Flight echó el freno.
—¿Va a subir? —inquirió. Rebus, que se lo había estado pensando, negó con la cabeza. ¿Qué iba a decirle a Sammy? Nada que arreglara las cosas. Si le decía que había visto a Kenny, ella le reprocharía haberle asustado para que se fuese. No, era mejor no decir nada.
—George —dijo—, ¿no podría mandar a alguien que pasara a decirle que Kenny se ha ido de Londres? Pero que añada que está bien, que no corre peligro. No quiero que ella se obsesione mucho con él.
Flight asintió con la cabeza.
—Lo haré yo mismo —dijo—. ¿Ha ido a verle?
—Esta mañana.
—¿Y qué?
—Llegué justo a tiempo y no le ocurrirá nada.
Flight le miró un instante a la cara.
—Creo que me dice la verdad —comentó al fin.
—Otra cosa.
—Diga.
—Kenny me dijo que uno de sus agentes es cómplice. El paleto con cara de niño.
—¿Lamb?
—Ese. Está a sueldo de Tommy Watkiss, según Kenny.
Flight frunció los labios y guardó silencio.
—Eso también debe de ser verdad —dijo al fin con voz queda—. Pierda cuidado, John, me ocuparé de ello.
Rebus no hizo ningún comentario. Seguía mirando por la ventanilla hacia las ventanas del piso de Rhona, deseoso de que en una de ellas se asomara Sammy y le viese. No, no que le viese, que él pudiera verla. Pero no había nadie en casa. Las damas habían salido con sus Tim o Tony, Graeme o Ben.
Y, bueno, eso a Rebus no tenía por qué importarle.
—Vámonos —dijo.
Flight le llevó a King’s Cross por calles no muy distintas de las de cualquier otra ciudad. Calles antiguas, modernas, que irradiaban resentimiento o euforia. Y maldad. La maldad era, en definitiva, una constante. Dio gracias a Dios porque solo afectase a muy pocas vidas. Dio gracias a Dios porque a sus amigos y a su familia no les afectase. Y dio gracias a Dios por volver a Escocia.
—¿En qué piensa? —preguntó Flight al detenerse en uno de tantos semáforos.
—En nada —contestó Rebus.
Seguía sin pensar en nada al subir al atestado Inter City 125 y ocupar el asiento con sus periódicos y revistas. Cuando el tren estaba a punto de partir, otro viajero se acomodó en el asiento de enfrente y puso en la mesita unas latas de cerveza fuerte. Era un joven alto, de ojos crueles y pelo corto, que le miró con cara de pocos amigos y puso en marcha su casete. El volumen era tan fuerte que Rebus casi entendía la letra. El joven llevaba en la mano un billete con destino a Edimburgo, que dejó en la mesita para arrancar la anilla de una lata de cerveza. Rebus meneó la cabeza, desalentado, y sonrió. Era su tortura. Nada más arrancar el tren se acopló mentalmente a su ritmo.
QTDPS.
QTDPS.
QTDPS.
QTDPS.
QTDPS.
QTDPS.
Así todo el trayecto hasta Edimburgo.
FIN