Flight avanzaba trabajosamente, cargado con media docena de bolsas de compra de papel, resultado de sus indagaciones sobre Arnold en cuatro puestos del mercado. Rebus rehusó los ofrecimientos de plátanos, naranjas, peras y uvas, a pesar de que Flight le había animado a aceptarlos.
—Es costumbre local —dijo— y se ofenden si no se acepta. Es como si alguien en Glasgow le invitara a una copa. ¿La rechazaría? No, porque se lo tomaría como un desprecio. A esta gente le ocurre igual.
—¿Y qué iba yo a hacer con un kilo y medio de plátanos?
—Comérselos —replicó Flight en tono insulso, y añadió en plan críptico—: A menos que fuese Arnold, claro.
No quiso darle explicaciones y Rebus eludió considerar las diversas posibilidades. Fueron preguntando de un puesto a otro, sin pararse en la mayoría. A su manera, eran como las mujeres que se apiñaban por doquier en torno a ellos, palpando un mango, una berenjena y mirando precios, para dirigirse al final a determinados tenderetes a hacer sus compras.
—Hola, George.
—Caray, George, ¿dónde se había metido?
—¿Cómo está, George? ¿Qué tal la vida amorosa?
A Rebus le dio la impresión de que la mitad de los dueños de los puestos y casi todos sus ayudantes descargadores conocían a Flight. En un momento dado, este señaló con la barbilla hacia un puesto por detrás del cual se escabullía a toda prisa un joven.
—Ese es Jim Jessop —dijo—; lleva dos semanas sin presentarse en comisaría.
—¿Vamos a…?
Flight negó con la cabeza.
—En otra ocasión, ¿eh, John? Ese cabroncete fue medalla en mil metros en atletismo aficionado, y hoy no tengo ganas de correr. ¿Y usted?
—Bien, bien —respondió Rebus, consciente de que allí, en aquel «territorio» él era un simple espectador, un turista. Era la jurisdicción de Flight, que se movía con soltura entre el gentío, hablaba sin rodeos con los vendedores y estaba como pez en el agua. Finalmente, después de unas palabras con el del puesto de pescado, Flight volvió con una bolsa de mejillones y otra de almejas e información sobre dónde podían encontrar a Arnold. Condujo a Rebus por la acera, detrás de los puestos y luego hacia una bocacalle.
—Mejillones a la marinera —dijo, alzando una de las bolsas de plástico blanco—. Son estupendos y fáciles de hacer. Lo que lleva tiempo es la preparación.
—George, es usted una caja de sorpresas —comentó Rebus meneando la cabeza—. Nunca habría imaginado que fuese un cordon bleu.
Flight sonrió, divertido.
—Y almejas —dijo—. A Marión le encantan. Las hago con una salsa para acompañar truchas. Y también es únicamente cuestión de preparación. Cocinarlas es fácil.
Disfrutaba mostrando a Rebus aquella faceta de su personalidad, aunque no se explicaba por qué; ni podía saber exactamente por qué a John Rebus no le había dicho claramente que Lisa iba camino del Old Bailey, en vez de balbucirle que había marchado según lo previsto. Pensaba que probablemente su cautela guardaba relación con el carácter impulsivo de Rebus: si el escocés se enteraba de que Lisa Frazer no estaba en el lugar de seguridad que él le había destinado, lo más probable era que fuese corriendo como un loco a buscarla al palacio de una justicia de ojos vendados. Y Rebus seguía estando bajo su responsabilidad, un riesgo habitual que iba en aumento.
Salieron de la bocacalle camino de unos bloques de viviendas de casas bastante nuevas, pero la pintura de los alféizares ya estaba desconchada. Oyeron el griterío y los chillidos procedentes de un terreno de juego infantil de cemento, cercado de cemento. Un enorme tubo hacía de túnel, guarida, escondite. Había también columpios y balancines, y un recinto de arena acaparado por los perros y gatos del vecindario.
La imaginación de los niños no tenía límites: estamos en el hospital y yo era el médico; y, entonces, la nave espacial se estrella contra el planeta; los vaqueros no tienen novia; ahora persígueme tú: yo era el soldado y tú el guardián; haz como que no hay tubo.
Fingir. No fingían en cuanto a la energía que gastaban, incapaces de estarse quietos ni pararse a recobrar aliento; tenían que chillar y saltar y participar. A Rebus le invadía el cansancio con solo mirarlos.
—Ahí está —dijo Flight señalando un banco a la orilla del terreno de juego, en el que Arnold estaba sentado, con la espalda muy recta y las manos en las rodillas, mirando imperturbable, absorto, con esa clase de mirada que se observa a veces en el zoológico en alguien ante una jaula o recinto concreto; una mirada de interés, podría decirse. Sí, desde luego, Arnold miraba con interés. A Rebus se le revolvió el estómago nada más verlo. Flight, contemplando la situación despreocupadamente, llegó hasta el banco y se sentó al lado de Arnold, quien se volvió, le miró atemorizado, abrió la boca sorprendido y lanzó un profundo suspiro.
—Ah, es usted, señor Flight. No le había reconocido. ¿De compras? —añadió señalando las bolsas—. Qué bien.
Hablaba con voz neutra, carente de emoción. Era un tono que Rebus conocía de drogadictos, cuyo cerebro dedica un cinco por ciento al interés por el mundo que les rodea, al entorno, y el noventa y cinco restante a otras cosas. Bueno, era de suponer que Arnold era también una especie de adicto.
—Sí —dijo Flight—, unas compras. ¿Recuerdas al inspector Rebus?
Arnold siguió la mirada de Flight hacia Rebus que permanecía de pie, ocultando a propósito con su cuerpo la escena de los niños de la visión de Arnold.
—Ah, sí, señor Flight —dijo Arnold con voz apagada—, iba con usted en el coche el otro día.
—Sí, señor, Arnold. Tienes buena memoria, ¿verdad que sí?
—Vale la pena tenerla, señor Flight. Así recuerdo todo lo que le cuento.
—Precisamente, Arnold —añadió Flight arrimándose hasta casi rozar al confidente, quien apartó las piernas hacia un lado, mirando absorto la poca distancia que le separaba del policía—, hablando de memoria tal vez puedas ayudarme. Tal vez puedas ayudar también al inspector Rebus.
—Diga —replicó Arnold, prolongando notoriamente las dos sílabas.
—Nos preguntamos —dijo Flight— si no habrás visto últimamente a Kenny. Pero parece ser que no se le ha visto mucho últimamente, ¿no? Digo yo si no estará de vacaciones.
Arnold alzó su mirada lechosa, infantil.
—¿Qué Kenny?
Flight se echó a reír.
—Kenny Watkiss, Arnold. Tu amiguete Kenny.
Rebus contuvo la respiración. ¿Y si había otro Arnold? ¿Y si Sammy se había equivocado de nombre? Pero vio que Arnold asentía con la cabeza.
—Ah, ese Kenny. No es amigo mío, señor Flight. Quiero decir que nos vemos de vez en cuando. —Arnold hizo una larga pausa, pero Flight asentía con la cabeza, esperando que dijera más—. A veces tomamos una copa juntos.
—¿Y de qué habláis?
La pregunta sorprendió a Arnold.
—¿A qué se refiere?
—Es una pregunta sencilla —replicó Flight sonriente—. ¿De qué habláis? No creo yo que tengáis mucho en común.
—Pues, hablamos. No sé… de cosas.
—Sí, pero de cuáles. ¿De fútbol?
—Sí, a veces.
—Él, ¿de qué equipo es?
—No lo sé, señor Flight.
—Hablas con él de fútbol ¿y no sabes de qué equipo es?
—Tal vez me lo dijo, pero lo he olvidado.
Flight le miró desconfiado.
—Puede ser —dijo.
Rebus sabía la parte que le tocaba en aquello, y dejó que Flight encauzara el diálogo; él simplemente adoptaría el papel amenazador, mirando desde arriba como un nubarrón a Arnold sentado en el banco, con su calva reluciente. Arnold iba poniéndose nervioso; se rebullía, miraba de un lado a otro y le temblaba la pierna derecha.
—Bueno, ¿y de qué más habláis? A él le gustan las motos, ¿no?
—Sí —contestó Arnold, con cautela, al ver por donde iban los tiros.
—¿Y habláis de motos?
—A mí no me gustan las motos. Meten mucho ruido.
—¿Mucho ruido? Pues, sí, tienes razón. Pero aquí también hay ruido —dijo Flight señalando con la barbilla hacia la zona de juego—, ¿no? Sin embargo, no parece que te moleste el ruido de aquí. ¿Por qué será?
Arnold se volvió hacia él echando fuego por los ojos, pero Flight le respondió con una sonrisa, una sonrisa seria.
—Lo que quiero decir —prosiguió— es que te gustan ciertos ruidos pero otros no. Muy bien. Así que no te gustan las motos. Bien, ¿de qué más hablas con Kenny?
—Hablamos, simplemente —contestó Arnold con cara de angustia—. Tonterías, de cómo cambia la ciudad, el East End. Aquí antes había muchas casas de campo, huertas y parcelas, y las familias salían a comer al campo; la gente obsequiaba con tomates y patatas, o coles, a las madres, comentando que había sido una buena cosecha… los niños jugaban en la calle… No había entonces inmigrantes de Bangla Desh o de Dios sabe dónde; solo gente del East End. Cerca de aquí vivían los padres de Kenny, dos calles más allá de mi casa. Bueno, yo soy mayor que él y nunca jugamos juntos.
—¿Y el tío Tommy dónde vivía?
—Por allá —respondió Arnold señalando con el dedo y algo más tranquilo ahora que había contado aquellos recuerdos inocuos. Hablar sin parar había sido un respiro para él tras el primer acoso. Se explayaba hablando de los viejos tiempos, pero de sus palabras Rebus extraía otra historia más verídica: los otros chicos que le pegaban, le gastaban bromas pesadas; su padre le encerraba en su cuarto y le dejaba sin comer. Una familia deshecha que le había ido induciendo a la delincuencia. Era un individuo muy tímido, incapaz de hacerse amigos.
—¿Tú ves alguna vez a Tommy? —preguntó Flight de pronto.
—¿A Tommy Watkiss? Sí, lo veo —contestó Arnold, aún absorto en el pasado.
—¿Y Kenny lo ve?
—Sí, claro. A veces trabaja para él.
—¿En qué? ¿Repartos y cosas por el estilo?
—En repartir, recoger cosas… —Arnold dejó la frase en el aire al percatarse demasiado tarde; porque ya no hablaban del pasado… Malo.
Flight se inclinó hacia Arnold casi hasta rozarle con la nariz y este solo pudo retirarse hacia atrás hasta que el respaldo le impidió todo movimiento.
—¿Dónde está, Arnold?
—¿Quién? ¿Tommy?
—¡Sabes perfectamente quién te digo! ¡Kenny, dime dónde está!
Rebus se volvió ligeramente y vio que los niños dejaban de jugar para mirar aquel juego de mayores.
—Señor, ¿van a pegarse? —preguntó uno de ellos.
Rebus negó con la cabeza y respondió:
—Es broma.
Flight seguía con Arnold, acorralado en el banco.
—Arnold —dijo entre dientes—, tú me conoces y sabes que siempre me he portado bien.
—Lo sé, señor Flight.
—No hablo en broma y empiezo a perder la paciencia. En esta ciudad todo es un desmadre, Arnold, y estoy dispuesto a encogerme de hombros y seguir la corriente. ¿Me entiendes? ¿Por qué iba yo a tener que jugar limpio si nadie lo hace, eh? Así que, mira por dónde, Arnold, voy a detenerte.
—¿Por qué? —replicó Arnold aterrado, viendo que Flight iba en serio. A Rebus le dio la misma impresión, a no ser que Flight fuese candidato al Oscar.
—Por exhibicionismo. Ibas a cometer indecencias delante de esos niños, yo te sorprendí y vi como te colgaba la picha de la bragueta.
—No, no, no es verdad —replicó Arnold sacudiendo la cabeza.
—Los antecedentes no mienten, Arnold. Y el inspector Rebus también te vio. Vio que te sacudías la picha en el aire como una salchicha. Te vimos los dos y es lo que declararemos al juez. ¿A quién va a creer? Piénsalo. Piensa en verte incomunicado. Te tendrán incomunicado para que los otros presos no te sacudan. Pero lo que no podrán evitar es que se meen en tu té y escupan en tu comida. Ya sabes lo que es, Arnold, porque lo has vivido. Y, luego, una noche oirás cómo se abre la puerta de la celda y entran; los carceleros u otros presos. Entran y te sujetan en el suelo; uno de ellos lleva un palo de escoba y otro una navaja de afeitar. ¿A que sí, Arnold? ¿A que sí, Arnold?
Arnold temblaba de tal manera que era incapaz de responder; temblaba, balbucía y babeaba por las comisuras de los labios. Flight se apartó de él en el asiento y miró a Rebus entristecido. Rebus asintió solemnemente con la cabeza. No era bonito lo que hacían, nada bonito. Flight encendió un cigarrillo y Rebus rehusó el que le ofrecía. Tres palabras resonaban en la cabeza de John Rebus: es necesario hacerlo.
Y en aquel momento Arnold comenzó a hablar. Cuando terminó, Flight metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una moneda de una libra que dejó de un manotazo en el banco junto a su destrozada víctima.
—Ahí tienes, Arnold. Tómate un té o algo. Y no te acerques a las zonas de juego infantil, ¿de acuerdo?
Flight recogió las bolsas, cogió una manzana de una de ellas y se la tiró a Arnold en el regazo, haciéndole estremecerse. Luego, cogió otra, le dio un mordisco y volvió sobre sus pasos hacia el mercado.
Era necesario hacerlo.
* * *
En la comisaría, Rebus pensó en Lisa. Tenía necesidad de un contacto humano, algo limpio y cálido y distinto a aquel mundo en que había elegido vivir, algo que limpiase su polucionada mente.
Flight le había prevenido por el camino: «No se mezcle en esto, John. Déjenoslo a nosotros. Haría mal efecto ante el juez: policía rencoroso, etcétera».
Rebus le respondió:
—Es que le tengo rencor, George. ¡Ese Kenny puede haber estado acostándose con mi hija!
Flight volvió la mirada del parabrisas hacia Rebus y luego la apartó.
—Le digo que nos lo deje a nosotros, John. Si no me hace caso, me ocuparé personalmente de que le hagan volver a vestir el uniforme como dos y dos son cuatro. ¿Entendido?
—Más claro, agua.
—No es una amenaza, John. Es una promesa.
—Y usted cumple lo que promete, George, ¿verdad? Parece olvidar una cosa. Que, en primer lugar, es culpa suya que yo esté aquí. Usted me reclamó.
Flight asintió con la cabeza.
—Y puedo reexpedirle sin dilación. ¿Es lo que quiere?
Rebus guardó silencio, aunque sabía la respuesta. También Flight la sabía, y sonrió por su modesta victoria. Después siguieron en silencio, ofuscados por el recuerdo de una zona de recreo y un hombre callado, absorto, agarrándose las rodillas y mirando al frente, pensando en porquerías.
Ahora Rebus pensaba en Lisa; en la delicia de darse una ducha juntos y liberarse ambos de aquella suciedad de Londres. Quizás insistiera, pidiéndole a George la dirección secreta, y tal vez iría a verla. Recordó una conversación que habían tenido en la cama al preguntarle él si podía ir a visitarla en su despacho en la universidad.
—Ya vendrás algún día —dijo ella—. No creas que es una habitación bonita ni nada parecido a aquellas antiguas tipo Oxbridge como en la televisión. En realidad, es un cuartucho que detesto.
—De todos modos, me gustaría verlo.
—Ya te he dicho que de acuerdo —replicó ella con cierta irritación. ¿Por qué? ¿Por qué se ponía nerviosa ante la perspectiva de enseñarle su despacho? ¿Por qué la secretaria —Millicent, dijo Lisa que se llamaba— había sido tan ambigua cuando él preguntó por ella? No, no solo ambigua: poco servicial. ¿Qué demonios le ocultaban? Sabía la manera de encontrar la respuesta, una manera infalible. Qué diablos; Lisa estaba a salvo de riesgos y le habían dicho que no interviniese en el caso Watkiss, así que ¿qué le impedía indagar en aquel misterio? Se levantó. Nada se lo impedía, nada en absoluto.
* * *
—¿Adónde va?
Era Flight, a voces, desde una puerta abierta del pasillo, en el momento en que ya se largaba.
—Es un asunto personal —replicó Rebus alzando la voz.
—¡Se lo he advertido, John! ¡No intervenga!
—¡No es lo que piensa! —contestó, deteniéndose y volviéndose hacia Flight.
—¿De qué se trata, entonces?
—George, ya le he dicho que es personal, ¿de acuerdo?
—No.
—Escuche —replicó Rebus, dejándose llevar por sus emociones y las cavilaciones que había estado refrenando sobre Sammy, Kenny Watkiss, el Hombre Lobo, la amenaza a Lisa, y que le atormentaban—. Escuche, George, tiene de sobra en qué ocuparse, ¿de acuerdo? —añadió apuntando al pecho de Flight con el índice—. Recuerde lo que le dije: podría tratarse de un policía. ¿Por qué no lleva a cabo al respecto una de sus completas y meticulosas indagaciones? El Hombre Lobo podría estar aquí, en este edificio. ¡Podría estar trabajando en el maldito caso, persiguiéndose a sí mismo! —Rebus advirtió que alzaba la voz alterado y se serenó, aunque fuese simplemente imponiendo control a sus cuerdas vocales.
—¿Una especie de lobo en medio del rebaño, quiere decir?
—Hablo en serio. —Rebus hizo una pausa—. Puede incluso saber a donde llevó a Lisa.
—Por Dios bendito, John, solo tres personas están al corriente. Yo y los dos escoltas que la acompañan. Usted no conoce a mis hombres, pero yo sí. Los conozco desde la escuela de la Policía, y confío plenamente en ellos. —Flight hizo una pausa—. ¿Me cree o no?
Rebus no contestó. Flight entrecerró los ojos, ofendido, y lanzó un silbido.
—Bueno, ya veo que no —añadió, meneando la cabeza despacio—. John, este caso… Llevo Dios sabe cuántos años en el Cuerpo, pero este caso es el peor. Es como si cada una de las víctimas fuese alguien mío. —Volvió a hacer una pausa, para sacar nuevas fuerzas y apuntó con un dedo a Rebus—. ¡Así que no piense lo que estoy seguro que piensa! ¡Porque es de lo más insultante!
Se hizo un largo silencio en el pasillo. Se oía el teclear de las máquinas de escribir, voces fuertes de hombres riendo. Alguien pasó tarareando por el pasillo. Era como si el mundo fuese indiferente a su discusión. Ellos dos allí: ni amigos ni enemigos y sin saber muy bien qué hacer.
Rebus miró las marcas de desgaste en el linóleo.
—¿Ha terminado con el sermón? —dijo.
Flight encajó la respuesta con gesto dolido.
—No era un sermón, era… Quería que viera mi posición —dijo.
—La veo, George, la veo —replicó Rebus dándole unos golpecitos en el brazo. Le dio la espalda y echó a andar de nuevo por el pasillo.
—¡John, quiero que se quede aquí! —Rebus continuó caminando—. ¿Me oye? Le ordeno que no se marche.
Rebus continuó caminando.
Flight sacudió la cabeza. Era demasiado. Le escocían los ojos como si estuviera en un cuarto lleno de humo.
—Se verá haciendo ronda por las calles, Rebus —clamó, consciente de que era la admonición definitiva y que si seguía andando se vería obligado a mantener su palabra o perder la cara; y no pensaba perder la cara por un terco policía escocés—. ¡Adelante! —gritó—. ¡Siga andando y será su fin!
Rebus siguió andando. No sabía exactamente por qué; por orgullo, tal vez más que otra cosa. Un estúpido orgullo que no se explicaba, pero orgullo. La misma emoción que hacía llorar a hombres en los partidos de fútbol cuando tocaban el himno nacional de Escocia Flower of Scotland. Se decía únicamente que tenía que hacer algo y que iba a hacerlo, igual que los escoceses asumían que su cometido era jugar al fútbol con más arrojo que técnica. Ese sería su epitafio.
Al final del pasillo empujó la puerta batiente sin mirar atrás. Oía la voz de Flight ya lejana, cada vez más alterada.
—¡Maldita sea, estúpido escochi, cabrón! Esta vez se ha pasado de verdad, ¿me oye? ¡Ya lo creo que se ha pasado!
QTDPS.
Rebus cruzaba ya el vestíbulo cuando se dio de bruces con Lamb. Se hizo a un lado para esquivarle, pero Lamb le detuvo poniéndole la mano en el pecho.
—¿Dónde es el incendio? —preguntó.
Rebus, sin contestar, hizo como si no lo viera. No le faltaba más que aquello. Le hormigueaban ya los nudillos y Lamb seguía hablando sin percatarse del riesgo.
—¿Por fin le encontró, su hija?
—¿Qué?
Lamb sonrió.
—Llamó aquí primero y me pasaron la llamada. Parecía muy alterada, así que le di el número del laboratorio.
—Oh. —Rebus sintió que decaía su furor. Profirió un «gracias» entre dientes y dejó a Lamb a un lado, pero este continuó hablando.
—Creo que debe de estar buena, a juzgar por la voz. A mí me gustan las chicas jóvenes. ¿Cuántos años tiene?
El codo de Rebus salió disparado contra el estómago de Lamb, cortándole la respiración y haciéndole doblarse en dos. Rebus contempló los resultados de su acto; no estaba mal para un viejo. Nada mal. Y siguió su camino.
Como iba a atender algo personal, fuera de la comisaría se pone a esperar un taxi en la acera. Uno de los agentes uniformados que le conoce de la noche del sábado en el escenario del crimen, le ofrece llevarle en un coche patrulla, pero Rebus rehúsa. El agente le mira como si le hubiera hecho una ofensa.
—Gracias, de todos modos —dice Rebus en tono conciliador. Está harto de Lamb, de sí mismo, del caso del Hombre Lobo, harto de Kenny Watkiss, de Flight, de Lisa (para empezar, ¿por qué tenía que presentarse en Copperplate Street?) y, sobre todo, harto de Londres. ¿Dónde están los taxis, esos taxis negros tan caros, que pululan como insectos en busca de clientes? Durante toda la semana los ha visto a miles y ahora que los necesita no aparece ni uno. Espera y piensa con la mirada ligeramente perdida. Mientras espera, piensa, y pensando se calma un poco.
De todos modos, ¿qué demonios está haciendo? Buscarse complicaciones. Las está pidiendo, como un calvinista con sotana que ruega castigo por sus pecados; un latigazo en la espalda. Él conocía todas las religiones posibles; había probado con todas, y cada una de ellas le parecía igual de amarga. ¿Qué religión había para quienes no se consideraban culpables, ni sentían vergüenza y se arrepentían de encolerizarse e incluso de querer desquitarse y más? ¿Qué religión era la adecuada para un hombre que creía en la coexistencia del bien y el mal, en un mismo individuo, incluso? ¿Cuál era la religión para quien creía en Dios y no en la religión de Dios?
¿Y dónde estaban los malditos taxis?
—Que les den —dijo dirigiéndose hacia el primer coche patrulla que vio para dar unos golpecitos en la ventanilla enseñando el carnet.
—Inspector Rebus —dijo—. ¿Puede llevarme a Gower Street?
* * *
El edificio estaba más desierto que de costumbre, a tal punto que Rebus pensó que incluso la secretaria se había tomado un fin de semana anticipado. Pero no, allí estaba como la criada de una mansión venida a menos. Se aclaró la garganta y ella alzó la vista del crochet.
—¿Sí? ¿Qué desea? —dijo, al parecer sin reconocerle. Rebus sacó su credencial y la empujó sobre la mesa hacia ella.
—Soy el inspector Rebus de Scotland Yard —dijo con voz seca y autoritaria—. Quiero hacerle unas preguntas sobre la doctora Frazer.
La mujer puso cara de susto y Rebus temió haberse excedido en dureza. Trató de esbozar una sonrisa a guisa de: «no se preocupe, ha sido porque no mostraba interés», que no hizo efecto en la mujer, que, además, se ruborizó.
—Ay, Dios mío, Dios mío —balbució levantando la vista—. ¿Quién dice usted? ¿La doctora Frazer? No hay ninguna doctora Frazer en este departamento.
Rebus hizo la descripción de Lisa Frazer y la mujer levantó de pronto la cabeza al caer en la cuenta.
—Ah, ¿Lisa, dice usted? Debe de ser un malentendido. Lisa Frazer no pertenece al departamento. Santo cielo, no. Aunque creo que ha seguido un par de seminarios, para pasar el tiempo. Dios mío, Scotland Yard. Bueno, espero que no haya… ¿Qué ha hecho?
—¿No trabaja aquí? —inquirió Rebus para estar seguro—. ¿Quién es, entonces?
—¿Lisa? Una de nuestras estudiantes de investigación.
—¿Estudiante? Pero ella es… —Rebus estuvo a punto de decir «mayor».
—Una estudiante adulta —apostilló la secretaria—. Dios mío, ¿se ha metido en algún lío?
—Ya estuve antes aquí —dijo Rebus— y usted no me dijo ni media palabra de ello. ¿Por qué?
—¿Vino antes? —dijo la mujer mirándole a la cara—. Ah, sí, ya recuerdo. Bueno, es que Lisa me hizo prometerle que no se lo diría a nadie.
—¿Por qué?
—Debido a su proyecto de estudio. Prepara una investigación sobre… no recuerdo exactamente qué —añadió abriendo un cajón del que sacó una hoja—. Ah, sí, «La psicología en la investigación criminal». Me explicó que le era necesario tener acceso a investigaciones policiales y así ganar credibilidad cerca de los tribunales, la policía, etcétera, y que para eso se haría pasar por profesora. Yo le advertí que no lo hiciese, pero ella insistió en que no había otra solución, que la policía no perdería el tiempo con una estudiante, ¿no cree?
Rebus no sabía qué contestar. La respuesta era no; claro que no.
La mujer se encogió de hombros.
—Lisa es una joven muy persuasiva y me dijo que seguramente yo no tendría que decir ninguna mentira por el simple hecho de decir que no estaba, «hoy no tiene clases» o algo así. Y eso suponiendo que alguien preguntase por ella.
—¿Y ha preguntado alguien por ella?
—Oh, sí. Precisamente hoy mismo me llamó por teléfono alguien con quien había concertado una entrevista, preguntando si formaba parte del colegio universitario, y no era una periodista o una metomentodo.
¿Hoy? ¿Una entrevista hoy? Pues, desde luego, no iba a acudir.
—¿Quién llamó? —preguntó Rebus—. ¿Lo recuerda?
—Creo que lo anoté —dijo la mujer cogiendo la gruesa libreta junto al teléfono y pasando hojas—. Dijo quién era, pero no lo recuerdo. Llamaba desde el Old Bailey, sí, eso es. Había quedado con ella en el Old Bailey. Generalmente, escribo los recados en cuanto el llamante da su nombre por si se me olvida, pero no; no lo tengo apuntado. Qué raro.
—¿Y en la papelera? —aventuró Rebus.
—Ah, puede ser —contestó la mujer no muy convencida. Rebus puso la papelera de mimbre sobre la mesa y comenzó a hurgar. Había virutas de sacar punta a los lápices, envoltorios de caramelos, un vaso de plástico para café vacío y papeles arrugados. Muchos papeles hechos un burujo.
—Este es muy grande… este muy pequeño —comentó ella conforme los desdoblaba, hasta que finalmente sacó una hoja que aplanó sobre la mesa. Era como una curiosa obra de arte, llena de garabatos, jeroglíficos, notas diminutas, números de teléfono, nombres y direcciones.
—Ah —añadió señalando con el dedo una esquina en que había escrito algo muy tenue a lápiz—. ¿Será esto?
Rebus se inclinó para verlo de cerca. Sí, era eso. Indudablemente.
—Gracias —dijo.
—Dios mío —añadió la secretaria—. ¿Voy a causarle problemas a Lisa? ¿Es que tiene algún problema? ¿Qué ha hecho, inspector?
—Nos mintió —contestó Rebus— y a causa de ello tuvimos que buscarle un escondite.
—¿Un escondite? Dios mío. Ella no me había dicho nada.
Rebus comenzaba a pensar que la secretaria era un poco lerda.
—Bueno —añadió—, ella hasta hoy no sabía que corría peligro.
La secretaria asintió con la cabeza.
—Ah, pues no hará más de una hora que llamó.
—¿Qué? —inquirió Rebus frunciendo aparatosamente el entrecejo.
—Sí, me dijo que llamaba desde el Old Bailey y preguntó si había algún recado para ella. Me explicó que tenía tiempo de sobra hasta la segunda cita.
Rebus no se molestó ni en pedir permiso. Cogió el teléfono como quien esgrime un arma y marcó sin más preámbulos.
—Quiero hablar con el inspector George Flight.
—Un momento, por favor. —Se oyó el ruido de la transferencia de llamada y a continuación—: Sala de operaciones, al habla el sargento Walsh.
—Aquí el inspector Rebus.
—Sí, diga —añadió la voz, con una frialdad cortante.
—Necesito hablar con el inspector Flight. Es urgente.
—Está en una reunión.
—¡Pues llámele! Le he dicho que es urgente.
El sargento replicó con cínico desparpajo. Era proverbial que el «urgente» escocés era desdeñable:
—Puede dejarle un mensaje…
—¡No me joda, Walsh! ¡Que se ponga él o alguien que no tenga el cerebro atocinado!
Cla-clic. Brrrr. El agravio final. La secretaria miraba horrorizada a Rebus. Tal vez las del departamento de psicología no se enfurecían. Rebus le dirigió una sonrisa tranquilizadora que le salió como de payaso borracho y que remató con una reverencia antes de dar media vuelta para marcharse, seguido hasta la escalera por la mirada de la mujer humillada en lo más íntimo de su ser.
A Rebus le hormigueaba el rostro por efecto de una nueva oleada de ira. Lisa Frazer se la había jugado como a un tonto. Dios, y las cosas que él le había dicho, pensando que realmente quería colaborar en el caso del Hombre Lobo, y él sin siquiera imaginar que él mismo formaba simplemente parte de su estudio. Dios, y las cosas que le había dicho. ¿Qué le había dicho? Tantas cosas que ni las recordaba. ¿Lo habría grabado? ¿Habría tomado apuntes a posteriori? Daba igual. Lo que importaba era que había creído ver en ella algo firme y creíble en medio de un mar de caos. Y ella… era un Jano de dos caras. Dios bendito, hasta se había acostado con él. ¿Formaba eso también parte del proyecto de estudio, parte del experimento? ¿Cómo iba a estar seguro de lo contrario? Le había parecido realmente auténtico, pero… Él le había abierto su mente y ella le había abierto su cuerpo. No era justo.
—¡Esa cerda! —exclamó exacerbado, deteniéndose en seco—. ¡Qué bruja redomada!
¿Por qué no se lo habría dicho? ¿Por qué no le había explicado la situación? Él la habría ayudado, le habría dedicado tiempo. No; ni mucho menos. Todo era mentira. ¿Estudiante de investigación? ¿Un trabajo? Él le habría dado puerta sin más. Y, por el contrario, la había escuchado, creído y aprendido de ella; eso era cierto. Había aprendido mucho. Sobre psicología, sobre la mente del asesino; por los libros prestados. Sí, pero no se trataba de eso. Lo que contaba era que todo resultaba absurdo y borroso, ahora que la había desenmascarado.
—Cerda.
Pero su voz era más débil; se le encogía la garganta como si una mano le aplicase presión paulatinamente. Tragó saliva y se puso a hacer inhalaciones profundas. Cálmate, John. ¿Qué importancia tenía? ¿Qué podía importar? Sí que importaba, se respondió, porque sentía algo por ella. O había sentido algo por ella. No; aún sentía algo. Algo por lo que pensaba que habría podido ser correspondido.
«Para qué engañarte». Ahí te ves: con sobrepeso y cuarentón; empantanado en el rango de inspector y sin ninguna otra perspectiva, caso de que Flight mantuviera su palabra, que el uniforme del Cuerpo. Divorciado, con una hija afligida y confundida. Y un individuo de Londres con un cuchillo de cocina y un secreto, que sabe dónde vive Lisa. Era una locura. Se aferraba a Lisa como un náufrago a una paja. Viejo estúpido.
Se detuvo en la puerta del edificio, sin saber qué hacer. ¿Enfrentarse a ella o dejarlo y no volver a verla? Generalmente se recreaba en la confrontación, le parecía enriquecedora y emocionante. Pero aquel día no estaba muy seguro.
Había ido al Old Bailey para hacer una entrevista a Malcolm Chambers. Él también iba a caer en el engaño de sus falsas credenciales, de aquel falso título de «doctora». Todo el mundo admiraba a Malcolm Chambers. Era listo, formaba parte del brazo de la ley y ganaba mucho dinero. Rebus conocía policías que no tenían nada de eso; a lo sumo una cualidad de las tres, y algunos dos. Chambers fascinaría a Lisa. De entrada, le detestaría, hasta que esa aversión se mezclaría con cierta admiración y, probablemente, después creyera que lo amaba. Bueno, que le fuera bien.
Él regresaría a la comisaría, se despediría, haría las maletas y volvería al norte. Podían arreglárselas perfectamente sin él. El caso estaba empantanado hasta que el Hombre Lobo volviese a actuar; aunque ahora tenían ya muchos más datos, sabían más sobre él, estaba a punto de caer como fruta madura. Quién sabe si no atacaría a Lisa Frazer… ¿Qué diablos hacía en el Old Bailey en vez de estar escondida? Tenía que hablar con Flight. ¿Qué demonios se traía Flight entre manos?
—Uf, id todos a la mierda —balbució, metiendo las manos en los bolsillos.
Hacia él venían dos estudiantes hablando en voz alta con marcado acento americano; charlaban con entusiasmo, como suelen hacer los estudiantes cuando tratan de cualquier tema, dispuestos a cambiar el mundo. Como iban a entrar al edificio, él se hizo a un lado, pero ellos le flanquearon como si fuera invisible.
—Pues sí, yo creo que a ella le gusto, pero ya no sé si estoy dispuesto a semejante…
Qué conceptismo, pensó Rebus. ¿Por qué tienen que ser distintos los estudiantes del resto de la población? ¿Por qué no piensan en (y hablan de) otra cosa que no sea sexo?
—Claro —dijo el otro, y Rebus pensó lo ufano que iba con su gruesa camiseta y su más gruesa camisa de leñador a cuadros en aquel día de bochorno—. Claro —repitió el americano, con un acento que le recordó a Rebus el tonillo canadiense más suave de Lisa.
—Pero, fíjate en esto, ella dice que su madre detesta a los americanos porque uno casi la viola cuando la guerra —añadió el primero, y sus voces se perdieron en el interior del edificio.
Fíjate en esto. ¿Dónde había oído él esa expresión antes? Hurgó en su bolsillo y encontró un papel doblado. Lo desdobló y leyó.
FÍJATE EN ESTO, NO SOY HOMOSEXUL, ¿O. K.? Era la fotocopia de la carta del Hombre Lobo a Lisa.
«Fíjate en esto». ¿No sonaba aquello a calco de traducción? Era una curiosa manera de iniciar una carta. Fíjate en esto. Una advertencia, ten cuidado. Había muchas maneras de comenzar una carta para insinuar al destinatario que prestara atención, pero ¿fíjate en esto?
¿Qué sabían, o qué sospechaban, del Hombre Lobo? Que conocía cómo trabajaba la policía (exdelincuente o poli, dos posibilidades). Que era un hombre, si daban crédito a Jan Crawford, y, según ella, bastante alto. En el restaurante, Lisa Frazer había aportado sus ideas: conservador, y la mayor parte del tiempo no es que pareciera normal, sino que era normal; era, según sus palabras, «psicológicamente maduro». Y había enviado una carta a Lisa desde el distrito EC4. ¿No era el EC4 donde estaba el Old Bailey? Recordó su primera y única visita al edificio; la sala de vistas y la presencia de Kenny Watkiss; la reunión con Malcolm Chambers. ¿Qué le había dicho Chambers a Flight?
«Que te jodan la marrana los de tu bando no me gusta, Flight. No me gusta que me jodan la marrana… mi propio bando… fíjese en eso. Fíjese en eso, George».
¡Dios bendito! De pronto todas las bolas de billar de la mesa caían en el agujero menos la blanca y la negra.
«Fíjese en eso, George. Francamente, no me gusta que me jodan la marrana los de mi propio bando».
Malcolm Chambers había estudiado en Estados Unidos —se lo había dicho Flight— y uno tiende a asumir las locuciones locales para adaptarse al país. «Fíjate en esto». Él mismo había intentado no caer en la tentación en Londres, pero era difícil. Estudios en Estados Unidos, y ahora estaba con Lisa Frazer. Lisa, la estudiante, Lisa, la psicóloga, Lisa, en la foto de los periódicos. «Fíjate en esto». Ah, cuánto debía de odiarla el Hombre Lobo. Al fin y al cabo era la psicóloga, y los psicólogos afirmaban que era gay, hacían inferencias sobre lo que podía haber de torcido en él. Pero él no creía que hubiera nada torcido. Pero sí que había algo, algo que poco a poco le dominaba.
El Old Bailey estaba en EC4. El Hombre Lobo se había puesto nervioso y, cometiendo un desliz, había echado la carta al correo en el EC4.
Era Malcolm Chambers. Malcolm Chambers era el Hombre Lobo. Rebus no podía justificarlo, no podía verdaderamente probarlo, pero estaba convencido. Era como una ola tóxica que caía sobre él, ungiéndole. Malcolm Chambers. Una persona que conocía los métodos policiales, alguien tan limpio que había que escarbar bajo la piel para encontrar la basura.
Rebus echó a correr. Corría por Gower Street en dirección —esperaba— a la City. Corría y estiraba el cuello tratando de atisbar un taxi; vio más adelante uno en la esquina del Museo Británico, pero ya lo abordaban unos pasajeros: estudiantes o turistas japoneses; sonrisas y cámaras fotográficas. Eran cuatro jóvenes: dos hombres y dos mujeres. Rebus metió la cabeza en la parte de atrás del vehículo, donde ya se habían sentado dos de ellos.
—¡Fuera! —gritó, señalando la acera con el dedo.
—Eh, amigo, ¿a qué juega? —terció el taxista, tan gordo que apenas podía volverse en el asiento.
—¡Fuera, he dicho! —añadió Rebus, agarrando un brazo y tirando de él. O el joven pesaba muy poco o Rebus encontraba de pronto fuerzas ignotas, pues el japonés salió casi volando, al tiempo que, con voz chillona, lanzaba una retahíla de protesta.
—Y tú.
La muchacha obedeció a la conminación y él montó en el taxi. Cerró de un portazo.
—¡Arranque! —gritó.
—No me muevo hasta que…
Rebus le enseñó el carnet por el cristal que separaba el puesto del conductor del asiento trasero.
—¡Inspector Rebus! —exclamó—. Es urgente. Lléveme al Old Bailey. Infrinja las reglas de tráfico que quiera, ya lo arreglaré yo. ¡Pero arranque de una vez!
El taxista encendió las luces largas para incorporarse al tráfico.
—¡Toque la bocina! —le instó Rebus y el hombre lo hizo. Un sorprendente número de coches les cedió el paso. Rebus, sentado el borde del asiento, se agarró a él con todas sus fuerzas para aguantar los bandazos—. ¿Cuánto tardaremos?
—¿A esta hora? Diez o quince minutos. ¿Qué ocurre, jefe? ¿No pueden empezar sin usted?
Rebus sonrió amargamente. Ese era el problema. Sin él, el Hombre Lobo podía empezar a hacer lo que quisiera.
—Tengo que utilizar su radio —dijo, y el taxista corrió del todo el cristal separador.
—Adelante —dijo tendiendo el micrófono a Rebus. Llevaba más de veinte años de taxista, pero en su vida había visto un pasajero como aquel.
En realidad, estaba tan entusiasmado que solo a la mitad de la carrera reparó en que no había bajado bandera.
* * *
Rebus explicó a Flight cuanto podía controlando su alteración. Flight no acababa de verlo claro, pero se avino a enviar agentes al Old Bailey. Rebus no le reprochó sus reservas, dado que difícilmente podía justificarse la detención de un pilar de la sociedad por una simple corazonada. Recordó otras cosas que Lisa Frazer había dicho sobre los asesinos en serie: que eran producto de su entorno, que sus ambiciones se habían visto coartadas y ello les impulsaba a matar a miembros del grupo social superior. Bueno, eso no cuadraba con Malcolm Chambers. ¿Y qué había dicho a propósito del Hombre Lobo? Sus ataques no eran «enfrentamientos», y que quizás era así en su vida diaria. ¡Ja! Mucha teoría. Pero lo cierto era que comenzaba a dudar de su propio instinto. Dios, ¿y si se equivocaba? ¿Y si era cierta la teoría? Él mismo iba a quedar como un individuo un tanto trastornado psicológicamente.
En aquel momento recordó algo que había dicho George Flight: que uno podía construir la imagen que quisiera del asesino, pero eso no aportaba ni un nombre ni una dirección. La psicología estaba muy bien, pero no aventajaba a la tradicional corazonada segura.
—Jefe, ya falta poco.
Trató de armonizar su respiración. Tranquilo, John, tranquilo. Pero no vio coches de policía delante del Old Bailey. No había sirenas ni agentes armados; solo gente que deambulaba por los alrededores, gente que salía del trabajo y se contaban chistes. Bajó del taxi sin pagar ni dar propina —«Le pago luego»— y empujó la pesada puerta de cristal. Detrás de una segunda barrera de cristal a prueba de balas montaban guardia dos vigilantes de seguridad a quienes Rebus mostró la credencial poniéndosela delante de las narices; uno de ellos le señaló en dirección a dos cilindros verticales de cristal de acceso unipersonal al edificio. Llegó ante uno de ellos y esperó. No ocurría nada; hasta que, finalmente, recordó que había que pulsar el botón para que se abriera. Entró en él y aguardó lo que se le antojó una eternidad, mientras a sus espaldas se cerraba el cristal de entrada para a continuación abrirse lentamente el cristal delantero.
Junto al detector de metales: otro guardián. Rebus, con el carnet abierto, lo cruzó sin detenerse, dejando atrás la zona a prueba de balas de recepción.
—¿Puedo ayudarle? —dijo uno de los vigilantes de seguridad.
—Busco a Malcom Chambers, un abogado —dijo Rebus.
—¿El señor Chambers? Un momento que lo compruebe.
—No quiero que sepa que estoy aquí —añadió Rebus—. Dígame tan solo dónde puedo encontrarle.
—Espere un momento —dijo el guardián acercándose a un compañero para consultar y mirando pausadamente un folio de una carpeta sujetapapeles. El corazón de Rebus latía aceleradamente. Se sentía a punto de explotar. No podía estarse allí esperando; tenía que hacer algo. Paciencia, John. Menos prisas y más velocidad, como decía su padre. En cualquier caso, ¿qué demonios querría decir eso? ¿No eran las prisas una especie de velocidad?
El guardián volvió a su lado.
—Sí, inspector, el señor Chambers se encuentra en estos momentos con una joven. Me dicen que están sentados en la primera planta.
La primera planta era el gran vestíbulo de espera antes de las salas de vista. Rebus subió corriendo el impresionante tramo de escalones de dos en dos. Mármol. Había mármol por todas partes. Y madera, y cristal. Las ventanas eran enormes. Por una escalera de caracol bajaban magistrados con peluca enfrascados en una conversación. Una mujer mayor fumaba un cigarrillo barato esperando a alguien. Era una multitud silenciosa en movimiento. Gente por todas partes, cruzándose con él y yendo de un lado a otro: jurados que se marchaban, abogados con clientes de aspecto culpable. La mujer se levantó a saludar a su hijo, cuyo abogado mostraba cara de cansancio y aburrimiento. El vestíbulo fue vaciándose rápidamente y las escaleras encauzaron a la gente hacia otros cilindros de cristal con salida a la calle.
A unos treinta metros, de donde estaba, Rebus vio a los dos escoltas sentados con las piernas cruzadas, fumando. Eran los guardaespaldas que Flight había asignado a Lisa. Echó a correr hacia ellos.
—¿Dónde está?
Ellos le reconocieron y, como comprendiendo de pronto que algo ocurría, se pusieron en pie.
—Está haciendo una entrevista a un magistrado…
—Sí, pero ¿dónde?
Uno de ellos señaló con la barbilla hacia una de las salas de vistas. ¡La ocho! Claro, ¿no había ido Cousins a testificar a la sala ocho? ¿No era Malcolm Chambers el fiscal?
Rebus empujó la puerta del tribunal donde no había nadie salvo los empleados de la limpieza. Tenía que haber otra salida. Claro que la había: la puerta acolchada verde junto al estrado del jurado, la puerta que daba paso a las dependencias de los jueces. Cruzó corriendo la sala, subió la escalinata, abrió la puerta y se encontró en un pasillo con alfombra bien iluminado, con una ventana y un jarrón con flores en una mesa; un pasillo estrecho con solo dos puertas en un lado y una pared desnuda en el otro. Las puertas, con el nombre de los jueces, estaban cerradas con llave. En una pequeña cocina tampoco había nadie. Finalmente abrió una puerta que no estaba cerrada con llave y que daba paso a una sala para jurados. Vacía. Volvió al pasillo maldiciendo entre dientes y vio que venía hacia él una ujier con una taza de té.
—No está permitido…
—Soy el inspector Rebus —dijo— y busco a un magistrado. Malcolm Chambers, que estaba aquí con una joven.
—Acaban de marcharse.
—¿Que se han marchado?
La mujer señaló hacia el fondo del pasillo.
—Hay una salida al aparcamiento subterráneo. Allí iban. —Rebus hizo intención de esquivarla para seguir por aquel camino—. No los alcanzará —dijo ella—. A menos que no les haya arrancado el coche.
Rebus reflexionó un instante, mordiéndose el labio. No había tiempo que perder. La decisión que adoptase había de ser la correcta. La adoptó y dio la espalda a la ujier, corriendo de nuevo hacia la sala, cruzándola y saliendo al gran vestíbulo.
—¡Se han ido! —gritó a los escoltas—. ¡Díganselo a Flight! ¡Díganle que van en el coche de Chambers! —Siguió corriendo escaleras abajo hacia la salida, deteniéndose un momento para agarrar por la manga a un vigilante de seguridad—. ¿Dónde está la salida del aparcamiento?
—Detrás del edificio.
Rebus apuntó con el dedo a la cara del vigilante.
—Avise al aparcamiento que no dejen salir a Malcolm Chambers. —El guardián se quedó pasmado mirando el dedo—. ¡Avise!
Reanudó la carrera, bajando de tres en tres los escalones casi volando y se abrió paso entre la multitud que esperaba para ir saliendo del edificio.
—Policía. Es urgente —dijo, sin despertar la mínima reacción en la gente. Eran como vacas que esperan pacientemente a que las ordeñen. En cualquier caso, el cilindro tardó una barbaridad en descargar a su ocupante, cerrar las puertas y volver a abrirlas para Rebus.
—Vamos, vamos…
La puerta exterior se abrió finalmente, dándole paso hacia el gran vestíbulo de entrada y a las puertas de salida a la calle. Echó a correr hacia la esquina, la dobló y avanzó por el lateral; dobló otra esquina a la derecha y se vio en la trasera del edificio, donde estaba situada la salida del aparcamiento: una rampa que se hundía en la oscuridad. El coche hizo chirriar los neumáticos al salir, sin apenas reducir velocidad cuesta arriba hacia Newgate Street. Era un gran BMW negro brillante y en el asiento del pasajero iba Lisa Frazer, relajada, sonriente y hablando con el conductor. En la inopia.
—¡Lisa! —gritó, pero estaba demasiado lejos y había mucho ruido de tráfico—. ¡Lisa! —volvió a gritar, pero antes de que pudiera acercarse al coche, este se había incorporado al tráfico, alejándose. Rebus, sin aliento, lanzó una maldición. Miró por primera vez a su alrededor y vio que tenía al lado un Jaguar estacionado con chófer de librea al volante, que le observaba por la ventanilla. Rebus agarró el picaporte, abrió la portezuela y estiró el brazo para sacar a la fuerza al aturdido chófer. Estaba adquiriendo práctica en sacar a la gente de los vehículos.
—¡Eh! ¿Qué demonios…?
La gorra del chófer rodó por el suelo impulsada por una ráfaga de viento, y el hombre se arrodilló en la calzada sin saber si recuperar la gorra o el coche. Bastó ese instante de duda para que Rebus arrancara del bordillo, acelerando en medio de los bocinazos de otros coches a su espalda. En lo alto de la suave pendiente, hizo sonar el claxon y se incorporó al tráfico de la arteria principal. Chirrido de frenazos y más bocinazos. Los peatones le miraban como si estuviera loco.
—Las luces —dijo en voz alta mirando el salpicadero. Finalmente encontró el botón y puso las largas. A continuación dio un volantazo para situarse en medio del flujo circulatorio, adelantando a otros coches y rascando el lateral del pasajero del suyo con un autobús rojo en contacto con su maniobra, y chocó contra una baliza central de plástico, que arrancó de cuajo, haciéndola volar hacia los carriles contrarios.
Tenían que llevar poca ventaja. ¡Ajá! Vio los pilotos traseros del BMW cuando frenaba para doblar a la derecha. No se le escaparían.
—Perdone.
Rebus tensó los músculos, sobresaltado y a punto de subirse a la acera. Miró por el retrovisor y vio a un caballero anciano en el asiento de atrás que se sujetaba con los brazos abiertos sobre el respaldo y que se inclinó tranquilamente hacia él.
—¿Tendría la amabilidad de explicarme qué sucede? ¿Es un secuestro?
Rebus reconoció la voz antes de reconocer el rostro. Era el juez de la vista de Watkiss. ¡Dios santo, había emprendido la persecución con un juez en el coche!
—Porque si es que me secuestra —añadió el juez—, ¿no me permitiría llamar a mi esposa para que no se le pase la comida?
¡Llamar! Rebus volvió a mirar el panel de instrumentos: debajo de él, entre el asiento del conductor y el del pasajero, había un teléfono negro de coche.
—¿Me permite usar el teléfono? —inquirió, sonriendo con cara de entusiasmo.
—Por supuesto que sí.
Rebus cogió el aparato a tientas atendiendo al volante con la otra mano de forma más errática aún.
—Pulse el botón TRS —dijo el juez.
—Gracias, señoría.
—¿Me conoce? Ya decía yo que su rostro… ¿Ha comparecido hace poco ante mi tribunal?
Pero Rebus, tras marcar el número, únicamente estaba pendiente de que contestaran a la llamada, y tardaban una eternidad. Mientras tanto, el BMW se saltaba un semáforo en ámbar.
—Agárrese —dijo Rebus sonriente, emitiendo con el claxon un lúgubre sonido al rebasar el semáforo, adelantando a los coches detenidos y haciendo frenar de golpe a los que confluían en el cruce a derecha e izquierda. Un coche embistió a otro por detrás y un motociclista patinó en la grasa del asfalto, pero él cruzó sin consecuencias. Seis coches por delante de él veía los pilotos del BMW, ajeno, al parecer, a la endiablada persecución.
Finalmente, respondieron a su llamada.
—Aquí Rebus. —Y añadió para información del juez—: Inspector Rebus. Necesito hablar con Flight. ¿Está ahí? —Se hizo una larga pausa y se oyeron extraños ruidos de conexión como si fuera a cortarse la comunicación. Rebus sostuvo el auricular entre el hombro y el cuello y, conduciendo ahora con dos manos, efectuó dos giros sucesivos.
—John, ¿dónde está? —sonó la voz de Flight metálica y distante.
—En un coche —contestó Rebus—, un coche que he requisado. Estoy siguiendo a Chambers que va acompañado de Lisa Frazer. Y creo que ella no sabe que es el Hombre Lobo.
—Por Dios bendito, John, ¿es el Hombre Lobo?
—Se lo preguntaré cuando lo atrape. ¿Ha enviado coches al Old Bailey?
—Sí, he enviado uno.
—Muy generoso —comentó Rebus en el momento en que frenaba de golpe, pero no lo suficiente, al ver lo que se interponía en su camino: una anciana que atravesaba el paso de cebra tirando del carrito de la compra como de un caniche. Rebus dio un golpe de volante sin poder evitar chocar con el carrito, que salió volando desparramando por la calzada los comestibles, huevos, mantequilla, harina y palomitas. Oyó gritar a la mujer. En el peor de los casos se habría roto un brazo. No, en el peor de los casos moriría de la impresión.
—Joder —exclamó.
—Creo que no le ha pasado nada —dijo el juez mirando por la ventanilla trasera.
—¿John? —Volvió a oírse la voz enlatada de Flight—. ¿Con quién habla?
—Ah —respondió Rebus—. Con el juez a quien he requisado el Jaguar. —Acababa de encontrar el botón del limpiaparabrisas para encomendarle la crema que pringaba el cristal.
—¡«Requisado»! —Eso le pareció interpretar por el alarido de Flight. El BMW seguía a la vista, pero había aminorado la marcha, tal vez al advertir el incidente del carrito.
—Olvídelo —replicó Rebus—. Escuche, envíe coches patrulla aquí. Vamos por… —añadió mirando por el parabrisas y por la ventanilla sin ver ningún rótulo en la calle.
—High Holborn —dijo el juez.
—Gracias —dijo Rebus—. George, estamos en High Holborn.
—Un momento —añadió Flight, al otro lado de la línea se oyó una conversación en voz baja y volvió a dirigirse a Rebus con voz cansada—: John, por favor, dígame que no es el responsable de las denuncias que nos llegan. La centralita parece un árbol de Navidad.
—Seguramente somos nosotros, George. Nos hemos llevado por delante una baliza, hemos provocado un par de colisiones y ahora acabamos de desparramar las compras de una anciana. Sí, somos nosotros.
Flight lanzó un gruñido muy discreto antes de decir:
—¿Y si no es él, John? ¿Y si se trata de un error?
—En ese caso, la hemos jodido, George, y yo seguramente me veré en el paro si no acabo en la cárcel. Mientras tanto, ¡envíe agentes rápido! —Rebus miró el aparato—. Señor juez, por favor, ¿cómo…?
—Pulse el botón «Power». —Así lo hizo Rebus y los dígitos luminescentes se borraron.
—Gracias —dijo.
El tráfico se hizo más lento y más adelante de ellos vislumbraron las luces quietas de un atasco.
—Y —dijo el juez—, si va a volver a usar el aparato le informo que puede hacerlo con manos libres. Simplemente marque el número sin levantarlo del compartimento que ocupa. Oirá a quien llame y le oirán a usted. —Rebus asintió con la cabeza dando las gracias y advirtió que el juez arrimaba la cabeza a la suya, mirando por encima de su hombro al tráfico que les precedía.
—Así que —dijo entusiasmado—, ¿cree que Malcolm Chambers es el responsable de los crímenes?
—Exacto.
—¿Y qué pruebas tiene, inspector?
Rebus se echó a reír y se dio unos golpecitos en la cabeza.
—Esto solo, señoría, esto solo.
—Extraordinario —comentó el juez, como reflexionando—. Siempre pensé que Malcom era un joven extraño. Estupendo en los tribunales, por supuesto, el fiscal estrella por excelencia, que actúa para la galería y todo lo demás. Pero fuera de la sala era muy distinto. Ah, sí, pero que muy distinto. Una persona casi hosca, como de mente errabunda.
Sí, claro que errabunda, pensó Rebus, errabunda y extraviada.
—¿Quiere hablar con él?
—¿Cree que lo persigo por una simple apuesta?
El juez contuvo la risa y señaló hacia el teléfono.
—Quiero decir ahora mismo —añadió.
—¿Es que tiene su número de teléfono? —inquirió Rebus, paralizado.
—Sí, claro.
Rebus reflexionó un instante y negó con la cabeza.
—No —contestó—. Va con una mujer inocente y no quiero que le entre pánico.
—Comprendo —dijo el juez recostándose en el asiento—. Sí, supongo que tiene razón. No había pensado en eso.
En ese momento se oyó un ronroneo eléctrico en el coche. Era el teléfono; la pantalla se iluminó y parpadeó. Rebus tendió el aparato al juez.
—Será para usted —dijo secamente.
—No, déjelo donde estaba y pulse «Recibir» —Rebus hizo como le decía y, a continuación, el juez habló:
—Diga.
—Edward. ¿Eres tú quien me va siguiendo? —Era una voz clara, y la transmisión, perfecta.
Era la voz de Chambers, en tono risueño. El juez miró a Rebus, a quien no se le ocurrió ninguna sugerencia.
—¿Malcolm? ¿Eres tú? —respondió el juez sin perder la compostura.
—No sé por qué lo preguntas. Vas veinte metros detrás de mí.
—¿Ah, sí? ¿Por qué calle vas tú?
La voz se alteró y adoptó un tono malévolo.
—¡No me jodas, Ted! ¿Quién conduce tu puto coche? Tú no puedes ser porque no tienes carnet. ¿Quién es?
El juez miró a Rebus de nuevo, como pidiendo consejo. Guardaron los dos silencio y oyeron la voz de Lisa más tenue.
—¿Qué ocurre? ¿Qué sucede?
Y otra vez la voz de Chambers:
—¡Calla, guarra! Vas a tener tu merecido. —El tono había subido una escalofriante octava, como una mala imitación de voz de mujer, y a Rebus se le puso la piel de gallina—. Tendrás tu merecido. —Volvió a bajar de tono—. Oiga, ¿quién es? ¿Quién está ahí? Le oigo respirar, mierdera. —Rebus se mordió el labio. ¿Qué era mejor, que Chambers lo supiera o seguir callado? Guardó silencio.
—Ah, muy bien —añadió Chambers con un suspiro, como resignado por el punto muerto—. Pues voy a tirarla.
Rebus vio abrirse la puerta del pasajero del BMW al tiempo que el coche enfilaba hacia la acera.
—¡Qué hace! —exclamó Lisa—. ¡No! ¡No! ¡Suélteme!
—¡Suéltela, Chambers! —gritó Rebus dirigiendo la voz hacia el aparato. El BMW volvió hacia el centro de la calzada, la portezuela se cerró y se hizo una pausa.
—Oiga, ¿con quién hablo? —dijo la voz de Chambers.
—Me llamo Rebus. Nos conocemos de…
—¡John! —se oyó la voz de Lisa, muy asustada, casi histérica, y, a continuación, una bofetada, que en el oído de Rebus sonó como una descarga estática.
—¡Le he dicho que la deje! —gritó.
—Lo he oído —replicó Chambers—, pero da la casualidad que no está en condiciones de dar órdenes. En fin, ahora que nos conocemos, la cosa es más interesante, ¿no cree, inspector?
—¿Recuerda quién soy?
—Estoy perfectamente enterado de cuantos intervienen en el caso del Hombre Lobo. Me interesé desde un principio, por razones obvias. Siempre había alguien que me comentaba los detalles.
—¿Para ir un paso por delante?
—¿Un paso? —repitió Chambers riendo—. Qué ingenuo, inspector. Bien, dígame, ¿qué hacemos ahora? ¿Para el coche —el coche de Edward, más bien— o mato a su amiga aquí mismo? ¿Sabe que quería que le explicara la psicología de los juicios criminales? No podía haber elegido mejor, la asquerosa, ¿verdad? —Rebus oía sollozar a Lisa, y cada sollozo se le clavaba más en el corazón—. Una foto en los periódicos —añadió Chambers con un gorgorito—. Una foto en los periódicos con el alto y acerado inspector.
Rebus sabía que tenía que hacer que Chambers siguiera hablando. Mientras continuara hablando, Lisa seguiría con vida. Pero el tráfico se había detenido. Delante de ellos veían los pilotos rojos del freno de los coches. Les separaban solo algunos coches del BMW y otro vehículo delante de este le impedía saltarse el semáforo. ¿No podría…? ¿Merecía siquiera la pena considerarlo? El juez no se soltaba del reposacabezas de Rebus, sin quitar ojo del reluciente coche negro, el coche que tan cerca estaba. Tan cerca y tan parado…
—¿Y bien? —se oyó la voz de Chambers—. Inspector, ¿para o la mato?
Rebus no apartaba la mirada del coche de Chambers. Veía a Lisa apartada de Chambers, como dispuesta a escapar, pero este la sujetaba del brazo con una mano, manteniendo la otra al volante. Así pues, tendría puesta la atención en el lado del pasajero, descuidando el lado del conductor.
Decidió hacerlo: abrió despacio la portezuela y puso pie en el tranquilizador asfalto. Oyó bocinazos, pero no hizo caso. El semáforo seguía en rojo. Se agachó e inició un avance rápido.
¡El retrovisor del lado de conductor! Si Chambers miraba le vería acercarse. Deprisa, John, deprisa.
Luz ámbar. ¡Mierda! Luz verde.
Había avanzado hasta el BMW y tenía agarrada ya la manecilla de la portezuela, y en el momento en que Chambers lo miraba estupefacto, arrancó el coche de delante y Chambers hizo lo propio con un acelerón, librándose de Rebus.
¡Mierda! Bocinazos y más bocinazos de protesta. Conductores airados que bajaban el cristal de la ventanilla dándole voces mientras retrocedía corriendo hacia el Jaguar. Arrancó de nuevo y el juez le dio unos golpecitos en el hombro.
—Loable intento, hijo.
Oyeron reír a Chambers a través del teléfono.
—Espero no haberle hecho daño, inspector. —Rebus se miró la mano, la flexionó y notó el dolor. Casi le descoyunta los dedos; el meñique ya se le estaba hinchando. ¿Se lo habría roto? Tal vez.
—Bien, por última vez —añadió Chambers—. Le hago una propuesta que no está en condiciones de rechazar. Pare el coche o mato a la doctora Frazer.
—No es doctora, Chambers. Es una estudiante —dijo Rebus, tragando saliva: ahora Lisa sabía que él lo sabía. En cualquier caso, ya daba igual. Respiró hondo—. Mátela —añadió, al tiempo que el juez contenía una exclamación, pero él sacudió la cabeza para tranquilizarle.
—¿Qué ha dicho? —replicó Chambers.
—He dicho que la mate. No me importa. Esta semana me ha traído de cabeza y la situación en que se ve es culpa suya. Y cuando la haya matado, me complaceré enormemente en matarle a usted, señor Chambers.
Oyó otra vez la tenue voz de Lisa:
—¡John, por Dios, no!
A continuación sonó la voz de Chambers, más calmado, en contraste con Rebus, cada vez más nervioso.
—Como quiera, inspector, como quiera. —Era una voz fría y lúgubre, sin vestigio de humanidad. Tal vez era en parte culpa de Rebus, por incitarle con falsedades en la prensa. Pero Chambers no le había dirigido a él su encono, sino a Lisa. De haber llegado él un minuto más tarde al Old Bailey, seguro que ella iría camino de una muerte inevitable. De momento, nada era seguro. Solo la locura de Chambers.
—Dobla hacia Monmouth Street —dijo el juez con voz monocorde, convencido ya de la culpabilidad de Chambers, consciente del horror de sus crímenes y de lo que todavía podía ocurrir.
Rebus oyó un aleteo en lo alto, miró hacia arriba y vio un helicóptero que sobrevolaba el tráfico. Era un aparato de la policía. Oía también sirenas, que Chambers también debió oír porque el BMW aceleró raspando a otro coche al adelantarlo. El coche tocado frenó en seco, igual que Rebus, que, a pesar de un volantazo, no pudo evitar el encontronazo contra él con el guardabarros del lado del conductor, y se destrozó un faro.
—Lo siento.
—No se preocupe por el coche —dijo el juez—. No le deje escapar.
—No escapará —dijo Rebus con insólita confianza. ¿Pero de dónde diablos salía aquella confianza? Nada más preguntárselo volvió a perderla, quedándole un tembloroso regusto.
Circulaban ya por St Martin’s Lane, llena de gente que iba al cine y salía del trabajo. Estaban en el bullicioso West End. Sin embargo, el tráfico que les precedía disminuía extrañamente y la gente miraba boquiabierta al BMW perseguido por el Jaguar.
Cuando se aproximaban a Trafalgar Square, Rebus vio a derecha e izquierda policías con chalecos reflectantes que desviaban el tráfico hacia las bocacalles. ¿Por qué? Sería por…
¡Calles cortadas! Solo un carril daba entrada a la plaza y las salidas estaban bloqueadas. En la plaza vacía lo atraparían en un instante. Dios te bendiga, George Flight.
Rebus cogió el teléfono y dijo en un gruñido, salpicando de perdigones de saliva el cristal del parabrisas:
—Pare el coche, Chambers. Está acorralado.
Silencio. Entraban ya como una exhalación en Trafalgar Square, entre el estruendo de bocinazos de los coches atascados en los carriles bloqueados por los guardias de tráfico. Rebus estaba en la gloria: todo el West End londinense parado para que él echara una carrera con el Jaguar tras el BMW. Tenía amigos que darían un brazo por estar en su lugar. Pero no había concluido su tarea. Faltaba el resultado. Era uno de tantos casos por resolver; igual que si estuviese persiguiendo a un Cortina con pandilleros rateros por un suburbio de Edimburgo.
Pero no era eso.
Habían dado una vuelta entera a la columna de Nelson, viendo desfilar en borrosa secuencia Canadá House, South África House y la National Gallery. La velocidad zarandeaba al juez contra las portezuelas del asiento trasero.
—Sujétese —gritó Rebus.
—¿En qué?, tenga la bondad.
Rebus se echó a reír; reía como un loco. Pero al advertir que seguía en conexión telefónica con el BMW de Chambers siguió riendo más fuerte y cogió el aparato, sujetando con todas sus fuerzas el volante con la izquierda.
—¿Se divierte, Chambers? —gritó—. ¡Como decían en el programa de televisión, no hay dónde esconderse!
En ese momento el BMW dio una sacudida y Rebus oyó que Chambers contenía un grito.
—¡Guarra! —El BMW dio otra sacudida y oyeron ruidos de resistencia. Lisa plantaba cara a Chambers, ahora absorto en dar vueltas a aquel circuito sin fin.
—¡No!
—¡Fuera!
—No…
Se oyó un grito desgarrador; dos gritos desgarradores, muy agudos, netamente femeninos, y el coche negro, en vez de dar otra vuelta, se subió a la acera, chocó con una parada de autobús, la derribó, y fue a estrellarse contra el muro de la National Gallery.
—¡Lisa! —gritó Rebus, frenando en seco y haciendo un trompo. La portezuela del conductor del BMW se abrió y Chambers bajó tambaleante, para emprender una torpe carrera, doblado, sujetándose la pierna con la mano derecha. Rebus forcejeó con la portezuela del Jaguar hasta dar con la manivela. Echó a correr hacia el BMW y miró en su interior. Lisa estaba hundida en el asiento del pasajero, con el cinturón de seguridad puesto de través, gimiendo; pero no tenía sangre. Traumatismo cervical. Un simple traumatismo cervical. Abrió los ojos.
—¿John?
—No es nada, Lisa, te curarás. Enseguida vendrán a por ti.
Efectivamente, llegaban ya coches de la policía y en la plaza irrumpían corriendo agentes uniformados. Rebus apartó la mirada del coche buscando a Chambers.
—¡Está allí! —exclamó el juez que había salido del Jaguar, señalando con el brazo estirado hacia arriba. Rebus miró en dirección a la escalinata de la National Gallery y vio a Chambers que culminaba el último escalón.
—¡Chambers! ¡Chambers! —gritó.
La figura desapareció de su vista y Rebus echó a correr hacia la escalinata, sintiendo como si le fallaran las piernas, como si su sostén fuese goma en vez de huesos y cartílagos. Coronó los escalones y entró en el museo por la puerta más cercana, la de salida. En el vestíbulo se encontró con una mujer de uniforme tendida en el suelo y un hombre que la atendía, quien le señaló hacia el interior.
—¡Ha entrado ahí corriendo!
A donde fuese Malcolm Chambers, Rebus le seguiría, por supuesto.
Corrió y corrió, sin parar.
Igual que cuando corría huyendo de su padre escaleras arriba para refugiarse en la buhardilla y esconderse. Pero al final siempre le atrapaba. Por mucho que se escondiese todo el día y parte de la noche, finalmente el hambre y la sed le obligaban a bajar donde le esperaban.
Le duele la pierna. Y tiene un corte. Le escuece la cara y la sangre caliente le resbala por la barbilla, por el cuello. Sigue corriendo.
No fue todo malo en su niñez. Recuerda a su madre arrancándole delicadamente a su padre los pelos de la nariz. «Los pelos de la nariz son muy feos en un hombre». Él no tuvo la culpa de nada, ¿no es cierto? Fue culpa de ellos. Querían una hija y no un hijo. Su madre le ponía vestidos color rosa, de niña. Después, lo retrataba, pintándola con largos rizos rubios incorporada a sus cuadros, a sus paisajes. Una niña corriendo por la orilla de un río. Con tirabuzones; corriendo.
Deja atrás de un empujón a un vigilante, a otro más. Suenan las alarmas. Tal vez es imaginación suya. Cuántos cuadros. ¿De dónde han salido tantos cuadros? Cruza una puerta y otra, a la derecha.
Lo educan en casa porque en el colegio no pueden enseñarle como ellos. Enseñanza en casa. Casera. Su padre, algunas noches, borracho, tira los lienzos de su madre y los pisotea. «¡Arte! ¡Mierda de arte!» Bailotea sobre los lienzos conteniendo la risa, mientras su madre llora sentada, tapándose la cara con las manos hasta que echa a correr a su habitación a encerrarse con llave. Y esas eran las noches en que su padre irrumpía en su dormitorio para hacerle una ternura. Con aquel aliento a alcohol. Una ternura. Y más que una ternura, muchísimo más. «Abre bien la boca, como en el dentista». Dios, con lo que duele… El dedo que hurga… la lengua… los tirones… Y peor aún era el ruido, aquel gruñido sordo, el fuerte jadeo. Y después la farsa, haciendo como si solo hubiera sido un juego; nada más. Y para demostrarlo, su padre se inclinaba y le mordía el vientre, gruñendo como un oso, haciéndole una pedorreta en la piel desnuda. Y se echaba a reír. «¿Has visto? No era más que un juego».
No, de juego nada. Nunca. Correr. A la buhardilla. Al jardín, para esconderse en el cobertizo, donde picaban las ortigas; pero no era tan malo como lo de su padre. ¿Lo sabía su madre? Claro que lo sabía. Una vez en que había querido decírselo en un susurro, ella ni quiso escucharle. «¿Tu padre? Es imposible, Malcolm. Es invención tuya». Pero sus cuadros se habían vuelto más violentos: los campos eran púrpura y negro, el agua, roja como la sangre, y las figuras de la orilla se habían tornado fantasmagóricas, lívidas, como espectros.
Él lo había ocultado muy bien durante mucho tiempo, pero después ella había vuelto. Y ahora era más bien «ella», consumida por ella y por su impulso… No era venganza, no podía realmente llamarse venganza. Era algo más profundo que venganza, una profunda y acuciante necesidad sin nombre, sin forma. Solo una función. Eso: una función.
De un lado para otro. El público del museo se apartaba a su paso y la alarma seguía sonando. Sentía en su cabeza un siseo como de sonajero: chas, chas, chas. Esos cuadros ante los que pasaba corriendo eran irrisorios. «Pelos de la nariz largos, Johnny». Ninguno reflejaba la vida real y menos aún la vida oculta. Ninguno podía remedar los sombríos pensamientos cavernarios de cada ser humano del planeta. Empuja otra puerta y todo cambia. Es una sala de sombras, de claroscuros, de calaveras y rostros graves exangües. Sí, esto sí. Velázquez, El Greco, los pintores españoles. Calaveras y sombras. ¡Velázquez!
¿Por qué no pintaba así su madre? Cuando murieron (juntos en la cama. Un escape de gas. La policía declaró que había sido una suerte que el niño se salvara; suerte por tener entreabierta la ventana del cuarto), cuando murieron lo único que se llevó de la casa fueron los cuadros de su madre, todos sin excepción.
«Es solo un juego».
«Pelos largos de la nariz, Johnny». Los corta con las tijeras cuando su padre está dormido. Y él rogándoselo con la mirada, rogándole a ella que clavara aquellas tijeras en el cuello carnoso e inmóvil de su padre. Pero ella era muy amable. Tris, tris. Muy amable y gentil. «El niño tuvo suerte».
¿Qué podían saber ellos?
* * *
Rebus subió la escalera y cruzó la librería seguido por otros agentes a quienes hizo seña para que se desplegaran. No tenía escapatoria. Pero también les indicó que se mantuvieran a distancia.
Malcolm Chambers era para él.
La primera sala era amplia y de paredes rojas. Un vigilante le señaló la puerta a la derecha y Rebus corrió hacia ella. Junto a la puerta había un cuadro con un cadáver decapitado chorreando sangre; respondía tan fielmente al pensamiento de Rebus que le hizo sonreír adusto. Vio en la moqueta color naranja unas manchas más oscuras de sangre, pero aun sin ellas no habría tenido dificultad en seguir el rastro de Chambers, porque turistas y empleados se apartaban a su paso, señalándole el camino. El sonido de la alarma, claro y estentóreo, agudizaba su mente; había recuperado el vigor de las piernas y su corazón latía con tal fuerza que pensó si no le oiría la gente.
Dobló a la derecha en una sala pequeña rinconera y entró en otra grande, al fondo de la cual, al lado de una imponente puerta doble de madera y cristal, un celador se sujetaba el brazo herido. En la misma puerta vio una huella sangrienta de mano. Se detuvo y miró dentro de aquella segunda sala.
En un rincón del fondo estaba derrumbado en el suelo el Hombre Lobo. Sobre su cabeza presidía la pared una figura monástica con capucha y el rostro en sombra, en actitud de rogar al cielo con una calavera ensangrentada en la mano.
Rebus empujó la puerta y entró en la sala. Junto al primer cuadro había otro que representaba a la Virgen María con una aureola de estrellas en torno a lo que quedaba de cabeza, donde el rostro era un enorme agujero. La figura humana al pie de los cuadros permanecía quieta y callada. Rebus avanzó unos pasos, miró a la izquierda y vio en la pared retratos de caballeros de rostro apesadumbrado. No era para menos: unos cortes en los lienzos les habían dejado casi sin cabeza. Ahora estaba ya cerca de él; lo suficiente para advertir que el cuadro más cercano a Malcolm Chambers era un Velázquez, La Inmaculada Concepción. Rebus volvió a sonreír pensando en el sentido de la palabra inmaculada.
En ese momento Malcolm Chambers alzó de pronto la cabeza. Miraba con ojos glaciales, y su rostro era un punteado sangriento de fragmentos de vidrio del parabrisas del BMW. Su voz sonó cansada y apagada.
—Inspector Rebus.
Rebus asintió con la cabeza, aunque no fuese un interrogante.
—Me pregunto —añadió Chambers— por qué mi madre nunca me trajo aquí. En cualquier caso, no recuerdo que me llevara a ningún sitio, salvo al museo de Madame Tussauds. ¿Ha estado en el museo de Madame Tussauds, inspector? A mí me gusta la cámara de los horrores. Mi madre se negó a verla —añadió echándose a reír, apoyándose en el reposapiés para levantarse—. No debería haber roto esos cuadros, ¿verdad? —dijo—. Es una simpleza, porque valdrían una fortuna. Pero, en definitiva, no son más que pinturas. ¿Por qué valen una fortuna las pinturas?
Rebus estiró el brazo para ayudarle a incorporarse mirando al mismo tiempo otra vez los retratos. Rotos, no: acuchillados, como el brazo del celador. Con un instrumento. Pero era demasiado tarde. Le rasgaba ya la camisa el pequeño cuchillo de cocina de Chambers, que se había puesto en pie de un salto, haciéndole retroceder contra los retratos de la pared opuesta, impulsado por la fuerza de su locura. Rebus tropezó de espaldas con el reposapiés de la pared, se dio un cabezazo contra un cuadro, mientras sujetaba con la mano derecha la mano de Chambers que le pinchaba con el cuchillo el estómago, impidiéndole profundizar. Lanzó un rodillazo a la entrepierna de Chambers al tiempo que le repelía golpeándole la nariz con la palma de la mano izquierda. Chambers lanzó un chillido y aflojó el pinchazo. Rebus le retorció la muñeca para obligarle a soltar el cuchillo, pero Chambers se resistía.
Ya de pie, lejos de la pared, siguieron forcejeando por el cuchillo. Chambers lloraba entre alaridos, lamentos que a Rebus le pusieron la piel de gallina a pesar del esfuerzo de la lucha. Era como combatir contra el mal personificado. Por su cabeza cruzaban pensamientos irritantes: vagones de metro atestados, pedófilos, vagabundos, caras sin rostro, punks y chulos, como si todo lo que había visto en Londres se vertiera sobre él en una oleada final. No osaba mirar a Chambers a la cara por temor a quedar paralizado. Los cuadros de la sala danzaban como una masa borrosa de azules, negros y grises de telón de fondo a aquel baile macabro en el que Chambers iba cobrando fuerzas y él sintiéndose cansado. Cansado y mareado; la sala le daba vueltas y sentía un torpor recorrerle el estómago hacia el pinchazo del cuchillo.
Aquel cuchillo que de nuevo se movía con renovado vigor, con una fuerza a la que apenas podía oponer una mueca. Se atrevió a mirar a Chambers y vio unos ojos como los de un toro que le miraban, un rictus desafiante de la boca y la barbilla erguida. Una actitud con algo más que desafío, algo más que locura: un único designio. Rebus lo advierte en el momento en que el cuchillo da un giro de ciento ochenta grados y le obliga a retroceder otra vez. Chambers se le viene encima como una máquina implacable y él choca contra otra pared, pegado a Chambers casi en un abrazo. Son dos cuerpos en estrecha conjunción. El de Chambers es como un peso muerto y su mejilla reposa contra la de Rebus, hasta que este recupera el aliento y logra repelerlo. Chambers retrocede de espaldas, tambaleándose, con el cuchillo clavado en el pecho hasta la empuñadura. Dobla hacia un lado la cabeza mirando al suelo y por la comisura de los labios se le escapa un borbotón de sangre al tiempo que toca el mango del cuchillo, alza la mirada hacia Rebus y sonríe casi disculpándose.
—Tan feos… en un hombre —dice, y cae de rodillas. Dobla el tronco hasta dar con la cabeza en el suelo enmoquetado y queda en esa postura. Rebus, entre resuellos, se impulsa desde la pared hasta el centro de la sala y empuja al cadáver con la punta del pie, tumbándolo de lado. El rostro es sereno, pese a los chorretones de sangre. Rebus se palpa con dos dedos la pechera de la camisa y se nota la sangre. No importa. Lo que importa es que, en definitiva, el Hombre Lobo era un ser humano mortal y ha muerto. Si quisiera, podría acaparar todo el mérito, pero no quiere el mérito. Ordenará que le arranquen el cuchillo y tomen las huellas dactilares. Solo detectarán las de Chambers. No significa gran cosa, desde luego, pero los compañeros de Flight pensarán que lo ha matado él. No, él no había matado al Hombre Lobo, y no estaba seguro exactamente qué le había impulsado: ¿cobardía?, ¿mala conciencia?, ¿o quizás algo más profundo, algo inexplicable?
«Tan feos… en un hombre». Un extraño epitafio.
—John.
Era la voz de Flight. Detrás de él había dos agentes armados con pistola.
—No es necesaria la bala de plata, George —sentenció Rebus en medio de aquel destrozo de millones de libras en obras de arte, con la alarma sonando, mientras en el centro de Londres el tráfico seguía atascado kilómetros hasta que abrieran de nuevo la circulación a Trafalgar Square.
—Ya le dije que sería fácil —apostilló.
* * *
Lisa Frazer estaba bien. Conmoción psicológica, unos cardenales y traumatismo cervical. En el hospital querían que permaneciera aquella noche en observación, por si acaso. Y querían hospitalizar a Rebus también, pero él se negó. Le administraron analgésicos y le dieron tres puntos en el estómago. El corte, dijeron, era superficial, pero era mejor prevenir complicaciones. Le cosieron con hebra gruesa y negra.
Cuando llegó a la enorme vivienda de dos plantas de Chambers en Islington, había mucha policía, el equipo de la científica, fotógrafos y la vigilancia habitual. Afuera, la prensa aguardaba desesperadamente una noticia y algunos periodistas le reconocieron de la improvisada conferencia de prensa que protagonizó en Copperplate Street. Pero él se abrió paso sin detenerse entre ellos hacia la guarida del Hombre Lobo.
* * *
—John, ¿cómo está? —Era George Flight, aturdido por los acontecimientos de la jornada, quien le puso una mano en el hombro. Rebus sonrió.
—Estoy bien, George. ¿Qué han encontrado?
Estaban en el vestíbulo principal y Flight miró hacia una de las habitaciones que daban a él.
—Es increíble —dijo—. Yo aún no acabo de creérmelo.
Su aliento olía a whisky. Habían comenzado a celebrarlo.
Rebus se acercó a la puerta de aquella habitación en que más ocupados estaban los fotógrafos y agentes de la científica. Un hombre alto se puso en pie detrás de un sofá y miró a Rebus. Era Philip Cousins. Le sonrió y le saludó con una inclinación de cabeza. Junto a él estaba Isobel Penny, bloc de dibujo en mano, pero Rebus vio que no dibujaba y la vivacidad había abandonado su rostro. Por lo visto ella también era impresionable.
La escena era verdaderamente de impresión. Pero lo peor de todo era el olor, el olor y el zumbido de moscas. Cubrían toda una pared restos de cuadros, unas pinturas muy rudimentarias como el mismo Rebus apreció. Pero estaban destrozados a cuchilladas y había trozos de lienzo por el suelo. La pared contraria contenía tantas pintadas como cualquier torre de pisos de la barriada Churchill. Frases malignas: que se joda el arte, mira al pueblo, mueran los polis, producto de la locura.
Había dos cadáveres tirados detrás del sofá y un tercero debajo de una mesa, como si se hubiese hecho un rudimentario esfuerzo por apartarlos de la vista. Alfombras y paredes aparecían manchadas de salpicaduras de sangre, y aquel olor empalagoso le decía a Rebus que al menos uno de los cadáveres llevaba allí varios días. Era fácil afrontar los hechos ahora que todo había acabado; lo que no era fácil era imaginar el «porqué». Eso era lo que le preocupaba a Flight.
—No encuentro un móvil, John. No me lo explico; Chambers tenía cuanto quería. ¿Qué necesidad de…? —Lo decía en el cuarto de estar, que no daba ninguna pista. La vida privada de Chambers era tan impoluta e inofensiva como el resto de la casa. Salvo aquel cuarto, el rincón secreto. Por lo demás, podrían haber estado en el domicilio de cualquier famoso abogado, a juzgar por los libros, el escritorio, la correspondencia, los archivos del ordenador.
A Rebus no le importaba, realmente. Incluso no le importaría aunque encontrasen una respuesta. Se encogió de hombros.
—Espere a que publiquen la biografía, George —dijo— y quizás encuentre una respuesta. —O pregunte a un psicólogo, dijo para sus adentros, pensando en que no faltarían hipótesis.
Pero Flight sacudió la cabeza y se restregó el pelo, la cara y el cuello con las manos. No acababa de creer que todo hubiera terminado. Rebus le puso la mano en el brazo, se miraron a la cara, Rebus asintió despacio con la cabeza y le dirigió un guiño.
—Tendría que haber conducido ese Jaguar, George. Fue algo mágico.
Flight esbozó por fin una sonrisa.
—Dígaselo al juez —dijo—. Dígaselo al juez.
* * *
Rebus cenó en casa de George Flight un guiso de Marión. Por lo menos cenaban al fin juntos, pero fue una velada más bien sombría, animada únicamente por la entrevista a un historiador del arte en el telediario en la que este comentaba los daños ocasionados a los cuadros de la sala española de la National Gallery.
—Un destrozo tan absurdo… vandalismo… puro rencor… incalculable… tal vez irreparable… miles de libras… un patrimonio…
—Bla, bla, bla —comentó Flight burlón—. Un cuadro puede arreglarse al fin y al cabo. La mitad de las veces esa gente no dice más que gilipolleces.
—¡George!
—Disculpa, Marión —replicó Flight cariacontecido, mirando a Rebus, quien le dirigió un guiño.
Más tarde, cuando ella se fue a la cama, se sentaron los dos a tomar el último coñac.
—He decidido jubilarme —dijo Flight—. Marión hace tiempo que me da la tabarra y mi salud ya no es la que era.
—No será nada grave, espero.
Flight sacudió la cabeza.
—No, ni mucho menos, pero es que una empresa de seguros me ha ofrecido un puesto. Ganaría más y trabajaría de nueve a cinco. Ya sabe.
Rebus asintió con la cabeza. Había visto a algunos de los mejores compañeros, veteranos, atraídos como mariposas nocturnas por las tentadoras ofertas de las empresas de seguros y de otro tipo. Apuró el coñac.
—¿Cuándo se marcha? —preguntó Flight.
—Creo que mañana. Volveré cuando me convoquen para testificar.
Flight asintió con la cabeza.
—La próxima vez le tendremos una habitación preparada en casa.
—Gracias, George —dijo Rebus poniéndose en pie.
—Le llevaré al hotel —añadió Flight, pero Rebus rehusó.
—Llame a un taxi —dijo—. No quiero que le detengan por alcoholemia. Imagínese lo que sería para su pensión.
Flight miró la copa de coñac.
—Tiene razón —dijo—. De acuerdo, pues, llamaré a un taxi. Por cierto —añadió metiendo la mano en el bolsillo—, tengo un pequeño regalo.
Tendió el brazo a Rebus con el puño cerrado y este abrió la mano debajo. Al abrir Flight el puño cayó un papelito que Rebus desdobló. Era una dirección. Rebus alzó la vista y asintió con la cabeza.
—Gracias, George —dijo.
—No se pase, ¿eh, John?
—No me pasaré —replicó Rebus.