Se despertó en la habitación del hotel, lo que ya era de agradecer, con la consciencia de no saber cómo había llegado a ella. Estaba tumbado en la cama, vestido, con las manos juntas entre las piernas; tenía a su lado la bolsa llena de libros, y eran las siete. Por la luz que entraba por la ventana con las cortinas descorridas, las siete de la mañana y no de la tarde. De momento, bien. Lo malo era que la cabeza le estallaba con dos clases de dolor: malo cuando abría los ojos e insoportable cuando los cerraba. Con los ojos cerrados el mundo giraba con una inclinación extraña; con los ojos abiertos, simplemente flotaba en otra dimensión.
Lanzó un gruñido, logró despegar del paladar la lengua pastosa, fue tambaleándose hasta el lavabo, dejó correr un rato el agua fría, se la echó en la cara y, con el hueco de la mano, bebió agua como un perrillo. Era un agua dulce, con sabor a cloro. Trató de no pensar en los meados… siete ciclos de meados. Se arrodilló ante la taza y vomitó. El teléfono blanco de Dios. ¿Cuántos pelotazos? Seis coñacs, seis de ron… a partir de ahí ya perdía la cuenta. Echó tres centímetros de pasta dentífrica en el cepillo y se limpió dientes y encías. Solo acto seguido tuvo el valor de mirarse en el espejo.
Tenía dos clases de dolor. El de la resaca y el de la paliza. Le habían quitado veinte libras, o, a lo mejor, treinta. Pero la merma de su orgullo no tenía precio. Se sabía de memoria la descripción exacta de un par de miembros de la banda y sobre todo del jefe.
Aquella misma mañana comunicaría los datos en la comisaría de la barriada, con una firme recomendación: descúbranlos y peguen fuerte. ¿Para qué engañarse? Seguro que protegerían a sus propios malhechores y no a un forastero del norte de la frontera. «Nuestro hombre del norte de la frontera». Pero, qué demonios, lo peor de todo era que la banda se fuera de rositas.
Se restregó la mandíbula. Dolía más de lo que parecía. En una mejilla tenía un cardenal color mostaza claro y un arañazo en la barbilla. Menos mal que hacían furor las zapatillas deportivas; a principios de los setenta le habría caído en suerte una bota Airwear de puntera metálica y no habría salido tan bien parado.
Casi no le quedaban mudas. Tendría que comprar ya mismo ropa nueva o buscar una lavandería. Había ido a Londres con intención de estar dos o tres días, pensando que la policía metropolitana vería que no serviría de nada su intervención en aquel caso, pero allí estaba, rastreando posibles pistas, desviviéndose, recibiendo palizas, haciendo de padre superprotector y viviendo una relación de vacaciones con una profesora de psicología.
Pensó en Lisa y en la actitud de la secretaria de la universidad. Allí había algo que no cuadraba. Lisa, que dormía con el sueño profundo de quien tiene bien limpia la conciencia. ¿Aquel olor, qué era? ¿Aquel olor que entraba en la habitación? Olor a manteca, a tostadas y a café. El desayuno. Unos pisos más abajo se afanaban en la cocina, cascando sobre la plancha huevos que crepitaban junto a gruesas salchichas y rosadas lonchas de beicon. Sintió el estómago como en una montaña rusa. Tenía hambre, pero la idea de comida frita le repelía, y notó un amargor en la boca recién limpia.
¿Cuál era la última vez que había comido algo? Un sándwich camino de casa de Lisa y dos paquetes de patatas fritas en el Fighting Cock. Dios, claro que tenía hambre. Se vistió apresuradamente, tomando nota mentalmente de lo que tenía que comprar —camisa, calzoncillos, calcetines— y bajó al comedor con tres paracetamoles en el hueco de la mano. Un puñado de calmantes.
Aún no era hora de servir, pero cuando dijo que solo tomaría cereales y un zumo de fruta, la camarera (distinta cada día) se aplacó y le señaló una mesa para uno.
Comió dos paquetitos de cereales y fue a la mesa grande a servirse otro zumo. Notó en él un extraño olor artificial y sabía raro, pero estaba frío, era líquido y la vitamina C le vendría bien para el dolor de cabeza. La camarera le trajo dos periódicos, pero no llevaban nada de interés. Flight no había puesto en práctica la idea que él le había sugerido de una descripción detallada del asesino; tal vez la había trasladado a Cath Farraday, quien seguro que la había bloqueado por despecho. Era evidente que su jugarreta con la prensa no le había gustado nada. Quizás esta segunda recomendación la retenía para demostrarle su poder. Bueno, que les dieran. No veía él a nadie que aportase mejores ideas. Nadie quería dar un patinazo y preferían no pillarse los dedos. Dios.
Cuando el primer cliente de la mañana pedía beicon, huevos y tomates, Rebus apuró el zumo de naranja y salió del comedor.
* * *
En la sala de operaciones se sentó ante una de las máquinas de escribir y redactó una minuciosa descripción de los miembros de la pandilla. Nunca se le había dado muy bien la mecanografía, pero a la resaca se unía la complejidad endiablada de aquella máquina eléctrica. No era capaz de situar la longitud adecuada de las líneas, parecía que algunas no respondían, y cada vez que cometía algún error, el aparato lanzaba un pitido.
—Pita a tu madre —musitó, tratando de volver al espaciado sencillo.
Finalmente, terminó el informe mecanografiado, que parecía obra de un niño de diez años, pero serviría. Se llevó las hojas a su despacho y en la mesa encontró una nota de Flight.
«John, espero que no continúe desapareciendo. He comprobado en “Personas Desaparecidas” y hay cinco mujeres que faltan de su domicilio en las últimas cuarenta y ocho horas al norte del río. En dos de los casos es explicable, pero en los otros tres parece más grave. Tal vez tiene razón y el Hombre Lobo anda hambriento. Aún no hay reacción por los artículos de prensa. Le veré cuando haya terminado de acostarse con la profe».
La firma era simplemente «GF». ¿Cómo sabía Flight dónde había estado la víspera por la tarde? ¿Simple suposición o era algo más retorcido y artero? Realmente, no importaba. Lo que importaba eran aquellas tres mujeres desaparecidas. Si su corazonada era acertada, el Hombre Lobo perdía parte de su anterior control, lo que significaba que pronto cometería algún error. Solo tenían que azuzarle un poco más. La historia de Jan Crawford podría servir para ello. Tres mujeres desaparecidas. Tenía que conseguir que Flight aceptase la idea; y Farraday. Tenía que hacerles ver que era la decisión correcta en el momento preciso. Tres mujeres desaparecidas. Con estas iban siete. Siete asesinatos. A saber en qué acabaría todo aquello. Volvió a restregarse la cabeza con las manos. La resaca volvía a atacar inmisericorde.
—John.
Estaba en la puerta, temblando y con ojos desorbitados.
—Lisa… —Se puso en pie despacio—. Lisa, ¿qué ocurre? ¿Qué sucede?
Ella se echó en sus brazos. Tenía lágrimas en los ojos y el pelo mojado de sudor.
—Gracias a Dios —dijo, abrazándole—. Creí que no… No sabía qué hacer. En el hotel me dijeron que habías salido… el sargento de información me dejó subir. Me reconoció por la foto en los periódicos. Mi foto —reiteró, rompiendo a llorar inconsolablemente. Rebus le dio palmaditas en la espalda para calmarla, deseoso de saber qué diablos ocurría.
—Lisa —dijo en voz baja—, a ver, dime.
La hizo sentarse en una silla, acariciándola en el cuello, y notó que estaba bañada en sudor.
Ella subió el bolso al regazo, lo abrió y sacó de una de las tres divisorias un pequeño sobre que tendió a Rebus.
—¿Esto qué es? —preguntó él.
—Me ha llegado esta mañana, a mi nombre y a mi dirección —contestó ella.
Rebus miró en el sobre el nombre y la dirección escritos a máquina, el sello y el matasellos: Londres EC4, y echado al correo la víspera por la mañana.
—Sabe dónde vivo, John. Esta mañana, al abrirlo, casi me muero. Tuve que salir de casa, pensando constantemente que a lo mejor estaba observándome —dijo, de nuevo con lágrimas en los ojos, aunque echó hacia atrás la cabeza para contenerlas. Buscó en el bolso un paquete de pañuelos de papel, sacó uno y se sonó. Rebus no dijo nada.
—Es una amenaza de muerte —añadió ella.
—¿Una amenaza de muerte?
Ella asintió con la cabeza.
—¿De quién? ¿Eso dice?
—Oh, sí, lo dice. Es del Hombre Lobo, John. Dice que seré la próxima.
* * *
Era un encargo urgente, pero en el laboratorio, al ver las circunstancias, se prestaron de buena gana. Rebus, con las manos en los bolsillos, observó cómo trabajaban. En el bolsillo crujían los papeles doblados del informe sobre los miembros de la pandilla. De momento, lo guardaba. Ahora había cosas más importantes que hacer.
Era comprensible que a Lisa le hubiera entrado un miedo cerval al leer la carta, y más teniendo en cuenta que el Hombre Lobo conocía su domicilio. Había tratado de localizar a Rebus, pero al no conseguirlo fue presa del pánico y había huido de su casa, consciente de que tal vez «él» la vigilaba y podía atacarla en cualquier momento. Era una lástima, como habían comentado en el laboratorio, que hubiera estrujado la carta en la mano al salir corriendo, borrando las huellas dactilares u otros indicios susceptibles en el sobre. Pero harían cuanto pudieran.
Si la carta era del Hombre Lobo y no de ningún chalado, podría haber pistas en el sobre y la hoja: saliva (al cerrar el sobre y pegar el sello), fibras, huellas dactilares. Eso en cuanto a las posibilidades físicas, pues existían otros factores más intrincados: podrían localizar el tipo de máquina de escribir. ¿Darían alguna pista las modalidades de redacción o de mecanografiado? ¿Y el sello? El Hombre Lobo les había despistado hasta entonces, ¿no sería otra falsa pista la sucursal de envío?
Los diversos procesos de análisis tardarían. El laboratorio era eficiente, pero los análisis químicos tardaban lo que tardaban. Lisa también fue al laboratorio, con George Flight; esperaron en otra dependencia del edificio tomando té y repasando por cuarta o quinta vez los hechos. Rebus, por su parte, prefirió ver cómo trabajaban los expertos. Era su concepto del investigador, y, además, le calmaba ver trabajar a alguien con tan minucioso detalle. Y necesitaba calmarse.
Su plan había dado resultado. Habían provocado al Hombre Lobo haciéndole dar un paso. De todos modos, habría debido prevenir el riesgo, ya que la foto de Lisa y su nombre habían aparecido en los periódicos. Además, le habían atribuido erróneamente el papel de psicóloga de la policía; aquellos mismos periodistas que, al hilo de su primera patraña, concluían en sus artículos que el asesino podía ser gay, transexual o cualquier otro calificativo empleado. Lisa Frazer se había convertido en enemiga del Hombre Lobo y él, John Rebus, la había llevado a ello de la mano. Eres un imbécil, John, un gran imbécil. ¿Y si el Hombre Lobo hubiera ido a por ella en su propia casa…? No, no; no quería ni pensarlo.
Pero, aunque el nombre de Lisa aparecía en los periódicos, su dirección no. ¿Dónde había encontrado el Hombre Lobo la dirección? Eso era mucho más extraño. Y más inquietante.
Para empezar, ella no figuraba en el listín de teléfonos. Pero Rebus sabía de sobra que eso no era ningún obstáculo para alguien con autoridad, alguien como un policía. Dios: ¿se trataría realmente de un policía? Tenía que haber otras posibilidades: direcciones y estudiantes del departamento universitario, psicólogos… que conocieran a Lisa. Y colectivos que pudieran tener acceso a un nombre relacionado con una dirección: funcionarios, Ayuntamiento, Hacienda, compañías de gas y electricidad, Correos, el vecino, numerosos listados de informática, su librería. ¿Por dónde empezar?
—Aquí tiene, inspector.
Un ayudante le entregó una fotocopia de la carta mecanografiada.
—Gracias —dijo Rebus.
—Estamos ya analizando el original para ver si encontramos algún resto de algo interesante. Le informaremos.
—Muy bien. ¿Y el sobre?
—Los análisis de saliva tardan algo más. Le podremos dar algún resultado dentro de un par de horas. En cuanto a la fotografía, la fotocopia no sale bien. Sabemos de qué periódico es y que la cortaron con unas tijeras muy afiladas, tal vez de las pequeñas para manicura, a juzgar por la longitud de cada corte.
Rebus asintió con la cabeza, mirando la fotocopia.
—Bien, gracias —dijo.
—No hay problema.
¿No hay problema? Mentira: había muchos problemas. Leyó la carta. Estaba bien mecanografiada, con uniformidad, como si la hubieran escrito con una máquina nueva o una marca de buena calidad, igual que el modelo eléctrico que él había utilizado aquel mismo día. En cuanto al contenido, tenía lo suyo.
FÍJATE EN ESTO, NO SOY HOMOSEXUL, ¿O. K.? EL HOMBRE LOBO ES LO QUE HACE. LO PRÓXIMO QUE EL HOMBRE LOBO VA A HACER ES ESTO: MATARTE. NO TE PREOCUPES QUE NO TE HARÁ DAÑO. EL HOMBRE LOBO NO HACE DAÑO; SOLO HACE LO QUE EL HOMBRE LOBO ES. QUE SEPAS, MUGER, QUE EL HOMBRE LOBO TE CONOCE, SABE DONDE VIVES, COMO ERES. DI LA VERDAD Y NINGÚN DAÑO TE AFECTARÁ.
Era una hoja DIN A-4, doblada en cuatro para que cupiera en el sobre. El Hombre Lobo, para adjuntarla a la carta, había recortado una foto de periódico de Lisa, cortándole la cabeza y trazando en el vientre un círculo con lápiz negro.
—Malnacido —dijo Rebus entre dientes—. Qué hijo de puta.
Salió al pasillo con la carta en la mano y subió las escaleras hasta el cuarto donde estaba Flight sentado, restregándose de nuevo la cara con las manos.
—¿Dónde está Lisa?
—En el lavabo.
—¿Está…?
—Está afectada, pero se va sobreponiendo. El médico le ha dado tranquilizantes. ¿Qué es eso? —Rebus le tendió la fotocopia y Flight la leyó atento y rápido—. ¿Qué diablos piensa de esto? —inquirió. Rebus se sentó en una silla recta, aún caliente del cuerpo de Lisa. Estiró el brazo, cogió el papel de manos de Flight y arrimó la silla para poder verla los dos.
—Pues, no sé muy bien —dijo—. A primera vista parece obra de alguien medio analfabeto.
—Estoy de acuerdo.
—Pero noto cierta manipulación. Observe la puntuación, George. Es totalmente correcta, con dos puntos y punto y coma. ¿Qué clase de persona escribiría «muger» y frases con una puntuación impecable?
Flight examinó el texto atentamente y asintió con la cabeza.
—Continúe.
—Bueno, Rhona, mi exmujer, es profesora. Recuerdo que me decía lo lamentable que era que hoy en día no se enseñara bien en el colegio la gramática y la puntuación, y comentaba que los alumnos de ahora se educan sin saber utilizar los dos puntos y el punto y coma. Por tanto, yo diría que se trata de alguien con buenos estudios, de la época en que se enseñaba la puntuación en los colegios.
Flight esbozó una media sonrisa.
—Veo que ha estado leyendo esos libros de psicología, John.
—No todos son magia negra, George. Casi todo lo que dicen se remite al sentido común y al modo de interpretar las cosas. ¿Quiere que continúe?
—Le escucho.
—Bien —prosiguió Rebus, pasando un dedo por la carta—, hay otra cosa, algo que me dice que es una carta auténtica del asesino y no obra de algún chiflado.
—¿Por?
—Vamos, George, ¿cuál es el indicio? —añadió Rebus tendiendo la hoja a Flight, quien sonrió antes de cogerla.
—Supongo que se refiere a la manera de expresarse del Hombre Lobo en tercera persona.
—Ha dado en el clavo, George. A eso me refiero.
Flight alzó la vista.
—Por cierto, John, ¿qué demonios le ha ocurrido? ¿Se ha peleado? Pensé que los escoceses dejaron de guerrear hace años.
Rebus se tocó la mandíbula dolorida.
—Ya le contaré la historia. Mire, en la primera frase se refiere a sí mismo en primera persona. Se ha tomado en serio la burla de homosexual. Pero en el resto de la carta habla del Hombre Lobo en tercera persona. Es una pauta estándar en los asesinos en serie.
—¿Y la falta de ortografía de homosexual?
—Puede ser auténtica o para despistarnos. La «u» y la «a» están alejadas en el teclado. Alguien que escriba a máquina con dos dedos, podría, si va deprisa, si está enfadado, podría saltarse la «a» —Rebus hizo una pausa, recordando el informe que llevaba en el bolsillo—. Hablo por propia experiencia.
—Bien.
—Ahora mire lo que en realidad dice: «El Hombre Lobo es lo que el Hombre Lobo hace». Los libros dicen que esa clase de asesinos encuentran su identidad a través del asesinato. Eso es exactamente lo que la frase quiere decir.
Flight expulsó aire ruidosamente.
—Sí, pero nada de esto nos acerca más a él, ¿no cree? —comentó, ofreciéndole un cigarrillo—. Vaya, que podemos trazar una imagen tan clara como queramos de la personalidad del asesino, pero eso no nos dirá su nombre y dirección.
Rebus inclinó el torso hacia delante.
—Pero vamos reduciendo cada vez más las posibles tipologías, George. Y al final lo reduciremos a un solo tipo. Mire la última frase. «Di la verdad y ningún daño te afectará» —leyó Flight.
—Aparte de que no se ve muy bien a qué viene a cuento, ¿no cree que en la construcción hay algo muy… no sé, como muy oficial, muy formal?
—No sé qué quiere decir.
—Lo que quiero decir es que me parece el tipo de escrito que alguien como usted o yo redactaríamos.
—¿Un policía? —inquirió Flight arrellanándose en el asiento—. Bah, vamos, John, ¿qué tonterías dice?
Rebus insistió con voz pausada y persuasiva:
—Alguien que sabe dónde vive Lisa Frazer, George. Píenselo. Alguien que posee esa clase de información o que sabe cómo obtenerla. No podemos descartar…
Flight se puso en pie.
—Lo siento, John, no. Ni por asomo puedo creer que… alguien que sea policía pueda hacer eso. No, no puede ser.
Rebus alzó los hombros.
—De acuerdo, George, lo que usted diga. —Pero estaba convencido de que acababa de sembrar la duda en la mente de Flight y que esta germinaría.
Flight se sentó otra vez, con el convencimiento de que había ganado la partida a Rebus.
—¿Alguna cosa más?
Rebus leyó la carta de nuevo, dando caladas al cigarrillo. Recordaba que en el colegio, en la clase de literatura, le gustaba redactar resúmenes de interpretación de textos.
—Sí —dijo finalmente—. Sí, otra cosa. La carta me parece más bien un aviso, un cañonazo disuasorio. Empieza diciendo que va a matarla, pero al final suaviza la amenaza y dice que nada le ocurrirá si dice la verdad. Creo que pretende un desmentido; creo que quiere que se publique otro artículo diciendo que no es gay.
Flight consultó el reloj.
—Pues va a llevarse otro disgusto —dijo.
—¿A qué se refiere?
—Está a punto de salir la edición de mediodía, y creo que Cath Farraday ha dado luz verde a la historia de Jan Crawford.
—¿De verdad? —inquirió, cambiando de opinión respecto a Farraday: tal vez no fuera tan vengativa y rencorosa—. Bien, ahora desvelamos que disponemos de un testigo y se dará cuenta de que es verdad. Creo que bastará para sacarle definitivamente de sus casillas. —Rebus se dio unos golpecitos en la cabeza—. Para hacerle ladrar como un loco, como diría Lamb.
—¿Usted cree?
—Lo creo, George. Tenemos que estar todos alerta. Podría intentar cualquier cosa.
—Me aterra pensarlo.
Rebus miró la carta.
—Otra cosa, George. ¿Dónde está exactamente el distrito EC4?
Flight reflexionó un instante.
—En la City. Bueno, forma parte de ella: Farringdon Street, Blackfrairs Bridge y alrededores, Ludgate, St. Pauls’s.
—Humm. Ya nos ha engañado antes haciéndonos ver pautas inexistentes. Los dientes, por ejemplo. De eso estoy seguro. Pero ahora le hemos puesto nervioso…
—¿Cree que vive en la City?
—Vive allí, trabaja allí, tal vez la cruza en coche para ir al trabajo —dijo Rebus, meneando la cabeza pero no dispuesto a decirle a Flight la imagen que acababa de pasar por su cabeza: la imagen de un mensajero en moto, alguien con acceso a cualquier punto de Londres.
Como el hombre con cazadora de cuero que había visto en el puente del canal en su primera noche en la ciudad.
Un hombre como Kenny Watkiss.
—Bueno —optó por decir—, en cualquier caso, es otra pieza del rompecabezas.
—Para mí —añadió Flight— que hay demasiadas piezas y no todas encajarán.
—Estoy de acuerdo —comentó Rebus apagando la colilla. Flight ya había acabado su cigarrillo y estaba a punto de encender otro—. Pero a medida que surge la imagen, sabemos mejor qué piezas cabe descartar, ¿no le parece? —Continuaba escrutando la carta. Había algo más. ¿Qué? Algo en algún rincón de su cerebro, como un recuerdo al acecho… Algo que la carta acababa de remover, pero ¿qué? Si dejaba de pensar en ello tal vez le viniera al pensamiento, como sucede con los nombres de actores de las películas.
Se abrió la puerta.
—Lisa, ¿cómo te encuentras? —Ambos se levantaron para ofrecerle asiento, pero ella alzó una mano, dándoles a entender que prefería seguir de pie, y los tres permanecieron de pie formando un rígido triángulo en el cuadrilátero del despacho.
—He vuelto a vomitar —dijo ella sonriendo—. No puede quedarme gran cosa en el estómago. Si acaso, solo el desayuno de ayer. —Sonrieron los tres. Rebus la veía cansada, exhausta. Suerte que había dormido profundamente el día anterior, pero dudaba de que pudiera dormir bien durante varias noches, con tranquilizantes o sin ellos.
Flight tomó la palabra.
—He dispuesto un alojamiento provisional, doctora Frazer. Cuantas menos personas lo sepan mejor. Allí estará segura, no se preocupe. Le pondremos un vigilante.
—¿Y en su vivienda? —inquirió Rebus.
Flight asintió con la cabeza.
—Tengo dos hombres vigilando. Uno dentro de la casa y el otro fuera; bien ocultos. Si se presenta el Hombre Lobo, sabrán dar cuenta de él, no pierda cuidado.
—Dejen de hablar como si yo no existiera —terció Lisa—. Esto me afecta a mí también.
Se hizo un tenso silencio.
—Disculpen —dijo ella, tapándose los ojos con la mano izquierda—. Es increíble el miedo que he pasado. Me siento…
Volvió a llevarse una mano a la cabeza. No quería derramar más lágrimas. Flight le puso suavemente la mano en el hombro.
—No se preocupe, doctora Frazer. No ocurrirá nada.
Ella respondió con una sonrisa irónica. Flight continuó hablando, dirigiéndole palabras reconfortantes, pero ella no le escuchaba. Miraba a Rebus y él le respondía con la mirada. Sabía lo que ella decía: algo de suma importancia.
«Captura al Hombre Lobo, captúralo rápido y acaba con él. Hazlo por mí, John. No dejes de hacerlo».
Lisa parpadeó y rompió el vínculo. Rebus asintió despacio con la cabeza, casi de modo imperceptible, pero lo bastante. Ella le sonrió y de pronto sus ojos fueron como relucientes diamantes. Flight advirtió el cambio, apartó la mano de su hombro y miró a Rebus en busca de una explicación, pero este leía otra vez la carta, concentrado en la primera frase. ¿Qué era? Había algo en ella, algo más allá del plano visual. Algo que no lograba desentrañar. Todavía.
* * *
Dos agentes, uno de ellos notoriamente fornido, como un delantero de rugby, y el otro alto, delgado y callado, llegaron al laboratorio para conducir a Lisa a un lugar seguro. Pese a sus enérgicas protestas, a Rebus no le permitieron saber la dirección. Flight se lo tomaba muy en serio. Pero antes de que Lisa se marchara, los del laboratorio pidieron tomar muestras de sus huellas dactilares y de fibras de su ropa para descartar indicios. Tras lo cual se fue con los dos escoltas.
Rebus y Flight, agotados, fueron a la máquina de bebidas del largo e iluminado pasillo y echaron las respectivas monedas para obtener café y té.
—George, ¿está casado?
A Flight pareció sorprenderle la pregunta, tal vez por hacérsela en aquel momento.
—Sí —contestó—. Hace doce años. Mi mujer se llama Marión; es mi segundo matrimonio. El primero fue un desastre… por culpa mía, no de ella.
Rebus asintió con la cabeza, sosteniendo el vaso de plástico por el borde.
—Según dijo, también ha estado casado —comentó Flight, y Rebus asintió con la cabeza.
—Exacto.
—¿Qué ocurrió?
—Pues ya ni siquiera lo sé. Rhona decía que fue como la deriva de continentes, tan lento que no nos dimos cuenta hasta que era demasiado tarde. Ella en una isla, yo en otra, y un ancho mar de por medio.
Flight sonrió.
—Dijo que era profesora.
—Sí, sigue siéndolo. Vive en Mile End con mi hija.
—¿Mile End? Caray, eso es un barrio de hampa aburguesada. No es lugar para la hija de un policía.
Rebus sonrió por la ironía. Había llegado el momento de confesarlo.
—En realidad, George, he descubierto que sale con un tal Kenny Watkiss.
—Dios mío. ¿Quién, la madre o la hija?
—Mi hija. Se llama Samantha.
—¿Y sale con Kenny Watkiss? ¿Qué edad tiene él?
—Es mayor que ella. Dieciocho, diecinueve, más o menos. Trabaja de motorista mensajero en la City.
Flight asintió con la cabeza. Ahora lo comprendía.
—¿Fue el que gritó en la galería del público? —añadió Flight, reflexionando un instante—. Bueno, por lo que sé por la historia de la familia Watkiss, yo diría que debe de ser sobrino de Tommy. Tommy tiene un hermano, Jenny, que cumple condena en la cárcel. Pero Jenny es un blandengue; no es como Tommy. Está preso por estafa, evasión fiscal, forzar coches, cheques sin fondos. Todo delitos de cuarta categoría, pero se van acumulando y cuando hay cargos de sobra aumentan las posibilidades de sentarle en el banquillo y de ir a la cárcel, ¿no?
—Igual que en Escocia.
—Sí, me imagino que sí. Entonces, ¿quiere que averigüe lo que pueda sobre ese mensajero?
—Sé ya donde vive. En Churchill Estate, unos bloques de…
Flight contuvo la risa.
—John, no hace falta que le diga a un policía del Gran Londres dónde está Churchill Estate. Allí entrenaban al SAS.
—Sí, eso me dijo Laine —comentó Rebus.
—¿Laine? ¿Qué tiene que ver Laine?
De perdidos al río, pensó Rebus.
—Es que tenía el teléfono de Kenny, pero necesitaba la dirección —respondió.
—¿Y Laine se la procuró? ¿Para qué le dijo que la quería?
—Para el caso del Hombre Lobo.
Flight se estremeció y tensó los músculos de la cara.
—John, olvida que es nuestro invitado. No tome iniciativas así. Cuando Laine se entere…
—Si se entera.
Flight negó con la cabeza.
—Cuando se entere; sin ningún «si», créame. Cuando se entere, no perderá el tiempo con usted ni con su superior, irá directamente a su director de Edimburgo y le largará una protesta verborreica. Yo le he visto hacerlo.
«Pórtese bien, John. Recuerde que allí representa al Cuerpo».
Rebus sopló sobre el café. La idea de que alguien se dirigiera con verborrea al Granjero Watson tenía su gracia.
—Siempre he tenido ganas de volver a vestir el uniforme —dijo.
Flight le miró serio. Se había acabado la broma.
—John, hay ciertas reglas. Podemos infringir algunas, sin que ocurra nada, pero hay otras sacrosantas, esculpidas en piedra por el Altísimo. Y una de ellas estipula que nadie se burla de una persona como Laine por satisfacer simplemente una curiosidad personal. —Flight hablaba enojado, tratando de hacérselo ver claro, pero al mismo tiempo lo decía susurrando para que no le oyera nadie.
Rebus, dispuesto ya a ir a por todas, sonrió y susurró a su vez:
—Bueno, ¿y qué iba a hacer? ¿Decirle la verdad? O bien, buenas, inspector jefe, mi hija está trasteando con uno que no me gusta. ¿Me da, por favor, la dirección del joven para que le dé una hostia? ¿Es esa la manera?
—¿Trastear? —inquirió Flight frunciendo el ceño.
Pero sonrió también, tratando de ocultar su ignorancia. Rebus soltó la carcajada.
—Quiere decir tontear, salir —explicó—. No me dirá que no sabe lo que quiere decir cocido.
—A ver —contestó Flight, riendo.
—Borracho.
Continuaron apurando sus respectivas bebidas en silencio, mientras Rebus daba gracias a Dios por la barrera idiomática, gracias a la cual surgían chascarrillos que aligeraban la tensión. Las dos formas de reducir la tensión eran: reír o entregarse a la acción física. La risa o los golpes. Un par de veces habían estado a punto de llegar a las manos, pero al final habían acabado riendo.
Bendito sea el don de la risa.
—Bueno, ayer por la tarde fui a Churchill a buscar a Kenny Watkiss.
—¿Y se ganó eso por sus esfuerzos? —comentó Flight, señalando con la barbilla los cardenales. Rebus se encogió de hombros—. Bien merecido se lo tiene.
Rebus recordó que tenía que hablar con Morrison respecto a las señales de dientes.
Flight apuró su bebida, tiró el vaso a una papelera junto a la máquina y consultó su reloj.
—A ver si encuentro un teléfono y me dicen cómo van las cosas en la base —dijo— quizá Lamb ha descubierto algo sobre esa tal Crawford.
—Esa tal Crawford es una víctima, George. Deje de tratarla como una delincuente.
—Tal vez sea una víctima —replicó Flight—. Dejemos las cosas claras al margen del té y las sonrisas. Además, ¿desde cuándo forma parte de ese grupo de apoyo de la víctima? Sabe perfectamente cómo hemos de actuar en estos casos. No es necesariamente muy bonito, pero así no cometemos errores.
—Vaya discurso.
Flight suspiró y se miró la punta de los zapatos.
—Escuche, John, ¿no se le ha ocurrido adoptar otra posible actitud?
—¿La actitud zen, por ejemplo?
—Quiero decir, una actitud distinta a la suya. ¿O es que los demás somos burros y usted es el único policía del planeta que sabe cómo resolver un crimen? Me interesaría saberlo.
Rebus trataba desesperadamente de no enrojecer, razón por la que probablemente enrojeció. Buscó una respuesta aguda, pero en aquel preciso momento no se le ocurrió ninguna y guardó silencio. Flight hizo una inclinación de cabeza en señal de aquiescencia.
—Vamos a hacer esa llamada —dijo, justo en el momento en que Rebus se armó de valor.
—George —dijo—, quiero saber quién me hizo venir aquí.
Flight le miró, sin saber si contestar o no. Frunció los labios con gesto pensativo y decidió contestar de todos modos.
—Yo —respondió—. Fue idea mía.
—¿Usted? —dijo Rebus, estupefacto, y Flight asintió con la cabeza.
—Sí, yo. Se lo sugerí yo a Laine y a Pearson. Alguien nuevo, de fuera, con otras ideas, ese tipo de argumentación.
—Pero ¿cómo demonios conocía de mi existencia?
—Bueno —contestó Flight un tanto avergonzado y volviendo a mirarse ostensiblemente la punta de los zapatos—. ¿Recuerda que le enseñé el expediente sobre las hipótesis del caso? Por otra parte, hice algunas lecturas sobre asesinos en serie, a título de documentación, puede decirse, que me llevaron a ese caso suyo en recortes de prensa de Scotland Yard y quedé impresionado.
Rebus esgrimió un dedo.
—¿Estuvo documentándose sobre asesinos en serie?
Flight asintió con la cabeza.
—¿Sobre el perfil psicológico del asesino en serie?
Flight se encogió de hombros.
—Y sobre otros aspectos, sí —contestó mientras Rebus ponía cara de asombro.
—¿Y todos estos días me ha estado lanzando pullas por hacerle caso a Frazer? Es increíble.
Flight volvió a reír. El ardoroso adversario de la psicología quedaba en evidencia.
—Tenía que considerar todas las posibilidades —dijo, mirando a Rebus, que, tras apurar el café, tiró el vaso a la papelera—. Bueno, vamos, hay que hacer esa llamada telefónica.
Rebus no acababa de salir de su asombro siguiendo a Flight por el pasillo. Por muy de buen humor que estuviera, su cerebro funcionaba a toda máquina. Flight le había dado gato por liebre con suma facilidad. ¿Hasta qué extremo llegaba el engaño? ¿Se mostraba tal como era o sería otra máscara? Flight, que caminaba silbando, dio una patada a un imaginario balón. No, no podía fiarse para nada de George Flight.
* * *
En las oficinas de administración encontraron, aparte del teléfono, a Philip Cousins con impecable traje gris y corbata color vino de Borgoña, sentado a una mesa y charlando con un jefe del departamento.
—¡Philip!
—Hola, George. ¿Cómo van las cosas? —Cousins vio a Rebus y añadió—: Ah, y el inspector Rebus, ¿sigue prestando su caledonia ayuda?
—Hago lo que puedo —contestó Rebus.
—Y mucho —terció Flight—. ¿Qué le trae por aquí, Philip? ¿Dónde está Isobel?
—Me temo que Penny anda muy ocupada. Sentirá no haberle visto, George. En cuanto a mi presencia aquí, se debe simplemente a comprobar de nuevo ciertos detalles de un caso de asesinato de diciembre pasado. Ese del hombre en la bañera; seguro que lo recuerda.
—¿El que parecía un suicidio?
—Exacto. Tengo que testificar más tarde en los juzgados para ayudar a Malcolm Chambers a imputar a la mujer del difunto por homicidio como mínimo —contestó Philip Cousins en un tono de voz rico y depurado como nata. Rebus pensó que el concepto de «urbanidad» le venía como anillo al dedo.
—¿A Chambers? No le arriendo la ganancia —comentó Flight meneando la cabeza.
—En cualquier caso, están en el mismo bando —terció Rebus.
—Pues, sí, inspector Rebus —replicó Cousins—, tiene toda la razón, pero Chambers es tan escrupuloso que querrá que mi exposición sea impecable, porque, en caso contrario, es capaz de desmontármela como si fuese el abogado de la defensa. Más que probable. Malcolm Chambers se guía por la verdad, no por un veredicto.
—Sí —añadió Flight—. Recuerdo que a mí, en cierta ocasión en que subí al estrado de los testigos, me puso en aprietos por no recordar el tipo de reloj de un cuarto de estar, y estuvo a punto de suspender la vista. —Flight y Cousins compartieron una sonrisa solidaria.
—Me he enterado de que hay novedades en el caso del Hombre Lobo —añadió Cousins—. Cuénteme.
—Comenzamos a atar cabos, Philip —respondió Flight—. Sí, comenzamos a atar cabos, gracias en gran medida a mi colega Rebus —añadió, poniéndole a este durante un instante la mano en el hombro.
—Estoy impresionado —comentó Cousins sin ningún énfasis.
—Fue pura suerte —dijo Rebus, sintiéndose obligado y sin creerse lo que decía. Cousins le miraba con ojos de hielo, al extremo de que la temperatura del despacho pareció descender.
—¿Y qué han averiguado?
—Bien —dijo Flight—, tenemos una testigo que afirma haber sido objeto de agresión por parte del Hombre Lobo y que logró salir con vida.
—Afortunada criatura —comentó Cousins.
—Y —prosiguió Flight— una… colaboradora nuestra ha recibido esta mañana una supuesta carta del Hombre Lobo.
—Estupendo, estupendo.
—Y parece auténtica —apostilló Flight.
—Bueno, es estupendo. Ya verá cuando se lo diga a Penny. Le encantará —añadió Cousins.
—Philip, no queremos que se difunda…
—Ni una palabra, George, ni una palabra. Ya sabe que cuanto me cuenta queda en mi persona, pero Penny debe saberlo.
—Bueno, sí, a Isobel puede decírselo, claro —añadió Flight—. Pero ínstela a que no lo comente con nadie.
—Secreto absoluto —dijo Cousins—. Punto en boca. Por cierto, ¿quién era? —Flight pareció no entender—. ¿A quién iba dirigida la carta de amenaza?
Flight fue a responder, pero Rebus se le anticipó:
—Una persona que interviene en el caso, como ha dicho el inspector Flight —dijo sonriendo, tratando de edulcorar la brusquedad de la respuesta. Sí, porque ahora su cerebro trabajaba a toda máquina: nadie le había dicho a Cousins que fuese una carta de amenaza, ¿cómo lo sabía? Vale, era fácil de imaginar que no iba a ser precisamente una carta de admirador, pero de todos modos…
—Muy bien, pues —añadió Cousins sin insistir—. Bien, ahora, caballeros —dijo cogiendo dos sobres marrones de la mesa, poniéndoselos bajo el brazo y levantándose con un crujido de articulaciones—, me disculparán. Me esperan en el tribunal número ocho. Inspector Rebus —añadió tendiendo la mano libre—, ya veo que el caso parece ir camino de su solución. Si no volvemos a vernos, salude de mi parte a su preciosa ciudad. Ya nos veremos, George —dijo, volviéndose hacia Flight—. Ven a cenar con Marión algún día. Llama a Penny y veremos cómo encontrar una noche libre para los cuatro.
—Adiós, Philip.
—Adiós.
—Adiós.
—¡Ah! —añadió Cousins deteniéndose en la puerta y mirando a Flight con ojos suplicantes—. Una cosa, George, ¿no tendrá un chófer disponible? A esta hora va a ser muy difícil encontrar un taxi.
—Pues… —respondió Flight, en actitud pensativa, hasta que dio con la solución—. Philip, si espera un par de minutos, tengo dos hombres aquí en el edificio. A Lisa no le importará, ¿verdad, John? —añadió, volviéndose hacia Rebus, que puso cara de sorpresa—. O sea, ¿que el coche deje de camino a Philip en el Old Bailey?
A Rebus casi no le quedaba otra alternativa que alzar los hombros.
—¡Excelente! No sabe cómo se lo agradezco —dijo Cousins juntando las manos.
—Ahora le acompaño, pero déjeme primero llamar por teléfono —dijo Flight.
—Y yo tengo que ir al servicio —añadió Cousins señalando con la barbilla hacia el pasillo—. Vuelvo ahora mismo.
Le vieron salir, Flight, sonriente y meneando la cabeza admirativamente.
—¿Sabe que es así desde que le conozco? —dijo—. Siempre ese garbo diplomático, ese aire de antiguo aristócrata. Desde que le conozco.
—Sí, desde luego, es un caballero —apostilló Rebus.
—Y eso es lo curioso —añadió Flight—. Porque es de origen humilde, como usted o yo. ¿Puedo usar el teléfono? —inquirió, dirigiéndose al empleado del laboratorio y marcando el número sin aguardar respuesta.
—Oiga —dijo cuando contestaron—. ¿Quién es? Ah, hola, Deakin. ¿Está Lamb? Sí, pásemelo, por favor. Gracias. —Mientras aguardaba se dedicó a eliminar invisibles hebras de los pantalones, unos pantalones brillantes por el uso. Rebus pensó que en Flight todo estaba gastado: llevaba sucio el cuello de la camisa que le apretaba constriñéndole la piel en pliegues verticales. Miró como hipnotizado aquel cuello, los pelos grisáceos de la barba mal afeitada; signos de mortalidad tan perentorios como una mano que aprieta la garganta. Cuando terminase de hablar le recriminaría por haber enviado a Cousins en el coche con Lisa. «Diplomático. Aristócrata». También uno de los primeros asesinos en serie era aristócrata.
—¿Lamb? Hola. ¿Qué has averiguado sobre la señorita Crawford? —Flight escuchaba con los ojos clavados en Rebus para indicarle si había algo de interés—. Ajá, de acuerdo. Humm. Ya. Sí. Exactamente. —Con su mirada daba a entender a Rebus que habían verificado todo, que la joven era una persona que decía la verdad. En un momento dado, Flight desorbitó ligeramente los ojos—. ¿Cómo dices? —inquirió, escuchando con atención, mirando sucesivamente a Rebus y al teléfono—. Ah, es curioso.
Rebus cambió el peso del cuerpo de un pie a otro. ¿El qué? ¿Qué era lo curioso? Pero Flight volvía a proferir monosílabos.
—Ajá. Humm. Bueno, no importa. Lo sé. Sí, desde luego —añadió como en tono de resignación—. De acuerdo. Gracias por informarme. Sí. No, volveremos dentro de…, no sé, una hora aproximadamente. Exacto, luego hablamos.
Flight sostuvo el auricular en el aire sobre el teléfono sin dejarlo en la horquilla.
Rebus no podía contener más su curiosidad.
—¿Qué le ha dicho? ¿Qué ocurre? —inquirió.
Flight, como quien sale de un sueño, colgó.
—Ah; se trata de Tommy Watkiss —contestó.
—¿Qué ocurre con él?
—Lamb acaba de enterarse de que no habrá revisión del juicio. Aún no sabemos por qué motivo. Tal vez el juez pensó que los cargos no entraban en la categoría de agravantes y se lo manifestó al CPS[1].
—Agresión a una mujer ¿no implica agravante? —comentó Rebus, olvidándose totalmente de Philip Cousins.
Flight se encogió de hombros.
—La revisión de juicios es cara. Todos los juicios lo son. La pringamos en la primera vista y puede que también sucediera en la revisión. Son cosas que pasan, John, usted lo sabe.
—Claro que pasan, pero pensar que un canalla como Watkiss se vaya de rositas…
—Pierda cuidado, no pasará mucho tiempo sin que cometa alguna fechoría. Infringir la ley es su naturaleza. Le atraparemos en cuanto haga una de las suyas y ya me ocuparé yo de que no se produzca ningún fallo de procedimiento. Se lo prometo.
Rebus suspiró. Sí, solía ocurrir; se pierde a veces. Muchas veces. Por incompetencia, o un juez blando, un jurado hostil o una defensa imbatible. Incluso, a veces, el procurador fiscal considera que el gasto de una revisión no merece la pena. Se pierde muchas veces. Era un quebradero de cabeza.
—Seguro que Chambers está que echa chispas —comentó Rebus.
—Ah, ya lo creo —dijo Flight sonriendo al pensarlo—. Seguro que echa chispas hasta por los gemelos.
Pero al menos habría alguien contento, pensó Rebus: Kenny Watkiss estaría en la gloria.
—Bien —dijo Rebus—, ¿qué hay de Jan Crawford?
Flight volvió a alzar los hombros.
—Yo creo que es de fiar. No tiene antecedentes, no existe ningún historial de trastorno mental, vive apaciblemente y la aprecian sus vecinos. Como dice Lamb, es tan sin tacha que da miedo.
Sí, sucedía eso con las personas tan impolutas. A un policía le dan tanto miedo como las especies desconocidas a un explorador en la selva; miedo de lo nuevo, lo diferente. Hay que sospechar siempre en cualquiera algo que esconder: los profesores pasan de contrabando vídeos porno de sus vacaciones en Ámsterdam; los abogados toman cocaína en las fiestas; los parlamentarios felizmente casados se acuestan con las secretarias; un magistrado con inclinación por los menores; un bibliotecario que guarda un esqueleto auténtico en el armario; los niños de aspecto angelical que queman vivo a un gato del vecino.
Sospechas a veces ciertas.
Aunque otras veces, no. Cousins apareció en la puerta, dispuesto a marcharse. Cuando Flight le encaminó suavemente con la mano en el brazo, Rebus recordó que tenía que haberle dicho algo, pero ¿cómo planteárselo? ¿Comentando que Philip Cousins parecía exageradamente pulcro, con sus manos frías y cuidadas de cirujano y su aire diplomático? Lo sopesaba realmente en serio.
* * *
Después de salir Flight acompañando a Philip Cousins para reunirse con Lisa y los escoltas, Rebus volvió al laboratorio para enterarse del resultado del primer análisis de saliva.
—Lo siento —dijo el especialista de la bata blanca, con aspecto de tener menos de quince años. Bajo la bata blanca destacaba una camiseta con el nombre de un grupo de heavy metal—. No creo que tengamos suerte. De momento, solo hemos detectado agua del grifo. Quien cerró el sobre debió de utilizar una esponja húmeda, un tampón o uno de esos rodillos antiguos. No hay restos de saliva.
A Rebus se le cortó la respiración.
—¿Y huellas dactilares?
—Por ahora, negativo. No hemos encontrado más que dos que parecen corresponder a las de la doctora Frazer. Y tampoco ha habido suerte en cuanto a fibras o manchas de grasa. Yo diría que el autor de la nota la hizo con guantes. Nunca habíamos visto nada tan limpio.
Sabe lo que hace; conoce nuestros métodos, pensó Rebus. Es muy listo.
—Bueno, gracias de todos modos —dijo; el joven alzó las cejas y abrió las manos vacías.
—Ojalá pudiéramos hacer algo.
Podrías empezar por darte un corte de pelo, hijo, te pareces bastante al tal Kenny Watkiss, dijo Rebus para sus adentros, dando un suspiro.
—A ver qué pueden hacer —dijo.
Dio media vuelta para marcharse, sintiendo una mezcla de rabia e impotencia, una inexplicable frustración. El Hombre Lobo era demasiado listo. Dejaría de matar antes de que pudieran atraparlo o seguiría asesinando hasta el infinito. Era un gran peligro. Sobre todo para Lisa.
Lisa.
El Hombre Lobo le reprochaba la historia inventada por él, Rebus, con la que ella no tenía nada que ver. Si el asesino lograba de algún modo atacarla, sería culpa suya. ¿Dónde llevaban a Lisa? A saber. Flight consideraba que así garantizaba su seguridad, pero él no podía desechar la sospecha de que el asesino fuese un policía. Podía ser un policía cualquiera; el agente fornido o el delgado y silencioso. Y Lisa se había ido con ellos como medida de protección. ¿Y si había ido directamente a caer en…? ¿Y si el Hombre Lobo sabía dónde…? ¿Y si Philip Cousins…?
En el techo sonó un altavoz:
—Inspector Rebus, tiene una llamada telefónica en recepción. Llamada telefónica para el inspector Rebus.
Apretó el paso por el pasillo y cruzó la puerta batiente de su extremo. No sabía si Flight se había marchado ya, pero daba igual. Por su mente desfilaban horrores: el Hombre Lobo, Lisa, Rhona, Sammy; su hija, la pequeña Sammy, que ya había visto bastante terror en su vida por culpa de él. No quería que volviera a sufrir.
La recepcionista le tendió el auricular al acercarse y él lo cogió mientras ella pulsaba el botón de conexión.
—Diga —dijo sin aliento.
—¿Papá?
Dios, era Sammy.
—Sammy, ¿qué ocurre? —inquirió casi a gritos.
—Oh, papá —contestó llorando, y a Rebus le vinieron al recuerdo, nublando su visión, escenas de llamadas telefónicas, gritos.
—Sammy, dime qué sucede.
—Es por… —contestó, sorbiendo por la nariz— por Kenny.
—¿Kenny? —repitió él frunciendo el entrecejo—. ¿Qué le ocurre? ¿Ha tenido un accidente?
—Oh, no, papá. Ha… desaparecido.
—Sammy, ¿dónde estás?
—En una cabina.
—Bien, escucha, voy a darte la dirección de una comisaría. Nos vemos allí. Coge un taxi si es preciso. Ya lo pago yo cuando llegues, ¿de acuerdo?
—Papá —añadió, sorbiendo de nuevo por la nariz—, tienes que encontrarle. Estoy preocupada. Encuéntrale, por favor, papá, por favor.
* * *
Cuando George Flight llegó a recepción Rebus ya se había marchado. La recepcionista le explicó la llamada lo mejor que pudo mientras Flight se frotaba la mandíbula y la barba mal afeitada. Había discutido con Lisa Frazer; qué mujer tan testaruda. Una testaruda muy atractiva, eso sí. Ella le dijo que no le importaba ir con escolta, pero que lo de llevarla directamente al lugar seguro quedaba descartado; que ella tenía una cita en el Old Bailey, un par de citas, realmente, para unas entrevistas que iba a hacer en relación con un estudio.
—¡Me ha costado semanas conseguirlas y ahora no puedo faltar!
—Pero, querida, si precisamente vamos allí —terció pausadamente Cousins. Flight sabía que el forense estaba deseando cumplir con el trámite oficial y por eso miraba impaciente el reloj. Lisa y Cousins, al conocerse del asesinato de Copperplate Street, tenían algo en común de qué hablar camino de su destino compartido.
Por eso Flight adoptó una decisión. Al fin y al cabo, ¿qué importaba si ella iba también al Old Bailey? Serían las dos personas mejor protegidas de Londres. Aunque aún faltaban unas horas para la primera entrevista, a ella no le importaba y afirmó que no le molestaba aguardar dando vueltas por el palacio de justicia, que le encantaba la idea. Que la acompañasen los dos agentes y la esperasen y después irían donde él hubiera dispuesto. Ese fue el punto de vista de Lisa Frazer, apoyado por Philip Cousins, quien lo consideró un razonamiento «irrebatible, caballero». Así pues, entre sonrisas por parte de ambos y un alzamiento de hombros de Flight, se decidió el cambio de plan. Flight vio cómo se alejaba el Ford Granada con los dos agentes delante y Philip y Lisa Frazer en el asiento de atrás. Tan seguro como invertir en el maldito mercado inmobiliario, se dijo.
Y ahora Rebus se había largado. Bueno, ya lo vería, sin duda. En modo alguno lamentaba haber hecho venir a Rebus a Londres, pero, en definitiva, había sido su propia decisión, no avalada plenamente por la superioridad. Así que si se producía el desastre él se jugaba la pensión. Lo sabía de sobra, como todo el mundo. Por eso durante los primeros días no había perdido de vista a Rebus; para estar seguro.
¿Estaba seguro de él? A esas alturas mejor no planteárselo. Rebus era como el muelle de una trampa, capaz de saltar al menor movimiento. Además, era escocés, y él a los escoceses nunca les había tenido confianza, y menos desde que habían votado seguir formando parte de la Unión.
* * *
—¡Papá!
Se echa en sus brazos y él la aprieta contra sí, consciente de que ahora ya no tiene que inclinarse tanto para ello. Sí, ha crecido y, sin embargo, le parece tan niña como siempre. La besa en el pelo y huele a limpio. Siente en los brazos y en el pecho cómo se estremece.
—Tranquila, tranquila, cachorrito.
Ella se aparta un poco y casi sonríe, sorbe por la nariz y dice:
—Tú siempre me decías eso: cachorrito. Mamá nunca me lo llamaba. Tú sí.
Él sonríe y le acaricia el pelo.
—Sí, tu madre me lo reprochaba. Decía que cachorrito era como una pertenencia y que tú no eras ninguna pertenencia —dice Rebus recordándolo en aquel momento—. Tu madre tenía curiosas ideas.
—Y las sigue teniendo —replica ella, y, recordando por qué ha ido allí, las lágrimas vuelven a aflorar a sus ojos.
—Ya sé que él no es de tu agrado —dice.
—Qué tontería. ¿Por qué piensas…?
—Pero yo le quiero, papá —afirma anhelante—. Y no quiero que le ocurra nada.
—¿Por qué piensas que va a ocurrirle algo?
—Por su modo de actuar últimamente, porque hay cosas que no me cuenta. Mamá también lo notó. No son imaginaciones mías. Ella dice que a lo mejor estaba pensando en un compromiso formal. —Ve que él abre desmesuradamente los ojos, y sacude la cabeza—. Pero yo creo que no. Sé que es otra cosa. Yo pensé… no sé, es que…
Él advierte de pronto que hay gente que les mira. Hasta aquel momento era como si hubiesen estado en un recinto exclusivo aislados del mundo. Pero ahora ve que están con un risueño sargento de recepción, dos agentes femeninos que pasan cargadas con un montón de papeles y que miran la escena con satisfacción maternal y dos hombres sin afeitar derrengados en sendas sillas contra la pared, a la espera.
—Ven, Sammy —dice—. Vamos a mi despacho.
* * *
Cruzaban ya la sala de operaciones cuando cayó en la cuenta de que quizá no fuese el ambiente más adecuado para una adolescente. No solo por las fotos en las paredes, sino por el humor, inevitable en un caso como el del Hombre Lobo, que comenzaba a manifestarse en dibujos, chistes y remedos de los artículos de prensa, clavados en tableros de anuncios o pegados en el lateral del monitor de los ordenadores. El lenguaje no era tampoco de lo más edificante, o también podía oír hablar a un agente con alguien del equipo de la científica.
«… rajada… un tajo en… cuchillo de cocina, sí… un corte desde la oreja… rebanado… ano… cerdo asqueroso… en comparación con él, otros resultan humanos». Y había datos intercalados de anteriores asesinos en serie, de suicidas recogidos en las vías de tren, de perros de la policía jugando con cabezas cortadas.
No, decididamente no era un lugar para traer a su hija. Además, siempre cabía la posibilidad de tropezarse con Lamb.
Así que pudo encontrar un cuarto de interrogatorios libre, transformado en trastero provisional mientras durase el caso y que estaba lleno de cajas de cartón vacías, sillas sobrantes, lámparas de sobremesa rotas, teclados de ordenador y una enorme máquina de escribir manual. Una vez concluido, los ordenadores de la sala de operaciones irían a parar a las cajas de cartón y el papeleo lo retirarían amontonándolo en otro sitio.
Ahora, el cuarto era muy poco acogedor y olía a humedad, pero al menos tenía una bombilla en el techo, una mesa y dos sillas. En la mesa había un cenicero de cristal lleno de colillas y dos vasos de plástico para café con un residuo verdoso y negro, respectivamente. En el suelo había una cajetilla aplastada a la que Rebus dio una patada mandándola bajo el montón de sillas.
—No es gran cosa, pero estaremos tranquilos —dijo—. Siéntate. ¿Quieres algo?
—¿Como qué? —replicó ella como si no hubiera entendido la pregunta.
—No lo sé. ¿Café, té?
—Coca-Cola sin azúcar.
Rebus negó con la cabeza.
—¿Y una Irn-Bru? —añadió ella.
Rebus se echó a reír; le estaba tomando el pelo. No podía soportar verla preocupada, y menos por alguien como Kenny Watkiss.
—Sammy, ¿Kenny tiene un tío? —preguntó.
—El tío Tommy.
Rebus asintió con la cabeza.
—A ese me refiero.
—¿Qué ocurre con él?
—Bueno —añadió Rebus cruzando las piernas—. ¿Tú que sabes de él?
—¿Del tío Tommy de Kenny? Poca cosa.
—¿Cómo se gana la vida?
—Si no recuerdo mal, Kenny me dijo que tiene un puesto en algún sitio, en algún mercado.
«¿En el mercado de Brick Lane? ¿Vende dentaduras postizas?»
—O que sirve a puestos de mercado; no lo sé muy bien.
«¿Sirve objetos robados? ¿Objetos que le entregan ladrones como ese que habían detenido, que había querido fingir un crimen del Hombre Lobo?»
—De todos modos, tiene dinero.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—Me lo dijo Kenny. Es lo que creo, sino ¿cómo iba a saberlo?
—Sammy, ¿dónde trabaja Kenny?
—En la City.
—Sí, pero ¿en qué empresa?
—¿Empresa?
—Es recadero, ¿no? Trabajará para alguna empresa.
Ella sacudió la cabeza.
—Trabaja por su cuenta desde que reunió suficientes clientes. Recuerdo que me dijo que su antiguo jefe se cabreó… —De pronto calló, alzó la vista y se ruborizó. Había olvidado por un instante que hablaba con su padre y no con un simple poli—. Perdona, papá —añadió—. Su jefe se enfadó con él por quitarle tanto negocio. Kenny trabaja muy bien, ¿sabes? Conoce todos los atajos y sabe localizar bien los edificios. Hay motoristas que se hacen un lío si no encuentran ciertos callejones o cuando la numeración de la calle es confusa. —Sí, Rebus había advertido que a veces la numeración no guardaba lógica y parecía haber un salto de números—. Pero Kenny se conoce Londres como la palma de la mano.
«Conoce bien Londres, las calles, los atajos. En una moto puede uno cruzar Londres en un abrir y cerrar de ojos. Los caminos de sirga, los callejones: en un abrir y cerrar de ojos».
—¿Qué clase de moto tiene, Sammy?
—No lo sé. Una Kawasaki o algo así. Usa una para trabajar que no es muy pesada, y tiene otra para los fines de semana, una muy grande.
—¿Dónde las guarda? En los bloques Churchill no creo que haya muchos sitios seguros.
—Hay garajes cerca. Los cierres los revientan, pero Kenny puso una puerta blindada. Es como Fort Knox, le digo yo en broma. Están mejor guardadas que… —añadió en tono descendente—. ¿Tú cómo sabes que vive en Churchill? —inquirió.
—¿Qué?
—Que cómo sabes que vive en Churchill —repitió, inquisitiva, alzando la voz.
Rebus se encogió de hombros.
—Supongo que me lo diría cuando estuve en vuestra casa.
Ella reflexionó, tratando de recordar la conversación. Pero no consiguió rememorarlo. También Rebus pensaba.
«Como Fort Knox. Un buen sitio para esconder objetos robados. O un cadáver».
—Bueno —dijo, arrimando la silla a la mesa—, dime qué es lo que crees que ha ocurrido. ¿Tú qué crees que te oculta?
Ella miró la superficie de la mesa, balanceando despacio la cabeza, con la vista clavada en la mesa, para, finalmente, decir:
—No lo sé.
—Bueno, ¿habéis regañado por algo? ¿Habéis discutido?
—No.
—¿No estaría celoso?
—No —replicó ella con una carcajada destemplada.
—¿No tendrá otras novias?
—¡No!
Al mirarla a la cara, Rebus sintió una punzada interior de vergüenza. No podía olvidar que era su hija, pero no era menos cierto que estaba obligado a plantearle aquellas preguntas, y fluctuaba en su determinación por ánimo de protegerla.
—No —repitió ella con voz queda—. Si hubiera otra lo habría sabido.
—¿Y las amistades? ¿Tiene amigos íntimos?
—No muchos. Bueno, me ha hablado de ellos pero no me los ha presentado.
—¿Has llamado a alguno de ellos? A lo mejor saben algo.
—Solo los conozco de nombre. Hay dos con quienes se crió, Billy y Jim. Y un tal Arnold al que solía mencionar. Y otro mensajero; creo que se llama Roland o Ronald, un nombre pijo por el estilo.
—Espera que lo anote —dijo Rebus sacando la libreta y el bolígrafo del bolsillo—. Bien: Billy y Jim. ¿Cómo se llamaba el otro?
—Roland o Ronald o algo así —contestó ella, observando cómo escribía—. Y Arnold.
—¿Arnold? —inquirió Rebus arrellanándose en la silla.
—Sí.
—¿Conoces tú a Arnold?
—No.
—¿Qué contaba Kenny de él?
Ella se encogió de hombros.
—Es alguien a quien Kenny ve de vez en cuando. Creo que también trabaja en lo de los puestos. A veces salen a tomar una copa.
¿Sería el mismo Arnold? ¿El perverso sexual calvo, confidente de Flight? ¿Qué posibilidades había? ¿A tomar copas? No parecían compañeros de parranda, suponiendo que fuese el mismo Arnold.
—Muy bien —dijo Rebus, cerrando la libreta—. ¿Tienes una foto reciente de Kenny? Una buena en que se le vea bien.
—Puedo darte una de las que tengo en casa.
—De acuerdo. Mandaré que te lleve a casa un chófer y le das la foto para que me la entregue. Difundiremos la descripción de Kenny como primera medida. Mientras, yo haré indagaciones a ver lo que descubro.
—No es tu territorio, ¿verdad? —dijo ella sonriente.
—No, en absoluto. Pero a veces cuando se mira algo, o un lugar, demasiado tiempo, deja uno de verlo claramente. Más vale a veces una actitud nueva, o un par de ojos distintos para ver lo que tienes delante de las narices —dijo, pensando en Flight y el razonamiento por el que Flight le había hecho venir a Londres; pensando al mismo tiempo en si él tendría suficiente influencia para movilizar al Cuerpo en la búsqueda de Kenny Watkiss. Tal vez no sin ayuda de Flight. Pero no, ¿qué estaba pensando? Era una persona desaparecida, por Dios bendito. Había que hacer indagaciones. Sí, pero siempre había indagaciones e indagaciones, y él, en el fondo, no podía contar con un trato preferencial ni con favores—. Supongo que tú —añadió— no sabrás si sus motos siguen en el garaje.
—Eché un vistazo y están allí. Eso es lo que me preocupó.
—¿Viste algo más en el garaje?
Pero ella no le escuchaba.
—Él casi no va a ningún sitio sin la moto. Detesta el autobús y el metro. Dijo que a la moto grande le iba a poner mi nombre.
Volvieron a asomar las lágrimas a sus ojos. Esta vez Rebus la dejó llorar, pese a dolerle profundamente. Mejor que se desahogase, ¿no era ese el manido estereotipo? Samantha estaba sonándose cuando se abrió la puerta. Flight miró la escena de un modo que hablaba por sí solo: «podía haberla llevado a algún sitio mejor que este».
—Sí, George. ¿Qué quiere?
—Después de que se marchara del laboratorio —dijo con una pausa a guisa de reconvención por no haberle avisado ni dejado una nota— me dieron más datos sobre la carta.
—Hablamos dentro de un minuto.
Flight asintió con la cabeza y dirigió su atención a Samantha.
—¿Te encuentras bien, guapa?
—Muy bien, gracias —contestó ella, sorbiendo por la nariz.
—Bien, si quieres presentar alguna reclamación contra el inspector Rebus —dijo malicioso— habla con el sargento de recepción.
—Uf, lárguese, George —dijo Rebus.
Sammy contuvo la risa, sonándose otra vez con desastroso resultado. Rebus dirigió un guiño a Flight, quien tras su intervención (que Rebus le agradecía), se retiraba ya.
—No sois todos malos, ¿verdad? —preguntó Samantha cuando Flight se hubo ido.
—¿A qué te refieres?
—A los policías. No sois todos malas personas como dicen.
—Tú eres hija de un poli, Sammy. No lo olvides. Y eres hija de un policía como es debido. Que estés siempre dispuesta a responder por tu viejo papá. ¿De acuerdo?
—Tú no eres viejo, papá —dijo ella sonriendo.
Rebus sonrió también pero no replicó. En realidad, buscaba el cumplido, fuese o no adulación; lo que importaba era que se lo hubiera dicho Sammy, su hija Sammy.
—Bueno —dijo, finalmente—, vamos a buscarte un coche. Y no te preocupes, cachorrito, encontraremos a tu galán.
—Me has llamado otra vez cachorrito.
—¿Ah, sí? No se lo digas a tu madre.
—No, papá. Oye, una cosa…
—¿Qué? —inquirió volviéndose apenas hacia ella a tiempo de recibir un beso en el cuello.
—Gracias —dijo ella—. Sea lo que sea, gracias.
* * *
Encontró a Flight en el pequeño despacho que había junto a la sala de operaciones. Tras el estrecho confinamiento en el cuarto de interrogatorio-trastero, aquel espacio cobraba de pronto una nueva y mayor dimensión. Rebus se sentó y cruzó una pierna sobre la otra, balanceándola.
—¿Qué hay sobre la carta del Hombre Lobo? —inquirió.
—¿Qué hay sobre la desaparición de Kenny Watkiss?
—He preguntado yo primero.
Flight cogió una carpeta, la abrió, sacó tres o cuatro hojas mecanografiadas y empezó a leer.
—El tipo de letra utilizado es Helvética, no habitual para la correspondencia privada, aunque se usa en algunos periódicos y revistas —dijo Flight alzando la vista con intención.
—¿Será un periodista? —comentó Rebus no muy convencido.
—Bueno, tenga en cuenta que los reporteros de casos criminológicos conocen ya la participación de Lisa Frazer —añadió Flight—. Y es muy posible que puedan averiguar dónde vive.
Rebus reflexionó sobre aquella observación.
—De acuerdo —dijo al fin—. Continúe.
—El tipo de letra Helvética la incorporan ciertas máquinas de escribir eléctricas y las eléctricas con cabeza de escritura, pero es más corriente en ordenadores y procesadores de textos. —Flight alzó de nuevo la vista—. Esto se correspondería con la densidad de los tipos, que son de calidad uniforme… bla, bla, bla. Además, las letras están muy bien alineadas, lo que sugiere que se ha utilizado una impresora de buena calidad, probablemente una de margarita, lo que a su vez sugiere el uso de un procesador de textos de gran calidad o de algún programa. Pero —prosiguió Flight— la letra K pierde intensidad en los extremos del asta. —Flight hizo una pausa para volver la página. Rebus no prestaba realmente mucha atención de momento, ni Flight tampoco. Los laboratorios siempre daban mucha información innecesaria y lo que había leído de momento era la paja.
—Esto es más interesante —continuó Flight—. Dentro del sobre detectamos partículas que, al parecer, son motas de pintura, con predominio de amarillo, verde y naranja. Pintura al óleo, quizás. Hay más análisis en curso.
—¿Así que tenemos un reportero criminológico que juega a ser Van Gogh?
Flight pasó por alto la gracia y continuó leyendo rápido para sí el resto del informe.
—Eso en esencia —dijo—. El resto se refiere más bien a lo que no han logrado encontrar: huellas dactilares, manchas, pelos o fibras.
—¿No hay filigrana privada? —preguntó Rebus. En las novelas policíacas las filigranas son la pista de alguna pequeña empresa familiar dirigida por un viejo excéntrico que recuerda haber vendido el papel a un tal… Y ya está: crimen resuelto. Limpio e ingenioso, pero raras veces sucede así. Volvió a pensar en Lisa, y en Cousins. No, Cousins no; no podía ser Cousins. Y, además, no intentaría nada con aquellos dos gorilas de servicio.
—No. No hay marca de agua privada; lo siento —dijo Flight.
—Así pues —dijo Rebus con un fuerte suspiro—, no hemos avanzado gran cosa, ¿verdad?
Flight miraba el informe como buscando algo, algún indicio que le llamase la atención.
—¿Qué es lo que ocurre con Kenny Watkiss? —dijo.
—Que ha desaparecido en circunstancias misteriosas. Y con viento fresco, para mi gusto, pero Samantha está muy afectada. Le he dicho que haríamos lo que pudiésemos.
—No puede intervenir, John. Déjenoslo a nosotros.
—No quiero intervenir, George. Es un caso exclusivamente de ustedes —dijo con voz cándida, pero Flight, que distaba mucho de dejarse engañar por Rebus, sonrió y meneó la cabeza.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó.
—Bueno —contestó Rebus inclinándose hacia delante—, Sammy mencionó un conocido de Kenny, un tal Arnold que trabaja en un puesto de mercado, o que trabaja cerca de un mercado.
—¿Y usted piensa que es mi Arnold? —dijo Flight pensativo—. Es posible.
—¿No le parece demasiada coincidencia?
—No en una ciudad tan pequeña como esta. —Flight advirtió la cara de sorpresa de Rebus—. Lo digo en serio. Los delincuentes menores son como una familia. Si estuviéramos en Sicilia, los de Londres cabrían todos en un pueblo. Se conocen unos a otros. Son los grandes delincuentes los que escapan a nuestro control, porque actúan más en la sombra y nunca van al pub ni se sueltan la lengua después de dos copas de ron.
—¿Podríamos hablar con Arnold?
—¿Para qué?
—Tal vez él sepa algo de Kenny.
—Aun suponiendo que sí, ¿por qué nos lo va a decir?
—Porque somos policías, George. Y él es un ciudadano. Nosotros estamos para mantener la ley y el orden y él tiene el deber de ayudarnos a tan ardua tarea —dijo Rebus, haciendo una pausa, pensativo—. Además, le daré discretamente veinte libras.
Flight le miró asombrado.
—Estamos en Londres, John. Con eso no se paga ni una ronda. Arnold da buena información, pero querrá por lo menos un «pony» de veinticinco. —Hablaba en broma y Rebus, al advertirlo, sonrió.
—Si Arnold quiere un pony, le decimos que se lo compraré en Navidad y con una niñita montada —dijo—, siempre que nos diga lo que sepa.
—Muy bien —dijo Flight—. Vamos a ese mercado al aire libre.