BLOQUES CHURCHILL

Rebus se despertó a las siete al sonar el radio-reloj, se sentó en la cama y llamó a Lisa. No contestaba. Tal vez ocurría algo.

Durante el desayuno hojeó los periódicos; dos diarios serios publicaban sendos artículos en primera página con titulares de tipografía gruesa cubriendo la captura del Hombre Lobo, pero plagados de términos especulativos: Se cree que la policía… se piensa que…; la policía puede haber capturado al perverso degollador. Solo los tabloides publicaban fotos suyas en la improvisada conferencia de prensa, pero aun estos, pese a los llamativos titulares, reflejaban sus reservas, seguramente poco convencidos de lo que publicaban. No importaba. Lo que importaba era que el Hombre Lobo llegara a leer que lo habían capturado.

Él. Volvía a lo mismo: Rebus no podía evitar el pensar que se trataba de un hombre, a pesar de que parte de su ser recelaba de ese reduccionismo en la atribución de género a su identidad. Desde luego, no había indicios de que fuera una mujer, pero no cabía descartar nada. ¿Importaba realmente el sexo de la bestia? Bueno, en realidad, sí importaba, posiblemente. ¿De qué servía que las mujeres perdieran tiempo esperando volver a casa de un pub o de una fiesta en un minitaxi, si lo conducía el asesino que era una mujer? Por todo Londres la gente adoptaba medidas de precaución; en los barrios de viviendas populares patrullaban grupos de vecinos, y uno de estos había dado una paliza a un extraño totalmente inocente que merodeaba por el barrio porque se había perdido y quería preguntar el camino. ¿El delito?: que era un barrio de blancos, y él, un hombre de color. Flight le había dicho que en Londres prevalecía el racismo, «especialmente en la zona sudeste. Si una persona bronceada circula por uno de esos barrios puede acabar recibiendo un golpe en la cabeza». Debido a la xenofobia particular de Lamb, Rebus ya se había tropezado con ello.

Desde luego, en Escocia no había tanto racismo. Era innecesario porque los escoceses lo suplían con su hipocresía.

Terminó de hojear los periódicos y fue a la comisaría. Era pronto; las ocho y media pasadas, y solo algunos agentes del equipo de homicidios ocupaban sus mesas, pero los despachos más pequeños estaban vacíos. En el que se había instalado él hacía calor, y abrió las ventanas. Era un día templado con algo de viento; se oía a lo lejos el ruido de una impresora y teléfonos que empezaban a sonar. Afuera, el tráfico avanzaba despacio con un simple ruido sordo. Apoyó inconscientemente la cabeza en los brazos; en esa postura, pegado a la mesa, notaba el olor a madera y a barniz mezclado al de la mina de lápices, que le recordaba la escuela primaria.

Una llamada en una puerta le llegó como un eco, sacándole de su sueño. Y a continuación oyó una tos, no una tos natural: una tos diplomática.

—Disculpe, señor.

Levantó súbitamente la cabeza de la mesa y vio que una agente uniformada asomaba la nariz por la puerta y le miraba. Se había quedado dormido con la boca abierta y la saliva que le chorreaba por la comisura de los labios había formado un charquito en el escritorio.

—Sí —dijo adormilado—. ¿Qué hay?

La mujer sonreía afable. No todos eran como Lamb; tomaba nota. En un caso como aquel se forma equipo y se siente uno tan allegado a los demás como con su mejor amigo. Más allegado, a veces.

—Tiene visita, señor. Es una mujer que quiere hablar con alguien sobre los asesinatos y usted es el único presente.

Rebus miró el reloj: eran las nueve menos cuarto. Bueno, no había dormido tanto. Estupendo. Pensó que podía confiar en la mujer y le preguntó:

—¿Estoy presentable?

—Sí —contestó ella—. Tiene un carrillo enrojecido de apoyarse en él, pero nada más —añadió, volviendo a sonreír. Una buena acción en un mundo cruel.

—Gracias. Dígale que pase.

—Muy bien —replicó ella desapareciendo, pero volvió a asomar la cabeza—. ¿Quiere que le traiga un café o algo?

—Un café sería perfecto —contestó Rebus—. Gracias.

—¿Leche? ¿Azúcar?

—Solo leche.

La cabeza desapareció y la puerta se cerró. Rebus fingió estar ocupado; no era difícil con aquel montón de papeles por revisar de informes del laboratorio y cosas por el estilo; resultados (negativos) de la indagación puerta a puerta sobre el asesinato de Jean Cooper, de los interrogatorios a los que estaban en el pub aquel domingo por la noche. Cogió la primera hoja y la sostuvo delante de sí. Oyó llamar a la puerta muy suavemente.

—Adelante —exclamó.

Se abrió la puerta y apareció una mujer que miraba tímidamente en derredor casi como asustada. Tendría menos de treinta años y pelo castaño corto, pero eran las únicas características distintivas; más bien reunía datos negativos: no era alta pero tampoco baja, ni delgada, ni gorda; de rostro anodino.

—Hola —dijo Rebus y se levantó a medias para indicarle una silla frente al escritorio. Observó cómo ella cerraba la puerta con pasmosa lentitud, asegurándose de que estaba bien cerrada y se volvía a mirarlo, o al menos hacia donde él estaba, porque sus ojos no se cruzaron con los suyos.

—Hola —contestó ella, sin parecer muy dispuesta a sentarse. Rebus, que ya se había sentado, volvió a señalarle la silla.

—Por favor, siéntese.

Finalmente, fue a situarse delante de la silla y tomó asiento. A Rebus le dio la impresión de ser algo parecido a un jefe en una entrevista de trabajo y que ella ansiaba de tal modo el empleo que había ensayado el modo más adecuado para la entrevista.

—Quería hablar con alguien… —dijo Rebus en un tono que esperaba fuese suave y agradable.

—Sí —contestó ella.

Bueno, ya había dicho algo.

—Mi nombre es Rebus, inspector Rebus, y ¿el suyo…?

—Jan Crawford.

—Muy bien, Jan. ¿Qué se le ofrece?

Ella tragó saliva, mirando a la ventana detrás de la oreja izquierda de Rebus.

—Es por los asesinatos —dijo— del que llaman Hombre Lobo.

Rebus se sentía indeciso. A lo mejor era una chalada, pero no se lo parecía. Solo estaba nerviosa, quizá tuviera sus motivos.

—Exactamente, así lo llaman los periódicos —replicó para tirarle de la lengua.

—Sí, eso es. Y anoche, por la radio, y esta mañana en el periódico… —Reaccionaba de pronto nerviosamente, se le soltaba la lengua y sacó del bolso un recorte de periódico: la fotografía de Rebus y Lisa Frazer—. Este es usted, ¿verdad?

Rebus asintió con la cabeza.

—Entonces usted lo sabrá. Tiene que saberlo. El periódico dice que ha vuelto a matar y que le han cogido, o que tal vez le han cogido, no están seguros —hizo una pausa, respirando agitadamente y sin apartar los ojos de la ventana. Rebus guardó silencio para que se calmara. Vio que las lágrimas asomaban a sus ojos, y que al hablar una lágrima le resbalaba por la mejilla hasta los labios—. No están seguros de si le han cogido, pero yo puedo estar segura. Bueno, creo que puedo estar segura. Yo no había… bueno, he estado mucho tiempo atemorizada y me lo callé. No quería que nadie supiera, que lo supieran mis padres. No quería decirlo, pero es una tontería, ¿no?, porque puede volver a hacerlo si no le han cogido. Así que decidí, es decir, tal vez yo pueda… —hizo gesto de levantarse, como cambiando de idea, pero se retorció las manos.

—¿Puede, qué, señorita Crawford?

—Identificarlo —contestó ella casi en un suspiro. Buscó en la manga de la blusa un pañuelo de papel y se sonó. Una lágrima cayó en su rodilla—. Identificarlo —repitió—, si lo tienen aquí, si lo han cogido.

Rebus clavó en ella la mirada y la mujer le miró por fin a la cara con sus ojos marrones velados por las lágrimas. Él había visto chiflados, muchos chiflados. Tal vez lo fuera, tal vez no.

—¿Qué quiere decir, Jan?

Ella volvió a sorberse las lágrimas, miró hacia la ventana y tragó saliva.

—Es que a mí estuvo a punto de matarme —dijo—. Fue la primera vez, antes que las otras. Casi me mata. Por poco no fui la primera.

En ese momento levantó la cabeza. Rebus no sabía por qué, pero, al mirar, vio que bajo el oído derecho tenía una cicatriz rosada en forma de media luna que llegaba hasta su blanca garganta, una cicatriz de apenas tres centímetros.

El tipo de cicatriz que deja un cuchillo. El primer intento de asesinato del Hombre Lobo.

* * *

—¿Qué opina?

Se miraron uno a otro con el escritorio de por medio. Un montón de diez centímetros de papeleo había acrecentado el contenido de la bandeja de entrada, amenazando con caer al suelo. Rebus comía un bocadillo de queso y cebolla de Gino. Una de las ventajas de ser soltero era que podías comer sin temor a lamentarlo bocadillos de cebolla con pepinillos Branston, una enorme salchicha, huevo y salsa de tomate, tostadas con judías y toda la gama de manjares predilectos del varón.

—Bueno, ¿qué opina?

Flight dio sorbos a la lata de Coca-Cola, con sucesivos eructos intermedios. Había oído la explicación de Rebus y hablado con Jan Crawford, que estaba ahora en un cuarto de interrogatorio con una mujer policía que la confortara y le ofreciera un té mientras le tomaban declaración. Tanto Flight como Rebus esperaban que no fuera a interrogarla Lamb.

—¿Y bien?

Flight se restregó el ojo derecho con los nudillos.

—No lo sé, John. Este caso ya huele. Usted les cuenta mentiras a la prensa, su foto sale en primera página, acabamos de tener el primer, y quizá no el último, asesinato imitación, luego plantea eso de los mercadillos y las dentaduras postizas. Y ahora esto —añadió abriendo los brazos como pidiendo clemencia—. Es demasiado.

Rebus dio un bocado al sándwich y masticó despacio.

—Pero cuadra con la pauta, ¿no cree? Por lo que he leído sobre asesinos en serie, el primer intento suele fallarles. No están bien preparados porque no lo han planeado bien; alguien grita y les entra pánico. No tenía a punto la técnica, no le tapó la boca y ella pudo gritar. Además, comprobó que la piel humana y el músculo son más duros de lo que parece. Probablemente había visto demasiadas películas de terror y pensó que era como cortar mantequilla. Por eso le hizo un arañazo poco grave. Tal vez el cuchillo no estaba bien afilado; quién sabe. El hecho es que se asustó y huyó.

Flight se contentó con encogerse de hombros.

—Y ella no lo denunció —dijo—. Eso es lo que me preocupa.

—Lo ha denunciado ahora. Vamos a ver, George. ¿Cuántas víctimas de violación presentan realmente denuncia? Tengo entendido que no llegan a una de cada tres. Jan Crawford es una mujercita tímida y medio muerta de miedo. Lo que pretendía era olvidarlo completamente, pero le era imposible porque su conciencia no la dejaba, y esa conciencia le ha hecho presentarse.

—No acaba de gustarme, John. No me pregunte por qué.

Rebus terminó el bocadillo y se restregó las manos aparatosamente.

—¿Su instinto de poli? —inquirió con cierto tono sarcástico.

—Tal vez —contestó Flight, como si no hubiera captado el tono de Rebus, o quizás ignorándolo—. Hay algo en ella…

—Hágame caso. Yo he hablado con esa mujer y hemos repasado juntos los hechos, George. Creo que dice la verdad, y creo que fue él. El doce de diciembre del año pasado. La primera vez.

—Quizá no —replicó Flight—. Tal vez haya otras que tampoco han denunciado nada.

—Tal vez. Lo que cuenta es que una lo ha hecho.

—Sigo sin ver en qué nos beneficia esto —dijo Flight cogiendo una hoja de papel de la mesa y leyendo lo anotado—: «La estatura era aproximadamente de uno ochenta, era blanco y creo que era moreno. Echó a correr y no pude verle la cara». —Flight dejó la hoja—. Eso no concreta gran cosa, ¿no cree?

Rebus quería replicar que sí: «porque ahora sé que es un hombre y antes no estaba seguro», pero no dijo nada. Ya le había dado bastantes problemas aquellos días.

—No se trata de eso —replicó.

—Entonces, ¿de qué demonios se trata? —exclamó Flight, que había terminado la lata de Coca-Cola, la cual lanzó a una papelera metálica haciendo que al chocar con el borde sonara una reverberación que pareció durar una eternidad.

Cuando cesó el sonido Rebus volvió a tomar la palabra.

—Se trata de que el Hombre Lobo ignora que ella no le vio bien. Tenemos que convencer a la señorita Crawford para que haga una declaración pública. Ponerla ante las cámaras: «la que logró salvarse», y después, añadimos que nos ha dado una buena descripción. Si con eso no logramos que le entre pánico a ese malnacido, no lo conseguiremos con nada.

—¡Pánico! Todo lo que planea tiene por objetivo que le entre pánico. ¿De qué nos sirve eso? ¿Y si simplemente le disuade? ¿Y si deja de matar y nunca lo descubrimos?

—No responde a ese tipo de individuo —replicó Rebus con autoridad—. Seguirá matando porque no puede reprimir sus impulsos. ¿No ha advertido que los intervalos entre asesinatos son cada vez más cortos? A lo mejor ha vuelto a matar después de Lea Bridge, y aún no hemos descubierto el cadáver. Es un poseso, George. —Flight le miró como esperando que contara un chiste, pero Rebus no bromeaba—. Lo digo en serio.

Flight se levantó y se acercó a la ventana.

—Tal vez no fue el Hombre Lobo —dijo.

—Tal vez no —admitió Rebus.

—¿Y si ella se niega a declararlo en público?

—No importa. Nosotros damos la noticia y afirmamos que tenemos la descripción.

Flight dio la espalda a la ventana.

—¿La cree de verdad? ¿No le parece una chiflada?

—Puede serlo, pero a mí no me lo parece. Lo que cuenta es muy plausible porque los detalles son lo bastante vagos para ser convincentes. Ocurrió hace tres meses. Podemos comprobar sus datos, si quiere.

—Sí, me gustaría verificarlos. —Flight hablaba ya sin energías; el caso consumía sus reservas—. Que indaguen en sus antecedentes, situación actual, amistades, historial médico, familiares.

—¿No podría incluso pedir a Lisa Frazer que le hiciera unas pruebas psicológicas? —añadió Rebus no sin cierta sorna. Flight apenas sonrió.

—No, solo las comprobaciones que he dicho. Que se ocupe Lamb, así nos lo quitamos de encima.

—Ah, ¿así que no le tiene tanto cariño?

—¿Qué le ha hecho pensarlo?

—Es curioso, él dice que es usted como un padre para él.

La tensión se había disipado y Rebus pensó que había conseguido otro pequeño triunfo. Se echaron los dos a reír por su común desagrado de Lamb, en refuerzo del vínculo personal existente entre ambos.

—Usted es un buen policía, John —dijo Flight, y Rebus, muy a su pesar, se sonrojó.

—Calle, pelmazo —replicó.

—Eso me recuerda —añadió Flight— que ayer le dije que se marchase. ¿Tiene intención de hacerlo?

—En absoluto —respondió Rebus. Hubo una pausa, tras la cual, Flight, finalmente, asintió con la cabeza.

—Muy bien. Me alegro, de momento —dijo, y añadió yendo hacia la puerta y volviéndose hacia él—: Pero no me lo ponga difícil, John. Este es mi territorio y tengo que saber dónde está y lo que hace. Tengo que saber lo que sucede —insistió tocándose la cabeza—. ¿De acuerdo?

Rebus asintió con la cabeza.

—Muy bien, George. Entendido. —Pero lo dijo cruzando los dedos con la mano a la espalda. Porque a él le gustaba trabajar solo y tenía la impresión de que Flight no quería perderle de vista por motivos ajenos a la simple camaradería de colega. Además, si el Hombre Lobo resultaba ser policía, no podía descartarse a nadie. A nadie.

* * *

Rebus volvió a llamar a Lisa pero no contestaba. A la hora del almuerzo, deambulando por la comisaría, se tropezó con Joel Bennett, el agente que le había interpelado en Shaftesbury Avenue su primera noche en Londres. Bennett, cauteloso de entrada, reconoció a Rebus.

—Ah, hola, señor. ¿Es usted el que sale en una foto en los periódicos?

Rebus asintió con la cabeza.

—Esta no es su comisaría, ¿verdad? —preguntó él.

—Pues, no. Es que he traído a un detenido. A esa mujer que está con usted en la foto no le falta de nada…

—¿Tiene aquí el coche?

—Sí, señor —respondió Bennet, de nuevo receloso.

—¿Y vuelve ahora hacia el centro?

—Sí, señor, al West End.

—Estupendo. ¿No le importa llevarme?

—Pues, no, señor. Claro que no, señor —respondió Bennett con la sonrisa más falsa que Rebus había visto en su vida. Camino del coche se cruzaron con Lamb.

—¿Han dejado de castañear los dientes? —preguntó este, pero Rebus no se molestó en responder—. ¿Va a algún sitio? —insistió Lamb sin amedrentarse, en tono amenazador, incluso. Rebus se detuvo, dio media vuelta y se le acercó hasta que las caras de los dos estuvieron apenas a unos centímetros de distancia.

—Si no le importa, Lamb, sí que voy a algún sitio —replicó.

Dicho lo cual, volvió a dar media vuelta y siguió a Bennett. Lamb los miró alejarse con una cínica sonrisa.

—¡Tenga cuidado por el camino! —exclamó—. ¿Llamo al hotel para que le preparen las maletas?

La respuesta de Rebus fue una higa con la mano, apretando el paso, y un «QTDPS» susurrado.

—¿Cómo dice, señor?

—Nada —contesto Rebus—. Nada.

* * *

Tardaron media hora en llegar a Bloomsbury. En un edificio sí y en otro no había una placa azul redonda conmemorativa de haber sido domicilio de algún escritor. Algunos de ellos a Rebus le sonaban. Dieron por fin con el edificio que buscaba y despidió a Bennett. Era el Departamento de Psicología del University College en Gower Street. La secretaria, que debía de ser el único ser viviente a aquella hora de mediodía, le preguntó si podía ayudarle.

—Esperemos —dijo Rebus—. Busco a Lisa Frazer.

—¿Lisa? —replicó la secretaria en actitud indecisa—. Ah, Lisa, claro. Dios mío, pues no voy a poder ayudarle. Hace más de una semana que no la he visto. Mire a ver en la biblioteca. O en Dillon’s.

—¿En Dillon’s?

—Es una librería de aquí al lado donde Lisa pasa mucho tiempo. Le encantan las librerías. O quizás en la Biblioteca Británica; es posible que esté allí.

Salió del edificio con otro embrollo más. La secretaria se había mostrado muy distante, muy imprecisa. O tal vez fuese una impresión suya. Comenzaba a hacer especulaciones en cualquier situación. Encontró la librería y entró en ella. Era una tienda inmensa; un letrero en una pared remitía al tercer piso para los libros de psicología. Su número era apabullante; nadie sería capaz de leerlos en toda una vida. Caminó entre hileras de estanterías sin mirar, porque si miraba encontraría algo interesante y acabaría comprándolo. Tenía en casa más de cincuenta libros, amontonados junto a la cama, a la espera de ese fin de semana que nunca llegaba en que pudiera dedicarse a algo distinto al trabajo de policía. Coleccionaba libros; era su única afición. No en plan purista; él no buscaba primeras ediciones ni ejemplares firmados o cosas así. Casi todo lo que él compraba eran libros de bolsillo y sus gustos eran eclécticos: cualquier tema le venía bien.

Así que hizo como si llevara anteojeras, ponderó la diferencia básica entre purista y no purista y finalmente llegó a la sección de psicología. Era una habitación que enlazaba con otras tantas, como en cadena, pero no vio a Lisa en ninguno de los eslabones. Pero sí vio de dónde procedía su biblioteca personal: de una estantería junto a la caja, dedicada a crimen y violencia. Allí tenían uno de los libros que ella le había prestado. Lo cogió, le dio la vuelta para ver el precio y parpadeó atónito. ¡Qué caro! Y ni siquiera era de tapa dura. De todos modos, los libros académicos eran caros. Una cosa muy rara, porque, ¿no eran los estudiantes los lectores a quien, en definitiva, iban destinados y quienes menos podían permitirse tal gasto? Sería cuestión de que lo explicara un psicólogo, o tal vez un economista sagaz.

Junto a la sección de criminología había libros de ocultismo y brujería, barajas de tarot y cosas por el estilo. Rebus sonrió ante aquella curiosa mezcla de trabajo policial y abracadabra. Cogió un libro sobre rituales y lo hojeó. Una joven esbelta con un ondulante vestido de satén y melena alborotada se detuvo junto a él a coger una baraja de tarot que llevó al mostrador de caja. Bueno, había de todo. Le pareció muy seria, pero, desde luego, los tiempos no estaban para bromas.

Ritual. Se preguntó si habría algún factor de rito en los crímenes del Hombre Lobo. No cesaba de buscar una explicación a la psique del asesino, pero ¿y si todo el asunto no era más que una especie de rito? ¿Muerte y profanación de inocentes o algo así? Charlie Manson, con el tatuaje de la esvástica en la frente. Había quien afirmaba que existía un factor masónico en los métodos de Jack el Destripador. Locura y maldad. A veces se descubre una motivación y a veces no.

Cortar el cuello.

Rebanar el ano.

Morder el vientre.

Los dos extremos del tronco humano y algo así como el punto medio. ¿Habría alguna pista en esa pauta?

«Hay pistas por todas partes».

Hablaba el monstruo de su pasado, que acechaba en las aguas profundas y oscuras de la memoria; el de un caso que le había obsesionado, sí, pero no tanto como este. Había pensado que el Hombre Lobo era una mujer, y ahora, precisamente, una mujer le decía que el Hombre Lobo era un hombre. Pues qué bien. George Flight tenía razón en recelar. Tal vez podría aprender algo de él. Flight lo hacía todo según el procedimiento y con escrupuloso detalle; no echaba a correr por el pasillo con una dentadura postiza de juguete en el puño sudoroso; era la clase de individuo que se sienta a pensar las cosas. Por eso era buen policía, mejor que él, porque no se precipitaba ante cualquier pista falsa que surgiera. Mejor policía porque era metódico y a las personas metódicas no se les escapa nada.

Rebus salió de la librería Dillon’s con su propia tormenta mental y una bolsa de plástico llena de libros colgando de la mano derecha. Caminó por Gower Street y Bloomsbury Street, giró al azar a la izquierda en un semáforo y se encontró frente al Museo Británico, donde estaba —lo sabía de memoria— la Biblioteca Británica. A menos que la hubieran trasladado, tal como había leído que estaba previsto.

Pero a la Biblioteca Británica no podían entrar «no lectores». Rebus trató de explicar que él era lector, pero ser lector consistía en tener una tarjeta de lector. A toro pasado, pensó que podía haber mostrado su credencial de policía, diciendo que seguía la pista a un maníaco; pero no lo había hecho. Sacudió la cabeza, se encogió de hombros y optó por dar una vuelta por el museo.

Aquello estaba a rebosar de turistas y grupos escolares. Se preguntó si a los niños, con su despierta imaginación, les impresionarían tanto como a él las salas del antiguo Egipto y de Asiría. Grandes placas en relieve, enormes puertas, y piezas incontables. Pero donde había multitudes era en la piedra de Rosetta. Él había oído hablar de ella, por supuesto, pero no sabía lo que era. Allí se enteró. La piedra contenía un texto en tres lenguas, base que sirvió a los eruditos para descifrar los jeroglíficos egipcios.

Se habría apostado algo a que no la habían descifrado de un día para otro, ni en una semana. Era un trabajo lento, minucioso, tenaz, como el policial, y tan duro como la faena propia de un minero o de un albañil. Y al final, incluso, resultaría una cuestión de pura suerte. ¿Cuántas veces habían interrogado al destripador de Yorkshire, dejándole en libertad? Son cosas que suceden más a menudo de lo que llega a saber el público.

Recorrió otras salas, salas espaciosas y bien iluminadas con vasijas y estatuillas griegas y después, tras cruzar una puerta de vidrio, se encontró ante los relieves del friso del Partenón (que por alguna razón no reseñaban ya como los mármoles Elgin). Recorrió la gran galería, sintiéndose casi como si estuviera en un templo moderno. En un extremo, sentado ante unas estatuas, un grupo de escolares las dibujaba mientras la profesora caminaba en derredor manteniendo el orden entre los rebeldes artistas. Era Rhona. Incluso desde aquella distancia la reconoció, por la manera de andar y el modo de ladear la cabeza con las manos a la espalda cuando explicaba algo.

Dio media vuelta y se encontró cara a cara con una cabeza de caballo. Miró las venas saltonas del cuello de mármol, la boca abierta con aquellos dientes desgastados, pulidos casi. Pero no mordía. ¿Le agradecería Rhona que se acercara a interrumpir su clase para charlar un rato? No, seguro que no. Pero ¿y si le veía? Si trataba de escaquearse parecería una cobardía. Qué demonios, él era cobarde, ¿no? Lo mejor era afrontar la realidad y retroceder hasta la doble puerta de vidrio. A lo mejor no le veía, y si lo hacía era poco probable que lo manifestase. Por otro lado, a él le interesaba averiguar datos sobre Kenny, ¿no? ¿A quién preguntar mejor que a Rhona? La respuesta no tenía vuelta de hoja: a cualquiera. Le preguntaría a Samantha. Sí, eso haría. Le preguntaría a Samantha.

Avanzó despacio hacia la doble puerta y apretó el paso hacia la salida. De pronto todas aquellas valiosas vasijas y estatuas le resultaron absurdas. ¿A tenor de qué guardarlas en vitrinas para que la gente echara un vistazo al pasar? ¿No era mejor mirar hacia delante y olvidar la historia antigua? ¿No sería mejor seguir el perverso consejo de Lamb? Había demasiados fantasmas en Londres.

Demasiados. Incluso el periodista Jim Stevens rondaba por la ciudad. Rebus cruzó casi volando el patio del museo hasta alcanzar la salida. Los vigilantes le miraron de un modo raro al reparar en aquella bolsa. Son libros, pensó en decir. Pero sabía que en los libros se puede esconder cualquier cosa, casi cualquier cosa. Lo sabía por dolorosa y propia experiencia.

Cuando te sientas deprimido, sé temerario. Estiró el brazo y logró a la primera parar un taxi libre. No recordaba el nombre de la calle a donde quería ir, pero no importaba.

—Al Covent Garden —dijo al taxista, y, mientras el taxi daba una vuelta en redondo que él consideró totalmente ilícita, metió la mano en la bolsa para mirar el primero de sus trofeos.

* * *

Caminó por Covent Garden veinte minutos, parándose a ver la actuación de un mago y de un tragafuegos antes de continuar buscando el piso de Lisa. No le costó mucho. Grande fue su sorpresa al reconocer una pajarería y otra tienda en la que no vendían más que teteras. Luego, giró a la izquierda, a la derecha y otra vez a la derecha y se encontró en la calle, frente a la zapatería. Había gente comprando, y tanto clientela como dependientes eran muy jóvenes, casi adolescentes. Se oía un saxofón de jazz. Quizás fuese una cinta, o un músico callejero a lo lejos. Miró hacia la ventana del piso de Lisa con la persiana amarillo fuerte. ¿Qué edad tendría, realmente? No resultaba fácil saberlo.

Solo tras todo aquel preámbulo se acercó a la puerta y pulsó el botón del interfono. Se oyó un ruido en el aparato, una crepitación.

—¿Diga?

—Soy yo, John.

—¿Diga? No se oye.

—Soy John —dijo Rebus alzando la voz y mirando a su alrededor apurado. Pero nadie miraba. La gente solo miraba el escaparate de la zapatería al pasar comiendo unas chucherías muy raras con aspecto de verduras.

—¿John? —Sonaba como si ya se hubiera olvidado de él—. Ah, John —dijo a continuación y oyó que zumbaba el aparato—. Está abierto. Sube.

La puerta de la vivienda estaba abierta y él la cerró al entrar. Lisa estaba limpiando el estudio, como ella decía. En Edimburgo no lo habría llamado así, sino habitación amueblada. Se imaginaba que en Covent Garden no habría muchas habitaciones amuebladas.

—Te he estado llamando —dijo él.

—Yo también.

—Ah.

—¿No te han dado el recado? —replicó ella mirándole al notar el tono de incredulidad—. Habré dejado media docena de mensajes a… ¿Cómo se llama? ¿Shepherd?

—Lamb.

—Eso.

En Rebus creció el odio hacia Lamb.

—Llamé hace una hora —prosiguió ella— y me dijeron que te habías marchado a Escocia. Me disgustó un poco pensar que te habías ido sin decir adiós.

Cabrones, pensó Rebus. Verdaderamente, le detestaban. «Nuestro experto del norte de la frontera».

Lisa acabó de hacer un montón con los periódicos del suelo y de la cama, estiró el edredón y la funda del sofá y, ahora, un tanto jadeante, se acercó a él, quien le pasó el brazo por la cintura y la atrajo hacia sí.

—Hola —musitó, besándola.

—Hola —dijo ella, besándole.

Ella se deshizo del abrazo y fue al nicho que hacía de cocina. Se oyó correr un grifo llenando un hervidor.

—Supongo que habrás visto los periódicos —dijo ella.

Asomó la cabeza por el nicho.

—Me llamó una amiga para decírmelo. No podía creérmelo. ¡Mi foto en primera página!

—Al fin famosa.

—Infame, más bien: una «psicóloga de la policía», ¡nada menos! Sí que se han documentado. En un periódico me llamaban ¡Liz Frazier! —Cerró el hervidor, lo enchufó y volvió al cuarto. Rebus estaba sentado en el brazo del sofá.

—Bueno, ¿qué tal va la investigación? —preguntó ella.

—Con perspectivas alentadoras.

—Ah. Cuéntame —comentó ella.

Rebus le explicó la denuncia de Jan Crawford y su hipótesis sobre la dentadura postiza. Lisa adujo que a Jan Crawford se le podría activar la memoria mediante hipnosis, pero Rebus sabía que ese método no servía como prueba jurídica. Además, él mismo había sufrido «pérdida de memoria» y se estremecía al recordar la experiencia.

Bebieron Lapsang Souchong, que él comentó que le recordaba el sabor de los bocadillos de beicon con mantequilla, ella puso música, suave y clásica, y acabaron sentándose uno al lado del otro en la alfombra india, con la espalda apoyada en el sofá, rozándose los hombros, los brazos y las piernas. Ella le acarició el pelo y la nuca.

—Lo que sucedió la otra noche entre los dos… —dijo ella—. ¿Te arrepientes?

—¿De que sucediera, me preguntas?

Ella asintió con la cabeza.

—¡Dios, no! —contestó Rebus—. Todo lo contrario. —Hizo una pausa—. ¿Y tú?

Ella reflexionó un instante.

—Fue bonito —dijo, frunciendo ligeramente el entrecejo, como pensándose las palabras.

—Pensé que querías darme esquinazo —dijo él.

—Y yo pensé lo mismo de ti.

—Esta mañana fui a la universidad a buscarte.

—¿En serio? —inquirió ella irguiendo la espalda para mirarle mejor a la cara.

Él asintió con la cabeza.

—¿Qué te dijeron?

—Hablé con una secretaria, una con gafas colgadas de un cordoncillo y peinada con una especie de moño —explicó Rebus.

—Millicent. ¿Qué te dijo?

—Que no ibas mucho por allí.

—¿Y qué más?

—Que a lo mejor te encontraba en la biblioteca o en la librería Dillon’s. Dijo que te gustaban las librerías y fui allí también —añadió, señalando con la barbilla hacia la puerta donde estaba la bolsa con libros.

Ella seguía mirándole a la cara; se echó a reír y le dio un besito en el cuello.

—Millicent es un cielo, ¿verdad?

—Si tú lo dices…

¿Por qué su risa le había causado tanto alivio? Deja de buscar intríngulis, John. Ya mismo. Ella se acercó a gatas a la bolsa.

—¿Qué has comprado?

Rebus ni se acordaba, con excepción del libro que había comenzado a leer en el taxi: Hawksmoor. Contempló aquel trasero y las piernas camino de la puerta. Unos tobillos maravillosos: finos, con una protuberancia ósea semiesférica.

—¡Vaya! —dijo ella sacando uno de los libros de bolsillo—. Eysenck.

—¿Te gusta?

Ella reflexionó antes de contestar.

—No tanto. Probablemente, nada, a decir verdad. Todo eso de la herencia genética… No sé yo. —Sacó otro libro y profirió un grito—. ¡Skinner! La fiera del conductismo. ¿Cómo has…?

Rebus se encogió de hombros.

—Es que vi algunos nombres citados en los libros que me dejaste y pensé…

Ella alzó otro libro para que él lo viese: King Ludd.

—¿Has leído los dos primeros? —preguntó.

—Ah —contestó Rebus, desilusionado—. ¿Forma parte de una trilogía? Es que me gustó el título.

Ella se volvió, le miró burlona y se echó a reír. Rebus notó que enrojecía. Le estaba tomando el pelo; desvió la mirada y se concentró en el dibujo de la alfombra, cepillándola con la mano.

—Por Dios, perdona —dijo ella, volviendo a gatas hacia él—. No quería molestarte —añadió, poniéndole las manos en las piernas y arrodillándose agachada frente a él hasta que él no tuvo más remedio que mirarla a la cara. Le sonreía como pidiendo disculpas—. Perdona —musitó, y Rebus esbozó una sonrisa que significaba «OK». Ella se inclinó hacia él, le besó en la boca y subió la mano por la pierna hacia el muslo y después un poco más arriba.

* * *

Ya era de noche cuando se escapó, aunque quizás «escaparse» era demasiado fuerte. El liberarse del cuerpo de Lisa que se quedó dormida encima de él sí que fue casi una hazaña: su perfume, el aroma de su pelo, el cálido y suave vientre, sus brazos, su trasero. Siguió dormida cuando él saltó de la cama y se vistió, y no se despertó mientras le escribía una de sus notas, cogía la bolsa de libros, abría la puerta y dirigía una mirada a la cama antes de salir y cerrar la puerta.

Se dirigió a la estación de metro de Covent Garden, donde tenía dos opciones: aguardar la cola para el ascensor o bajar los más de trescientos escalones en espiral. No acababan nunca, vuelta tras vuelta. No quería ni pensar lo que habría sido bajar por aquel sacacorchos durante la guerra, con aquellos azulejos blancos como de mingitorio, el retumbar de las explosiones en la superficie y el eco amortiguado de las pisadas y las voces.

Pensó también en el monumento a Escocia de Edimburgo, con su estrecha escalera de caracol mucho más angosta y desconcertante que aquella. Finalmente, llegó abajo, unos segundos antes que el ascensor. El metro iba tan atestado como había pensado. En el vagón, junto a un letrero que recomendaba no molestar con radio-casetes estéreo, un joven blanco con parka verde y dientes a juego compartía sus gustos musicales con el resto de pasajeros; dirigía sus ojos de mirada vacía al frente y de vez en cuando daba un sorbo de una lata de cerveza fuerte. Rebus pensó en decirle algo, pero se contuvo. Él solo viajaba hasta la siguiente estación, y si los pasajeros que le miraban furibundos se contentaban con sufrirlo en silencio: amén.

Se bajó en Holborn y subió a otro vagón atestado de la Central Line. También en él sonaba un walkman con volumen mareante, pero era al otro extremo del vagón, y lo único que tuvo que soportar fue un sonido machacón de lo que imaginó que sería la batería. Se iba convirtiendo en un avezado viajero que fijaba la mirada en el espacio más que en sus compañeros de viaje y dejaba la mente en blanco durante el trayecto.

Solo Dios sabía cómo aquella gente era capaz de hacer eso mismo todos los días laborables de su vida.

* * *

Ya había llamado al timbre cuando dio en pensar que no tenía ningún pretexto para presentarse allí.

Se abrió la puerta.

—Ah, eres tú —dijo ella como decepcionada.

—Hola, Rhona.

—¿A qué se debe el honor? —Seguía sin moverse del espacio frente a la puerta, haciéndole esperar en el peldaño. Iba un poco maquillada y no vestía la ropa cómoda habitual para estar en casa después del trabajo. Esperaba a un caballero.

—A nada en particular —contestó él—. Se me ocurrió venir porque el otro día no tuvimos casi oportunidad de hablar.

¿Le diría que la había visto en el Museo Británico? No, no iba a decírselo. Además, ella ya estaba negando con la cabeza.

—Sí, sí que la tuvimos, lo que ocurrió es que no teníamos de qué hablar —dijo ella sin especial tono ácido, para indicarle que exponía un simple hecho. Rebus miró el peldaño.

—He venido en mal momento —dijo—. Lo siento.

—No tienes por qué disculparte.

—¿Está Sammy?

—Ha salido con Kenny.

Rebus asintió con la cabeza.

—Bien —dijo—, que te diviertas a donde vayas. —Dios mío, sentía celos. No podía creérselo después de tantos años. Era por el maquillaje. Cuando vivía con él, Rhona apenas se maquillaba. Estaba a punto de dar media vuelta para irse, pero se detuvo—. ¿Puedo entrar al baño? —dijo.

Ella le miró fijamente como tratando de descifrar algún truco o plan, pero él le dirigió su mejor sonrisa de perro desvalido y la ablandó.

—Pasa. Ya sabes donde está —dijo.

Dejó la bolsa de libros junto a la puerta, pasó junto a ella y comenzó a subir la empinada escalera.

—Gracias, Rhona —dijo.

Ella permaneció abajo, esperando a que bajara cuando terminase para despedirle. Él cruzó el descansillo hacia el baño, abrió y cerró la puerta ruidosamente y a continuación volvió a abrirla despacio y se dirigió de puntillas al descansillo hasta una mesita ridícula para el teléfono a base de latón, vidrio verde y borlas colgantes. Debajo de ella estaban los listines de teléfonos, pero Rebus fue a mirar directamente a la agenda alfabética contigua al teléfono. Algunas anotaciones eran de la letra de Rhona. ¿Quién demonios serían Tony, Tim, Ben y Graeme?, pensó. Pero la mayoría eran anotaciones escritas por Sammy, con letra más ancha y suelta. Miró en la K y encontró lo que buscaba.

«KENNY» en letras mayúsculas con un número de siete cifras encerrado en una amorosa elipse. Sacó un bolígrafo y una libreta del bolsillo y anotó el número, cerró la agenda y volvió de puntillas al baño, tiró de la cadena, se lavó brevemente las manos y bajó la escalera. Rhona miraba a la calle, inquieta sin duda por si llegaba su amante y lo encontraba allí.

—Adiós —dijo él, cogiendo la bolsa, salvando el peldaño y encaminándose hacia la calle principal.

Estaba casi al final de la bocacalle cuando vio un Ford Escort blanco que daba la vuelta a la esquina y que pasó por delante de él despacio, conducido por un hombre de rostro flaco y astuto, con grueso bigote. Rebus se detuvo en la esquina a observar cómo paraba delante de la casa de Rhona, que, tras cerrar la puerta con llave, llegó casi a brincos al coche. Rebus volvió la espalda para no ver cómo besaba o abrazaba al llamado Tony, Tim, Ben o Graeme.

En un gran pub cerca de la estación de metro, un local enorme de paredes pintadas de rojo rabioso, Rebus se dijo de pronto que no había probado las cervezas locales desde que estaba en el Sur. Había ido a tomar copas con George Flight, pero se había ceñido al whisky. Miró la batería de surtidores, observado por el camarero con una mano protectora apoyada en una de las empuñaduras. Rebus señaló con la barbilla la empuñadura en cuestión.

—¿Es buena?

El hombre lanzó un resoplido.

—Hombre, es Fuller, claro que es buena.

—Una pinta, por favor.

Vio que tenía un aspecto acuoso, como té frío, pero era de un gusto suave a malta. El camarero seguía mirándole, y Rebus asintió satisfecho con la cabeza; a continuación se apartó, llevándose el vaso a un rincón distante donde estaba el teléfono público. Marcó el número de la comisaría y preguntó por Flight.

—Se ha marchado ya.

—Bien, pues póngame con alguien del DIC, alguien que pueda ayudarme con un número de teléfono que quiero localizar. —Para aquel tipo de actuación había un reglamento, un reglamento, relajado a veces pero estricto últimamente, y que requería hacer una solicitud que no siempre aprobaban. En aquel procedimiento de localización de números de teléfono había cuerpos de policía con mayor o menor potestad, y él sabía que la policía metropolitana y Scotland Yard eran los de mayores prerrogativas, pero, por si acaso, añadió—: Es en relación con el caso del Hombre Lobo y puede ser una buena pista.

Le pidieron que repitiera el número y que llamara al cabo de media hora.

Se sentó a una mesa y comenzó a beber la cerveza. Le pareció absurdo pero notó como si se le subiera a la cabeza pese a haber sólo ingerido media pinta. Alguien se había dejado en aquella mesa un Standard doblado y emborronado; trató de centrar su interés en las páginas de deportes e incluso probó con el conciso crucigrama. Tras ello, repitió la llamada y se la transfirieron a alguien que no conocía, quien la trasladó a otro que tampoco conocía. En el bar irrumpió un grupo bullanguero con aspecto de cuadrilla de albañiles; uno de ellos se acercó a la máquina tocadiscos y de repente Born to be Wild de Steppenswolf llenó de estruendo el local al tiempo que los recién llegados pedían al reticente camarero que subiera un poco el volumen.

—Un minuto, inspector Rebus, el inspector jefe Laine quiere hablarle.

—Dios, es que no quisiera… —Demasiado tarde, el que hablaba al otro extremo de la línea no le había oído. Rebus apartó el auricular y frunció el ceño.

Finalmente, Howard Laine se puso al aparato. Rebus se tapó el otro oído con el dedo y apretó bien el auricular.

—Ah, inspector Rebus. Quería hablarle en privado, pero es muy difícil localizarle. Es por lo de la otra noche. —Laine hablaba en un tono de lo más comedido—. Le falta menos de un pelo para recibir una reprimenda oficial, ¿entendido? Si vuelve a hacernos una jugarreta por el estilo, me ocuparé personalmente de que le facturen de vuelta a Escocia en el maletero de un autobús de línea. ¿Me oye?

Rebus escuchaba atentamente en silencio; casi podía sentir la presencia de Cath Farraday en el despacho de Laine, sentada y sonriente.

—Digo que si me ha oído.

—Sí, señor.

—¿Dice que es una pista?

—Sí, señor —contestó Rebus, preguntándose de pronto si valía la pena. Así lo esperaba. Si descubrían que se aprovechaba personalmente de la investigación, le relegarían a la oficina del paro con la remota perspectiva de un puesto de limpiabotas en una playa de nudistas.

Pero Laine le dio la dirección con el valor añadido del apellido de Kenny.

—Watkiss —dijo Laine—. La dirección es Pedro Tower, Churchill Estate, E5. Creo que está en Hackney.

—Gracias, señor —dijo Rebus.

—Ah, por cierto, inspector Rebus —añadió Laine.

—Diga, señor.

—Por lo que sé del Churchill Estate, avise si piensa ir allí para que le asignemos una patrulla especial de protección. ¿De acuerdo?

—Es un barrio escabroso, ¿no, señor?

—Escabroso es poco decir, hijo. Allí entrenamos al SAS; es como un Beirut en pequeño.

—Gracias por prevenirme, señor.

Rebus quiso decir que él había servido en el SAS y que dudaba que en Pedro Tower encontrase nada que no hubiera vivido en el cuartel general del SAS en Hereford. De todos modos, convenía andarse con cuidado. Los albañiles jugaban al billar entre comentarios con un acento mezcla de irlandés y cockney. Ya no sonaba Born to be Wild. Apuró la pinta de cerveza y pidió otra.

Kenny Watkiss. Así que había relación, e importante, entre Tommy Watkiss y el novio de Samantha. ¿Cómo era posible que en una ciudad de diez millones de almas comenzase a sentir de pronto una agobiante claustrofobia? Se sentía como si le hubieran amordazado con una bufanda, tapándole la cabeza con un pasa-montañas.

—Yo tendría cuidado, amigo —comentó el camarero al servirle a Rebus la segunda pinta—. Esa cerveza puede matarle.

—No si la mato yo antes —replicó él con un guiño, llevándose el vaso a los labios.

* * *

El taxista no quiso llevarle hasta los bloques Churchill.

—Le dejaré un par de calles antes y le indicaré el camino, pero yo allí no voy.

—Muy bien —dijo Rebus.

Así que llegó en taxi hasta donde el hombre quiso llevarle y cubrió a pie el resto del camino. No le pareció tan tremendo. En las afueras de Edimburgo había visto sitios peores. Muchas edificaciones de monótono cemento, con trozos de cristales en el suelo, ventanas con tablones y en las paredes pintadas de nombres de pandillas. La principal parecía ser Jeez Posse, aunque había otros nombres tan enrevesados que no captaba el significado. Niños en monopatín corrían por un terreno de juego delimitado por cajas de leche, planchas de madera y ladrillos. No había freno a la creatividad. Se detuvo a mirarlos un momento y le bastó para comprobar que aquellos chicos eran unos consumados maestros de la especialidad.

Llegó al portal de uno de los cuatro bloques, y estaba tratando de ver alguna indicación de sus inquilinos cuando a su lado cayó algo en la acera. Miró al suelo y vio que era un bocadillo de salami, al parecer. Estiró el cuello para mirar hacia los pisos de arriba justo a tiempo de ver algo grande y oscuro que aumentaba de tamaño en caída libre hacia su persona.

—¡Dios bendito! —exclamó buscando refugio de un salto en el portal en el preciso momento en que aterrizaba un televisor con un estallido de plástico, metal y vidrio. Desde el terreno de juego llegaron los vítores de los niños; Rebus salió con prevención de su refugio y estiró el cuello. No veía a nadie. Lanzó un silbido mental: estaba impresionado y algo atemorizado. A pesar del estruendo no se había asomado ningún curioso.

Se preguntó qué programa de televisión habría provocado la ira de alguien en alguno de los pisos altos.

—Todo el mundo es un crítico —dijo, y añadió—: QLDPS.

Oyó abrirse un ascensor del que salió una joven de pelo rubio teñido y sucio, con una tachuela de oro en la nariz y otras tres en cada oreja, más un tatuaje en el cuello en forma de telaraña, que empujó un cochecito de niño hacia la calle. Unos segundos antes y el televisor le habría caído encima.

—Perdone —dijo Rebus por encima de los berridos del bebé.

—Diga.

—¿Es esto Pedro Tower?

—Allí —contestó ella señalando con una afilada uña otro de los bloques.

—Gracias.

Ella miró los restos del televisor.

—Son los críos —comentó—. Entran en algún piso y tiran un bocadillo a la calle. Se para un perro a comérselo y le lanzan una tele. Es un desastre —añadió casi complacida, o eso parecía.

—Menos mal que no me gusta el salami —dijo Rebus.

Pero ella ya maniobraba el cochecito para rodear el estropicio.

—Si no te callas te mato —gritó al niño, mientras Rebus se dirigía con piernas temblorosas a Pedro Tower.

¿Por qué había ido allí?

Le había parecido que tenía sentido, que era lógico, pero ahora, allí, en aquel lugar de la planta baja maloliente de acceso a Pedro Tower reconocía que no tenía motivo alguno para haber ido a aquel lugar. Rhona le había dicho que Sammy había salido con Kenny, pero las posibilidades de que hubieran optado por pasar la tarde en Pedro Tower eran escasas, ¿no?

Incluso suponiendo que Kenny estuviera allí, ¿cómo localizaría el piso? Los vecinos olerían a cincuenta pasos que era un poli fisgando. Preguntaría y no le responderían, llamaría a puertas que no le abrirían. ¿Estaba en lo que los intelectuales llaman un impasse? Bueno, podía esperar, desde luego. En algún momento dado Kenny regresaría. Pero ¿esperar dónde? ¿Allí? Llamaba demasiado la atención y no le apetecía nada. ¿Afuera? Demasiado frío, muy al descubierto y demasiados televidentes críticos sobre su cabeza en el cielo ya oscuro.

¿Qué alternativa le quedaba? Sí, probablemente era un impasse. Se alejó del bloque, mirando a lo alto, a las ventanas, y estaba a punto de volver sobre sus pasos por delante de los patinadores cuando un grito surcó el espacio del otro lado de Pedro Tower. Apretó el paso hacia el sitio de donde procedía y llegó a tiempo de ver el final de una acalorada disputa. La mujer —una chica de no más de diecisiete o dieciocho años— largó una buena bofetada a un sorprendido hombre, haciéndole dar vueltas, para alejarse acto seguido con paso airado, mientras él con la mano en la mejilla le gritaba obscenidades y se palpaba los dientes.

Pero la escena no interesó mayormente a Rebus, que distinguió detrás de la pareja un edificio bajo, poco iluminado, una construcción prefabricada rodeada de hierba y basura. Un letrero estropeado rezaba: The Fighting Cock. ¿Sería aquello un pub? No era lugar para un policía y menos un policía escocés. Pero ¿y si…? No, tan sencillo no podía ser. Allí no podían estar Sammy y Kenny; no iban a estar allí. Su hija merecía otra cosa; merecía lo mejor.

Pero ella estaba convencida de que Kenny Watkiss era lo mejor. Y puede que lo fuese. Se detuvo en seco. ¿Qué demonios iba a hacer? De acuerdo; no le gustaba Kenny, y cuando le vio en el Old Bailey gritando ánimos había sumado dos y dos, llegando a la conclusión de que Kenny estaba estrechamente relacionado con Tommy Watkiss. Pero ahora entre los dos había una relación de parentesco que explicaba de sobra que lo jalease, ¿no?

Los libros de psicología decían que los polis se inclinan por la peor interpretación en cualquier situación. Y era cierto. No le gustaba el hecho de que Kenny Watkiss saliera con su hija. Aunque si Kenny hubiese sido príncipe heredero, él también habría pensado mal. Se trataba de su hija. Apenas la había visto desde el principio de la adolescencia y para él seguía siendo una niña, alguien a quien se mima, se quiere y se protege. Claro que ahora ya era mayor, con ambiciones, voluntad; guapa y con un cuerpo desarrollado. Había crecido y eso era irrebatible, pero le asustaba. Le asustaba porque era Sammy, su Sammy. Le asustaba porque él no había estado presente todos aquellos años para prevenirla, explicarle cómo bandearse y lo que debía hacer.

Asustado porque se iba haciendo viejo.

Acababa de decirlo: Se estaba haciendo viejo, tenía una hija de dieciséis años que estaba a punto de terminar los estudios, con edad suficiente para salir, conseguir un empleo, hacer el amor, casarse. No tenía edad para ir a pubs, pero lo haría de todas formas; no tenía edad para ir con chicos callejeros como Kenny Watkiss, pero tenía dieciséis años, había crecido sin él y él era viejo.

Dios, y cómo lo notaba.

Metió la mano izquierda bruscamente en el bolsillo aferrando con la derecha el asa de la bolsa de los libros y dio media vuelta en vez de dirigirse al pub. Había una parada de autobuses cerca de donde le había dejado el taxi; iría allí a tomar el autobús. Por la acera venían, hacia él, los patinadores; uno de ellos era muy hábil y zigzagueaba como un demonio. El chico, al llegar a su altura, elevó de pronto el monopatín y estiró los brazos para que la tabla girara en el aire frente a Rebus, agarrándola con las manos por la cola para impulsarla hacia atrás. Pero Rebus se percató demasiado tarde de la maniobra y, aunque quiso agacharse, la tabla le golpeó en la cabeza.

Se tambaleó, cayó de rodillas, e inmediatamente se echaron sobre él siete u ocho chavales, rebuscándole en los bolsillos.

—Me has jodido la tabla, tío. Mira: me la has roto un palmo.

Una zapatilla de deporte aterrizó en su barbilla, derribándole. Pensó únicamente en no perder el conocimiento, sin ocurrírsele atacar, gritar o protegerse. En aquel momento oyó una voz.

—¡Eh! ¿Qué coño hacéis?

Los chicos echaron a correr en sus monopatines hasta coger buena velocidad, haciendo resonar las ruedas sobre el asfalto. Igual que la patrulla de una antigua película del Oeste, pensó Rebus sonriendo. Como una patrulla.

—¿Se encuentra bien, amigo? Vamos, le ayudo a levantarse.

El hombre le ayudó a ponerse en pie. Y cuando Rebus recuperó la concentración de la mirada, advirtió que el desconocido tenía sangre en los labios y en la barbilla, y este se dio cuenta de que lo miraba.

—Mi chica —dijo, echando una peste a alcohol—. Menuda hostia me ha dado, ¿eh? Vaya que sí; me ha arrancado dos dientes. Bueno, de todos modos los tenía picados, así que me habré ahorrado una fortuna en el dentista —añadió echándose a reír—. Vamos, venga al Cock y se repondrá con un par de coñacs.

—Me han quitado el dinero —dijo Rebus, aferrando la bolsa de libros contra su cuerpo como un escudo.

—No se preocupe —replicó el samaritano.

* * *

Fueron muy amables. Le hicieron sentarse a una mesa y de vez en cuando aterrizaba una copa y alguien decía: «Esta de parte de Bill, esta de parte de Tessa, de parte de Jackie, de parte de…».

Fueron muy amables; hicieron una colecta para juntar cinco libras y que pudiera coger un taxi y volver al hotel. Él dijo que era un turista que daba una vuelta por Londres, que se perdió, bajó de un autobús y acabó allí. Y ellos, cándidos seres, le creyeron.

No se molestaron en llamar a la policía del barrio.

—Menudos cabrones —dijeron indignados—. Sería perder el tiempo. No vendrían hasta mañana por la mañana y no harán nada. Son los polis de aquí los responsables de la mitad de los delitos, créame.

Él lo hizo. Los creía. Llegó otra copa de coñac.

—A su salud.

Jugaban a las cartas y al dominó; eran una gente simpática, clientes habituales. El televisor atronaba —un concurso musical—, la máquina de discos no paraba y la máquina tragaperras lanzaba pitidos, zumbidos y escupía de vez en cuando algún premio. Dio gracias a Dios de no haberse encontrado allí a Sammy y Kenny. ¿Qué papel habría hecho ante ellos? No quería ni pensarlo.

En determinado momento se disculpó para ir a los servicios, donde había un trozo triangular de espejo clavado a la pared. Tenía enrojecido un carrillo, la mandíbula y la oreja; probablemente le quedaría un cardenal y el maxilar dolorido un tiempo. De la patada en la barbilla tenía ya un verdugón rojo y morado. Era todo. Nada peor: ni navajas ni cuchillas. No era un asalto en masa, sino un golpe limpio, profesional. La manera en que el chaval había hecho girar la tabla… Profesional; absolutamente profesional. Si alguna vez caía en sus manos, le felicitaría por una de las maniobras más conseguidas que él había visto.

Y después le daría al cabroncete una patada en la boca para que se tragara los dientes.

Metió la mano en la parte delantera de los pantalones y sacó la cartera. La advertencia de Laine y la prudencia ante el hecho de adentrarse en territorio comanche le habían inducido a esconderla para que nadie viera su credencial —pero de los golpes no le habían librado, no— porque si ya era malo ser forastero en aquella barriada, ser un policía… Por eso había escondido en los calzoncillos la cartera con la credencial, sujetándola con el elástico de la cinturilla. Volvió a ponerla allí. Al fin y al cabo, aún no había salido de Churchill Estate. La noche podía ser larga.

Abrió la puerta y volvió a la mesa. El coñac comenzaba a hacerle efecto: notaba la cabeza obnubilada y las extremidades agradablemente flexibles.

—¿Se encuentra bien, escochi?

Odiaba el epíteto, lo odiaba con toda su alma, pero sonrió.

—Muy bien, sí, muy bien.

—Estupendo. Bueno, esta de parte de Harry, que está en la barra.

* * *

Después de echar la carta se siente mucho mejor, ella; y se pone a hacer cosas, pero no tarda en sentir esa comezón interna. Ahora es ya como recaer en el vicio. Pero también es una modalidad de arte. ¿Arte? A la mierda el arte. Es muy feo en un hombre. Arte mierda impropio en un hombre. Una mierda de hombre impropio en el arte. No paraban de reñir, pelearse y discutir. No, no era cierto. Lo recuerda así, ella, pero no era así. Lo fue por un tiempo, pero luego dejaron de hablarse. Su madre. Su padre. Madre fuerte, dominante, decidida a ser una gran pintora, una gran acuarelista. Todos los días ante el caballete, sin ocuparse del niño que la necesitaba, que entraba de puntillas en el estudio para sentarse en cuclillas en un rincón, callado para pasar desapercibido. Pero si advertía que estaba allí ella le expulsaba del cuarto de mala manera, haciéndole derramar ardientes lagrimones.

—¡Yo no quería tenerte! —gritaba la madre—. ¡Eres un accidente! ¿Por qué no eres una niñita buena?

Correr, correr, echar a correr del estudio, escaleras abajo, cruzando la sala de entrada, la puerta. El padre, tranquilo, inofensivo, culto, civilizado; leyendo el periódico en el jardín trasero, en la tumbona, con las piernas cruzadas.

—¿Cómo está mi cariñito esta mañana?

—Mamá me ha gritado.

—¿Ah, sí? No lo haría con mala intención. Se pone de muy mal humor cuando está pintando, ¿no es cierto? Ven, siéntate en mi regazo y me ayudas a leer el periódico.

No había visitas, no venía nadie. Ni familia, ni amigos. Al principio fue al colegio, pero luego la dejaron en casa y la educaban ellos. Todo eran escenas de cólera con alguna dosis de cierta clase. Su padre había heredado dinero de una tía; dinero de sobra para llevar una vida confortable, suficiente para defenderse. Se las daba de erudito, pero le fueron rechazando sus denodadamente documentados ensayos y tuvo que rendirse a la evidencia de su poca categoría. Las discusiones se enconaron y llegaron al enfrentamiento físico.

—Haz el favor de dejarme en paz. Mi arte es lo que me importa, no tú.

—¿Arte? ¡Arte de mierda!

—¿Cómo te atreves?

Un golpazo sordo. O una bofetada. Los oía desde cualquier cuarto de la casa, desde cualquier sitio menos desde la buhardilla. Pero no se atrevía a ir a la buhardilla, ella. Allí era donde… Bueno, no podía.

—Soy un chico —se decía a sí misma, escondiéndose debajo de la cama—. Soy un chico, soy un chico, soy un chico.

—Cariño, ¿dónde estás? —preguntaba él con voz melosa y estival. Como una proyección de diapositivas, como un paseo en coche por la tarde.

Decían que el Hombre Lobo era homosexual. Mentira. Decían que le habían cogido. Casi dio un grito al leerlo. Les escribió una carta y la echó al correo. ¡A ver qué decían! Que la encontrasen; le daba igual. A él y a ella les daba igual. Pero le preocupaba que ella se fuera apoderando de su mente y de su cuerpo.

Cariño… Naranjitas y limones… Campanitas…

Muy feo en un hombre. Los pelos de la nariz; su madre hablaba de los pelos de la nariz de papá. Johnny, los pelos largos son muy feos en un hombre. ¿Por qué recordaba esa frase más que otras? Johnny. Los. Pelos. Largos. Son. Muy. Feos. En. Un. Hombre.

El nombre de papá: Johnny.

Su padre que decía palabrotas a su madre. Arte de mierda. Mierda era la palabra más soez. En el colegio la susurraban, era una palabra mágica, una palabra para conjurar demonios y secretos.

Y ahora anda ella por las calles, aunque bien sabe que, en realidad, debería hacer algo respecto a la Galería del Degüello: precisa una buena limpieza y hay lienzos rotos por todas partes. Rotos y esparcidos. No importa; allí no entran visitas. Ni familia, ni amigos.

Así que encuentra otra. Esta no es tonta. «Con tal de que no seas el Hombre Lobo», dice riendo. El Hombre Lobo ríe también. ¿Él? ¿Ella? Ahora ya no importa. Él y ella son uno y lo mismo. La herida ha cicatrizado. Se siente entero, completo. No es un buen sentimiento. Es un mal sentimiento. Pero se puede olvidar un instante.

Otra vez en casa.

—Bonita covacha tienes —dice ella. Él sonríe, le quita el abrigo y lo cuelga—. Pero ese olor… ¿No tendrás un escape de gas?

No es un escape de gas. Pero sí un escape. Mete la mano en el bolsillo y comprueba que están los dientes. Sí, claro que están; están siempre ahí cuando los necesita. Para morder. Igual que le mordían a él.

—Es solo un juego, cariño.

Solo un juego. Mordiscos en broma. En el vientre. Mordido. Fuerte no, más bien como hacer una pedorreta. Pero dolía. Se toca el vientre y todavía, ahora, duele.

—¿Dónde lo hacemos, cariño?

—Aquí —contesta, sacando la llave y abriendo despacio la puerta.

El espejo no era buena idea. La última había visto lo que ocurría detrás de ella y estuvo a punto de gritar. Ha quitado el espejo. Puerta abierta.

—Cierras con llave, ¿eh? ¿Qué guardas ahí? ¿Las joyas de la corona?

El Hombre Lobo sonríe enseñando los dientes.