MENTIRIJILLAS

—¡No lo dirá en serio!

Rebus estaba demasiado cansado para alterarse, pero había en su voz notoria exasperación para sembrar inquietud en quien llamaba por teléfono ordenándole ir a Glasgow.

—Si ese caso no va a juicio hasta dentro de dos semanas…

—Lo han adelantado —dijo la voz.

Rebus lanzó un gruñido y se tumbó en la cama del hotel con el auricular pegado al oído y mirando el reloj. Las ocho y media. Había dormido profundamente, se había levantado a las siete para vestirse sin hacer ruido y no despertar a Lisa, dejándole una nota antes de marcharse, y había vuelto al hotel a pie, guiándose por su instinto, sin casi equivocar el camino. Y ahora recibía aquella llamada.

—Lo han adelantado —repitió la voz—, la vista empieza hoy. Es preciso su testimonio, inspector.

Como si él no lo supiera. Le constaba que lo único que tenía que hacer era subir al estrado de los testigos y declarar que había visto a Morris Gerald Cafferty (conocido en los medios de extorsión para protección como «Big Ger») aceptar cien libras del dueño del pub City Arms en Grangemouth. Así de fácil; pero tenía que estar allí para declararlo. El juicio contra Cafferty, jefe de una banda dedicada a la extorsión y al juego, no dejaba de presentar fisuras. De hecho, tenía muchos flecos sueltos.

Se resignó. ¿Debía hacerlo? Sí, había que hacerlo. Pero subsistía el problema logístico.

—Ya nos hemos ocupado de ello —dijo la voz—. Le llamamos ayer tarde, pero no le localizamos. Coja el primer avión del puente aéreo en Heathrow. Habrá un coche esperándole en el aeropuerto de Glasgow. El fiscal ha dicho que le haría comparecer hacia las tres y media, así que tendrá tiempo de sobra, y es muy posible que pueda estar de vuelta en Londres esta misma noche.

—Vaya, muchas gracias —dijo Rebus con notoria ironía en la voz.

—De nada —dijo la voz.

* * *

Comprobó que la línea de metro de Picadilly llevaba a Heathrow y que cerca del hotel tenía la estación de Picadilly Circus. De entrada, todo bien; pero el trayecto en metro fue lento y agobiante. En Heathrow sacó el billete, tuvo tiempo de ir a la tienda libre de impuestos y comprar el Glasgow Herald y, de paso, vio una hilera de tabloides en otra estantería: vida secreta del hombre lobo gay; un asesino que requiere asistencia médica, afirma la policía; cacen a ese loco.

Cath Farraday había cumplido. Compró un ejemplar de aquellos tres periódicos, además del Herald, y se dirigió a la sala de embarque. En pleno proceso reflexivo, vio a gente a su alrededor leyendo los mismos titulares y artículos, pero ¿los leería el Hombre Lobo? Y si lo hacía, ¿cabía esperar alguna reacción por su parte? Dios, el asunto podía dar un giro en cualquier momento y allí estaba él emprendiendo viaje al norte a más de seiscientos kilómetros. Maldijo al sistema judicial, a jueces, abogados y procuradores. Seguramente habían adelantado el juicio a Cafferty para evitar que coincidiera con cualquier partido de golf o unos juegos de fin de curso; el motivo del precipitado viaje se reducía a la carrera de sacos de algún niño pijo. Intentó calmarse, respirando hondo y expulsando aire despacio. No le gustaba nada volar desde que en sus tiempos de servicio en el SAS le habían lanzado de un helicóptero. Dios, pensando en ello no iba a calmarse.

—Pasajeros de British Airways, vuelo…

Era una voz fría y escueta que desencadenó un movimiento de masas. Los pasajeros se levantaron de los asientos, recogieron sus bolsas y se encaminaron a la puerta indicada. ¿Cuál habían dicho? No se había enterado. ¿Era aquel su vuelo? Quizá debería telefonear a Glasgow para que tuvieran el coche esperando. Detestaba el avión. Por eso el domingo había viajado en tren. ¿El domingo? Estaban a miércoles; pero se sentía como si hubiera transcurrido más de una semana. En total, había estado en Londres dos jornadas completas.

Embarque. Dios mío; ¿dónde había puesto el billete? Iba sin ningún equipaje, pero el rollo de periódicos que llevaba bajo el brazo se le escurrió y fue a parar al suelo. Los recogió y los sujetó bien con el codo. Tenía que calmarse, pensar en Cafferty y ordenar mentalmente las cosas para que la defensa no detectara ningún fallo en su testimonio. Ceñirse a los hechos y olvidarse del Hombre Lobo, de Lisa, de Rhona, de Sammy, de Kenny, de Tommy Watkiss, de George Flight… ¡Flight! No le había avisado. Se preguntarían dónde estaba. Tenía que llamarle nada más llegar. Podía hacerlo ahora pero perdería el vuelo. Olvídalo y concéntrate en Cafferty. En Glasgow tendrían preparadas sus propias notas y se las pasarían nada más llegar para que pudiera repasarlas antes de testificar. Solo había dos testigos, ¿no? El atemorizado dueño del pub, a quien prácticamente habían coaccionado para que testificara, y él mismo. Tenía que mostrar decisión, confianza y credibilidad. De paso hacia la puerta de embarque se vio reflejado en un espejo de tamaño natural: tenía aspecto de haber pasado la noche de juerga. El recuerdo de lo sucedido le hizo sonreír. Todo saldría bien. Llamaría a Lisa para decirle… ¿qué? Bueno, para darle las gracias. Tiró escalerilla arriba, hacia la angosta puerta al final flanqueada por una azafata y un aeromozo risueños.

—Buenos días, señor.

—Buenos días —les respondió, advirtiendo que a su lado había un montón de periódicos de obsequio. Dios, podía haberse ahorrado sus buenos peniques.

El pasillo era también estrecho y tuvo que encogerse para pasar entre hombres de negocios que guardaban abrigos y carteras en los compartimentos para equipaje en lo alto de los asientos. Localizó su asiento de ventanilla y se acomodó en pugna con el cinturón de seguridad hasta ajustárselo. Afuera, el personal de pista ultimaba los preparativos. A lo lejos, despegó suavemente un avión y aún le llegó un estruendo amortiguado. A su lado tomó asiento una mujer regordeta de mediana edad, abriendo de tal modo el periódico para ponerse a leerlo que le tapó la pierna con media hoja. Y toda la operación sin el menor saludo ni atisbo de ser consciente de su presencia.

QLDPS, señora, pensó para sus adentros sin dejar de mirar por la ventanilla. Pero de pronto oyó que le chistaba para llamar su atención, se volvió hacia ella y vio que le miraba a través de unas gafas de gruesas lentes al tiempo que daba golpecitos con el dedo sobre el periódico.

—Hoy en día la vida es un peligro —dijo; Rebus miró el artículo y vio que era la misma historia imaginaria sobre el Hombre Lobo—. Para todos. Yo a mi hija no la dejo salir de noche. Toque de queda a las nueve hasta que lo atrapen, le tengo dicho. Y aun así nunca se sabe. Es que puede ser cualquiera.

Su mirada le decía a Rebus que ni él estaba por encima de toda sospecha; pero él le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

—Yo no pensaba viajar —prosiguió la mujer—, pero Frank, mi marido, dijo que ya estaba todo reservado y que no había más remedio.

—¿Va de turismo a Glasgow?

—No exactamente. Tengo allí un hijo que trabaja de contable en una petrolera. Él me ha pagado el billete; así que voy a ver qué tal le va. Me preocupa por aquello de que viva tan lejos y, ya sabe. Glasgow es una ciudad peligrosa, ¿no cree? Lo dicen los periódicos; en ella ocurre de todo.

Sí, «tan distinta a Londres», pensó Rebus sin dejar de sonreír. Sonó un ruidito como de timbre electrónico y apareció el letrero de abrocharse los cinturones de seguridad junto al de «No fumar» ya encendido. Dios, daría cualquier cosa por un pitillo. ¿Estaba en un asiento de fumador o de no fumador? No lo sabía y no recordaba qué había pedido en el mostrador de billetes. En cualquier caso, ¿permitían aún fumar en los aviones? Si Dios hubiera decidido que el hombre fumase a veinte mil pies, ¿no nos habría creado con un cuello más largo? La mujer del asiento de al lado parecía no tener cuello. Pobre del asesino en serie que quisiera degollarla.

«Por favor, Dios, perdóname por pensar eso tan feo». Como penitencia empezó a prestar atención a lo que decía la mujer hasta que despegaron, momento en que incluso ella se vio obligada a callar un instante. Rebus, aprovechando la ocasión, guardó sus periódicos en el bolso trasero del asiento de delante, reclinó la cabeza en el respaldo del asiento y se quedó dormido.

* * *

George Flight llamó de nuevo al hotel de Rebus desde el Old Bailey, pero le dijeron que se había «marchado precipitadamente» por la mañana después de preguntar cuál era la mejor combinación para ir a Heathrow.

—Debe de haberse largado asustado por nuestra consumada profesionalidad —comentó el agente Lamb—. A ver, si no.

—Corta, Lamb —gruñó Flight—. Pero no deja de ser extraño. ¿Por qué se habrá ido sin avisar?

—Porque es escochi, y perdone, señor. Se temía seguramente que fuera a hacerle pagar alguna cuenta.

Flight sonrió amablemente, pero pensaba en otra cosa. La noche anterior Rebus había quedado con la psicóloga doctora Frazer, y ahora abandonaba Londres a toda prisa. ¿Qué había ocurrido? Había gato encerrado. Aquello sí que era un misterio. A él le encantaban los misterios.

Había ido al palacio de Justicia para hablar con Malcolm Chambers, que era el fiscal de un juicio contra uno de sus informadores, un confidente bien idiota a quien habían sorprendido con las manos en la masa. Flight le había dicho que casi no había nada que hacer, pero él haría lo que pudiera; aquel hombre le había proporcionado el año anterior informes interesantes que habían servido para meter entre rejas a unos cuantos maleantes, y Flight se veía obligado a echarle una mano. Por eso quería hablar con Chambers, no por influir en él —algo impensable— sino por darle ciertos datos sobre la ayuda facilitada por el informador a la labor policial y a la sociedad, contribución que quedaría anulada si Chambers pedía la máxima pena.

Etcétera.

Era una diligencia incómoda, pero alguien tenía que hacerla y, además, él se sentía ufano de su red de informadores, y pensar que esa red pudiera venirse abajo… bueno, mejor no pensarlo. No pretendía dirigirse a Chambers en plan pedigüeño. Y menos después del fiasco de Tommy Watkiss, que andaba otra vez libre, probablemente contando la historia de la suspensión de la vista en pubs del East End y riéndose con sus amigotes del hecho de que el agente de policía al detenerle hubiera dicho: «Hola, Tommy, ¿qué es lo que ocurre?». Flight dudaba mucho de que Chambers olvidara aquello y no se lo fuera a reprochar toda la vida. Diablos, lo mejor era hacer la petición de una vez y se acabó.

—Hola —era una voz femenina a sus espaldas. Se volvió y se encontró con los ojos de gato y los labios rojos de Cath Farraday.

—Hola Cath, ¿qué haces aquí?

Farraday le explicó que estaba citada en el Old Bailey con el influyente reportero criminal de uno de los periódicos más importantes.

—Está en la sala de vistas cubriendo un caso de estafa —añadió— y él no se aparta mucho de la sala.

Flight asintió con la cabeza y, sintiéndose como descolocado en presencia de ella, vio con el rabillo del ojo que Lamb se regodeaba de su embarazo y eso le hizo armarse de valor para aguantar la inquisitiva mirada de Farraday.

—He leído las noticias que diste para publicación en la prensa —dijo.

—No tengo muchas esperanzas de que surtan efecto —comentó ella cruzando los brazos.

—¿Saben los periodistas que es pura invención?

—Un par de ellos se mostraron suspicaces, pero tienen muchos lectores que ansían detalles sobre el Hombre Lobo —contestó ella bajando los brazos y hurgando en el bolso en bandolera—. Y como todos tienen un director ávido, yo creo que aceptan todo lo que les echemos —sacó un paquete de cigarrillos, encendió uno y, sin ofrecerle, volvió a guardarlo y a cerrar el bolso.

—Bueno, esperemos que dé algún resultado.

—¿Dijiste que fue idea del inspector Rebus?

—Sí.

—Entonces, lo dudo mucho. Después de conocerle, yo no diría que la psicología sea su fuerte.

—¿No? —inquirió Flight sorprendido.

—No tiene ningún fundamento en concreto —terció Lamb.

—Yo no diría tanto —replicó Flight en amparo de Rebus, pero Lamb se limitó a exhibir una de sus sonrisas irónicas. Flight estaba tan cortado como furioso; conocía perfectamente el significado de la sonrisita de Lamb: «No crea que no sabemos que se han hecho muy buenos amigos».

Cath, que había acogido con una sonrisa la interrupción de Lamb, se dirigió a Flight, porque ella no se dignaba a hablar con subalternos.

—¿Todavía anda Rebus por ahí? —inquirió.

Flight se encogió de hombros.

—Ojalá lo supiera, Cath. Lo último que he sabido es que iba camino de Heathrow, pero sin equipaje.

—Ah, bien —comentó ella como alegrándose. Flight alzó de pronto una mano para dirigir un saludo que Malcolm Chambers captó, y displicentemente se dirigió hacia ellos.

Flight no tuvo más remedio que hacer las presentaciones.

—Señor Chambers, le presento a la inspectora Cath Farraday, oficial de enlace con la prensa en el caso del Hombre Lobo.

—Ah —dijo Chambers dándole la mano—. ¿La responsable de esas escabrosas historias de la prensa de hoy?

—Sí —contestó Farraday, con voz melosa muy femenina, un tono desconocido para Flight—. Lo siento si le han estropeado el desayuno.

Y sucedió lo imposible: una sonrisa iluminó el rostro de Chambers. Hacía años que Flight no había visto sonreír al magistrado. Verdaderamente, era una mañana de sorpresas.

—No, no me han estropeado el desayuno —replicó Chambers—. Las encontré muy divertidas —volviéndose hacia Flight, dando a entender que dejaba al margen a Farraday, añadió—: Inspector Flight, puedo dedicarle diez minutos, pues he de volver a la sala. ¿O prefiere que hablemos a la hora del almuerzo?

—Bastará con diez minutos.

—Magnífico. Acompáñeme. Con el joven, si es preciso —añadió mirando a Lamb, que aún se sentía discriminado ante la altiva actitud de Farraday.

Dicho lo cual, echó a andar, marcando ruidosamente los pasos con sus zapatos de suela de cuero. Flight hizo un guiño a Cath Farraday y le siguió, con Lamb furioso y en silencio a la zaga. Farraday sonrió divertida por el embarazo de Lamb y la intervención de Chambers. Ella había oído hablar de él, naturalmente, porque se comentaba que sus alegatos de fiscal eran tan rotundos que tenía una especie de «fans» entre el público asistente a las vistas, por complicadas o aburridas que fuesen, solo por escuchar sus argumentos definitivos. Ni punto de comparación con la camarilla de periodistas que a ella le rodeaban.

Así que Rebus se había marchado corriendo a Escocia… Que le fuera bien.

—Perdone. —Era una mujer baja, anodina, de mediana edad, llevaba una capa negra y le sonreía. Ella entrecerró los ojos y frunció el entrecejo—. ¿Por casualidad es usted jurado de la sala ocho?

Farraday sonrió y sacudió la cabeza.

—Ah, bien, disculpe —añadió la ujier mientras se alejaba.

En el ámbito de la ley existía lo que llamaban jurado discordante, cuyos miembros no alcanzan consenso para el veredicto, y también había ujieres, quienes se congratulaban de que algunos miembros del jurado impidieran el veredicto. Farraday dio media vuelta sobre sus altos tacones rumbo a su cita. ¿Recordaría Jim Stevens que tenían una cita? Era buen periodista, pero a veces su memoria era un desastre, y más ahora que iba a ser padre.

* * *

Rebus disponía de tiempo de sobra en Glasgow. De sobra para acercarse al Horseshoe Bar o dar un paseo por Kelvinside, o incluso llegarse al Clyde. Tiempo de sobra para ver a un viejo amigo, suponiendo que tuviera alguno. Glasgow cambiaba. En los últimos años, Edimburgo había crecido, pero Glasgow no había parado de ponerse en forma. Tenía ahora un aspecto tonificante y atlético, con una auténtica marcha y no el paso vacilante de beodo que era la impresión que dio durante muchos años.

No todo era encomiable, porque parte del carácter de la ciudad se había perdido. Aquellas rutilantes tiendas nuevas, vinaterías y nuevos bloques de oficinas eran de una calidad homogénea; en cualquier ciudad próspera del mundo había edificios así, con un aura dorada de uniformidad. No es que él lo lamentara; cualquier cosa mejor que el viejo pantanal del Glasgow de los años cincuenta, sesenta y setenta. Y la gente era más o menos igual: directa pero con un maravilloso humor ácido. Los pubs no habían cambiado mucho, aunque la clientela vistiese ropa más cara y más a la moda y el menú incluyese chili o lasaña aparte de los platos tradicionales.

Rebus comió dos empanadillas en un pub apoyando la pierna izquierda en el reposapiés de latón. Por hacer tiempo. El avión había aterrizado a su hora, el coche le estaba esperando ya y el trayecto a Glasgow fue rápido. A las doce y veinte estaba en el centro y hasta las tres no tenía que comparecer ante el tribual.

Tiempo de sobra.

Salió del pub y echó a caminar por lo que esperaba fuese un atajo (aunque no iba a ningún lugar en concreto), una calle adoquinada que le llevó a unas arcadas de puente de ferrocarril, almacenes en ruinas y un solar sembrado de detritus y lleno de gente que daba vueltas, pero en ese momento se percató de que lo que había tomado por montones de basura en el suelo mojado eran en realidad artículos en venta. Había ido a parar a un mercadillo, un mercadillo de indigentes. Había aquí y allá fardos de ropa húmeda y sucia junto a los cuales los vendedores se calentaban sin decir palabra moviendo simplemente los pies, aunque vio uno o dos conatos de fogata en torno a los cuales se agolpaban grupos. Era un ambiente deprimente, de toses fuertes, secas, de estornudos, pero casi no se oían conversaciones. Algunos punks, con sus llamativas crestas mohicanas, cual loros en jaulas de gorriones, daban vueltas sin verdadera intención de comprar; los del mercadillo los miraban con suspicacia, como si fueran turistas, turistas de mierda.

Bajo las arcadas, tenderetes y puestos en tableros sobre caballetes formaban estrechos pasillos. Allí el olor era peor, pero a Rebus le atrajo la curiosidad. En ningún supermercado de las afueras se habría visto tal diversidad de artículos: gafas rotas, transistores viejos (con algún botón de menos), lámparas, sombreros, cubertería enmohecida, bolsos y monederos, juegos de dominó incompletos y naipes. En un puesto vendían únicamente pastillas de jabón usadas, la mayoría, con toda seguridad, procedentes de servicios públicos. En otro, ofrecían dentaduras postizas; un viejo, con un temblor casi incontrolable en las manos, había encontrado una del maxilar inferior pero no daba con la correspondiente del maxilar superior. Rebus se alejó con una mueca de asco mientras los mohicanos abrían el estuche de un juego de Cluedo.

—Eh, tío —dijeron al del puesto—, aquí faltan las armas. ¿Y el puñal, la pistola y todo lo demás?

El hombre lanzó una mirada a la caja abierta.

—Improvisadlas —replicó.

Rebus sonrió y siguió su camino.

Londres era muy distinto a aquello. Era más agobiante, las cosas iban a toda velocidad, el estrés y las prisas reinaban por doquier; iba uno en coche de A a B, a comprar comestibles o salir por la noche, y todo se convertía en una actividad agotadora. Para él, los londinenses tenían un genio muy vivo; allí, por el contrario, la gente era estoica, sacaba a relucir su humor como barrera frente a todo lo que los londinenses afrontaban con enfado. Era un mundo aparte. Civilizaciones distintas. Glasgow había sido la segunda ciudad del imperio y la primera ciudad de Escocia a lo largo del siglo XX.

—Señor, ¿tiene un pitillo?

Era uno de los punks que se le había acercado, y Rebus vio que era una chica, aunque él los había tomado a todos por varones debido a su pinta.

—No, lo siento. Me estoy quitando y…

Pero ella ya se alejaba en busca de otro, quien fuese, que pudiera satisfacerla de inmediato. Rebus miró el reloj. Eran las dos pasadas y tal vez tardase media hora en llegar al tribunal. Los punks seguían discutiendo sobre las piezas que faltaban del Cluedo.

—¿Cómo se puede jugar con algo en que faltan piezas? ¿Me entiende lo que le digo, amigo? ¿Y el coronel Mustard? Y, además, el tablero está partido. ¿Cuánto pide por ello?

El que discutía con el vendedor era alto y delgadísimo, físico que acentuaba su atuendo de color negro de la cabeza a los pies. «Un tirillas», que habría dicho el padre de Rebus. ¿Era el Hombre Lobo gordo o delgado?, ¿alto o bajo?, ¿joven o viejo?; ¿tendría alguna profesión?, ¿esposa?, ¿o —bueno— marido? ¿Sabía alguien próximo a él lo que hacía y guardaba el secreto? ¿Cuándo volvería a actuar?, ¿dónde? Lisa no había sido capaz de responder a esos interrogantes. Tal vez Flight tuviera razón respecto a la psicología. Gran parte de ella eran simples hipótesis, como un juego en el que faltan piezas y nadie conoce las reglas, y hay veces en que uno acababa jugando un juego totalmente distinto al original, un juego de inventiva propia.

Era lo que él necesitaba: nuevas reglas en su juego contra el Hombre Lobo. Reglas con las que adquirir ventaja; los artículos de prensa eran un comienzo, pero solo si el Hombre Lobo movía ficha.

Tal vez Cafferty se librara esta vez, pero ya habría otra ocasión. El tablero siempre estaba listo para una nueva partida.

* * *

Rebus testificó y salió del tribunal hacia las cuatro. Devolvió el expediente del caso al chófer, un policía de mediana edad calvo, y se acomodó en el asiento del pasajero.

—Ténganme al tanto de los resultados del juicio —dijo, y el chófer asintió con la cabeza.

—¿Vamos directamente al aeropuerto, inspector?

Era curioso lo sarcástico que sonaba el acento de Glasgow. Con aquella simple pregunta, el sargento había conseguido que Rebus se sintiera inferior de algún modo. La verdad era que no existía una gran simpatía entre la costa este y la oeste, cual si hubiese un muro entre las dos regiones, una guerra fría permanente. El chófer repitió la pregunta alzando la voz.

—Exacto. La policía de Lothian y Borders se pasa la vida en jet —contestó Rebus en el mismo tono.

* * *

Cuando llegó al hotel en Picadilly le zumbaban los oídos. Necesitaba una noche de descanso; a solas. No había llamado a Flight ni a Lisa, pero lo haría al día siguiente. De momento no quería hacer nada.

Había sido una semana tremenda y eso que solo había transcurrido la mitad. Tomó dos paracetamoles del frasco que había llevado con medio vaso de agua tibia del grifo. Sabía horrible. ¿Sería cierto que el agua de Londres llegaba cargada de meados al consumidor? Le notaba un sabor oleaginoso, distinto al sabor neutro de la de Edimburgo. Meados. Miró el equipaje, pensando en la cantidad de cosas que había traído, cosas inútiles que no iba a utilizar. Ni siquiera había tocado apenas la botella de whisky.

Sonaba un teléfono. El suyo; pero aguantó sin contestar quince segundos seguidos. Finalmente, con un gruñido, lo descolgó de la pared, dio con el auricular y se lo arrimó al oído.

—Más vale que sea algo bueno.

—¿Dónde coño estaba? —Era la voz de Flight, intranquilo y airado.

—Buenas noches, George.

—Ha habido otro asesinato.

Rebus se sentó en la cama y balanceó las piernas.

—¿Cuándo?

—Hace una hora encontraron el cadáver. Y hay otra cosa —hizo una pausa—. Hemos cogido al asesino.

Rebus se puso en pie.

—¿Qué?

—Lo cogimos cuando escapaba a la carrera.

A Rebus casi le fallaron las piernas, pero afirmó las rodillas.

—¿Es él? —inquirió con un tono de voz bajo y poco natural.

—Podría serlo.

—¿Desde dónde me llama?

—Desde la comisaría. Lo hemos traído aquí. El homicidio fue en una casa de Brick Lane, cerca de Wolf Street.

—¿En una casa?

Era una sorpresa, porque los otros asesinatos los había cometido en la calle. Pero, como decía Lisa, la pauta cambiaba.

—Sí —contestó Flight—. Y eso no es todo. El asesino llevaba encima dinero que había robado en la casa, joyas y una cámara.

Otra ruptura del esquema. Rebus volvió a sentarse en la cama.

—Ya entiendo lo que quiere decir —comentó—. ¿Y el método…?

—Idéntico, sin lugar a dudas. Philip Cousins está de camino. Había salido a cenar fuera.

—George, voy al escenario del crimen y después pasaré por ahí.

—Estupendo —dijo Flight como si fuera lo que se esperaba. Rebus cogió papel y bolígrafo.

—Déme la dirección.

—Copperplate Street 110.

Rebus anotó la dirección en el reverso del billete de avión a Glasgow.

—John…

—Diga, George.

—No vuelva a marcharse sin avisar, ¿entendido?

—De acuerdo, George. —Rebus hizo una pausa—. ¿Puedo irme?

—Salga pitando y después nos vemos aquí.

Rebus colgó y sintió que le invadía un profundo cansancio, que le pesaban las piernas, los brazos y la cabeza. Respiró hondo varias veces y se puso en pie; fue al lavabo, se echó agua en la cara y se pasó por el cuello la mano mojada. Alzó la vista y apenas reconoció su imagen en el espejo; suspiró y se apretó las mejillas con las manos abiertas como había visto hacer a Roy Scheider en una película.

—Al rodaje.

* * *

El taxista le fue contando anécdotas sobre los Kray, Richardson y Jack el Destripador, y como iban a Brick Lane, su verborrea aumentó a propósito del tema del «Viejo Jack».

—A la primera prostituta se la cargó en Brick Lane. Y Richardson era un demonio que torturaba a las víctimas en un desguace; se notaba cuando electrocutaba a algún desgraciado porque parpadeaba la bombilla de la verja —añadió conteniendo la risa y volviendo ligeramente la cabeza—. Los Kray iban a beber a ese pub de la esquina, al que también acudía mi hijo pequeño, pero se metía en tantas peleas que le prohibí que volviera. Ahora trabaja en la City, en algo de mensajería, en moto, ya sabe.

Rebus, que iba arrellanado en el asiento de atrás, se agarró al reposacabezas del taxista y se inclinó hacia delante.

—¿Es mensajero en moto?

—Sí, se gana una pasta. El doble de lo que yo saco en una semana, figúrese. Se ha comprado un piso en la zona de los muelles. Bueno, ahora los llaman «Apartamentos de la ribera». Qué gracia. Yo conozco a algunos de los que han trabajado en su construcción y son pura chapuza: tornillos puestos a martillazos y paredes tan finas que casi puedes ver al vecino, y no digamos oírle.

—Un amigo de mi hija trabaja de recadero en la City.

—¿Ah, sí? A lo mejor le conozco. ¿Cómo se llama?

—Kenny.

—¿Kenny? —repitió el hombre sacudiendo la cabeza. Rebus clavó la vista en el punto en que el cabello plateado del taxista desaparecía en el cuello de la camisa—. No, no conozco a ningún Kenny. Kev, sí, y un par de Chrisses, pero Kenny no.

Rebus volvió a arrellanarse en el asiento, diciéndose que ignoraba el apellido de Kenny.

—¿Falta mucho? —inquirió.

—Dos minutos, jefe. Ahora tomaremos por un buen atajo para ganar tiempo, y pasaremos por delante de donde ahorcaron a Richardson.

* * *

En la estrecha calle se había congregado una multitud de periodistas, delante de la casa, en la acera y en la calzada, donde los agentes uniformados contenían a los curiosos. ¿Es que no había en Londres casas con jardín delantero? Rebus no había visto una sola casa con jardín, salvo en el barrio de millonarios de Kensington.

—John —oyó una voz femenina procedente de la piña de periodistas y la vio abriéndose paso hacia él. Rebus hizo seña a la fila de uniformados para que la dejasen pasar.

—¿Qué haces aquí?

Parecía bajo una fuerte impresión.

—He oído un resumen de noticias —dijo con voz ahogada— y pensé que debía venir.

—No sé si ha sido una buena idea, Lisa —replicó Rebus, pensando en el cadáver de Jean Cooper. Si este estaba en las mismas condiciones…

—¿Tiene algún comentario que hacer? —gritó un periodista. Rebus sintió los fogonazos de los fotógrafos y las luces de las cámaras de vídeo. Disparaban también los fotógrafos, ansiosos de captar imágenes para la primera edición.

—Bueno, pasa —dijo Rebus, llevando a Lisa Frazer hacia la puerta del número 110.

Philip Cousins vestía aún el traje oscuro y corbata, adecuadamente fúnebre. Isobel Penny también iba de negro, con un vestido de noche de mangas largas ajustadas, pero no tenía aspecto fúnebre, sino radiante. Al entrar Rebus en el abarrotado cuarto de estar le sonrió y él correspondió con una discreta inclinación de cabeza.

—Inspector Rebus —dijo Cousins—, me dijeron que vendría.

—Nunca me pierdo un cadáver de interés —comentó Rebus secamente. Cousins, inclinado sobre el cadáver, alzó la vista hacia él.

—Y que lo diga —comentó.

Rebus notó un olor que se le pegaba en las fosas nasales y llenaba sus pulmones. Había gente que no lo percibía, pero él sí. Era algo fuerte y salado, intenso, pegajoso, empalagoso. Un olor único en el mundo. Y tras él acechaba otro más suave, como a sebo, a cera y a agua fría. Los dos olores opuestos, el de la vida y el de la muerte. Estaba casi seguro de que Cousins lo percibía, pero dudaba mucho de que Isobel Penny también lo notara.

En el suelo yacía una mujer de mediana edad en un desgarbado ovillo de brazos y piernas. Tenía una puñalada en la garganta, y había señales de resistencia, objetos de adorno rotos y tirados por el suelo y sangrientas huellas dactilares en una pared. Cousins se irguió y lanzó un suspiro.

—Qué poca delicadeza —comentó, mirando hacia Isobel Penny que hacía un esbozo en su bloc de apuntes—. Penny —añadió—, esta noche estás preciosa. ¿No te lo había dicho?

Ella sonrió en silencio, ruborizándose. Cousins se volvió hacia Rebus prescindiendo de la presencia de Lisa Frazer que permanecía callada.

—Se trata de un imitador —dijo con otro suspiro—, pero un burdo imitador. No cabe duda de que ha leído las descripciones de los periódicos, tan minuciosas como inexactas. Yo diría que se trata de un ladrón sorprendido inflagrante, a quien le entró pánico, tiró de cuchillo y se pensó que si simulaba algo que pareciera obra del Hombre Lobo se iría de rositas —volvió a mirar al cadáver—. Una chapuza. Imagino que habrá los consabidos buitres a la espera.

Rebus asintió con la cabeza.

—Cuando yo llegué había una docena de periodistas, y ahora, seguramente, el doble. Ya sabemos lo que quieren oír, ¿no?

—Me temo que se llevarán una decepción —dijo Cousins mirando el reloj—. No vale la pena que vuelva a esa cena. Lástima que nos perdamos el oporto y el queso, porque era una mesa excelente. ¿Quiere examinar algo? —añadió con un ademán hacia el cadáver—. ¿O lo envolvemos ya, por así decir?

Rebus sonrió. Era un humor tan negro como el traje que vestía, pero venía bien en cualquier caso. El olor del ambiente había cristalizado ya en aroma a bistec crudo y salsa marrón de condimento. Negó con la cabeza. Allí no había nada más que hacer; pero afuera iba a montar un número. Flight no se lo perdonaría; ni nadie, en realidad. Pero la inquina era algo bueno; era una emoción, y sin emociones, ¿qué haríamos? Lisa se le había adelantado por el estrecho pasillo, donde un policía trataba torpemente de darle ánimos, según vio Rebus al salir del cuarto: ella sacudía la cabeza, serenándose.

—Estoy bien —dijo.

—La primera vez causa mucha impresión —comentó Rebus—. Vamos, voy a intentar un truco psicológico con el Hombre Lobo.

El grupo de periodistas y fotógrafos había aumentado notablemente, sumándosele algunos aficionados. Los policías uniformados, agarrados entre sí del brazo, formaban una barrera infranqueable. Empezaron las preguntas: ¡Eh, oiga! ¿Puede decirnos quién es usted? Estaba presente en el canal, ¿verdad? Haga alguna declaración. Díganos algo… Es el Hombre Lobo, ¿verdad? ¿Qué datos puede darnos…?

Rebus avanzó a escasos centímetros del grupo con Lisa a su lado. Un periodista se inclinó hacia ella a preguntarle el nombre.

—Lisa, Lisa Frazer.

—¿Trabaja en este caso, Lisa?

—Soy psicóloga.

Rebus carraspeó ruidosamente. Los periodistas, como monos en una perrera, se calmaron de inmediato al ver que les llegaba la comida, y, al alzar él los brazos, todos callaron.

—Un breve comunicado, caballeros —dijo.

—¿Puede primero decirnos quién es usted?

Rebus negó con la cabeza. De todos modos, no importaba; no tardarían en enterarse. ¿Cuántos polis escoceses intervenían en el caso del hombre Lobo? Flight lo sabía, Cath Farraday lo sabía y los periodistas se enterarían. Daba igual. Un reportero, incapaz de contenerse, hizo la pregunta.

—¿Lo han cogido? —Rebus trató de detectar quién era, pero todos los rostros inquirían lo mismo—. ¿Es el Hombre Lobo?

Esta vez Rebus asintió con la cabeza.

—Sí —contestó con énfasis—. Es el Hombre Lobo. Lo hemos cogido.

Lisa le miró atónita.

Llovieron más preguntas entre gritos y chillidos, pero la cadena de agentes no cedía y a nadie se le ocurrió sortearla por un extremo. Rebus dio media vuelta y vio a Cousins e Isobel Penny inmóviles en la puerta de la casa, incapaces de dar crédito a lo que acababan de oír. Él les dirigió un guiño y se encaminó con Lisa al taxi que seguía esperando. El taxista dobló el periódico y lo guardó en el lateral del asiento.

—Sí que los ha alborotado, jefe. ¿Qué les ha dicho?

—Poca cosa —contestó Rebus, arrellanándose en el asiento y sonriendo a Lisa Frazer—. Unas mentirijillas.

* * *

—¡Mentirijillas!

Ahora sabía bien lo que era Flight enfadado de veras.

—¡Mentirijillas! —repitió sin acabar de creérselo—. ¿Llama a eso mentirijillas? Cath Farraday se ha puesto como una fiera tratando de apaciguar a esos cabrones. Son como animales en celo. ¡La mitad de ellos están decididos a publicarlo! Y usted lo llama «mentirijillas». Está chiflado, Rebus.

Ah, volvía a llamarle Rebus. Bueno, daba igual. Recordó que habían quedado para cenar juntos aquel día, pero dudaba mucho que la invitación siguiera en pie.

George Flight había interrogado al asesino y paseaba de arriba abajo por el pequeño despacho con las mejillas encendidas y la corbata floja sobre la camisa medio abotonada. Rebus sabía que detrás de la puerta estarían escuchando los agentes, atemorizados y regocijados a medias: temor por el enfado de Flight y regocijo porque era a él solo a quien echaba la bronca.

—Es el no va más —exclamó Flight cediendo un decibelio en el tono de cólera—. ¿Con qué derecho…?

Rebus dio un palmetazo sobre el escritorio. No aguantaba más.

—Le diré con qué derecho, George. El derecho que me confiere el Hombre Lobo para hacer lo que mejor considere.

—¡Lo mejor! —replicó Flight como si fuera una nueva ofensa—. Lo que me quedaba por oír. ¿Dar a la prensa una sandez como esa se supone que es lo «mejor»? ¡Por Dios, no quiero ni pensar qué considerará lo «peor»!

Rebus replicó en el mismo tono de voz que Flight, elevándolo incluso.

—Anda suelto por ahí riéndose de nosotros, y como parece ser que conoce los pasos que damos, nos la juega como quiere —apostilló Rebus, calmándose al ver que Flight escuchaba, que era lo que él pretendía—. Hay que sulfurarle, hacerle que asome la oreja en su escondite para que sepamos qué cojones hacer. Hace falta cabrearle, George. Que se cabree, no con el mundo, sino con nosotros. Y cuando asome la cabeza se la arrancamos de un bocado.

»Ya le hemos acusado de todo, desde gay hasta caníbal. Y ahora divulgamos a los medios que lo hemos cogido. —Rebus llegaba al punto de conclusión en defensa de su tesis, y disminuyó el tono de voz—. Yo no creo que sea capaz de aguantarlo, George. De verdad que no. Creo que tendrá que establecer contacto con nosotros. A través de la prensa o directamente. Para que nos enteremos.

—O volverá a matar —replicó Flight—. Así seguro que nos enteraremos.

Rebus sacudió la cabeza.

—Si vuelve a matar, no decimos una palabra. Bloqueo absoluto de los medios de comunicación. Se queda sin publicidad y todo el mundo sigue pensando que lo hemos cogido. Tarde o temprano tendrá que asomar la oreja.

Rebus se había calmado del todo, igual que Flight. Flight se pasó las manos por las mejillas hasta la mandíbula. Miraba al infinito, reflexionando. Rebus estaba seguro de que el plan daría resultado. Podría tardar, pero daría resultado. Entrenamiento básico del SAS: si no localizas al enemigo, haz que el enemigo venga a ti. Además, era el único plan que tenían.

—John, ¿y si la publicidad le trae sin cuidado? ¿Publicidad o falta de publicidad?

Rebus se encogió de hombros. No sabía qué decir. Solo se basaba en casos pasados y en su propio instinto.

Finalmente, Flight sacudió la cabeza.

—Vuelva a Edimburgo, John —dijo en tono cansino—. Váyase.

Rebus le miró a la cara sin parpadear, esperando que dijera algo más. Pero George Flight se dirigió a la puerta, la abrió y salió cerrándola tras él.

Se había acabado. Rebus se relajó con un largo suspiro. Vuelva a Edimburgo. ¿No era lo que todos estaban deseando? ¿Laine, Lamb y el resto? Quizá Flight también. Incluso él mismo. Ya había pensado él que allí no tenía nada que hacer. Bien, pues si no hacía nada, ¿por qué no volver a Edimburgo?

La respuesta era simple: porque estaba colgado con el caso. No tenía escapatoria. Aquel Hombre Lobo, sin rostro, sin cuerpo, le tenía puesta la hoja de un cuchillo junto a la oreja, dispuesto a cortársela. Además, estaba Londres, con sus cosas. Rhona, Sammy. Sammy y Kenny. Que no se le olvidara el asunto Kenny.

Y Lisa.

Lisa por encima de todo. La había acompañado en taxi a su casa; estaba muy pálida, pero insistió en que se encontraba bien y en que él continuara con el taxi; que la llamara para comprobar si realmente estaba bien. ¿Y decirle que se marchaba? No, no, tenía que habérselas con Flight. Abrió la puerta y fue a la sala de operaciones. Flight no estaba allí. Rostros llenos de curiosidad le miraron desde las mesas, teléfonos, gráficas y fotos en las paredes. Él no miró a nadie, y menos a Lamb, que sonría emboscado tras un sobre marrón sin quitarle ojo.

Encontró a Flight fuera, en el vestíbulo, hablando con el sargento de servicio, que asintió con la cabeza y se alejó. Rebus vio que Flight, derrengado, se apoyaba en la pared, restregándose de nuevo la cara. Se acercó despacio para no robarle aquel breve momento de paz y sosiego.

—George —dijo.

Flight alzó la vista y sonrió ligeramente.

—Es incapaz de ceder, ¿eh, John?

—Lo siento, George, tendría que haberle avisado antes de largarme tan intempestivamente. Bloquee la noticia, si quiere.

Flight soltó una breve carcajada forzada.

—Demasiado tarde. La han difundido ya por la radio local, y el resto de las emisoras seguirá el ejemplo. La repetirán en todos los noticiarios de mediodía. Es su bola de nieve y ya está rodando cuesta abajo, John. Ahora solo nos queda ver cómo va haciéndose cada vez más grande. Cath se le va a tirar a la yugular, amigo —añadió apuntándole al pecho con un dedo—. Porque es a ella a quien le cae el marrón de disculparse con los periodistas y volver a recuperar su confianza. Y si alguien puede hacerlo es precisamente ella, la inspectora Cath Farraday —añadió, instándoselo con el dedo erguido—. Bueno —espetó mirando el reloj—, ya he dejado tiempo de sobra a ese tipo cocerse en su propia salsa. Vuelvo al cuarto de interrogatorios.

—¿Qué tal va? —preguntó Rebus.

Flight se encogió de hombros.

—Canta como Grace Fields. No podíamos pararle. Cree que le vamos a colgar todos los crímenes del Hombre Lobo y nos cuenta todo lo que sabe y cosas que inventa, seguramente.

—Dice Cousins que es un remedo hecho para disimular un robo frustrado.

Flight asintió con la cabeza.

—A veces pienso que Philip se ha equivocado de profesión. Este individuo es un ladronzuelo, no el sanguinario Hombre Lobo. Pero hay una cosa interesante: ha confesado que vende lo robado a un amigo nuestro.

—¿A quién?

—A Tommy Watkiss.

—Vaya, vaya.

—¿Me acompaña? —dijo Flight señalando hacia el pasillo que conducía al ascensor.

Rebus negó con la cabeza.

—Tengo que hacer un par de llamadas. Tal vez venga después.

—Como quiera.

Rebus le contempló alejándose. A veces era pura cabezonería lo que impulsaba a los seres humanos a persistir cuando cuerpo e intelecto les conminaban a rendirse. Flight era como un futbolista en la prórroga del partido. Rebus esperaba poder ver el final del juego.

Al cruzar de nuevo la sala de operaciones, todas las miradas se clavaron en él, la de Lamb sobre todo, con ojos relucientes y burlones, escudado tras unos folios. Del despacho llegaba un extraño ruido como de claqué. Abrió la puerta y sobre el escritorio vio un juguete: unas grotescas mandíbulas de plástico sobre dos pies exagerados, con encías rojas y dientes blancos brillantes; los pies giraban con un zumbido en el sentido de las agujas del reloj en movimiento simultáneo con los dientes, abriéndose y cerrándose. Tac, tac, tac, tac.

Enfurecido por aquella broma, se llegó a la mesa, cogió el simulacro y, apretando sus propios dientes, lo partió en dos, pero los pies continuaron moviéndose hasta que se acabó la cuerda del resorte. Pero Rebus ni se percató, absorto en aquel maxilar dividido en dos mitades, superior e inferior. A veces las cosas no eran lo que parecían. El punk del mercadillo de Glasgow resultó ser una chica. En el mercadillo vendían dentaduras postizas, dentaduras postizas de plástico; a granel, como en las ofertas de supermercado. A escoger. ¡Dios, tenía que haberlo pensado antes!

Volvió a cruzar a toda prisa la sala de operaciones. Lamb, indiscutible autor de la broma, parecía dispuesto a hacer algún comentario, pero vio en la cara de Rebus el gesto explícito de «ni se te ocurra». Echó a correr por el pasillo y la escalera, hacia aquel eufemismo llamado cuarto de interrogatorios. «Una persona colabora en la indagación policial». Le encantaban esa clase de eufemismos. Llamó a la puerta antes de entrar. Un agente cambiaba la cinta de la grabadora y Flight se inclinaba sobre la mesa para ofrecer un cigarrillo a un joven despeinado, un joven con cardenales en la cara y los nudillos desollados.

—George —dijo Rebus conteniendo su excitación—, ¿podemos hablar un momento?

Flight apartó la silla ruidosamente de la mesa y dejó el paquete de cigarrillos al alcance del detenido. Rebus sostuvo la puerta abierta para dar a entender a Flight que saliera, pero se le ocurrió algo y miró al joven a la cara.

—¿Conoces a uno que se llama Kenny? —inquirió.

—A montones.

—¿A uno que lleva una moto?

El joven se encogió de hombros y cogió el paquete de cigarrillos. Como no contestaba y Flight aguardaba en el pasillo, Rebus cerró la puerta.

—¿A qué venían esas preguntas? —dijo Flight.

—Puede que no tenga importancia —contestó Rebus—. ¿Recuerda que cuando estuvimos en el Old Bailey alguien voceó en el momento de suspenderse la vista?

—En la galería del público.

—Exacto. Pues bien, yo reconocí la voz. Era un jovenzuelo llamado Kenny, un recadero en moto.

—¿Y qué?

—Que sale con mi hija.

—Ah, ¿y eso le preocupa?

Rebus asintió con la cabeza.

—Sí, un poco.

—Y quiere que yo intervenga.

Rebus esbozó una tenue sonrisa.

—No, nada de eso.

—¿Qué, entonces?

—Hoy estuve en Glasgow testificando, y, como tenía tiempo de sobra, me acerqué a un mercadillo de esos en donde los vagabundos mercan…

—¿Mercan?

—Compran —dijo Rebus.

—¿Y?

—Y había un puesto en el que vendían dentaduras postizas, revueltas; arcadas de arriba y arcadas de abajo, sin ajuste —hizo una pausa para que hicieran efecto sus palabras—. George, ¿hay en Londres un lugar así?

Flight asintió con la cabeza.

—En Brick Lane, por ejemplo. Allí hacen mercado los domingos. En la calle principal venden fruta, verduras y ropa, pero en las bocacalles venden de todo. Toda clase de objetos usados. Es interesante dar una vuelta aunque no se compre nada.

—¿Y allí hay dentaduras postizas?

—Sí —contestó Flight tras pensarlo un instante—. Seguro que hay.

—Pues ha sido más listo de lo que pensábamos, ¿eh?

—¿Quiere decir que las señales de mordiscos no son auténticas?

—Lo que digo es que no son de los dientes del Hombre Lobo. ¿Un arco dental inferior más pequeño que el superior? Serían unas mandíbulas muy extrañas, como las que nos enseñó el doctor Morrison, ¿recuerda?

—No podría olvidarlo. Iba a entregar fotos a la prensa.

—Que es con toda probabilidad lo que pretendía el Hombre Lobo. Va al mercado de Brick Lane, u otro similar, y compra un juego dispar; pero no importa. Y con él deja esas señales de mordiscos.

Flight hizo un gesto despectivo, pero Rebus sabía que su hipótesis había hecho mella en él.

—Tan listo no puede ser —dijo.

—Sí que puede serlo —replicó Rebus—. Lo tenía todo previsto desde un principio… desde antes de empezar. Ha estado jugando con nosotros, como dándonos cuerda, George.

—Pues tendremos que esperar hasta el domingo —añadió Flight pensativo—. Miraremos en todos los puestos hasta encontrar el de las dentaduras postizas y preguntaremos; no puede haber muchos.

—Para averiguar qué individuo compró un juego ¡sin probárselo! —Rebus se echó a reír. Era absurdo, una locura. Pero estaba seguro de que era cierto, y estaba seguro de que el dueño del puesto se acordaría del comprador y les daría una descripción, porque, sin duda, cualquier otro comprador comprobaría el tamaño de las dos piezas. De momento, era la mejor pista que tenían y tal vez la única que necesitaban.

Flight sonrió también, balanceando la cabeza por lo absurdo y grotesco del asunto. Rebus estiró el brazo con el puño cerrado y Flight puso debajo la palma abierta; Rebus abrió el puño y los dientes de plástico cayeron en la palma de la mano de Flight.

—Funciona con cuerda —dijo Rebus—. Y, además, es gentileza de Lamb —hizo una pausa, pensativo—. Pero será mejor que no le digamos nada.

Flight asintió con la cabeza.

—Lo que usted diga, John. Lo que usted diga.

* * *

De vuelta a su despacho, Rebus se sentó y puso una hoja en blanco sobre el escritorio. El Hombre Lobo era muy listo. Listo de sobra. Pensó en Lisa y en su hipótesis de que tal vez hubiera una ficha criminal del asesino. Era posible. Y era posible también que el Hombre Lobo simplemente supiera cómo trabajaba la policía. Así que podía ser policía. O trabajar en el ámbito forense, o ser periodista, militante de derechos civiles, estar adscrito a la judicatura, o escribir guiones para la televisión. También podría simplemente haberse documentado; en las bibliotecas y en las librerías había profusión de casos históricos y biografías de asesinos en las que se explicaba por qué motivo los habían atrapado. Con su sola lectura era posible prevenir la captura. Por más que lo intentaba no lograba reducir las posibilidades. Aquello de los dientes podía ser otro callejón sin salida. Por eso tenían que conseguir que el Hombre Lobo fuera hacia su terreno.

Tiró el bolígrafo, cogió el teléfono y marcó el número de Lisa. Sonaba y sonaba pero no contestaba. A lo mejor se había tomado dos somníferos, había salido a dar una vuelta o tenía un sueño muy profundo.

—¡Gilipollas estúpido!

Miró hacia la puerta abierta. El marco encuadraba a Cath Farraday en su postura preferida, recostada en la jamba con los brazos cruzados, como si quisiera darle a entender que llevaba allí un rato.

—Personajillo imbécil.

Rebus esgrimió una sonrisa.

—Buenas tardes, inspectora. ¿En qué puedo servirle?

—Bien —replicó ella pasando al despacho—, para empezar cierre el pico y conecte el cerebro. Usted nunca ha hablado con la prensa. ¡Nunca! —repitió echándosele encima como si fuera a pegarle.

Rebus apartó la mirada de aquellos ojos capaces de partir en dos a alguien y la fijó en la melena, que también despedía peligro.

—¿Me ha entendido?

—QTDPS —replicó Rebus sin pensar.

—¿Cómo?

—Perfectamente, sí. Perfectamente —añadió él.

Ella asintió despacio con la cabeza, no muy convencida, y tiró un periódico sobre la mesa. Rebus ni había visto que traía un periódico.

Echó un vistazo y vio que la primera página la ilustraba una foto, no muy grande pero de tamaño aceptable, en la que aparecía él hablando con los periodistas y, a su lado, Lisa con actitud nerviosa. El titular era más grande: ¿atrapado el hombre lobo? Cath Farraday dio unos golpecitos sobre la foto.

—¿La tía, quién es? —inquirió.

Rebus sintió que enrojecía.

—Es una psicóloga que colabora en el caso.

Cath Farraday miró a Rebus como si fuese más que imbécil y, a continuación, sacudiendo la cabeza, dio media vuelta para marcharse.

—Quédese con ese periódico. Hay más —dijo.

* * *

Está sentada con el periódico delante. Tiene varios más en el suelo y las tijeras en la mano. En un artículo viene el nombre del policía: inspector John Rebus, y dice que es un «experto» en asesinatos en serie. Y otro artículo menciona que tiene a su izquierda a la «psicóloga policial Lisa Frazer». Recorta la fotografía y con otro corte separa a Rebus de Frazer. Repite varias veces la operación hasta juntar dos montones: uno de John Rebus y otro de Lisa Frazer. Coge una de las fotos de la psicóloga y le corta la cabeza. Sonríe y, acto seguido, se sienta a escribir una carta. Es una carta muy difícil, pero da igual. Tiene mucho tiempo por delante. Todo el tiempo del mundo.