El teléfono despertó a Rebus. Tardó un instante en localizarlo hasta recordar que era de los de pared, a la derecha de la cabecera. Se sentó en la cama, cogiendo con torpeza el auricular.
—Diga.
—¿Inspector Rebus? —Era una voz animosa, desconocida para él. Cogió el Longines (el Longines de su padre) de la mesilla de noche, miró la esfera seriamente arañada y vio que eran las siete y cuarto—. ¿Le he despertado? Lo siento. Soy Lisa Frazer.
Rebus se despejó de inmediato. Verbalmente, cuanto menos; pero siguió sentado medio tumbado, tamborileando en el borde de la cama, y se oyó a sí mismo contestar con voz radiante:
—Hola, doctora Frazer. ¿Qué se le ofrece?
—He estudiado las notas que me entregó sobre el caso del Hombre Lobo. La verdad es que me he pasado casi toda la noche leyéndolas porque no podía dormir de lo interesantes que eran. Tengo algunas observaciones previas.
Rebus tocó la cama y sintió el calor residual. ¿Cuánto hacía que no dormía con una mujer? ¿Cuánto tiempo hacía que no se despertaba por la mañana sin sentirse pesaroso?
—Ah, bien —dijo.
Su risa fue como un surtidor cristalino.
—Oh, inspector, siento haberle despertado. Le llamaré más tarde.
—No, no. No tiene importancia, de verdad. Ha sido una sorpresa en cierto modo, pero estoy bien despierto. ¿Podemos vernos y me explica lo que ha descubierto?
—Por supuesto.
—El caso es que hoy tengo una agenda un tanto cargada —dijo con tono de víctima, y le dio la impresión de que surtía efecto, por lo que jugó su carta de triunfo—. ¿Qué le parece la cena? —añadió.
—Ah, muy bien. ¿Dónde?
—No lo sé —replicó, rascándose un omoplato—. Usted conoce Londres; yo no. Estoy de turista.
Ella se echó a reír.
—Bueno, yo tampoco soy londinense, pero le entiendo. Bien, en ese caso invito yo —dijo en un tono que no admitía réplica—. Y ya tengo pensado dónde. Iré a buscarle al hotel. ¿A las siete y media?
—La estaré esperando.
Qué agradable manera de iniciar la jornada, pensó Rebus, tumbándose de nuevo y mullendo la almohada. Acababa de cerrar los ojos cuando volvió a sonar el teléfono.
—Diga.
—Estoy en recepción, dormilón. Baje de una vez al comedor para invitarme a desayunar.
Clic. Brrr. Rebus colgó el auricular en la horquilla y saltó gruñendo de la cama.
* * *
—¿Por qué ha tardado tanto?
—Creo que no les habría gustado ver a un cliente en pelotas en el comedor. Usted sí que ha venido pronto.
Flight se encogió de hombros.
—Hay cosas que hacer —dijo.
Rebus advirtió que Flight tenía mal aspecto. Las ojeras y la palidez no eran simple falta de sueño. Estaba macilento, con la piel caída como si unos imanes la atrajeran desde el suelo. Pero tampoco él se sentía muy bien; quizás habría cogido algún virus en el metro. Tenía faringitis y le dolía la cabeza. ¿Sería verdad que las grandes ciudades ponen enfermo? En uno de sus ensayos Lisa Frazer sostenía esa tesis y afirmaba que la mayoría de los asesinos en serie eran producto del entorno. No sabía qué decir, pero lo cierto es que tenía en la nariz más moco que de costumbre. ¿Había traído suficientes pañuelos?
—Cosas que hacer —repitió Flight.
Estaban en una mesa para dos. Había poca gente en el comedor y la camarera española, afanosa aún al principio de la jornada, les tomó nota enseguida.
—¿Qué quiere hacer hoy? —preguntó Flight, como si fuera un pretexto para iniciar una conversación, pero Rebus tenía planes concretos que le expuso.
—Lo primero que quiero es ver al marido de María Watkiss, ese tal Tommy. —Flight sonrió y bajó la mirada—. Por simple curiosidad —añadió Rebus—. Y me gustaría hablar con el forense dental, el doctor Morrison.
—Bien, yo le llevaré —dijo Flight—. ¿Qué más?
—Nada más. Esta tarde tengo cita con la doctora Frazer —Flight alzó la mirada con ojos de sorpresa—… para hablar de sus hallazgos sobre el perfil del asesino.
—Vaya, vaya —comentó Flight con sorna.
—He leído los libros que me prestó y creo que podría servirnos en algo, George —dijo Rebus, con cierta reserva por el empleo del nombre de pila, pero Flight no hizo objeciones.
Llegó el café. Flight se sirvió una taza, bebió y se relamió.
—Yo no —dijo.
—No, ¿qué?
—No creo que haya nada válido en esos textos psicológicos. Es todo muy teórico y poco científico. A mí me gustan las cosas tangibles. Un forense dental, es algo tangible, es alguien a quien…
—¿Puedes enseñarle los dientes? —terció Rebus sonriendo—. Perdone el mal chiste, pero, en cualquier caso, no estoy de acuerdo. ¿Cuándo le ha dado algún anatomopatólogo una fecha exacta de muerte? Siempre la señalan con reservas.
—Pero trabajan con hechos, con evidencia física, no con galimatías.
Rebus se reclinó en la silla. Pensaba en un personaje de un libro de Dickens que había leído hacía mucho tiempo, un maestro que exigía hechos y solo hechos.
—Vamos, George —dijo—, estamos en el siglo veinte.
—Exacto —replicó Flight—. Y ya no creemos en adivinos. ¿O sí? —añadió alzando de nuevo la vista.
Rebus hizo una pausa para servirse café. Notaba un picor en las mejillas; seguramente enrojecían. Siempre le sucedía cuando discutía, incluso en discrepancias ocasionales como aquella. Procuró no alterarse para hablar en un tono mesurado y razonable.
—¿Y qué sugiere?
—Lo que sugiero es que el trabajo policial es tesón, John («Sigue utilizando el nombre de pila; buena señal», pensó Rebus), y que los atajos rara vez sirven para algo. Y además no hay que dejar a otros pensar por uno mismo. Le aconsejo que no deje que una mujer guapa se mezcle en su trabajo profesional.
Rebus estaba a punto de protestar, pero vio que no valía la pena. Flight, diciendo lo que pensaba, se había quedado satisfecho. Además, tal vez tuviera razón. ¿Quería verse con Lisa Frazer por razones del caso o porque era Lisa Frazer? No obstante, se sentía obligado a defenderla.
—Escuche —añadió—, ya le he dicho que he leído los libros que me entregó y hay en ellos cosas válidas.
Flight no parecía convencido, como si le retase a que lo demostrara, y nada más comenzar a darle explicaciones, Rebus se dio cuenta que acababa de jugarle el mismo truco que él había aplicado la víspera en el caso del motorista recadero. No había vuelta atrás: tenía que defender a Lisa Frazer, y a sí mismo, aunque lo que ahora estaba diciendo sonara a sus propios oídos flojo y genérico. Y no digamos a oídos de Flight.
—Nos enfrentamos a un hombre que odia a las mujeres. —Flight le miró pasmado—. O que —prosiguió Rebus sin darle tregua— necesita vengarse en las mujeres porque es demasiado débil y medroso para hacerlo con un hombre. —Flight admitió esa posibilidad con una leve inclinación de cabeza—. Muchos de los llamados asesinos en serie —continuó Rebus, cogiendo inconscientemente el cuchillo de la mantequilla— son bastante ambiciosos, pero frustrados; se sienten rechazados por la clase social superior y buscan en ella un blanco.
—¿Cuál? ¿En una prostituta, una dependienta, una oficinista? ¿Quiere decirme que estas son del mismo grupo social? ¿Pretende decirme que el grupo social del Hombre Lobo es inferior al de una furcia? Vamos, John.
—Es una regla general —insistió Rebus, deseando para sus adentros no haber iniciado aquella conversación, mientras daba vueltas al cuchillo—. Tenga en cuenta que uno de los primeros asesinos en serie era un noble francés —espetó bajando la voz y notando que Flight parecía impaciente—. Todo lo que digo está en esos libros. Y en parte tiene sentido; la cuestión es que en el caso del Hombre Lobo nos faltan elementos para ver qué sentido tiene.
Flight apuró otra taza de café.
—Siga —dijo sin entusiasmo—. ¿Qué más dicen los libros?
—Hay asesinos en serie a quienes les encanta la publicidad —dijo Rebus. Hizo una pausa, pensando en un asesino que cinco años atrás le había traído de cabeza—. Si el Hombre Lobo se pone en contacto con nosotros tendremos más posibilidades de darle caza.
—Es posible. ¿Y qué sugiere?
—Sugiero que le tendamos trampas, lazos, que ordene que la inspectora Farraday entregue a la prensa algún comunicado que otro insinuando que el Hombre Lobo es gay o un travestido. O cualquier otra cosa con tal de que conmocione a su conservadurismo, y tal vez eso le fuerce a manifestarse.
Rebus soltó el cuchillo, aguardando una respuesta. Pero Flight, sin ninguna prisa, pasaba un dedo por el borde de la taza.
—No es mala idea —dijo finalmente—, pero me apostaría algo a que eso no lo ha leído en esos libros.
—Quizá no exactamente —replicó Rebus con un encogimiento de hombros.
—Yo creo que no. Bueno, vamos a ver qué le parece a Cath —añadió Flight levantándose—. Mientras, a un nivel más realista, puedo llevarle ahora mismo a ver a Tommy Watkiss. Vamos. Y, por cierto, gracias por el desayuno.
—No hay de qué —dijo Rebus. Advertía que no parecía muy convencido de aquella defensa de la psicología que había desplegado. ¿Pero era a Flight a quien trataba de convencer, o a sí mismo? ¿Era a Flight a quien pretendía impresionar, o a la doctora Lisa Frazer?
Cuando cruzaban el vestíbulo —Rebus cartera en mano—, Flight se volvió hacia él.
—¿Sabe por qué nos llaman el Old Bill? —dijo. Rebus se encogió de hombros—. Hay quien dice que el nombre viene de un antiguo hito de Londres. Por el camino puede irlo pensando.
Sin más palabras, Flight empujó con fuerza la puerta giratoria del hotel.
* * *
El Old Bailey no era lo que Rebus esperaba. Allí estaba la cúpula con la justicia ciega y la balanza, pero gran parte del Palacio de Justicia era de construcción moderna. La seguridad era la tónica: aparatos de rayos X y cubículos con puerta que daban paso de uno en uno al interior del edificio y vigilantes por todas partes.
Recubría las ventanas una lámina adhesiva para que, en caso de explosión, no se desprendieran mortíferos trozos de vidrio, y dentro, los ujieres (todas mujeres) lucían ondeantes y largas capas negras, yendo de un lado a otro en busca de jurados extraviados.
—¿Alguien jurado para el tribunal número cuatro?
—¡Jurados para el tribunal número doce, por favor!
Constantemente se oía requerir por el sistema de altavoces la presencia de algún jurado ausente. Era el principio de una agotadora jornada judicial. Vio testigos que aguardaban fumando, abogados de mirar inquieto hablando en un bisbiseo con clientes de mirada neutra, y agentes de policía a la espera de prestar testimonio.
—Aquí es donde ganamos o perdemos, John —dijo Flight. Rebus no sabía muy bien si se refería a los tribunales o al edificio como un todo. Los pisos superiores alojaban oficinas, vestuarios y restaurantes, pero en aquella planta era donde se juzgaban los casos. A través de varias puertas a la izquierda se accedía al antiguo Old Bailey con su cúpula, un lugar sombrío y más imponente que aquella gran galería de mármol bien iluminada en la que resonaban el crujir de las suelas de cuero, el taconeo de los zapatos femeninos y el rumor constante de las conversaciones.
—Vamos —dijo Flight dirigiéndose hacia una de las salas de juicio, donde habló con el vigilante y un empleado en la puerta antes de entrar con Rebus.
Si en la galería predominaban la piedra y el cuero negro, en la sala de vistas dominaban los paneles de madera y el cuero verde. Tomaron asiento en dos sillas junto a la entrada, al lado del agente Lamb, quien, serio y con los brazos cruzados, se inclinó sin saludarles para susurrar:
—Vamos a encerrar a este cabrón.
Dicho lo cual, recuperó su postura previa.
Al otro extremo de la sala estaban los doce jurados, sentados y ya con caras de aburrimiento e inexpresivas. Al fondo, con las manos apoyadas en la baranda, el acusado: un hombre de unos cuarenta años de pelo corto negro, hirsuto y canoso, de rostro esculpido como en piedra y con el cuello de la camisa abierto como muestra de arrogancia. Aguardaba en el estrado de los acusados sin vigilancia de ningún agente de policía.
A cierta distancia, frente a él, los abogados hojeaban papeles con los pasantes y procuradores. El abogado defensor era un hombre fornido de aspecto cansino y rostro grisáceo (igual que el pelo), que mordisqueaba un bolígrafo barato. El fiscal, por el contrario, tenía aspecto de más aplomo; era alto (y fuerte), iba vestido de punta en blanco e irradiaba un aura de superioridad. Con ademán ostentoso, escribía con una elaborada estilográfica cual si encarnara a Churchill. A Rebus le recordaba los magistrados de la Corona que presentaba la televisión, excepto Rumpole.
La parte superior de la sala alojaba la galería del público, y sobre sus cabezas se oía un rumor sordo de pasos. A Rebus siempre le había preocupado que el público asistente viera tan bien al jurado, pero allí, por su emplazamiento, el público veía a los jurados a sus pies y era más fácil la intimidación y la identificación. Varios casos en los que él había intervenido, al final de la jornada se había acercado a los jurados algún familiar del acusado con un fajo de billetes o con un puño amenazador.
El juez examinó unos papeles con gesto apremiante, mientras al pie de su mesa el secretario hablaba en voz baja por un teléfono. Por lo que tardaba en iniciarse la vista, Rebus se percató de dos cosas. Una, que se trataba de una continuación y que, además, habían presentado al juez algún defecto de forma, que era lo que examinaba en aquel momento.
—¿Ha visto esto? —dijo Lamb tendiendo un tabloide a Flight. Estaba doblado a un cuarto de su tamaño, y Lamb dio unos golpecitos sobre una columna. Flight leyó deprisa, mirando a Rebus una o dos veces antes de pasárselo con una leve sonrisa.
—Tenga, experto.
Rebus leyó el artículo anónimo que básicamente se refería al progreso o ausencia del mismo en la indagación sobre el asesinato de Jean Cooper. Pero el último párrafo era la bomba: «El equipo investigador de lo que ha venido en llamarse “Los asesinatos del Hombre Lobo” cuenta con la ayuda de un experto en homicidios en serie llegado de otro cuerpo de policía».
Rebus miró el periódico sin verlo. ¿Habría sido Cath Farraday? ¿Si no, cómo iba a enterarse el diario? No levantaba los ojos de la página, consciente de que Flight y Lamb le miraban. ¡No podía creérselo: él, un experto! Fuese cierto o no —y no lo era— ahora ya daba igual. Lo que importaba era que esperaban de él resultados, resultados por encima de lo normal. Sin embargo, sabía que no podía aportarlos, y con ello haría el ridículo. Aquellos dos pares de ojos le quemaban el cerebro. A ningún policía diligente le gustaba que ningún «experto» usurpase su puesto. A él no le gustaba. ¡Aquello no le gustaba nada!
Flight advirtió el gesto atribulado de Rebus y sintió compasión; Lamb, por el contrario, sonreía irónico, disfrutando con su angustia. Recogió el periódico que le devolvió Rebus y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.
—Pensé que le interesaría —comentó.
Finalmente, el juez alzó la vista y miró al jurado.
—Señores del jurado —dijo—, presentan a mi atención en el caso de la Corona contra Thomas Watkiss la objeción de que la declaración del agente de policía Mills incluye un párrafo que podría haber causado impresión en la mente de ustedes, influyendo sobre su objetividad.
Así que el del banquillo de los acusados era Tommy Watkiss, el marido de Maria. Rebus volvió a mirarle detenidamente, apartando de su mente el artículo del periódico. Watkiss tenía un rostro extraño; el cráneo sobrepasaba la anchura de los pómulos y la mandíbula era un tanto prolapsa. Tenía aspecto de antiguo boxeador al que le han dislocado varias veces el maxilar. El juez discurría sobre cierto fallo en la argumentación policial, pues la declaración del agente que había detenido al acusado incluía el circunstanciado de que lo primero que dijo al llegar junto a Watkiss fue: «Hola, Tommy, ¿qué ocurre?». Con lo que había dado a entender al jurado que Watkiss era bien conocido por la policía local, dato que podría influir en el enjuiciamiento. Por ese motivo, el juez recusaba al jurado.
—¡Bien por ti, Tommy! —gritó una voz entre el público, rápidamente reprimida por una mirada furiosa del juez. Rebus se preguntó dónde había oído aquella voz.
Al levantarse la sesión, Rebus avanzó unos pasos y alzó la vista hacia la galería del público, donde también la primera fila de asistentes se ponía en pie, y vio entre ellos a un joven con cazadora y pantalones de cuero y casco protector que sonreía a Watkiss y que le dirigía el puño alzado en un gesto de triunfo para, acto seguido, subir la escalera hacia la salida de la galería. Era Kenny, el novio de Samantha. Rebus volvió junto a Flight y Lamb, que le observaban curiosos, pero él centraba ya su atención en el banquillo del acusado. El rostro de Watkiss irradiaba enorme alivio, mientras que el de Lamb exhibía una mirada asesina.
—Qué suerte ha tenido ese puto irlandés —masculló.
—Tommy es tan irlandés como tú, Lamb —comentó Flight flemático.
—¿De qué se le acusaba? —preguntó Rebus, aún perturbado por el artículo de prensa y por la presencia de Kenny en la sala de juicio y su comportamiento. El juez abandonó la sala por una puerta lateral de cuero, acolchada, contigua al estrado del jurado.
—De lo habitual —contestó Lamb, repentinamente calmado—. Violación. Difunta su mujer, él necesitaba otra que hiciera la calle. Así que intentó «persuadir» a una chica vecina de que podía ganar una pasta, pero como ella no aceptó, perdió los estribos y la agredió, el hijo de puta. Nos lo cargaremos en la repetición de la vista. Yo sigo creyendo que a su mujer la mató él.
—Pues encuentra las pruebas —dijo Flight—. En las actuales circunstancias, lo que se me ocurre es que hay cierto agente de policía que merece una buena patada en el culo.
—Sí —dijo Lamb con sonrisa malvada y, como dispuesto a llevar a cabo la sugerencia, salió de la sala en busca del pobre Mills.
—Inspector Flight. —Era el fiscal que venía a paso vivo hacia ellos con unos libros y documentos bajo el brazo izquierdo y que tendió la impoluta mano derecha a Flight, quien la estrechó.
—Hola, señor Chambers. Le presento al inspector Rebus, llegado de Escocia para ayudarnos en las indagaciones del caso del Hombre Lobo.
—Ah, sí, el Hombre Lobo —comentó Chambers con actitud de interés—. Estoy deseando ser el instructor de ese caso.
—Espero que podamos facilitarle la oportunidad —apostilló Rebus.
—Bien —dijo Chambers—, mientras tanto, ya nos cuesta lo nuestro encerrar a ese pez pequeño —añadió mirando hacia el estrado del acusado, vacante ya—. Pero lo intentaremos. Lo intentaremos —repitió con un suspiro, hizo una pausa y añadió en voz baja, dirigiéndose a Flight—: Fíjese bien, George. No me gusta nada que me jodan la marrana los de mi propio bando. ¿Entendido?
Flight enrojeció. El modo en que Chambers le reprendía ni lo habría soñado en su caso el mismísimo director de la policía.
—Que tengan un buen día, caballeros —dijo alejándose, y añadió—: Y buena suerte, inspector Rebus.
—Gracias —replicó Rebus.
Flight contempló cómo Chambers empujaba la puerta, entre balanceos de la cola de la peluca y tremolar de la toga. Al cerrarse la puerta, Flight contuvo la risa.
—Arrogante gilipollas —comentó—. Pero es el mejor fiscal que tenemos.
Rebus comenzaba a pensar si en Londres había algo de calidad inferior. Le habían presentado al «mejor» forense, al «mejor» fiscal, a un equipo de la científica «fantástico», a los «mejores» hombres rana de la policía. ¿Era parte de la arrogancia propia de la urbe?
—Yo creía que hoy en día los mejores letrados trabajaban en el sector comercial —dijo.
—No necesariamente. Solo los realmente codiciosos se dedican a negocios en la City. Además, el ámbito jurídico es una especie de droga para los tipos como Chambers, dado que son excelentes actores.
Sí, Rebus conocía abogados dignos de ganar el Oscar, y había perdido algunos casos más por culpa de su teatralidad que por lo fundamentado de su defensa. Aunque tal vez ganaban la cuarta parte que sus colegas del ámbito comercial, unas cincuenta mil libras escasas al año, se conformaban con tener su público.
Flight se dirigió a la salida.
—Además —añadió—, Chambers estudió varios años en Estados Unidos, y allí les enseñan a ser actores. Aparte de instruirlos en cómo ser unos empedernidos cabrones, y tengo entendido que él fue el primero de su clase. Por eso nos complace que esté de nuestro lado. —Flight hizo una pausa—. ¿Quiere hablar con Tommy?
—¿Por qué no? —replicó Rebus, encogiéndose de hombros.
En el gran vestíbulo vieron junto a un ventanal a Watkiss disfrutando de un cigarrillo y hablando con su abogado, pero en ese momento echaron los dos a andar.
—Mire —dijo Rebus—, he cambiado de idea. Dejemos de momento a ese Watkiss.
—De acuerdo —dijo Flight—. En definitiva, el experto es usted. —Advirtió la mirada hosca de Rebus y se echó a reír—. No se enfade, ya sé que no es ningún experto —añadió.
—Me quita un peso de encima, George —dijo Rebus por decir algo mientras salían del edificio.
Flight volvió a reírse, pero su sonrisa no disipaba su curiosidad por aquel movimiento de Rebus en la sala del tribunal avanzando unos pasos para echar una mirada a la galería del público. Pero si no quería hablar de ello, estaba en su derecho. Ya habría ocasión.
—¿Qué hacemos ahora? —inquirió.
—Vamos a ver a ese dentista —contestó Rebus restregándose la mandíbula.
* * *
Anthony Morrison, que insistió en que le llamaran Tonny, era mucho más joven de lo que Rebus había pensado; no pasaría de los treinta y cinco años y era algo enclenque, por lo que su cabeza de adulto parecía más desarrollada que el resto del cuerpo. Rebus cobró conciencia de que estaba mirándole más de lo debidamente correcto. Por su rostro reluciente, con pelos de barba mal rasurados en barbilla y pómulos, su pelo corto y aquellos ojos de mirada entusiasta, en la calle le habría tomado por un chiquillo de seis años. Desde luego, para ser forense, por simple especialista dental que fuese, el hombre presentaba un enorme contraste respecto a Philip Cousins.
Al saber que Rebus era escocés, Morrison comenzó a discursear sobre la gran deuda de la especialidad forense moderna con los escoceses, «hombres como Glaister, Littlejohn y Sir Sydney Smith» —aunque este, reconoció Morrison, era natural de las antípodas, añadiendo a continuación que su padre era escocés y cirujano y preguntando si Rebus sabía que la primera cátedra británica de medicina forense había sido fundada en Edimburgo. Rebus tuvo que rendirse a la evidencia y admitir su ignorancia.
Morrison les introdujo en su despacho con paso entusiasta y, una vez dentro, su sociable talante se transformó en actitud profesional.
—Ha vuelto a actuar —dijo sin preámbulos, invitándoles a acercarse a la pared de detrás del escritorio donde tenía clavadas con chinchetas diversas fotos de doce por veinticuatro centímetros en blanco y negro y en color, primeros planos muy detallados de las señales de dientes del estómago de Jean Cooper. En ciertas fotografías, un anexo con un resumen de notas sobre los hallazgos técnicos de Morrison remitía mediante una flecha a puntos concretos de la imagen.
—Ahora, por supuesto, ya sé qué indicios buscar —dijo— y pude determinar enseguida que probablemente se trata de los mismos dientes empleados en las anteriores agresiones. Pero también se esboza una pauta, quizás inquietante —añadió acercándose a la mesa y cogiendo otras fotos—. Estas son de la primera víctima. Advertirán que las señales producidas por los dientes no son tan intensas, mientras que en las víctimas segunda y tercera son algo más acusadas. Y ahora… —añadió señalando las últimas fotos.
—Son más fuertes aún —dijo Rebus, y Morrison esgrimió una sonrisa beatífica.
—Exactamente —dijo.
—Se vuelve más violento.
—Si puede calificarse de «violenta» la agresión a alguien ya muerto, inspector Rebus, en cuyo caso, sí, se vuelve más violento, o mejor sería quizá decir más inestable. —Rebus y Flight intercambiaron una mirada—. Salvo esa diferencia en la relativa profundidad de las marcas dentales, poco tengo que añadir a mis hallazgos previos. Es muy probable que los dientes sean protésicos…
—¿Falsos, quiere decir? —le interrumpió Rebus. Morrison asintió con la cabeza—. ¿Cómo lo sabe?
Morrison volvió a esgrimir una sonrisa de oreja a oreja de niño prodigio encantado de lucirse ante los profesores.
—¿Cómo podría explicárselo a un profano? —Hizo una pausa un instante como reflexionándolo—. A ver: los dientes de una persona… los suyos, por ejemplo, inspector Rebus —y por cierto, debería ir al dentista— se desgastan con el paso del tiempo; el borde cortante se astilla y se erosiona. Mientras que el borde de los dientes falsos suele ser más uniforme, más redondeado. Particularmente en los incisivos, la arista es menos cortante y está menos astillada, menos agrietada.
Rebus, sin abrir la boca, se pasó la lengua por los dientes. Era cierto, parecían una sierra. Hacía diez años o más que no iba al dentista; no había tenido necesidad, pero Morrison acababa de llamarle la atención. ¿Tan mal aspecto tendrían?
—Bien —continuó Morrison—, por tal motivo, aparte de otros muchos, yo diría que el asesino usa dentadura postiza. Pero, además, es una dentadura muy extraña.
—¿Ah, sí? —inquirió Rebus, tratando de hablar sin mostrar su depauperada dentadura a Morrison.
—Al inspector Flight ya se lo he explicado —añadió Morrison con una pausa para que Flight asintiera— pero se lo expondré en pocas palabras: los dientes del maxilar superior presentan una curva de mordedura mayor que los del inferior. Por mis mediciones, he llegado a la conclusión de que la persona que lleva esa dentadura postiza debe de poseer una extraña configuración facial. Ya hice varios bocetos, pero he elaborado algo mejor. Me alegro de que hayan venido esta tarde —añadió acercándose a un armario que abrió. Rebus miró a Flight, quien se limitó a encogerse de hombros. Morrison volvió a acercarse a ellos con un objeto grande en la mano derecha tapado con una bolsa de papel de compras.
—¡Miren, la cabeza del Hombre Lobo! —dijo levantando la bolsa. El silencio que se hizo permitió oír el ruido del tráfico en la calle. Rebus y Flight, sin saber qué decir, se aproximaron al jubiloso Morrison, absorto en su creación. Oyeron en la calle un súbito frenazo.
—Es el Hombre Lobo —repitió Morrison, sosteniendo en la mano aquella reconstrucción de cabeza humana, en escayola rosa pálido, al entender de Rebus—. Prescindan de la nariz respingona —añadió Morrison—, ya que es una simple especulación en base al promedio de mediciones a partir de los maxilares. Pero considero que los maxilares son muy exactos.
Unos maxilares realmente extraños. La protuberancia de los dientes del superior configuraba por debajo de la nariz una piel tensa y abombada, y en el maxilar inferior estaban como retraídos, cual en un ejemplar de Neandertal, y casi quedaban ocultos. Tenía una barbilla atrofiada con pómulos protuberantes a la altura de la nariz y mejillas chupadas. Un rostro increíble que Rebus no pensaba haber visto jamás en la realidad. Claro que no era la realidad, sino una reconstrucción producto de la interpretación a partir de un promedio de medidas. Flight lo miraba fascinado como queriendo aprendérselo de memoria, y Rebus tuvo el nefasto presentimiento de que fuera a ocurrírsele divulgar una foto en la prensa y capturar al primer desgraciado que encontrase de fisonomía parecida.
—¿Usted lo calificaría de deforme? —inquirió Rebus.
—Cielos, no —replicó Morrison riendo—. Usted no ha visto algunos casos médicos que a mí me han caído en suerte. No, no puede calificarse de deforme.
—Para mí que es como míster Hyde —comentó Flight.
A ese no me lo nombres, pensó Rebus.
—Tal vez —dijo Morrison riendo de nuevo—. ¿Y usted, inspector Rebus? ¿Qué cree?
Rebus volvió a examinar la escayola.
—Tiene aspecto prehistórico —dijo.
—¡Ajá! —asintió Morrison entusiasta—. Eso es lo primero que pensé yo. Especialmente por el maxilar superior prolapso.
—¿Cómo distingue las señales del maxilar superior? —preguntó Rebus—. ¿No podría ser al revés?
—No, estoy seguro. Las mordeduras concuerdan muy bien. Salvo en la tercera víctima.
—No me diga.
—Sí, en la tercera víctima eran muy raras. Las señales inferiores, es decir la curva más pequeña, sobresalía de la curva superior. Como puede imaginar por la escayola, el asesino debió de hacer una extraordinaria contorsión con la cabeza para dar esa clase de mordisco.
Morrison imitó el movimiento, abriendo la boca, alzando la cabeza y avanzando el maxilar inferior, para fingir con los dientes la curva predominante.
—Los otros mordiscos, el asesino los practicó más bien así. —Volvió a hacer un remedo retrayendo los dientes del maxilar superior y mordiendo de forma que se cerraran sobre los del inferior de forma homogénea.
Rebus sacudió la cabeza. Aquello no aclaraba nada, si acaso lo complicaba. Señaló la escayola con la barbilla.
—¿Cree en serio que el hombre que buscamos tiene ese aspecto?
—El hombre o la mujer, sí. Por supuesto, he exagerado un poco en la escayola, pero es más o menos así.
Rebus dejó de escuchar a partir de la primera aseveración.
—¿Qué quiere decir con lo de «o la mujer»? —inquirió.
Morrison se encogió de hombros exageradamente.
—Bueno, eso ya lo comenté con el inspector Flight. A mi entender, basándonos puramente en la evidencia dental, podría tratarse tanto de una mujer como de un hombre. La fila superior de dientes me parece muy masculina, a juzgar por el tamaño y otros rasgos, pero la inferior, por igual motivo, parece muy femenina. ¿Un hombre con maxilar inferior femenino, o una mujer con maxilar superior masculino? —dijo con otro alzamiento de hombros—. Elija usted.
Rebus miró a Flight, que sacudía despacio la cabeza.
—No —dijo este—. Es un hombre.
Rebus no había considerado la posibilidad de que la autora de los asesinatos fuera una mujer. No se le había pasado por la cabeza. Hasta aquel momento.
¿Una mujer? Improbable, pero no imposible. Flight lo descartaba de entrada, pero ¿basándose en qué? Él había leído la noche anterior que un elevado número de asesinos en serie eran mujeres, pero ¿apuñalaría una mujer de aquella manera? ¿Podría una mujer dominar a víctimas de peso y fuerza similar a los suyos?
—Me gustaría tener unas fotografías de esto —dijo Flight, que había cogido la escayola y volvía a examinarla.
—Naturalmente —dijo Morrison—, pero no olvide que es tan solo una hipótesis sobre el aspecto de la cabeza del asesino.
—Le estamos muy agradecidos, Tonny. Gracias.
Morrison se encogió de hombros modestamente, pero le agradaba el cumplido.
Rebus era consciente de que a Flight le había convencido aquel número de destapar la cabeza y el resto, pero para él no pasaba de ser algo teatral más que una verdad tangible, un acto espectacular para salas de juicios, y seguía convencido de que para atrapar al Hombre Lobo tenían que meterse en su cabeza y no jugar con sucedáneos.
Meterse en la cabeza del hombre o de la mujer.
—¿Bastarían las señales dentales para identificar al asesino?
Morrison reflexionó un instante antes de asentir con la cabeza.
—Sí, creo que sí. Si me traen al individuo, sea hombre o mujer, creo que puedo demostrar que es el asesino.
Rebus insistió:
—¿Pero se lo aceptaría el tribunal?
Morrison cruzó los brazos y sonrió.
—Yo podría deslumbrar al jurado con datos científicos —dijo, y volvió a ponerse serio—. No, por sí solas no creo que mis pruebas bastaran para una condena. Pero como parte de otra serie de evidencias, creo que habría un cincuenta por ciento de posibilidades.
—Suponiendo que pudiéramos llevar a ese cabrón ante los tribunales —añadió Flight muy serio—. No es la primera vez que ocurre un accidente en la cárcel.
—Suponiendo —terció Rebus— que podamos atraparlo, antes que nada.
—Eso, caballeros —añadió Morrison—, depende exclusivamente de sus hábiles manos. Baste con decir que deseo hacer la presentación de mi obra al personaje real —espetó, mimetizando un saludo, moviendo la escayola varias veces de atrás hacia delante, a tal punto que a Rebus le pareció que aquella reproducción se reía de ellos y ponía los ojos en blanco.
Al acompañarlos a la puerta, Morrison puso la mano en el brazo de Rebus.
—En cuanto a sus dientes, hablo en serio —dijo—. Que los vea un dentista. Yo, si quiere, podría hacerlo.
* * *
Cuando regresaron a la comisaría, Rebus fue directamente a los servicios y, frente a un espejo salpicado de jabón, se miró la dentadura. ¡Pero qué decía Morrison! Sus dientes estaban bien. Bueno, sí, uno o dos tenían una mancha oscura vertical, una grieta quizás, y otros tantos estaban sucios por exceso de tabaco y de té. Pero los tenía fuertes, ¿no? No veía la necesidad de taladros y limas. Nada de sillón de dentista, pinchazos y esputos sanguinolentos.
De vuelta al escritorio que le habían asignado, garabateó en la libreta. ¿Era Morrison un simple tipo nervioso o el clásico hiperactivo? ¿No estaría loco? ¿O era simplemente su manera de comportarse?
Había muy pocos asesinos en serie que fuesen mujeres. Estadísticamente era improbable. ¿Desde cuándo creía él en estadísticas? Desde que había empezado a leer tratados de psicología la noche anterior en el hotel después de su frustrante visita a Rhona y Samantha. Kenny: ¿qué diablos era aquella relación de Kenny con Tommy Watkiss? ¿Un malhechor risueño el galán de su hija? Olvídalo, John. Esa es una parte de tu vida que ya no controlas. La idea le hizo reír: ¿qué parte de su vida controlaba? Su trabajo era lo único que daba sentido a su vida. Tenía que admitir el fracaso, decirle a Flight que no podía servirles de ayuda y regresar a su Edimburgo en que conocía bien a los malhechores y sus delitos: distribuidores de droga, crimen organizado, violencia doméstica, timos.
Un homicidio al mes; regular como la luna. Bueno, un decir, ¿no? Descolgó un calendario de la pared: fotos de Italia, obsequio del bar Gino a la comisaría. El menstruo. ¿Había luna llena el 16 de enero cuando encontraron a María Watkiss? No, pero lo cierto es que no habían descubierto el cadáver hasta dos o tres días después de la muerte. Había habido luna llena el 11 de enero, y en las películas, la luna llena afectaba al Hombre Lobo, ¿no? Pero lo de Hombre Lobo se lo habían puesto por el lugar de Wolf Street, no porque el asesino, o la asesina, matase con luna llena. Estaba hecho un lío; más que nunca. ¿No afectaría la luna a las mujeres por algo peculiar relacionado con la regla?
Mary Jessop: muerta el lunes 5 de febrero, cuatro días antes de otra luna llena; Shelley Richards, el miércoles 28 de febrero, sin ninguna proximidad con luna llena. Morrison decía que ese caso era extraño y que los mordiscos eran distintos. Y Jean Cooper había muerto la noche del sábado 18 de marzo, dos días antes del equinoccio de primavera.
Arrojó el calendario sobre la mesa. No veía ninguna pauta ni relación matemática evidente. ¿A qué jugaba? Aquello no era una película. El protagonista no se ajustaba al guión. No había atajos. Tal vez Flight tuviera razón. Era un trabajo rutinario de tesón y de evidencias científicas. No valía el atajo de la psicología. No podía saber cuándo volvería a actuar el Hombre Lobo. Apenas tenía indicios. Qué poco sabía.
Flight entró en el despacho con aspecto agotado y se dejó caer en una silla, que crujió como en señal de protesta.
—Por fin pude localizar a Cath —dijo—, le expuse su idea y me ha dicho que se lo pensará.
—Ah, pues qué bien.
Flight le dirigió una mirada admonitoria y Rebus alzó las manos en gesto de disculpa. Flight señaló el calendario con la barbilla.
—¿Qué se trae entre manos?
—No lo sé. Poca cosa. Pensé que podría existir una pauta en las fechas en que actuó el Hombre Lobo.
—¿Como las fases de la luna, el equinoccio y cosas así? —inquirió Flight sonriendo; Rebus asintió despacio con la cabeza—. Diablos, John, todo eso ya lo he analizado yo —añadió cogiendo un sobre marrón y lanzándolo hacia Rebus—. Eche un vistazo: he probado con pautas numéricas, distancia entre los lugares de asesinato, medios de transporte posibles… el Hombre Lobo tiene una gran movilidad, ¿sabe?, y creo que utiliza un coche. He intentado establecer una relación entre las víctimas, comprobando a qué colegio fueron, qué bibliotecas frecuentaban, si eran aficionadas al deporte o a las discotecas, o a la música clásica. ¿Y sabe qué? No tienen nada en común, ni un solo elemento que las vincule, salvo el hecho de que son mujeres.
Rebus hojeó el expediente. Era de una minuciosidad impresionante, todo para nada, salvo en honor al detallismo. Flight no había ascendido a su cargo por chiripa, servilismo a sus superiores o por una notable hazaña. Era inspector gracias a su perseverante trabajo.
—Entendido —dijo, y por no parecerle suficiente, añadió—: Es impresionante. ¿Se lo ha enseñado a alguien más?
Flight negó con la cabeza.
—Son hipótesis, John, simples tanteos aleatorios que complicarían la indagación. Además, ¿recuerda la historia del pastor que decía que venía el lobo? Un día llegó de verdad, pero entonces ya nadie le hizo caso.
—No deja de ser un trabajo excelente —dijo Rebus con una sonrisa.
—¿Qué se esperaba? —replicó Flight—. ¿Un mono con jetra? John, yo soy un buen policía. Quizá no sea un experto, pero nunca lo he pretendido.
Rebus iba a replicar, pero optó por fruncir el entrecejo y preguntar:
—¿Qué es jetra?
Flight echó la cabeza hacia atrás riendo.
—Un traje, pánfilo. John, tendremos que enseñarle la jerga de Londres. Una cosa, ¿por qué no salimos esta noche a cenar los dos? Conozco un buen restaurante griego en Walthamstow. —Flight hizo una pausa; le brillaban los ojos—. Sé que es bueno porque he visto mucho trasiego —añadió con sonrisa pícara.
Rebus pensó a toda velocidad.
—¿De griegos?
—¡Muy bien! —exclamó Flight—. Aprende deprisa. Bueno, ¿qué dice? Usted decide: ¿indio, tailandés, italiano…?
Rebus sacudió la cabeza.
—Lo siento, George, pero tengo un compromiso.
Flight enderezó la cabeza.
—¡No! —exclamó—. Va a verse con ella, ¿verdad? La maldita psiquiatra. Se me olvidó que me lo había mencionado en el desayuno. Escocés del demonio; no pierde el tiempo, ¿eh? Viene aquí a robarnos las mujeres —añadió de buen humor, pero Rebus creyó detectar algo más, auténtica tristeza por no poder salir los dos juntos a cenar.
—Mañana, ¿de acuerdo, George?
—Sí, muy bien, mañana —dijo Flight—. Pero le daré un consejo.
—¿Cuál?
—No deje que le tumbe en el diván.
* * *
—No —dijo la doctora Lisa Frazer sacudiendo enérgicamente la cabeza—. Eso son los psiquiatras. Los psiquiatras tienen un diván; los psicólogos, no. Somos como el perro y el gato.
Era guapísima y sin ningún artificio. Iba vestida con sencillez y no llevaba maquillaje; se había peinado hacia atrás, sujetándose el pelo con una cinta. Pero aun así, en su elegante sencillez, estaba despampanante. Tras llegar puntualmente al hotel, echaron los dos a caminar cogidos del brazo por Shaftesbury Avenue, donde él había tenido el incidente con el coche patrulla. Era una tarde cálida y a Rebus le complacía ir paseando con ella. Los hombres los miraban al pasar; en honor a la verdad, la miraban a ella. Incluso le pareció oír un par de silbidos. En cualquier caso, a Rebus le encantaba. Como se había puesto su chaqueta de tweed con camisa sin corbata, de pronto temió que ella fuese a llevarle a algún restaurante elegante donde no dejaran entrar sin corbata. Solo faltaba eso. La ciudad bullía de vida nocturna, en su mayoría adolescentes que consumían bebidas en lata y se hablaban de una acera a otra en medio del tráfico. Los pubs hacían buen negocio y los autobuses circulaban expulsando porquería a la atmósfera. Porquería a la que Lisa Frazer era inmune. Rebus se sentía valeroso, como capaz de parar el tráfico y confiscar las llaves de contacto para que ella caminase sin polución atmosférica.
¿Desde cuándo no se sentía así? ¿De dónde surgía aquella piedra romántica sin pulir? ¿De qué rincón desesperado de su alma? No te acomplejes, John; te acomplejas demasiado. Y nadie mejor que una psicóloga para advertirlo. Actúa con naturalidad; tranquilo, sé tú mismo.
La psicóloga le llevó a Chinatown, unas calles más allá de Shafestbury Avenue, donde había cabinas telefónicas en forma de templos orientales, supermercados donde vendían huevos pasados, puertas pintadas como vestigios de Hong Kong y los nombres de las calles escritos en chino e inglés. Circulaba algún turista que otro, pero la zona peatonal la invadían prácticamente chinos de voz chillona. Era otro mundo, como algo que uno imagina encontrar en Nueva York pero no en Inglaterra. En cualquier caso, incluso desde allí, mirando hacia atrás se veían los teatros de Shafestbury Avenue, los autobuses rojos echando humo y los punks gritando obscenidades con sus voces inmaduras.
—Es aquí —dijo ella, deteniéndose ante un restaurante en la esquina de una calle. Abrió la puerta e hizo ademán de cederle el paso hacia el frescor del aire acondicionado.
Al instante se les acercó un camarero que les condujo a un compartimento discretamente iluminado. Una camarera les sonrió con la mirada al traerles sendas cartas y el camarero volvió con la de los vinos, que dejó junto a Rebus.
—¿Quieren beber algo mientras deciden?
Rebus miró a Lisa Frazer requiriéndole orientación.
—Un gintonic —dijo ella sin pensárselo dos veces.
—Para mí también —dijo Rebus, lamentándolo acto seguido, pues a él no acababa de convencerle el olor a producto químico de la ginebra.
—Estoy muy entusiasmada con este caso, inspector Rebus.
—Llámeme John, por favor. No estamos en la comisaría.
Ella asintió con la cabeza.
—Quiero darle las gracias por haberme dado la oportunidad de analizar la documentación del caso. Creo que ya tengo esbozado un esquema interesante —cogió el bolso de mano y sacó una docena de fichas sujetas con un enorme clip; fichas llenas de una escritura diminuta que él pensó que iba a empezar a leer.
—¿No pedimos primero? —inquirió. Ella no pareció darse por enterada.
—Perdone —dijo—. Es que estoy tan…
—Entusiasmada. Sí, ya me lo ha dicho.
—¿Los policías no se entusiasman cuando descubren algo que les parece una pista?
—Casi nunca —respondió Rebus, fingiendo leer la carta—, somos pesimistas por naturaleza, y hasta que condenan y encarcelan al culpable no nos entusiasmamos.
—Qué curioso —comentó ella. Sin abrir la carta. Había dejado las fichas en la mesa—. Yo pensaba que para realizar el trabajo policial se necesitaba cierto nivel de optimismo, porque sin él no confiaría uno en que fueran a resolverse los casos.
Rebus, sin dejar de mirar la carta, pensó que era preferible que pidiera ella por los dos y alzó la vista para mirarla.
—Yo procuro no pensar en resolver ni en no resolver —dijo— y continúo haciendo mi trabajo paso a paso.
Regresó el camarero con las bebidas.
—¿Han elegido ya? —preguntó.
—Pues no —contestó Rebus—. ¿Nos concede un par de minutos?
Lisa Frazer le miró. Era una mesa pequeña y tenía la mano apoyada en el borde del vaso, a dos centímetros a la izquierda de la suya, y, además, Rebus notaba por debajo de la mesa la presencia de las rodillas, tan próximas a las suyas. Era como si las otras mesas fueran más grandes, y los otros reservados, más iluminados.
—Frazer es un apellido escocés —dijo. Era un rollo inicial como cualquier otro.
—Pues sí —comentó ella—. Mi bisabuelo era de una ciudad llamada Kirkcaldy.
Rebus sonrió: había pronunciado el nombre escocés tal como se escribe; la corrigió y añadió:
—Yo nací y me crié no muy lejos, a ocho o diez kilómetros.
—¿En serio? Qué casualidad. Yo no he ido nunca allí pero mi abuelo me decía que era la patria de Adam Smith.
Rebus asintió con la cabeza.
—Pero no se lo reproche a Kirkcaldy; sigue siendo una bonita ciudad —dijo, cogiendo su vaso y agitándolo y complaciéndose en los chasquidos del hielo contra el vidrio. Lisa leía por fin la carta y habló sin levantar la vista.
—¿Por qué está aquí? —inquirió.
La pregunta cogió a Rebus desprevenido. ¿Se refería al restaurante, a Londres o al planeta?
—Estoy aquí para encontrar respuestas —dijo, complacido con una réplica que podía cubrir las tres posibilidades—. Brindo por la psicología —añadió alzando el vaso.
Ella hizo lo propio, con musical tintineo del hielo.
—Por las cosas paso a paso —dijo.
Bebieron los dos y ella volvió a consultar la carta.
—Bueno, ¿qué pedimos?
* * *
Rebus sabía utilizar los palillos, pero quizás fuese un error haberlos pedido aquella noche, porque de pronto se veía incapaz de servirse un solo fideo o un trocito de pato sin que se le escurriera y cayera en la mesa, manchando de salsa el mantel. Cuantas más veces le sucedía, más frustrado se sentía, y cuanto más frustrado se sentía, más veces ocurría. Finalmente, pidió un tenedor.
—He perdido el control —comentó, y ella sonrió comprensiva (¿o era por simpatía?) y le sirvió más té en la tacita. Rebus notaba que ella estaba impaciente por darle su opinión sobre lo que había descubierto en el caso del Hombre Lobo. Durante el primer plato, una sopa de cangrejo, la conversación fue neutra: el pasado y el futuro, nada del presente. Rebus pinchó con el tenedor un trozo de carne rebelde—. Bueno, ¿qué ha descubierto?
Ella le miró como para confirmar que le daba pie para hablar, y al asentir él con la cabeza, dejó los palillos, quitó el clip de las fichas y se aclaró la garganta. Las fichas no eran para leerlas, tan solo para tenerlas como apuntes.
—Bien, el primer indicio relevante fue esa evidencia de sal en el cadáver de las víctimas —dijo—. Sé que habrá quien piense que es sudor, pero en mi opinión se trata de rastros de lágrimas. Puede deducirse mucho de la relación interpersonal asesino-víctima. Para mí, los restos de lágrimas indican sentimientos de culpabilidad en el agresor, culpabilidad sentida, además, no a posteriori, sino en el momento de la agresión; lo cual confiere al Hombre Lobo una dimensión moral demostrativa de que obedece a un impulso casi en contra de su voluntad, y en lo cual puede haber síntomas de esquizofrenia. Es decir, que el lado oscuro del Hombre Lobo se impone solo en determinados momentos.
Iba a seguir hablando, pero Rebus necesitaba tiempo para captar el sentido de lo que decía y la interrumpió.
—¿Quiere decir que el Hombre Lobo en casi todo momento parece tan normal como usted o como yo?
Ella asintió enérgicamente con la cabeza.
—Sí, exactamente. En realidad, en mi opinión, no es que parezca normal como cualquier otro individuo, sino que es tan normal como cualquiera, y por eso es tan difícil atraparlo. No anda por la calle con un rótulo de «Hombre Lobo» tatuado en la frente.
Rebus asintió despacio con la cabeza, al tiempo que pensaba que su actitud de prestar suma atención a cuanto ella decía le servía de excusa para mirarla cara a cara y recrearse con aquel rostro.
—Continúe —dijo.
Ella volvió hacia abajo una ficha y cogió la siguiente con un suspiro.
—Que las víctimas sean objeto de crueldad excesiva después de muertas indica que el Hombre Lobo no necesita dominarlas. En ciertos asesinos en serie esta faceta de dominio es fundamental, ya que el acto de matar es la única ocasión en que tales individuos se sienten en cierto modo dueños de su vida. Pero no es el caso del Hombre Lobo, puesto que el asesinato es relativamente rápido y ocasiona poco dolor o sufrimiento. En consecuencia, el sadismo no se perfila como una de las características, sino que es más bien para él como un ritual del pasado aplicado al cadáver.
El torrente de palabras, su energía y su entusiasmo por compartir sus descubrimientos aturdían a Rebus. ¿Cómo iba a poder concentrarse teniéndola tan cerca y siendo tan hermosa?
—¿Qué quiere decir?
—Ahora lo verá con mayor claridad —respondió ella haciendo una pausa para dar un sorbo de té. Apenas había tocado el plato, y el montón de arroz de su cuenco estaba casi intacto. Rebus, a su manera, estaba tan nervioso como ella, pero por distinto motivo. Era como si en el restaurante estuvieran ellos dos solos. Solos en aquel reservado. Rebus dio un sorbo de té aún caliente. ¡Té! Habría dado cualquier cosa por un vaso de vino blanco frío.
—Me ha parecido interesante —prosiguió ella— que el forense doctor Cousins opine que la agresión se produce por detrás. Eso significa que son agresiones sin confrontación, y es muy posible que el Hombre Lobo actúe del mismo modo en su trabajo y en su vida social. Existe también la posibilidad de que no sea capaz de mirar a las víctimas cara a cara por temor a que el miedo que les provoca destruya su peculiar imaginario.
Rebus sacudió la cabeza.
—Me he perdido —dijo.
Ella acusó cierta sorpresa.
—En pocas palabras: que actúa por venganza y para él las víctimas representan el individuo contra quien se toma venganza. Si las agrediera cara a cara se daría cuenta de que no son la persona de quien se venga.
Rebus no acababa de entenderlo.
—Entonces, ¿esas mujeres son sucedáneos?
—Exacto, sucedáneos.
Él asintió con la cabeza. Aquello era interesante; lo bastante para apartar la mirada del rostro de Lisa Frazer y reflexionar mejor sobre lo que decía. Quedaba la mitad de las fichas.
—Esto en lo que respecta al Hombre Lobo —dijo ella, pasando a la ficha siguiente—, pero el lugar elegido puede también ser muy explicativo en cuanto a la vida interior del agresor, igual que la edad, el sexo, la raza y la clase social de las víctimas. Habrán advertido que todas son mujeres, mujeres más bien adultas, casi de mediana edad, y que tres de las cuatro eran blancas. Le confieso que no puedo sacar muchas conclusiones de esos datos como tales. De hecho, fue precisamente la ausencia de una pauta lo que me hizo reflexionar algo más sobre el lugar del crimen. Verá, cuando parece que se configura una pauta se interpone un factor que rompe la precisión: el asesino ataca a una víctima más joven o lo hace a una hora más temprana, o elige a una víctima negra.
O mata fuera de la pauta del plenilunio, pensó Rebus.
Lisa prosiguió.
—Me puse a considerar la pauta espacial de las agresiones porque puede determinar dónde va a actuar el asesino, e incluso dónde vive. —Rebus alzó las cejas—. Es cierto, John, en varios casos se ha demostrado.
—No lo dudo. Lo que me ha chocado es eso de la «pauta espacial». Es una expresión que he oído anteriormente en un nefasto cursillo de administración.
Ella sonrió.
—Sí, es jerga. Hay mucha jerga. Me refería a la pauta de los lugares del asesinato. Un camino de sirga, las vías de un tren, una estación de metro cercana. Tres de cuatro se localizan cerca de medios de transporte, pero de nuevo el cuarto caso rompe la pauta. Los cuatro casos se producen al norte del río; ahí existe al menos cierta pauta. Pero, y esto es lo que quiero poner de relieve, la ausencia de pauta parece en sí un acto consciente. El Hombre Lobo hace cuanto puede para no dejar pistas, lo cual es indicio de un nivel alto de madurez psicológica.
—Sí, en rencor es bien maduro, desde luego.
Ella se echó a reír.
—Hablo en serio.
—Lo sé.
—Cabe otra posibilidad.
—¿Cuál?
—Que el Hombre Lobo sepa cómo no dejar rastro porque está al corriente de los métodos de investigación policial.
—¿Por estar familiarizado con ellos?
Ella asintió con la cabeza.
—Sobre todo con el modo en que la policía aborda la investigación sobre asesinatos en serie.
—Quiere decir que es un poli.
Ella se echó a reír otra vez, sacudiendo la cabeza.
—Solo digo que puede haber sido condenado anteriormente.
—Sí, bueno —replicó Rebus pensando en el dossier que le había enseñado Flight horas antes—, hemos revisado más de cien casos de agresores sexuales, pero no hemos encontrado nada.
—Pero no pueden haber hablado con todos los condenados por violación, agresión violenta y delitos similares.
—De acuerdo. Pero hay algo que por lo visto se la ha pasado por alto… las señales de dientes, que son huellas muy palpables. Si el Hombre Lobo es tan listo, ¿por qué deja en cada caso una serie de mordiscos?
Ella sopló sobre el té para enfriarlo.
—Tal vez —dijo— esas señales son, ¿cómo las llama la policía…? Una pista falsa.
Rebus reflexionó un instante.
—Es posible, pero hay algo más. He hablado hoy con un forense dental, y opina que, a juzgar por esas señales de dientes, no puede descartarse la posibilidad de que el Hombre Lobo sea una mujer.
—¿De verdad? —inquirió ella abriendo mucho los ojos—. Qué interesante. No se me había ocurrido.
—Ni a mí —añadió él sirviéndose más arroz en el cuenco—. Bien, dígame, ¿por qué él o ella muerde a las víctimas?
—Lo he pensado mucho —respondió ella buscando la última ficha—. El mordisco es siempre en el vientre, el vientre femenino, receptáculo de vida. Tal vez el Hombre Lobo perdió a un hijo, o quizá fue abandonado y adoptado, y ello es causa de resentimiento. No lo sé. Muchos asesinos en serie han tenido una niñez rota.
—Humm. Lo he leído en los libros que me prestó.
—¿Ah, sí? ¿De verdad los ha leído?
—Anoche.
—¿Y qué piensa?
—Me han parecido acertados; ingeniosos, a veces.
—Pero ¿cree que las hipótesis son válidas?
Rebus se encogió de hombros.
—Se lo diré cuando atrapemos a ese individuo, si es que lo atrapamos.
Ella volvió a juguetear con la comida sin dar bocado. La carne de su cuenco, fría, presentaba un aspecto gelatinoso.
—¿Y las heridas anales, John? ¿Tienen alguna hipótesis?
Rebus reflexionó un instante.
—No —respondió finalmente—, pero sé lo que opinaría un psiquiatra.
—Ya, pero no olvide que habla con un psicólogo. Yo soy psicóloga.
—No se me olvida. En su ensayo dice que en Estados Unidos hay treinta asesinos en serie activos. ¿Es cierto?
—Ese ensayo lo escribí hace más de un año. Ahora, seguramente habrá más. Es aterrador, ¿no cree?
Él se encogió de hombros para disimular un estremecimiento.
—¿Qué tal está la comida? —inquirió.
—¿Cómo? —replicó ella, mirando su cuenco—. Oh, no tengo mucha hambre. Si le digo la verdad, me siento un poco, bueno… desinflada. Estaba muy entusiasmada pensando en lo que había logrado descifrar, pero, al exponérselo, veo que realmente no vale gran cosa —añadió pasando fichas.
—Sí que vale —dijo Rebus—. Estoy impresionado, de verdad. Cualquier detalle sirve, y usted se ha ceñido a los hechos comprobados; eso me gusta. Yo esperaba más jerga —añadió, recordando el léxico de otro de los libros, el de MacNaughtie—. Psicomanía latente, impulso edípico y otros galimatías.
—Podría citar mucha —dijo ella—, pero dudo que sirviera de algo.
—Exactamente.
—Además, ese léxico es más bien del campo psiquiátrico. Los psicólogos se inclinan por hipótesis sobre impulsos, aprendizaje social, personalidades múltiples.
Rebus se había tapado los oídos con las manos, y ella rió de nuevo.
Qué fácil era hacerla reír. En otros tiempos también había hecho reír a Rhona, y no hacía mucho, a cierta oficial de enlace de Edimburgo.
—¿Y de los policías, qué me dice? —preguntó para poner fin a sus recuerdos—. ¿Qué opinan los psicólogos?
—Bueno —respondió ella reclinándose en la silla—, son ustedes extrovertidos, poco sentimentales y conservadores.
—¿Conservadores?
—Pasablemente.
—Anoche leí que los asesinos en serie también son conservadores.
Ella asintió con la cabeza, sin dejar de sonreír.
—Oh, sí —dijo—, son ustedes muy parecidos en muchos aspectos. Pero yo, por conservador, quiero decir en concreto que no les gustan los cambios de status quo. Por eso son tan reacios al empleo de la psicología, porque choca con las estrictas orientaciones a que se ciñen. ¿No es así?
—Bueno, creo que sería discutible, pero no voy a entrar en ello. Bien, ¿y ahora qué, después de haber estudiado el caso del Hombre Lobo?
—Oh, no ha sido más que un análisis superficial —respondió ella, sin apartar las manos de las fichas—. Hay más pruebas que aplicar, análisis de carácter, etcétera. —Hizo una pausa—. ¿Y ustedes?
—Bueno, seguiremos trabajando sin pausa, comprobando detalles, examinando, indagando…
—Paso a paso —le interrumpió ella.
—Exacto; paso a paso. Yo no sé si seguiré mucho más tiempo en el caso. Es posible que me hagan volver a Edimburgo este fin de semana.
—¿Por qué le llamaron a Londres?
El camarero se acercó a retirar el servicio. Rebus se reclinó en la silla y se limpió los labios con la servilleta.
—¿Café, licores, señor?
Rebus miró a Lisa.
—Yo tomaré un Grand Marnier —dijo ella.
—Y para mí un café —dijo Rebus—. No, un momento, qué demonios, lo mismo para mí.
El camarero hizo una reverencia y se retiró cargado con los platos.
—No ha contestado a mi pregunta, John.
—Ah, es muy sencillo. Pensaron que yo podría ayudarles. En Edimburgo, intervine en un caso de asesinatos en serie.
—¿Ah, sí? —preguntó ella, inclinándose hacia delante, apoyando la palma de las manos en la mesa—. Cuénteme.
Rebus se lo contó. Era una larga historia y no sabía por qué se la explicaba con tanto detalle… más de lo necesario, y más, quizás, de lo que debía revelar a una psicóloga. ¿Qué pensaría de él? ¿Detectaría algún rasgo psicótico o paranoico en su carácter? Ella le prestaba toda su atención y él prolongó el relato para disfrutar más de ese interés.
Se dilató la velada con dos tazas de café, y tras la cuenta, se prolongó con un agradable paseo nocturno por Leicester Square, Charing Cross Road hasta St. Martin’s Lane y por Long Acre hacia Covent Garden. Pasearon por el mismo Covent Garden y fue Rebus quien acaparó casi toda la conversación. Se detuvo ante una hilera de tres cabinas telefónicas, curioso ante aquellas pequeñas pegatinas blancas que cubrían prácticamente el interior de las mismas: disciplina severa; clases de francés; especialista en O&A; TV; Trudy, nínfula, dame azotes; cámara sadomasoquista; rubia tetuda… todas ellas con su correspondiente número de teléfono.
Lisa también les dedicó su atención.
—Todas psicólogas —sentenció—. Es excepcional ese caso que me acaba de contar, John. ¿Ha escrito alguien sobre él?
Rebus se encogió de hombros.
—Un periodista publicó un par de artículos —Jim Stevens. Dios, ¿no vivía ahora en Londres? Volvió a pensar en el artículo anónimo que le había mostrado Lamb.
—Ya —dijo Lisa—, pero ¿no lo ha tratado nadie desde su punto de vista?
—No. ¿Es que quiere convertirme en una monografía? —añadió al ver que ella lo miraba pensativa.
—No necesariamente —contestó ella—. Ah, ya hemos llegado —añadió, deteniéndose junto a una zapatería en una calle peatonal con casas de dos pisos—. Aquí es donde vivo. Gracias por la velada. Lo he pasado muy bien.
—Gracias por la cena. Ha sido estupenda.
—No hay de qué —replicó ella, y guardó silencio. Les separaba apenas medio metro, y Rebus cambiaba el peso de un pie a otro—. ¿Quiere que le indique el camino de vuelta?
Rebus miró la calle arriba y abajo. No sabía dónde estaba por no haberse fijado por dónde paseaban.
—No, no hace falta —dijo sonriendo; ella también sonrió sin decir nada—. Así que ya está —añadió—. ¿No me ofrece un café?
Ella le miró maliciosa.
—¿De verdad quiere un café?
—Pues, realmente, no —respondió él, sosteniendo la mirada.
Ella le dio la espalda y abrió la puerta contigua a aquella zapatería con un cartel que anunciaba la confección a medida de zapatos de cuero. Junto a la puerta de las viviendas, en un intercomunicador, figuraban seis nombres. Uno de ellos era el de L. Frazer; sin el título de doctora. Rebus pensó que no querría que la molestase cualquiera que buscase un médico. Había circunstancias en que era mejor ocultar un título.
Lisa sacó la llave de la cerradura. La escalera estaba bien iluminada y los escalones de piedra estaban pintados de azul aciano.
—Bueno —dijo, volviéndose hacia él—, ya que no quiere un café, más vale que suba…
* * *
Después, ella le expuso, acariciándole el pecho, tendidos en la cama, que consideraba absurdos los jueguecitos preliminares, el irse aproximando despacio al momento en que dos personas confiesan que lo que realmente quieren es hacer el amor.
Por eso le había conducido a su vivienda del primer piso, y le había hecho entrar al cuarto, para inmediatamente después desvestirse y meterse en la cama y sentarse con las piernas flexionadas.
—Bueno, ¿qué? —dijo.
Así que él se desvistió también y fue a su lado. Ella se estiró en la cama, aferrando con las manos los pilares de la cabecera, con su cuerpo bañado por el fulgor de una farola de la calle. Rebus le lamió el interior de las piernas, los muslos, sus esbeltas pantorrillas. Olía a jazmín y sabía a flores más olorosas aún. Empezó un tanto acomplejado; su cuerpo era ya un estorbo, al contrario del de ella, tan lozano y predispuesto. (Squash y natación y una dieta estricta, le dijo ella después). Acarició los relieves y las ondulaciones de su carne; palpó un leve combado de la piel en el vientre, tenues arrugas en los flancos de los senos y en el cuello, y, al mirar hacia abajo, vio su propio pecho caído; conservaba cierta musculatura en el estómago, pero le sobraba grasa. Había perdido flexibilidad, se sentía cansado, se hacía viejo. Squash y natación: haría ejercicio, iría a un gimnasio. En Edimburgo había muchos.
Se esmeró en complacerla; procurarle goce fue su único objetivo, con intensa dedicación. Ahora hacía calor en el cuarto; actuaban muy bien los dos al unísono con fluidez de movimientos, como mutuamente previsores de lo que el otro estaba a punto de hacer. En cierto momento en que él hizo un movimiento brusco y se dio con la nariz en la barbilla de ella, rieron los dos por lo bajo, frotando sus frentes. Cuando él fue después a la nevera a por algo fresco, ella también se levantó para meterse en la boca un cubito de hielo antes de besarle, beso que prolongó hacia abajo, arrodillándose ante él.
De nuevo en la cama, bebieron vino blanco frío directamente de la botella, siguieron besándose y vuelta a empezar.
Disipada la tensión nerviosa de la atmósfera que se interponía entre ellos, el placer mutuo fue pleno. Ella montó sobre él, incrementando el ritmo de su movimiento hasta que a Rebus no le quedó otra alternativa que permanecer quieto tumbado con los ojos cerrados, imaginando hallarse en un cuarto bañado por una luz tenue, bajo una fresca lluvia, ungido por una piel suave.
«O una mujer». El Hombre Lobo podía ser una mujer. El Hombre Lobo jugaba con la policía, debía de conocer sus métodos de trabajo. ¿Una mujer? ¿Una mujer policía? Dio en pensar en Cath Farraday con sus rasgos teutones, aquella barbilla ancha y prominente.
¡Dios bendito, estaba allí con Lisa, pensando en otra mujer! Sintió de pronto mala conciencia, una punzada en el estómago justo un instante previo a otra reacción muy distinta que le hizo arquear la espalda y el cuello, mientras ella apoyaba con fuerza las manos en su pecho y le atenazaba las caderas con las rodillas.
O una mujer. ¿Y los dientes, a cuento de qué? Era la única pista que dejaba. ¿Por qué? ¿Por qué no podía ser una mujer? ¿Por qué no un policía? O… o…
—Sí, sí —susurró ella entre dientes como en un estertor, desvirtuando el significado del vocablo al repetirlo diez, veinte, treinta veces.
Sí, ¿qué?
—Sí, sí, John, así, John, así…
Pues sí.
* * *
Había tenido un día de mucho trabajo, ella; un día fingiendo lo que no era, pero ahora ya estaba otra vez fuera, al acecho. Empieza a tomarle gusto al modo en que puede desenvolverse fácilmente en dos mundos. A última hora de la tarde había asistido invitada a una cena en Blackheath. Ambiente elegante pseudogeorgiano, puertas decapadas de pino natural, conversaciones sobre el precio de los colegios, de máquinas de fax, de tasas de interés y propiedad de empresas extranjeras y… sobre el Hombre Lobo. Le pidieron su opinión y dio una opinión razonada, ella, inteligente, liberal. Sirvieron Chablis frío y una exquisita botella de Chateau Montrose del 82. No sabía por cuál decidirse y tomó un vaso de cada.
Uno de los invitados llegó tarde; un periodista de uno de los diarios más importantes; se disculpó, le requirieron sobre las noticias del día siguiente y él se explayó generosamente. El diario equivalente al suyo era un tabloide popular, y él les dijo que el titular en primera página del día siguiente iba a ser VIDA SECRETA DEL HOMBRE LOBO GAY. Naturalmente, como el periodista añadiría, no era más que una añagaza para que el asesino picara el anzuelo. Así lo sabe ella, naturalmente. Se sonrieron uno a otro a través de la mesa al servirse ella más pasta hábilmente con el tenedor. Qué tontería lanzar en la prensa semejante noticia: gay, ¡el Hombre Lobo! Contuvo la risa tras la enorme copa de vino y la conversación derivó hacia el tráfico en autopistas, la adquisición del parque de Blackheath por parte del Estado. Blackheath era, por supuesto, donde enterraban a las víctimas de la peste, apilando los cadáveres unos sobre otros. Sonrió discretamente.
Concluida la cena, tomó un taxi que la llevó al otro lado del río y se bajó al principio de su calle con la idea de ir directamente a casa, pero pasó de largo ante la puerta y siguió paseando. No debería hacerlo, no debería andar fuera de casa, pero le apetecía. Bueno, que el juguete de la galería estuviera solo. En la galería siempre hace frío. La escarcha fría hiela la nariz.
Eso debía de decírselo a ella su madre. Su madre. «Los pelos de la nariz son muy feos en un caballero, Johnny». O su padre, que canturreaba tonterías mientras se escondía en el jardín, ella. «Mierda de arte», masculló en voz baja.
Sabe perfectamente a donde ir. No muy lejos. Al cruce de una calle con otra más ancha. Hay en Londres muchos cruces así, con mujeres que pasean de arriba abajo cerca de semáforos y a veces cruzan el paso de peatones para que los automovilistas las vean, les vean las piernas y el cutis blanco. Y en cuanto en un coche bajan el cristal de la ventanilla, una mujer se inclina hacia el conductor para hacer el trato. Profesional, pero muy descarado. Ella sabe que la policía hace a veces burdos intentos por poner fin al negocio; pero sabe también que los policías se cuentan entre los mejores clientes de las putas. Por eso es peligroso que vaya allí. Peligroso pero necesario: porque siente un impulso irrefrenable, y mujeres como esas desaparecen todos los días, ¿no? Nadie sospecha. Nadie hace sonar el timbre de alarma. Solo faltarían timbres de alarma en aquel sector de la ciudad. Ocurrirá como con la primera víctima: cuando la descubran será puro pasto de las ratas. Carnaza. Vuelve a contener la risa, pasa junto a una de aquellas mujeres y se detiene.
—Hola, cariño —dice la mujer—. ¿Quieres algo?
—¿Cuánto cobras por una noche?
—Cien para ti, cariño.
—Muy bien —dice, dándose la vuelta y dirigiéndose hacia su calle, a su propia casa que es mucho más segura que allí afuera. La mujer la sigue, parlanchina, uno o dos metros detrás, comprensiva. No deja que se ponga a su altura hasta que llegan a la puerta y mete la llave en la cerradura. La galería ejerce su atracción. Pero no parece ya una galería, sino un puesto de carnicero.
—Qué bonito es esto, cariño.
Se pone un dedo en la boca, ella.
—Calla.
La mujer comienza a escamarse y parece arrepentida de haber ido allí. Así que ella se le acerca, le coge un seno y le da un torpe beso en los gruesos labios. La prostituta queda un segundo sorprendida y acto seguido esboza una sonrisa cómplice.
—Ah, qué poco caballeroso —comenta.
Ella asiente con la cabeza, complacida por esas palabras. Ya ha echado la llave a la puerta de entrada; llega a la puerta de la galería y abre con la llave.
—¿Es ahí, cariño?
La mujer se acerca quitándose el abrigo, ya casi se ha despojado de él cuando ve el interior del cuarto. Pero, entonces, por supuesto, es demasiado tarde.
Se abalanza sobre ella como un experto trabajador de cadena de montaje, le tapa la boca con la mano, agarra fuerte el cuchillo, tomando rápidamente impulso hacia atrás para clavarlo. Muchas veces se ha preguntado si ven el cuchillo o bien ya han cerrado los ojos aterrorizadas, porque las imagina con ojos desorbitados, viendo que la punta del cuchillo retrocede para tomar envite y luego vuela hacia su rostro. Ya lo averiguará, ¿por qué no? Bastaría con un simple espejo estratégicamente situado en la pared. Lo tendrá en cuenta para la próxima vez.
Estertores y más estertores. La galería es un excelente decorado, equilibrado entre Apolo y Dioniso. El cadáver se desliza hasta el suelo. Es el momento del trabajo en serio. Tararea mentalmente… mamápapámamápapá-mamápapámamápapá, mientras se inclina para iniciar la tarea.
—Solo es un juego —musita con voz grave y trémula—. Solo un juego. —Vuelve a oír lo que comentó la mujer: «Ah, qué poco caballeroso». No, claro que no. Lanza una risotada ronca y seca, y, de pronto, siente aquella voz otra vez. ¡No! ¡Todavía no! «La próxima vez». El cuchillo le escuece en la mano. Si aún no ha terminado con esta… ¡No, esta noche, otra es imposible! Sería una locura. Una absoluta locura. Pero persiste el ansia, un acuciante deseo que no puede apaciguar. Sí, lo hará con un espejo. Se tapa los ojos con la mano sanguinolenta.
—¡Para! —grita ella—. ¡Para, papá! ¡Mamá, dile que pare! ¡Que pare, por favor!
Pero no es ese el problema, como muy bien sabe. Nadie puede hacer que eso pare, nadie va a pararlo. Debe seguir haciéndolo, noche tras noche. Noche tras noche. Sin recobrar aliento: no puede prescindir.
Noche tras noche, noche tras noche.