METRO

—Y aquí es donde nació el Hombre Lobo —dijo George Flight.

Rebus miró en derredor. Era un lugar deprimente para nacer; un callejón adoquinado sin salida, con casas de tres pisos, de ventanas entabladas o enrejadas. Aquellas bolsas negras de basura parecían abandonadas en la acera hacía semanas y de algunas, empaladas en las puntas de la verja que bordeaba las casas, goteaban líquidos malolientes como de una cloaca reventada.

—Precioso —comentó.

—Las casas están casi todas deshabitadas. Hay un sótano que utilizan las pandillas del barrio para entrenarse en el que arman bastante jaleo cuando vienen. Y creo que ese local —Flight señaló una ventana con reja y tela metálica— lo ocupa un fabricante o distribuidor de ropa. De todos modos, no ha vuelto a aparecer desde que nosotros hicimos acto de presencia.

—Ah —comentó Rebus con interés, pero Flight negó con la cabeza.

—No cae dentro de nuestras sospechas. Es un simple explotador de trabajadores esclavos, casi todos emigrantes ilegales de Bangladesh. No les interesa que la policía meta la nariz y habrán trasladado las máquinas a otro lugar.

Rebus asintió con la cabeza. Miraba el callejón tratando de recordar, por las fotos que le habían enviado del sitio, dónde habían encontrado el cadáver.

—Estaba allí —dijo Flight señalando la puerta de la verja.

Ah, sí; ahora lo recordaba. No apareció al nivel de la calle, sino en los escalones de bajada a un sótano. Al pie de estos habían encontrado a la víctima, con el mismo modus operandi que la de la noche anterior, incluidas las señales de mordiscos en el estómago. Abrió su cartera, para coger el sobre marrón y sacar la hoja correspondiente.

—María Watkiss, treinta y ocho años. Profesión: prostituta. Cadáver hallado el martes, 16 de enero, por empleados del Ayuntamiento. Se estima que la víctima fue asesinada dos o tres días antes del hallazgo del cadáver. Se apreció cierta burda intención de ocultarlo.

Flight señaló con la barbilla una de las bolsas empaladas.

—Vació encima una bolsa de basura para tapar el cadáver. Fueron las ratas lo que llamó la atención de los empleados.

—¿Las ratas?

—Por docenas. Menudo festín, ¿no?

Rebus se detuvo frente a los escalones.

—Creemos que el Hombre Lobo debió de pagarle para echar un polvo y la hizo bajar los escalones. O lo haría ella. Trabajaba en un pub de Old Street, a cinco minutos de aquí andando. Interrogamos a los clientes, pero nadie vio que saliera acompañada.

—A lo mejor, él iba en coche.

—Es muy posible. La distancia material entre los escenarios del crimen denota una gran autonomía de desplazamiento.

—En el informe figura que estaba casada.

—Sí. Su marido, Tommy, sabía a qué se dedicaba y no le importaba con tal de que llevara a casa los ingresos.

—¿Y no denunció su desaparición?

Flight arrugó la nariz.

—¿Tommy? No. Estaba en plena borrachera, prácticamente en coma cuando fuimos a su casa. Después declaró que María desaparecía a menudo unos días, que solía ir a la orilla del mar con alguno de sus clientes habituales.

—Supongo que no habrán encontrado a ninguno de esos… clientes.

—Ni lo piense —respondió Flight riendo como si fuera el mejor chiste que había oído aquella semana—. Tommy declaró que creía que uno de ellos se llamaba Bill o Will, ¿se imagina?

—Algo es algo —comentó Rebus con una sonrisa.

—En cualquier caso —añadió Flight— dudo que Tommy hubiese denunciado la desaparición al ver que no regresaba. Tiene una ficha policial tremenda; en realidad, fue el primero de quien sospechamos.

—Lógico. —Los policías saben que es una verdad universal que la mayoría de los homicidios se dan en la familia.

—Hace un par de años —dijo Flight— Maria recibió una tremenda paliza y tuvo que ser hospitalizada. Se la dio Tommy porque se veía con otro hombre y este no le daba dinero, ya me entiende. Y dos años antes, Tommy estuvo en la cárcel por agresión con agravante. Fechoría que habría sido violación si hubiésemos conseguido que la mujer testificara, pero estaba muerta de miedo; hubo testigos pero no pudimos imputarle estupro, así que se quedó en agresión con agravante. Le cayeron ocho meses.

—Así que es un hombre violento.

—Ya lo creo.

—Con antecedentes de violencia grave contra las mujeres.

Flight asintió con la cabeza.

—Al principio pareció que concordaba y pensamos que podíamos imputarle el homicidio de Maria, pero no fue posible porque, para empezar, tenía coartada. Además, estaban las señales de dientes que no correspondían a los suyos según el dentista.

—¿El doctor Morrison?

—Sí. Yo le llamo dentista por fastidiar a Philip —dijo Flight rascándose la barbilla y haciendo crujir el codo de su cazadora de cuero—. De todos modos, no se pudo confirmar, y cuando ocurrió el segundo asesinato comprendimos que no era asunto del nivel de Tommy.

—¿Están totalmente seguros?

—John, yo no estoy totalmente seguro ni del color de los calcetines que me pongo por la mañana. A veces ni estoy seguro de haberme puesto calcetines. Pero estoy bastante seguro que esto no es obra de Tommy Watkiss. Su placer es ver jugar al Arsenal, no mutilar a mujeres muertas.

Rebus no había apartado los ojos de Flight.

—Sus calcetines son azules —dijo. Flight miró hacia abajo, lo comprobó y sonrió como un bendito.

—Pero de un azul distinto —añadió Rebus.

—Maldita sea, pues sí.

—En cualquier caso, me gustaría hablar con el señor Watkiss —prosiguió Rebus—. Sin prisas, y si no tiene inconveniente.

Flight se encogió de hombros.

—Como quiera, Sherlock. Bien, ¿nos vamos de este sitio inmundo o quiere ver algo más?

—No —respondió Rebus—. Vámonos. —Se dirigieron a la entrada del callejón donde estaba el coche de Flight—. ¿Cómo dijo que se llamaba esta zona de Londres?

—Shoreditch, como en la cancioncilla de guardería.

Sí, Rebus lo recordaba vagamente. Recordaba a su madre, que le sentaba en sus rodillas, o quizás era su padre, y le cantaba, haciendo el caballito al compás de la melodía. No había sucedido así, pero de todos modos él lo recordaba. Habían salido del callejón que desembocaba en una vía con bastante tráfico, con edificios negros de mugre y ventanas sucias; eran oficinas o almacenes, no se veían tiendas, salvo una de menaje profesional de cocina. No parecía que hubiera casas habitadas o viviendas en las plantas superiores. Nadie que hubiera podido oír el grito amortiguado en plena noche. Ningún vecino que hubiera podido ver escabullirse al asesino por la ventana sucia, manchado de sangre.

Rebus miró al callejón y a la esquina del primer edificio, donde una placa apenas legible mostraba el nombre del callejón: Wolf Street El.

Por eso la policía llamaba al asesino Hombre Lobo. No era por la brutalidad de sus agresiones ni por las señales de dientes que dejaba, sino porque, como había dicho Flight, era allí donde había dado comienzo todo para ellos, donde se había manifestado por primera vez. Por eso era el Hombre Lobo. Podía estar en cualquier sitio, pero eso no tenía tanta importancia; lo importante era que podía ser cualquiera, cualquier individuo de aquella ciudad de diez millones de rostros, diez millones de guaridas secretas.

—¿Adónde vamos ahora? —inquirió, abriendo la portezuela del asiento del pasajero.

—A Kilmore Road —contestó Flight, mirando a Rebus, que captó la ironía.

—Pues a Kilmore Road —dijo él, subiendo al coche.

* * *

Rebus había iniciado temprano la jornada. Se despertó al cabo de tres horas, e incapaz de volver a dormirse, enchufó la radio de la habitación para escuchar las noticias de la mañana mientras se vestía. No sabiendo en qué iba a consistir el día, optó por un atuendo informal: pantalones de pana color caramelo, chaqueta ligera y camisa. Nada de tweed y corbata. Quería bañarse, pero el cuarto de baño de la planta estaba cerrado con una llave que habría tenido que pedir en recepción. Junto a la escalera había una máquina automática de limpiar los zapatos; se abrillantó la puntera de sus gastados zapatos negros y bajó a desayunar.

Había mucha gente en el comedor, casi toda con aspecto de hombres de negocios o turistas. Los periódicos del día estaban en una mesa libre, y Rebus cogió un ejemplar de The Guardian antes de que la atareada camarera le señalara una mesa para uno.

El desayuno era en esencia autoservicio, a base de zumos, cereales y fruta, todo dispuesto en una gran mesa central. Sin que él lo pidiera, aterrizaron en su mesa una cafetera y un cestillo con medias tostadas de pan casi sin tostar y frías. Más que tostado parecía pasado por una bombilla, pensó untando una porción de mantequilla en el deplorable triángulo.

El desayuno completo inglés lo componía una loncha de beicon, un tomate caliente (de lata), tres champiñones pequeños, un huevo descolorido y una extraña salchichita. Se lo zampó todo. El café no era muy fuerte, pero se terminó la cafetera y pidió más. Hojeó el periódico mientras desayunaba, pero no fue hasta un segundo repaso cuando vio una mención sobre el asesinato en una concisa gacetilla al pie de la página cuatro.

Conciso. Miró en derredor. Un matrimonio avergonzado trataba de hacer callar a sus vociferantes hijos. No, no los reprimáis; dejadles vivir, pensó Rebus. ¿Quién sabía lo que podía suceder mañana? A lo mejor morían. A lo mejor morían los padres. Él tenía a su propia hija allí en Londres, en algún lugar, viviendo con su exmujer en un piso. Tendría que ponerse en contacto con ella. Sí, se pondría en contacto. Un hombre de negocios en la mesa de un rincón hizo un ruido con el periódico que atrajo la atención de Rebus hacia el titular.

EL HOMBRE LOBO VUELVE A MORDER

Ah, eso ya era otra cosa. Cogió un último triángulo de tostada, pero se había acabado la mantequilla. Sintió por detrás una mano caer sobre su hombro, se sobresaltó, dejó caer la tostada y al volverse vio que era George Flight.

—Buenos días, John.

—Hola, George. ¿Ha dormido bien?

Flight apartó la silla de enfrente de Rebus y se sentó pesadamente con las manos en el regazo.

—No mucho. ¿Y usted?

—Bueno, unas horas —contestó Rebus, pensando en contarle su conato de detención en Shaftesbury Avenue, pero desistió. Ya habría algún momento en que viniera a cuento la anécdota—. ¿Le apetece un café?

Flight negó con la cabeza y miró qué había en la mesa central.

—Pero sí que me tomaría un zumo de naranja —dijo. Rebus fue a levantarse, pero Flight se lo impidió con un ademán y él mismo fue a servirse un vaso que no tardó en apurar, comentando con los ojos entrecerrados—: Sabe a polvos. Mejor será que tome un café.

Rebus le sirvió una taza.

—¿Ha visto eso? —preguntó señalando con la barbilla hacia la mesa del rincón. Flight miró el tabloide y sonrió.

—Bueno, es la hipótesis de la prensa; igual que la nuestra. La única diferencia es que nosotros lo vemos en perspectiva.

—No sé yo cuál es esa perspectiva.

Flight lo miró sin decir nada y dio un sorbo al café.

—Hay una reunión a las once en la sala de operaciones del caso. No sabía bien si íbamos a poder asistir y lo he dejado en manos de Laine, a quien le gusta hacerse cargo de todo.

—¿Y nosotros qué vamos a hacer?

—Bueno, podríamos ir al Lea y ver cómo va el puerta a puerta. O podríamos ir a donde trabajaba la señora Cooper. —Rebus no mostró gran entusiasmo—. O podría llevarle al escenario de los otros tres crímenes. —Rebus alzó la mirada—. De acuerdo —añadió Flight—, pues que sea la ruta de los escenarios. Termínese el café, inspector. Tenemos una larga jornada por delante.

—Una cosa —dijo Rebus llevándose la taza hacia la boca—. ¿A qué viene este papel de cicerone? Yo pensaba que tendría asuntos importantes en los que ocupar su tiempo en vez de hacerme de chófer.

Flight escrutó despacio a Rebus. ¿Le diría la verdad o inventaría algo? Optó por inventar una historia y se encogió de hombros.

—Es simplemente por ponerle al corriente del caso —dijo.

Rebus asintió despacio con la cabeza, pero Flight se dio cuenta de que no se lo creía.

Al llegar al coche, Rebus lanzó una mirada a través de la ventanilla trasera esperando ver al oso de peluche.

—Lo maté —dijo Flight—. Crimen perfecto.

* * *

—Bueno, ¿cómo es Edimburgo?

Rebus sabía que Flight no preguntaba por el Edimburgo turístico, sede del Festival, ni por el Castillo, sino por el Edimburgo delictivo, que era una ciudad totalmente distinta.

—Bueno —contestó—, seguimos con el problema de la droga y parece que vuelven los prestamistas, pero, aparte de eso, el panorama está bastante tranquilo de momento.

—Pero hace unos años tuvieron aquel caso del asesino de niños —comentó Flight.

Rebus asintió con la cabeza.

—Y lo resolvió. —Rebus no dijo nada. Habían conseguido que los medios no divulgaran que no había sido un asesino en serie, sino más bien personal.

—Se resolvió gracias a miles de horas de trabajo —añadió sin darle importancia.

—No es eso lo que piensan los jefes —replicó Flight—. Ellos creen que es usted una especie de gurú de los asesinatos en serie.

—Se equivocan —dijo Rebus—. Soy un policía igual que usted. ¿Quiénes son esos jefes? ¿De quién fue la idea?

Flight sacudió la cabeza.

—No estoy muy seguro. Bueno, sí que sé quiénes son los jefes, Laine y el director Pearson, pero no quién es el responsable de que le hayan llamado.

—La carta la firmaba Laine —añadió Rebus, consciente de que realmente no quería decir nada.

A continuación, centró su atención en los peatones de mediodía que caminaban presurosos. El tráfico estaba detenido. Habían recorrido una distancia de casi cinco kilómetros en una media hora, pero ahora entre las obras, el aparcamiento en doble (y triple) fila, los semáforos, los peatones que cruzaban y las maniobras de conductores desconsiderados, avanzaban a paso de tortuga. Fue como si Flight le leyera el pensamiento.

—En un par de minutos saldremos de esto —dijo.

Reflexionaba sobre el comentario de Rebus: «un policía, igual que usted». Pero lo cierto era que Rebus había atrapado al asesino de niños; en el expediente del caso se le atribuía el mérito, un mérito que le había valido el ascenso a inspector. No, Rebus era modesto, y eso era de admirar.

Dos minutos más tarde habían avanzado otros cincuenta metros y estaban a punto de cruzar una estrecha bocacalle con la señal de «Prohibido el Paso». Flight echó una mirada al tráfico.

—Hay que tomarse ciertas libertades —comentó dando un golpe de volante para girar y entrar en la calle prohibida, uno de cuyos lados estaba cubierto de puestos de venta.

Rebus oyó a los comerciantes voceando el género a los peatones, sin que nadie prestara la menor atención al coche que iba en dirección prohibida hasta que un muchacho que empujaba un tenderete sobre ruedas se les cruzó en el camino. Un puño golpeó la ventanilla del conductor; Flight bajó el cristal y apareció un rostro redondo muy rosado y calvo.

—Oiga, ¿a qué juega…? —Pero cambiando de tono añadió—: Ah, es usted, señor Flight. No había reconocido el coche.

—Hola, Arnold —dijo Flight pausadamente, observando el pesado desplazamiento de un puesto más adelante—. ¿Cómo te va?

El hombre se echó a reír nervioso.

—Sin meterme en líos, señor Flight.

Solo en ese momento se dignó Flight a volver la vista hacia el hombre.

—Estupendo —dijo. Rebus nunca había oído decir esa palabra en tono tan amenazador—. Sigue así —añadió Flight al ver que quedaba libre el paso.

Rebus lo miró a la espera de alguna explicación.

—Delincuente sexual, con dos condenas —dijo Flight—. Niños. El psiquiatra dice que está curado, pero no sé. En esa tendencia, un cien por cien seguro no es seguridad suficiente. Trabaja en este mercado desde hace unas semanas cargando y descargando. A veces me da buena información. Ya sabe.

Rebus se hacía una idea. Flight tenía a aquel grandullón bien cogido; si contaba a los vendedores lo que sabía de Arnold, no solo perdería el trabajo, sino que a lo mejor se llevaba unos buenos golpes. Tal vez ahora estuviera curado, tal vez, según la jerga psiquiátrica, fuese «un miembro de la sociedad plenamente integrado». Había pagado sus delitos y ahora trataba de enderezar su camino. ¿Y qué sucedía? Que los policías, hombres como Flight y como él mismo (¿para qué negarlo?) se valían de su pasado para utilizarle como delator.

—Tengo veintitantos soplones —continuó Flight—. No como Arnold. Algunos lo hacen por dinero y otros porque sencillamente son incapaces de cerrar el pico. Decir a alguien lo que saben les hace sentirse importantes, protagonistas. En una ciudad como esta estaría uno perdido sin una buena red de informadores.

Rebus se contentó con asentir en silencio, pero Flight prosiguió con el tema.

—En ciertos aspectos, Londres es insoportablemente grande, pero en otros es pequeño. Todos se conocen. Está, por supuesto, el río que delimita norte y sur, y son como dos mundos distintos. Pero por el modo de distribución, las lealtades y las mismas caras de siempre, a veces me parece que soy un poli de pueblo en bicicleta. —Rebus volvió a asentir con la cabeza porque Flight se había vuelto hacia él, pero por dentro pensaba: ya estamos, la historia de siempre; Londres es más grande, mejor, más peligroso y más importante que nada. No era la primera vez que se tropezaba con esa actitud en cursillos con policías de Scotland Yard o en gente que venía de Londres. Flight no le había parecido de esos, pero todos eran iguales. También él, en su momento, había exagerado los problemas a que se enfrentaba la policía de Edimburgo para parecer más duro e importante ante otros.

Pero haciendo honor a la verdad, el trabajo de la policía era papeleo, ordenadores y que apareciera alguien que quisiera confesar.

—Ya falta poco —dijo Flight—. Kilmore Road es la tercera a la izquierda.

* * *

Kilmore Road formaba parte de una zona industrial y, en consecuencia, de noche estaba desierta. Era una vía en medio de un laberinto de calles tranquilas a doscientos metros de una estación de metro. A Rebus, las estaciones de metro siempre le habían parecido lugares concurridos, situados en zonas muy pobladas, pero el emplazamiento de esta era una calle estrecha muy alejada de una vía principal, parada de autobús o estación de ferrocarril.

—No lo entiendo —dijo. Flight se contentó con encogerse de hombros y sacudir la cabeza.

Quien saliera de la estación de metro de noche tenía por delante un recorrido solitario por calles de casas de ventanas con visillos tras las cuales atronaban los televisores. Flight le mostró un atajo muy utilizado, que era cruzar por la zona industrial y el parque trasero. El parque era un terreno llano y vacío, con dos conos naranja de tráfico a guisa de portería para jugar al fútbol. Al otro lado del parque había casas de tres pisos y alguna de una sola planta. May Jessop se dirigía a una de esas casas, el domicilio de sus padres; tenía diecinueve años y un buen trabajo, pero salía tarde de la oficina, por eso a las diez sus padres comenzaron a preocuparse y una hora más tarde oían llamar a la puerta. El padre fue a abrir, creyendo quitarse un peso de encima, y a quien encontró fue a un policía que le anunció que habían encontrado el cadáver de su hija.

Y eso era todo. No parecía haber relación entre las víctimas, ni un vínculo geográfico común más que el hecho de que los crímenes se habían cometido al norte del río, del Támesis, como puntualizó Flight. ¿Qué tenían en común una prostituta, una encargada administrativa y una ayudante de franquicia? Rebus no tenía la menor idea.

El tercer asesinato tuvo lugar mucho más al este, en North Kensington. Encontraron el cadáver junto a unas vías de tren y la indagación previa estuvo en manos de la policía de transportes. El cadáver era de Shelley Richards, de cuarenta y un años, soltera y sin empleo. De momento, era la única víctima de color. Cruzando Notting Hill, Ladbroke Grove y North «Ken» (como decía Flight), a Rebus le intrigó el esquema urbano; una calle de casas imponentes daba paso de pronto a otra miserable, llena de basura, con casas de ventanas entabladas y con mendigos derrengados en los bancos. Ricos y pobres viviendo casi codo con codo. Eso no ocurría en Edimburgo; en Edimburgo había ciertas barreras. Aquello era increíble. Como dijo Flight: «Disturbios raciales a un lado y diplomáticos al otro».

El lugar en que Shelley Richards había muerto era el más desolado y patético de todos. Rebus descendió el talud de las vías del tren y salvó un murete de ladrillo. Vio que tenía los pantalones manchados de musgo y se los sacudió inútilmente con las manos. Para volver al coche, donde le esperaba Flight, tuvo que cruzar por debajo de un puente del ferrocarril en el que resonaron sus pasos. Esquivando charcos y basura se detuvo a escuchar. Se oía un ruido, una especie de suspiro, como si el puente estuviese agonizando. Miró hacia arriba y vio en las vigas metálicas oscuras siluetas de palomas inmóviles arrullándose. Era eso, no un estertor. El paso de un tren resonó de pronto como un trueno y las palomas echaron a volar sobre su cabeza. Se estremeció y salió del túnel a la luz del sol.

* * *

El destino final fue la sala de operaciones del caso. Era, en realidad, una serie de cuartos en el primer piso del edificio. Había unos veinte hombres y mujeres trabajando intensamente cuando entró con Flight. La diferencia entre aquella escena y la de cualquier otro caso de homicidio en cualquier lugar del país era escasa: agentes atendiendo teléfonos y ordenadores, y personal administrativo yendo de una mesa a otra con papeles y más papeles. En un rincón, una fotocopiadora vomitaba más papel y dos operarios trasladaban en un carrito de ruedas un archivador metálico de cinco cajones junto a otros tres que había en una pared. En otra se extendía el plano de Londres con sus calles, y en él figuraban marcados los lugares de los asesinatos; cintas de color unían esos puntos con fotos, datos y notas sujetos en la pared. El resto del espacio lo ocupaba una lista de turnos de servicios y una gráfica de la investigación. Todos trabajaban con interés, pero los rostros le decían a Rebus otra cosa muy distinta: que, por mucho que se esforzaran, lo que esperaban todos ellos era un afortunado punto de inflexión.

Flight se sumó al ritmo de trabajo y comenzó a hacer preguntas. ¿Qué tal había ido la reunión? ¿Se sabía algo de Lambeth? (Explicó a Rebus que era donde estaba el laboratorio de la policía). ¿Había novedades de la noche anterior? ¿Y el puerta a puerta? ¿Alguien sabía algún dato nuevo?

Las respuestas fueron encogimientos de hombros y negativas con la cabeza. Seguían trabajando en espera de que la suerte les deparara un punto de inflexión. Pero ¿y si no se producía? Rebus sabía la alternativa: tiene uno que buscarse su propia suerte.

En una habitación más pequeña contigua tenían instalado el centro de comunicaciones de la investigación, y más allá había dos despachos más pequeños que llenaban tres mesas, en los que trabajaban los oficiales veteranos y que estaban vacíos.

—Siéntese —dijo Flight, cogiendo el teléfono de su escritorio y marcando un número. Mientras contestaban miró con el ceño fruncido el montón de papeles de diez centímetros de altura acumulado en la bandeja de entrada aquella mañana—. ¿Gino? Hola; soy George Flight —dijo al auricular—. Quiero encargar unos sandwiches. De salami y ensalada —añadió mirando a Rebus para que diera su anuencia—. Con pan moreno, Gino, por favor. Mejor cuatro rodajas. Gracias. —Cortó la comunicación y volvió a marcar otras dos cifras para una llamada interna—. Gino tiene un café aquí cerca; hace unos sandwiches estupendos y nos los trae —dijo para Rebus—. Oiga, aquí el inspector Flight. ¿Puede traernos té? Una tetera grande, sí. Estamos en el despacho. ¿Qué hay hoy, leche normal o esa porquería en polvo? Magnífico. Gracias. —Dejó el teléfono en la horquilla y abrió las manos como si hiciera un pase de magia—. Es nuestro día de suerte, John. Tenemos leche auténtica.

—¿Qué hacemos ahora?

Flight se encogió de hombros y a continuación dio un palmetazo en la cargada bandeja de entrada.

—Puede leerse este montoncito para ponerse al corriente de la investigación —dijo.

—La lectura no me va a servir de nada.

—Al contrario —replicó Flight—, le servirá para contestar a cualquier pregunta extraña que pueda llegar de las altas esferas. ¿Qué estatura tenía la víctima? ¿De qué color era el pelo? ¿Quién la encontró? Ahí lo tiene todo.

—Medía uno sesenta y siete, era morena y me importa un huevo quién la encontró.

Flight se echó a reír, pero Rebus continuaba serio.

—Los asesinos no surgen de pronto —prosiguió—. Es un proceso, y el proceso de un asesino en serie lleva tiempo. El individuo tarda años en convertirse en lo que es. ¿Qué ha hecho entretanto? Puede ser un solitario, pero seguramente tiene un trabajo y quizá mujer e hijos. Alguien tiene que saber algo. Tal vez su esposa se pregunta adónde va por la noche, o por qué hay sangre en la punta de sus zapatos o dónde ha ido a parar su cuchillo de cocina.

—De acuerdo, John —dijo Flight extendiendo de nuevo las manos, esta vez en gesto conciliador. Rebus se percató de que había alzado la voz—. Para empezar, cálmese; cuando habla tan deprisa apenas entiendo lo que dice, pero sé a qué se refiere. ¿Qué cree que debemos hacer?

—Divulgarlo. Necesitamos ayuda del público. Necesitamos que nos llegue cualquier dato que la ciudadanía sepa.

—Ya recibimos docenas de llamadas diarias. Datos anónimos, chiflados que quieren confesar, gente que espía a sus vecinos, gente con rencores personales, algunos que otros quizá con sospechas reales. Lo comprobamos todo. Y tenemos de nuestra parte a los medios de comunicación. Hoy le hacen doce entrevistas al director. Diarios, revistas, radio, televisión… Les informamos de lo que podemos y les pedimos que difundan la información. Tenemos la mejor oficial de enlace del país trabajando veinticuatro horas seguidas para que los ciudadanos estén al corriente del caso.

Se oyó llamar a la puerta abierta y una mujer policía uniformada entró con una bandeja que dejó en la mesa de Flight.

—Sirvo, ¿no? —dijo él, y sin esperar respuesta comenzó a echar té en las dos tazas blancas.

—¿Cómo se llama la oficial de enlace? —preguntó Rebus. Él conocía a una oficial de enlace, que era también estupenda. Pero no en Londres, en Edimburgo…

—Cath Farraday —contestó Flight—. Inspectora Cath Farraday —añadió olisqueando el cartón de leche antes de echar un chorrito en su taza—. Si está aquí un tiempo la conocerá. Nuestra Cath es una tía guapísima. Pero le advierto que si me oyera hablar de ella así, pediría mi cabeza —añadió, conteniendo la risa.

—Con ensalada —dijo una voz desde el pasillo.

Flight, con un sobresalto, se puso en pie, derramando té en su camisa. La puerta, abierta del todo, dio paso a una rubia platino que se apoyó en el marco con los brazos cruzados y una pierna indolentemente cruzada sobre la otra. A Rebus le llamaron la atención sus ojos, sesgados como los de un gato, que hacían parecer aún más estrecho su rostro; sus labios eran finos, pintados discretamente con carmín, y el pelo tenía algo de metálico, como reflejo de su personalidad. A ellos dos les sacaba varios años y, si no la edad, el abuso de maquillaje había ajado su rostro surcado de arrugas e hinchado. A Rebus no le gustaban las mujeres muy maquilladas, pero a muchos hombres sí.

—Hola, Cath —dijo Flight, tratando de recuperar cierta compostura externa—. Estábamos…

—… hablando de mí —interrumpió ella bajando los brazos, dio unos pasos hacia ellos y tendió la mano a Rebus—. Usted debe de ser el inspector Rebus —dijo—. He oído hablar mucho de usted.

—¿Ah, sí? —replicó Rebus mirando a Flight, que no apartaba los ojos de Cath Farraday.

—Espero que George se lo ponga fácil.

Rebus se encogió de hombros.

—Los he visto peores —dijo.

—Me lo imagino —replicó ella bajando la voz, ahora con ojos más felinos—. Pero tenga cuidado, inspector. No todos son tan amables como George. ¿Cómo se sentiría si alguien de Londres apareciera de pronto en Edimburgo a meter la nariz en un caso suyo?

—Cath —dijo Flight—, no es necesario…

Ella alzó una mano para imponer silencio.

—Es una advertencia amistosa, George, de inspector a inspector. Tenemos que defender lo nuestro, ¿no crees? —añadió mirando su reloj de pulsera—. Me marcho. Tengo una cita con Pearson dentro de cinco minutos. Encantada de conocerle, inspector. Adiós, George.

Se marchó, dejando la puerta abierta y un fuerte olor a perfume. Permanecieron los dos callados un instante hasta que Rebus rompió el silencio.

—Creo que me dijo que era «guapísima», George. Que no se me olvide no dejarle que me organice una cita a ciegas.

* * *

Al final de la tarde, Rebus estaba sentado a solas en el despacho de Flight con una libreta delante en la mesa. Dio unos golpecitos con el bolígrafo en el borde del escritorio como si fuera un tambor y miró los dos nombres que había escrito.

Doctor Anthony Morrison. Tommy Watkiss.

Quería verlos. Trazó una gruesa línea al lado y escribió otros dos nombres: Rhona y Samantha. También quería verlas, pero por motivos personales.

Flight había ido a ver al inspector jefe Laine en otra planta del edificio, pero la invitación no incluía a Rebus. Cogió el trozo que quedaba del sándwich de salami, pero cambió de idea y lo tiró a la papelera metálica. Demasiado salado. Además, ¿qué clase de carne era el salami? Ahora tenía ganas de más té. Pensaba que Flight había marcado el 18 para pedirlo, pero optó por no llamar. No quería hacer el tonto, no fuera que llegase a oídos del director Pearson.

«Una advertencia amistosa». Lo había captado. Arrugó la lista, la tiró a la papelera, se levantó y salió camino de la oficina principal. Tenía que hacer algo, o, al menos, que le vieran hacer algo. Le habían hecho venir desde seiscientos kilómetros para ayudarles, pero —maldita sea— no veía un solo fallo en la investigación. Hacían cuanto podían pero no sacaban nada en limpio. Su presencia allí era como agarrarse a un clavo ardiendo, una simple posibilidad para propiciar la afortunada inflexión.

Estaba mirando el plano de la pared cuando oyó una voz a su espalda.

—¿Señor?

Se volvió y vio que era un agente de la sala de operaciones.

—Diga.

—Tiene visita, señor.

—¿Yo?

—En este momento es usted el oficial de mayor antigüedad.

Rebus reflexionó un instante.

—¿De quién se trata?

El agente miró el papel que llevaba en la mano.

—Es el doctor Frazer, señor.

Rebus volvió a reflexionar.

—Muy bien —dijo volviendo sobre sus pasos al pequeño despacho—. Dígale que pase dentro de un minuto. Ah, y traiga té, por favor —añadió.

—Sí, señor —dijo el agente, que aguardó a que Rebus saliera para volverse hacia los demás sonriendo—. Qué cara tienen estos malditos escoceses —añadió en voz alta para que todos le oyeran—. Recordadme que mee en la tetera antes de llevársela.

* * *

El doctor Frazer era una mujer. Y, además, tan atractiva que Rebus, al verla entrar, estuvo a punto de levantarse.

—¿Inspector Rebus?

—Eso es. La doctora Frazer, supongo.

—Sí —contestó ella mostrando una dentadura perfecta al tiempo que Rebus le ofrecía asiento—. Verá, me explicaré. —Rebus asintió con la cabeza y la miró a los ojos sin apartar la vista de ellos por temor a fijarla en sus esbeltas piernas morenas y concretamente al punto en que, tres centímetros por encima de la rodilla, la falda color crema oprimía sus muslos. La había visto de cuerpo entero a la primera ojeada. Era casi tan alta como él; piernas esbeltas sin medias y talle estrecho, vestía una chaqueta a juego con la falda y una blusa blanca con un sencillo collar de perlas. En su garganta se apreciaba una exquisita pequeña cicatriz, justo encima de las perlas; su rostro estaba bronceado y no llevaba maquillaje, era de maxilar cuadrado y tenía el pelo negro y liso, recogido con una cinta negra sobre un hombro. Llevaba una cartera de cuero negro que sostenía sobre el regazo, pasando los dedos por las asas mientras hablaba.

—No soy doctora en medicina. —Rebus mostró una leve sorpresa—. Soy doctora en psicología en el University College.

—Y es americana —dijo Rebus.

—Canadiense.

Sí, claro, eso era; tenía un tono cantarín al hablar que no se apreciaba en casi ningún americano, y su acento no era tan nasal como el de los turistas que paseaban por Princess Street para hacer fotos del monumento a Escocia.

—Ah, disculpe. ¿En qué puedo servirla doctora Frazer?

—Bueno, esta mañana hablé con alguien por teléfono para manifestar mi interés por el caso del Hombre Lobo.

Rebus lo vio claro. Otra chalada con alguna idea absurda sobre el Hombre Lobo; se la habían encasquetado los de la sala de operaciones para jugarle una novatada, acordando una cita con él; por eso Flight se había ausentado. Bueno, muy bien por la broma. No le importaba dedicar su tiempo a una mujer guapa, chalada o no. Al fin y al cabo, no tenía nada que hacer.

—Continúe —dijo.

—Querría elaborar un perfil del Hombre Lobo.

—¿Un perfil?

—Un perfil psicológico. Como una foto robot, pero de la mente, no del rostro. He realizado investigaciones sobre perfiles criminales y creo que podría aplicar los mismos criterios para ayudarles a esclarecer algunos aspectos del asesino. —Hizo una pausa—. ¿Qué le parece?

—No entiendo su interés en este asunto, doctora Frazer.

—Quizá lo hago por el bien de la patria —dijo ella bajando la vista al regazo y sonriendo—, pero lo que realmente quiero es verificar mi metodología. De momento solo la he aplicado a casos policiales antiguos y quisiera trabajar en alguno de actualidad.

Rebus se reclinó en el asiento, cogió el bolígrafo y fijó la vista en él. Al alzarla vio que ella le observaba. Claro, era psicóloga. Dejó el bolígrafo.

—Esto no es un juego —dijo—, ni esto un aula. Han muerto cuatro mujeres y por ahí anda un maníaco suelto que nos está dando mucho que hacer siguiendo indicios y falsas pistas. ¿Por qué íbamos a dedicarle tiempo a usted, doctora Frazer?

Sus pómulos se tiñeron de intenso rubor y no parecía saber qué replicar. Rebus difícilmente tenía más que añadir y guardó silencio; tenía la boca amarga y seca y la garganta pegajosa. ¿Dónde estaría aquel té?

Finalmente, ella dijo:

—Lo único que quiero es repasar el material del caso.

Rebus encontró aún sarcasmo residual.

—¿Eso nada más? —dijo dando unos golpecitos en el montón de papeles de la bandeja de entrada—. No es ningún problema: le llevará un par de meses. —Ella, sin hacer caso, abrió la cartera y sacó una carpeta naranja.

—Tenga —dijo imperturbable—. Lea esto; es cuestión de unos veinte minutos. Son los perfiles que elaboré de un asesino en serie americano. Si no le parece válido para identificar al asesino o como orientación respecto a su próxima víctima, no insistiré.

Rebus cogió la carpeta, pensando «Dios, más psicología: relacionar… implicar… motivar». Estaba harto de la psicología del cursillo de gestión; pero no quería que ella se marchase; no quería quedarse solo allí sentado mientras los de la sala de operaciones se reían a su costa. Abrió la carpeta y sacó una tesis mecanografiada de unas veinticinco páginas y comenzó a leerla. Ella le miraba atenta, esperando tal vez alguna pregunta. Rebus leía con la barbilla alzada para que no se le vieran las arrugas del cuello, y la espalda bien recta, los hombros hacia atrás, para poner en valor su no muy musculoso tórax. Maldecía a sus padres por no haberle alimentado bien; se había criado delgado y cuando comenzó a engordar, el peso se le fue a la barriga y al trasero, no al pecho y a los brazos.

Trasero, pecho, brazos. Apenas leía las palabras, pero era bien consciente del cuerpo de ella en el límite de su visión periférica, por encima del borde del papel. No sabía cuál era su nombre de pila, y a lo mejor nunca lo sabría. Frunció el ceño como concentrado en la lectura y dio fin a la primera página.

Al llegar a la página cinco estaba ya interesado, y al llegar a la diez pensó que quizá valía la pena, después de todo. En gran parte era pura especulación. «Con toda sinceridad, John, son simples conjeturas»; pero había algunos puntos en que hacía reveladoras deducciones. Vio claramente que su mente actuaba en distinta órbita que la deducción detectivesca, aunque eran dos satélites trazando órbitas en torno al mismo sol que de vez en cuando coincidían. ¿Qué mal había en dejar que trazara un perfil del Hombre Lobo? En el peor de los casos, únicamente les llevaría a otro callejón sin salida. Y en el mejor de los casos, disfrutaría de compañía femenina durante su estancia en Londres. Eso: una agradable compañía femenina. Lo que le hizo recordar que tenía que llamar a su exmujer para concertar una visita. Las últimas páginas las leyó de corrido.

—De acuerdo —dijo, cerrando la carpeta—. Muy interesante.

Ella se mostró complacida.

—¿Lo encuentra útil? —inquirió.

Rebus no estaba muy seguro de qué contestar.

—Tal vez —dijo.

Ella no se contentaba con tan poco.

—¿Válido para autorizarme a probar con el caso del Hombre Lobo? —preguntó.

Él asintió despacio con la cabeza, pensativo, y a ella se le iluminó el rostro. Rebus no pudo por menos de sonreír a su vez. Llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo Rebus.

Era Flight con una bandeja con té derramado.

—Me han dicho que pidió algo de beber —dijo al entrar y, al darse cuenta de la presencia de la doctora Frazer, la miró tan maravillado que hizo las delicias de Rebus.

—Dios —exclamó Flight mirando a uno y otro sucesivamente, añadiendo para justificar su exclamación—: John, me dijeron que tenía visita, pero no sabía… —Hizo una pausa indeciso y boquiabierto y colocó la bandeja en la mesa antes de volverse hacia ella—. Soy el inspector George Flight —añadió, tendiéndole la mano.

—Y yo, la doctora Frazer —respondió ella—. Lisa Frazer.

Al estrecharle la mano, Flight miró a Rebus de reojo. Rebus ya se sentía un poco más a gusto en la metrópolis y le dirigió un guiño jovial.

—Dios.

* * *

Le dejó un par de libros para leer. Uno de ellos, La mente seriada, era un conjunto de ensayos de varios académicos, que incluía uno titulado «Certificación: Modos y motivación en el asesino en serie», por Lisa Frazer, Universidad de Londres. Lisa: bonito nombre; pero no había mención del doctorado. El otro era de más envergadura, con una prosa densa y cuadros, gráficos y diagramas: Pautas del homicidio en serie, de Gerald Q. MacNaughtie.

¿MacNaughtie? Parecía cosa de broma. Rebus leyó en la solapa que el profesor MacNaughtie era de origen canadiense y docente en la Universidad de Columbia, pero no decía qué representaba la Q. Pasó el resto del día en el despacho leyendo los libros y prestando mayor atención al de Lisa Fraser (lo leyó dos veces) y a un capítulo del volumen de MacNaughtie dedicado a «Pautas de mutilación». Bebió té y café y dos latas de naranjada espumosa, pero sintió acidez de estómago, y a medida que avanzaba la lectura comenzó a sentirse físicamente sucio, mugriento por los numerosos y horripilantes ejemplos. Cuando a las cinco menos cuarto se levantó para ir al servicio, ya se había marchado todo el personal, sin que él lo hubiera advertido, pensando en otras cosas.

Flight, que le había dejado en su despacho casi toda la tarde, apareció a las seis.

—¿Le apetece una cerveza? —Rebus negó con la cabeza, y Flight se sentó en el borde de la silla—. ¿Qué ocurre?

Rebus le señaló los libros con un ademán y Flight miró la cubierta de uno de ellos.

—Ah —exclamó—, no es precisamente para leer en la cama.

—Pues no. Es… un horror.

Flight asintió con la cabeza.

—Hay que relativizarlo, John, ¿sabe? Si no, siempre quedan impunes. Si lo vemos tan horrible y la verdad nos intimida, los asesinatos quedan impunes. Y cosas peores.

Rebus alzó la vista.

—¿Qué hay peor que el asesinato? —inquirió.

—Muchas cosas. ¿Qué me dice de quien tortura y viola a una niña de seis meses y filma el proceso para que lo vean individuos de igual ralea mental?

—Lo dirá en broma —comentó con un hilo de voz, pero bien sabía que Flight hablaba en serio.

—Ocurrió hace tres meses —dijo este— y no hemos atrapado al malnacido, pero Scotland Yard tiene el vídeo… y otros más. ¿Ha visto alguna vez una película pornográfica talidomídica? —Rebus negó cansinamente con la cabeza, y Flight se inclinó casi hasta rozar su cara—. No se entusiasme conmigo, John —añadió pausadamente—. No va a arreglar nada con ello. Esto es Londres, no las Highlands. Aquí, en pleno día, hay peligro en el segundo piso de un autobús, y no le digo nada de un camino de sirga por la noche. Nadie ve nada. Londres encallece y causa ceguera transitoria. Sin embargo, usted y yo no podemos estar ciegos. Pero sí que podemos tomar una copa de vez en cuando. ¿Viene?

Se puso en pie y se restregó las manos, concluido su discurso. Rebus asintió con la cabeza y se levantó.

—Solo una rápida —dijo—. Tengo una cita.

* * *

Una cita a la que acudió en un metro atestado. Miró el reloj: eran las 19:30. ¿Es que no acababa nunca la hora punta? El compartimento olía a vinagre y aire rancio, y tres reproductores estéreo, no tan personales, superaban el ruido de las vibraciones de la velocidad y de los frenos. Viajaba rodeado de rostros inexpresivos, con ceguera circunstancial. Flight tenía razón. Se encerraban en sí mismos porque admitir lo que vivían era admitir la monotonía, la claustrofobia y la angustia. Rebus se sintió deprimido y cansado. Pero era también un turista y tenía que experimentarlo. Por eso había optado por el metro en vez de un taxi, y además le habían advertido de lo caros que eran y, buscando en el callejero, vio que su destino estaba solo a medio centímetro de una estación de metro.

Así, hizo aquel viaje en metro procurando no desentonar mirando boquiabierto a músicos y a mendigos, sin pararse en los pasillos transitados por apresurados viajeros a leer mejor algún que otro anuncio. En una parada subió al vagón un mendigo, y al cerrarse las puertas y reanudar la marcha el tren, el hombre comenzó a desvariar, pero los viajeros hicieron gala de ser sordos, mudos y ciegos, ajenos a su existencia hasta que en la siguiente parada, desalentado, el hombre se apeó. Cuando volvió a arrancar el tren, Rebus oyó otra vez su voz en el vagón contiguo. Había sido una actuación asombrosa, no la del mendigo, sino la de los viajeros, con la mente bloqueada para no implicarse. ¿Harían lo mismo si veían a alguien pegándose con otro o a un tipo fornido robar la cartera a un turista? Sí, probablemente. No era un simple paisaje del bien y el mal, sino el de un vacío moral, y eso era lo que le daba más miedo a Rebus.

Pero siempre había compensaciones. Todas las mujeres guapas que veía le recordaban a Lisa Frazer. En aquel vagón atestado de la línea uno se encontró apretujado contra una joven rubia con la blusa escotada hasta el canalillo, y él, que era más alto, gozó de una venturosa visión de curvas y hondonadas; pero ella levantó los ojos del libro que leía y le sorprendió mirando. Rebus apartó de inmediato la vista, pero sintió sobre la mejilla su mirada encendida.

El hombre es un violador por naturaleza: ¿no había dicho eso alguien? «Restos de sal… señales de dientes en…». El tren aminoró la marcha y entró en otra estación: Mile End; allí se bajaba él. La joven también, y Rebus se rezagó en el andén hasta perderla de vista, sin saber, en realidad, por qué; a continuación salió a la calle y respiró aire fresco.

Pero sintió más bien monóxido de carbono. Era una calle de tres carriles en ambas direcciones, llena de coches atascados a causa de un camión articulado que no acababa de entrar marcha atrás por la estrecha puerta de un edificio. Viendo a dos agentes desesperados intentar cortar aquel nudo gordiano, dio en pensar por primera vez lo ridículo que era su gorro reglamentario. La gorra de plato escocesa era más normal. Además, en los partidos de fútbol resultaría un blanco más pequeño.

Les deseó mentalmente buena suerte y tomó dirección a Gideon Park —que no era un parque, sino una calle— en busca del número 78, una casa de tres alturas que, según el portero automático de la fachada, constaba de cuatro viviendas. Pulsó el segundo botón a contar por abajo y aguardó; abrió la puerta una esbelta adolescente, con pelo largo teñido de negro y tres pendientes en cada oreja, que le sonrió y le dio un fuerte abrazo.

—Hola, papá —dijo.

Samantha Rebus hizo entrar a su padre y subieron por una estrecha escalera al primer piso en que vivía con su madre. Si el cambio de su hija era espectacular, el cambio en su exmujer no lo era menos. Nunca había visto tan estupenda a Rhona. Tenía algunas canas, pero llevaba el pelo muy corto y elegante, estaba bronceada y un brillo animaba sus ojos. Se miraron sin decirse nada y acabaron abrazándose.

—John.

—Rhona.

Ella estaba leyendo un libro, y Rebus miró la cubierta: Al faro de Virginia Woolf.

—Yo prefiero más bien Tom Wolfe —bromeó él.

Era un cuarto de estar pequeño, desde luego, pero la astuta disposición de estanterías y espejos procuraba una sensación de mayor espacio. Resultaba extraño ver cosas que él conocía: una de las sillas, un cojín, una lámpara, objetos de su vida con Rhona, que ahora llenaban aquel pisito. Pero le complacía la decoración, la sensación de confort. Se sentaron a tomar el té. Rebus traía regalos: vales de discos para Samantha y bombones para Rhona, que ella aceptó intercambiando una mirada de connivencia con su hija.

Eran dos mujeres. Samantha ya no era una niña. Conservaba la flexibilidad de la niña, pero la manera de moverse, sus gestos y su rostro eran propios de una mujer.

—Tienes muy buen aspecto, Rhona.

Ella hizo una pausa, aceptando el cumplido.

—Gracias, John.

Él acusó su incapacidad para decirle lo mismo. Madre e hija intercambiaron otra mirada. Era como si la convivencia les hubiera llevado a adoptar una especie de telepatía, y, así, fue Rebus quien casi exclusivamente llevó la conversación durante el tiempo que estuvo allí, llenando algo nervioso los silencios.

No dijo cosas de gran importancia. Habló de Edimburgo, aunque sin entrar en detalles de su trabajo, lo cual no le resultó fácil, dado que, aparte de su trabajo, apenas hacía nada más. Rhona le preguntó por antiguas amistades y él hubo de reconocer que no veía a nadie. Ella habló de sus clases y de los precios de la vivienda en Londres. (No advirtió Rebus, por el tono, la menor insinuación de que él aportara algo que les permitiera tener un piso más grande. Al fin y al cabo, era ella la que le había dejado. No por nada, como había dicho ella misma, sino por el hecho de que amaba a un hombre y se había casado con una profesión). Samantha le habló de sus estudios de secretaria.

—¿Secretaria? —dijo Rebus, tratando de mostrar entusiasmo, pero Samantha replicó fríamente:

—Te lo dije en una carta.

—Ah.

Se produjo otro silencio. A Rebus le dieron ganas de explotar: «¡Leo tus cartas, Sammy! ¡Las devoro! Y perdona que muchas veces no conteste, pero ya sabes que me cuesta escribir cartas, me resulta un trabajo ímprobo, y tengo muy poco tiempo y energías con tantos casos que resolver y tantos subordinados».

Pero no dijo nada. Claro que no dijo nada. Se contentó con su farsa habitual. Una conversación amable intrascendente, charlando de todo un poco y de nada en concreto, en plan muy educado. Insoportable. Totalmente insoportable. Puso las manos abiertas en las rodillas, dispuesto a levantarse con el gesto consabido, diciendo cuánto se había alegrado de verlas, pero que le esperaba una fría cama en aquel hotel, con su máquina dispensadora de hielo y otra de sacar brillo a los zapatos. Comenzó a incorporarse.

En ese momento sonó el timbre. Dos llamadas cortas y una larga. Samantha casi echó a volar hacia la escalera y Rhona sonrió.

—Es Kenny —dijo.

—¿Quién?

—El galán de Samantha.

Rebus asintió despacio con la cabeza, como padre comprensivo. Sammy tenía dieciséis años, había terminado el bachillerato y estudiaba secretariado. Novio no: un galán.

—¿Y tú, Rhona? —inquirió.

Ella abrió la boca para replicar, pero la cerró al oír pasos en la escalera. Samantha entró en el cuarto ruborizada llevando de la mano a su galán. Rebus se puso en pie como un resorte.

—Papá, te presento a Kenny.

El atavío de Kenny era una cazadora negra de cuero con cremallera y pantalones también de cuero negro, con botas casi hasta la rodilla que crujían al andar, y en la mano llevaba un casco protector del que sobresalían los dedos de un par de guantes de cuero negro. Dos de ellos estaban tiesos, como señalando al propio Rebus. Kenny se soltó de la mano de Samantha y la tendió hacia su padre.

—¿Qué tal?

Era una voz seca, profunda y con aplomo. Tenía el pelo negro lacio, casi con raya en medio, acné en las mejillas y el cuello, y barba incipiente de un día. Rebus estrechó su mano con poco entusiasmo.

—Hola, Kenny —dijo Rhona, y añadió para Rebus—: Kenny es mensajero motorizado.

—Ah —replicó Rebus volviéndose a sentar.

—Pues, sí —añadió Kenny entusiasmado—, en la City. Hoy he hecho una pasta, Rhona —dijo dirigiéndose a ella, quien sonrió animosa. El galán, aquel muchacho de unos dieciocho años (mucho mayor que Samantha y con más mundo) había sabido ganar el corazón de la madre y de la hija. Se volvió hacia Rebus con la misma desenvoltura—. He ganado cien libras; ha sido un buen día. Claro que era mucho mejor en tiempos del Big Bang, cuando había muchas empresas nuevas a las que les gustaba presumir de pasta. De todos modos, hay «mazo» negocio si eres rápido y formal. Tengo ya muchos clientes que me llaman a mí; seguro que llegaré lejos —espetó, sentándose en el sofá junto a Samantha, a la espera, igual que madre e hija, de que Rebus dijera algo.

Rebus sabía qué era lo que se esperaba de él. Kenny había tirado el guantelete con el desafío de «A ver qué me dices». ¿Qué quería aquel jovenzuelo? ¿Unas palmaditas en el ego? ¿Permiso para desvirgar a su hija? ¿Algún consejo sobre cómo evitar los peligros de la velocidad? Fuera lo que fuese, Rebus no estaba dispuesto a agachar la cerviz.

—No será muy bueno para tus pulmones todo ese humo de los tubos de escape —dijo.

Kenny mostró su perplejidad por el cambio de tema.

—Yo estoy totalmente sano —replicó, un tanto resentido.

«Bien», pensó Rebus, «que se pique este cabroncete». Sabía que Rhona, con su mirada penetrante, le instaba a que le diera tregua, pero él no apartaba los ojos del jovenzuelo.

—Un chico como tú tiene mucho futuro —dijo.

—Sí —añadió Kenny—. Tal vez me establezca con flota propia. Lo único que hace falta… —continuó diciendo, sin acabar la frase al percatarse a toro pasado del empleo de la palabra «chico», como si él fuera con pantalón corto y gorra de colegio; pero era demasiado tarde para volver atrás y subsanarlo. Tenía que seguir con sus sueños, que ahora sonaban a fantasías imposibles en presencia de aquel palurdo de Escocia, tan zalamero como un natural del West End. Tenía que ir con cuidado, porque… ¿Qué estaba diciendo? Aquel escochi se salía de madre, y cómo; aquel gilipollas con pinta de paleto, vestido con ropa que le sentaba mal, de tienda barata y sin coordinar, se ponía ahora a contar recuerdos de una tienda de ultramarinos de cuando él era pequeño. Rebus, que había sido de niño «chico de los recados» de una tienda (explicó que en Escocia «recados» equivalía a «ultramarinos»), les contó que repartía con una pesada bicicleta con plataforma metálica delante del manillar en la que se sujetaba la caja de los comestibles que distribuía a domicilio.

—Me creía rico —continuó Rebus como haciendo una gracia—, pero cuando quería más dinero no había manera. Tuve que esperar a ser mayor para obtener un empleo serio, pero me gustaba ir por ahí con la bici haciendo recados y repartiendo comestibles a los ancianos. A veces me daban de propina una fruta o un tarro de mermelada.

Se hizo un silencio. Se oyó pasar un coche de policía tocando la sirena. Rebus se reclinó en el asiento y cruzó los brazos con una sonrisa de añoranza. Y en ese momento Kenny comprendió: «¡Había querido compararse con él!». Abrió unos ojos como platos. Era eso: Rhona lo sabía; Sam lo sabía. Le faltó un tris para levantarse y darle un currito a aquel poli, fuese o no el padre de Sam; pero se contuvo. Rhona se levantó para hacer más té y el cabrón aquel se puso en pie y dijo que se iba.

Había sido todo tan rápido, que Kenny seguía pensando en lo que Rebus acababa de contar y este lo advirtió: aquel pobre chico a medio pulir trataba de hacerse una idea de hasta qué extremo él le había denigrado. Lo estrictamente necesario, a juicio de Rebus. Rhona le aborrecía por ello, claro, y Samantha sentía apuro. Bueno, a la mierda. Él había cumplido yendo a visitarlas. No volvería a molestarlas. Que vivieran en aquel pisito y recibieran a aquel… galán, a aquel falso adulto. Él tenía cosas importantes que hacer: leer libros, tomar notas, y otra ardua jornada por delante. Eran las diez. A las once podría estar en el hotel: acostarse pronto, eso era lo que necesitaba. Entre los dos últimos días había dormido ocho horas. No era de extrañar que estuviera de mala leche y con ganas de gresca.

Comenzó a sentir algo de vergüenza. Kenny era un blanco demasiado fácil; era como aplastar por resentimiento un mosquito con una torre. ¿Resentimiento, John, o simple envidia? No era un interrogante para un hombre cansado, para un hombre como John Rebus. Mañana. Al día siguiente se plantearía respuestas. Estaba decidido a cumplir como es debido, ya que le habían enviado a Londres. Mañana comenzaba la tarea en serio.

Antes de salir volvió a dar la mano a Kenny, acompañándolo de un guiño de hombre a hombre. Rhona se ofreció a acompañarle a la puerta de la calle y salieron juntos al vestíbulo, dejando a Samantha y a Kenny en el cuarto de estar, con la puerta cerrada.

—No te molestes —se apresuró a decir Rebus—. No hace falta que me acompañes. —Comenzó a bajar la escalera, consciente de que dar largas era propiciar una discusión con Rhona. ¿Para qué?—. Más vale que eches un ojo a ese Lotario —añadió a guisa de adiós.

Una vez en la calle recordó que a Rhona también le gustaban los amantes jóvenes. Tal vez… pero era un pensamiento indigno de él. «Perdóname, Dios mío», musitó dándose la vuelta decidido, camino de la estación de metro.

* * *

Algo iba mal.

Después del primer asesinato había sentido horror, ella, remordimiento, culpabilidad; había pedido perdón; no volvería a matar.

Pero al cabo de un mes más sin que la descubrieran, aumentó su optimismo y creció su ansia de actuar. Y volvió a matar. Esto le procuró satisfacción para otro mes y así sucesivamente. Pero ahora, veinticuatro horas después del cuarto asesinato, volvía a sentir el irrefrenable deseo. Un deseo más profundo e intenso que nunca. Quedaría impune otra vez; pero sería peligroso porque la policía seguía a la caza, dado el poco tiempo transcurrido. La gente andaba muy precavida. Si mataba ahora, quebrantaría la pauta imprecisa y quizás ello daría a la policía alguna pista imprevisible.

Solo había una solución. Era un error, lo sabía, un error. Aquel no era realmente su piso. Pero lo hizo: abrió la puerta con llave y entró en la galería. Allí, atado en el suelo, estaba el último cadáver. Este lo guardaría; no dejaría que lo descubriera la policía. Lo examinó y vio que así tendría más tiempo para ocuparse de él, más tiempo para jugar. Sí, la solución era guardarlo. Aquella guarida era la solución. Allí no había peligro de que lo descubrieran. Era un lugar privado, no público. Nada que temer. Dio vueltas en torno al cadáver, disfrutando del silencio, y a continuación arrimó el ojo a la cámara de fotos.

—Una sonrisa, por favor —dijo disparando hasta terminar el carrete.

Pero se le ocurrió una idea: cargó otro carrete y empezó a fotografiar uno de los cuadros, el paisaje; el que destrozaría en cuanto hubiese terminado con el nuevo juguetito. Ahora también lo tenía documentado. Documentación perpetua. Miró cómo se revelaba despacio la foto, pero de pronto comenzó a rasparla, emborronando los colores y la figura hasta convertir la imagen en un revoltijo de productos químicos. Estupendo: a su madre le habría repugnado.

—¡Puta! —exclama, dando la espalda a la pared de los cuadros, con el rostro contraído de ira y odio. Coge unas tijeras y se acerca otra vez al juguetito, se arrodilla ante él, y baja amenazadora las tijeras hacia el rostro hasta un centímetro de la nariz—. ¡Puta! —repite antes de cortar minuciosamente los orificios nasales con mano temblorosa—. Los pelos de la nariz son muy feos. Muy feos —gimotea.

Al final, se levanta y se acerca a la pared opuesta, esgrime un aerosol y lo agita enérgicamente. La pared —que ella llama la pared dionisíaca— está cubierta de pintadas de spray negro: MUERTE AL ARTE, MATAR ES ARTE, LA LEY ES UN CULO, LOS RICOS A TOMAR POR EL CULO, MIRA A LOS POBRES. Piensa algo más que escribir, algo que quepa en el poco espacio que queda, y traza una floritura.

—Esto es arte —dice mirando por encima del hombro la pared apolínea que es la de los cuadros enmarcados—. Esto es arte de la hostia.

Ve que los ojos de la muñeca están abiertos y se lanza hasta dos centímetros de ellos, que de pronto se cierran. Con gran cuidado le abre con las manos los párpados. Ahora están casi cara contra cara, un instante de gran intimidad; jadea, y la muñeca también; la boca de la muñeca hace esfuerzos por liberarse del esparadrapo que la oprime. Las ventanas de la nariz se le hinchan.

—Puto arte —dice entre dientes a la muñeca—. Esto es puto arte —repite con las tijeras en la mano e introduce una de las hojas en la fosa nasal izquierda de la muñeca—. Johnny, los pelos de la nariz son muy feos en un hombre.

Hace una pausa, presta oído como si escuchara algo y reflexionara y asiente con la cabeza:

—Muy bien dicho —espeta sonriente—. Muy bien dicho.