La cinta acababa ahí.

—Espantosa historia —masculló Harasawa—. Despreciable.

Mamoru, que se había apoyado contra la pared en busca de equilibrio, no lo escuchaba. Sentía náuseas.

—¿Me crees entonces? —preguntó el anciano. No obtuvo más repuesta que el sonido de la cinta rebobinándose—. ¡Por supuesto que sí! Ya sabes de lo que soy capaz, lo aceptes o no.

—Te creo. —Mamoru asintió—. Todo encaja.

—¿Y qué vas a hacer ahora?

—Llevar todo esto… a la policía.

—¿Tú?

—Sí, lo haré una vez redactes tu confesión.

—Me temo que eso es imposible.

—¿Cómo que imposible? —Mamoru, sorprendido, alzó la cabeza—. ¿Acaso no es lo que pretendías desde el principio?

—Ahí es donde te equivocas, chico. —El anciano aspiró una profunda bocanada de aire. Al parecer, todo aquello no había sido más que un preludio de lo que venía a continuación—. ¿No recuerdas lo que te dije? Que tú y yo nos entenderíamos. Tenemos algo en común. ¿Acaso no sabes de qué se trata?

Harasawa presionó el botón de expulsar y extrajo la cinta del reproductor. Se acercó a la ventana con ella en la mano.

—Solo grabé esta conversación para que pudieras escucharla. —Al pronunciar esas palabras, abrió la ventana y lanzó la cinta con una agilidad y energía insospechadas.

Mamoru se abalanzó hacia donde se encontraba el anciano. Observó, horrorizado, la parábola que trazó en el aire el objeto arrojado antes de desaparecer en las aceitosas aguas del canal que discurría a los pies del edificio de cinco plantas.

—¿Por qué has hecho eso?

—Olvídalo. Fue la confesión de un hombre bajo los efectos de la hipnosis. Ningún tribunal aceptaría ese testimonio como válido. Chico —el anciano continuó con tono serio— no creas que me conformo con haber desenmascarado a Kazuko Takagi. Y tampoco me convence la idea de entregar todas esas pruebas a las autoridades. Opinas lo mismo que yo, ¿cierto? Los tribunales de nuestro país son demasiado indulgentes.

—¿Y entonces qué crees que tengo que hacer?

—Ese hombre te ha engañado. Has vivido una mentira durante doce años. Lo hizo para ayudaros, de acuerdo pero, de alguna manera, era la segunda vez que te engañaba. Mató a tu padre, ocultó sus restos y, para colmo, te ha estado siguiendo para satisfacer sus propósitos egoístas. No pretendía más que acercarse a ti, engatusarte y ganarse tu cariño. No buscaba otra cosa que tu perdón. Hace doce años que se deshizo de su conciencia, y ahora está intentando comprarse otra nueva. ¿De verdad podrías perdonarlo?

»Es asunto tuyo. De nadie más. Yo no me meteré. No haré la menor mención a Yoshitake en mi confesión. Solo existe una solución posible. —Harasawa miró a Mamoru a los ojos—. Solo tú podrás dictar sentencia.

Cuando Mamoru se marchó por fin, le pitaban los oídos. Las órdenes que había recibido del anciano monopolizaban sus pensamientos.

«Te daré la clave que actuará sobre el subconsciente de Yoshitake».

El semáforo de la carretera parpadeaba, y las luces traseras de los coches destellaban.

«Es una oración sencilla. Muy sencilla. Esto es lo que tendrás que decir». El viento azotaba a Mamoru desde detrás. «Esta noche, vuelve a haber niebla en Tokio».

—Esta noche, vuelve a haber niebla en Tokio —repitió Mamoru para sí mismo.

«Esa es la frase que tendrás que pronunciar para que Yoshitake se quite la vida. Si quieres, podrás quedarte y mirar. Allá tú».

A Mamoru no le apetecía volver a casa.

«Espero que tomes la decisión correcta».

Desde el principio, lo había engañado. Todo había sido una mentira.

«Se lo debo a tu padre. Solo estoy haciendo lo que debo», esas fueron las palabras de Yoshitake. Lo único que quería era enmendar el daño que causó.

«A pesar de todo, acudió a la policía». Su tía Yoriko mostró todo su agradecimiento por un hombre que no había dudado en arriesgar tanto su carrera profesional como su matrimonio. Taizo ya no tendría que preocuparse del desempleo.

Gracias a él también su madre había conseguido un trabajo. Ahora se daba cuenta de lo bien que le había venido a él que madre e hijo permanecieran en Hirakawa aquellos años. Todo hubiese ido mejor de haberse marchado de la ciudad. La rabia lo consumía. Yoshitake había actuado movido por un sentimiento de culpa y compasión. Y pretendía seguir adelante con su plan.

«¿Vas a permitir que todos queden impunes?», le preguntó Harasawa.

No, Mamoru sabía que no podía permitirlo. Porque…

«¡Eso significaría que no tienes alma, chico!».

La luna resplandecía en el cielo como una espada recién afilada.