En el mes de marzo, doce años atrás, Koichi se marchó de Tokio por la noche y condujo hasta Hirakawa. Cuando se adentró en el casco urbano de la ciudad, el reloj del salpicadero marcaba las 05:15. La lluvia golpeaba el parabrisas, y toda la ciudad quedaba envuelta por un empapado manto de frío.

La idea era recoger a su madre y llevarla consigo a Tokio para que pudiera asistir a la boda. Pensó en su vida: si bien había dado un gran rodeo, por fin recorría el camino que el destino había trazado para él. Supo que su madre se sentiría orgullosa de él. Había planeado quedarse a pasar la noche y regresar con ella a Tokio al día siguiente.

En lugar de optar por la autopista que lo llevaría directamente a la ciudad, decidió saborear su triunfante regreso y tomó la estrecha carretera que partía desde la estación, desde donde podría admirar las montañas que rodeaban la ciudad.

Por la ventanilla derecha del coche, vio la montaña que una vez perteneció a su familia. Habían despejado y nivelado el terreno en la cima, y las vigas de acero de un hotel turístico en construcción se levantaban negras en la luz púrpura que irradiaba el amanecer. Un gigantesco cartel luminoso anunciaba: «¡Apertura el 1 de septiembre!».

Koichi pensó que aún quedaba mucho camino que recorrer para que Shin Nippon abriese su primer hotel, pero no era un sueño imposible. Lo haría realidad en un futuro no muy lejano, cuando empezara a ascender por los peldaños de la compañía hasta hacerse con el mando de la misma. Y mientras tanto, aprendería todo lo que pudiese. Ya contemplaba la idea de darle un giro a la política comercial de Shin Nippon para apuntar al mercado de masas. Estaba seguro de que vendría el día en el que «masas» dejase de ser un término despectivo.

Ya iba a medio camino de su paseo por los alrededores y se aproximaba a una intersección donde la carretera se encontraba con las vías de ferrocarril que conducían hasta el este de la ciudad. La lluvia caía cada vez con más fuerza, y el frenético movimiento de los limpiaparabrisas que barrían el cristal le entorpecía la vista.

No se había cruzado con un solo coche en su paseo matinal, ni con un peatón siquiera. Pisó el acelerador, y el coche retomó velocidad paulatinamente. Naomi le había regalado aquel vehículo para que fuese a recoger a su madre. Koichi recordó que cuando su prometida le puso la llave en la palma de la mano, el diminuto objeto guardó durante unos instantes el calor de su cuerpo.

No supo decir si lo vio antes o después de pisar el freno a fondo. El tiempo se había detenido. La oscura silueta que se perfiló entre la bruma desapareció al instante. En cambio, se acordaba muy bien del ruido: un impacto seco. El coche derrapó antes de detenerse. Koichi fue propulsado con violencia hacia el volante.

Cuando salió del vehículo, ya reinaba el silencio, excepto por el sonido de su corazón que le palpitaba en los oídos. Un bulto yacía a un lado de la carretera. Sobresalían sus pies, uno de ellos descalzo. El zapato faltante había aterrizado en el punto donde Koichi se levantaba ahora.

Se acercó con paso dubitativo, muy despacio.

No percibió la menor señal de vida en aquella masa inerte. Se arrodilló y le palpó el cuello: no pudo encontrar el pulso. Era un hombre que aparentaba su misma edad. Reparó en un diminuto lunar bajo su ceja derecha. Había caído de bruces sobre un charco. La sangre manaba de su oreja izquierda. Koichi tendió unas temblorosas manos, levantó la cabeza de la víctima para darle la vuelta, y supo que, entre sus brazos, yacía un cuerpo sin vida.

Apartó las manos del cadáver y se las frotó contra los pantalones. La lluvia le descendía por el cuello y le empapaba la espalda. Sintió un frío intenso.

Las gotas empezaban a colmar el paraguas volcado del fallecido. Resonó el agudo canto de un pájaro desde la arboleda que quedaba a la derecha.

Echó un vistazo a su alrededor.

Estaba a las afueras de la ciudad. La suave curva que dibujaban las vías del tren desaparecía detrás de la espesa fronda, y conducía, más allá, hacia un túnel donde asomaba una señal de tráfico derrengada. Era un paso a nivel. A mano izquierda, se mantenía en pie un almacén desafectado en el que aún podían leerse las palabras: «Troqueles Hirakawa».

No había nadie más allí.

Si quería escapar, tenía que hacerlo ahora. Continuó secándose las manos en los pantalones mientras la lluvia lo empapaba.

«Ahora… Si quieres olvidarte de todo esto, es ahora o nunca. ¡Huye!». El agua se encargaría de borrar las huellas de los neumáticos y el rastro de sangre de la calzada.

Esa voz que manaba de los recodos de su ser se dirigió al hombre que yacía mirando al cielo, con el cuerpo doblado en una contorsión imposible. «No sabía que estabas ahí». Buscaba una respuesta. «No te he visto».

«¡Tienes que huir! ¡Lo echaras todo a perder!».

Un tintineo desgarró el silencio. Venía desde detrás. Koichi dio un brinco. La señal del paso a nivel destellaba, las barreras empezaban a descender. Un tren pasaría en cualquier momento.

Koichi se quedó inmóvil mirando la señal mientras la campana seguía sonando. Dos luces rojas, una encima de la otra, parpadeaban alternativamente. Arriba, abajo, arriba, abajo.

¿Lo advertiría el maquinista? ¿Y los pasajeros? ¿Repararía en su coche? ¿En el cadáver?

«Tilín, tilín, tilín».

Se le heló la sangre en las venas. Koichi se acercó corriendo hasta el muerto y lo arrastró hacia un lateral del vehículo. Abrió la puerta trasera y lo cargó dentro.

Regresó apresurado para echar un vistazo a la carretera. Recogió el paraguas volcado y lo guardó en el coche junto al cadáver. La sangre que teñía los charcos de la carretera se diluía cada vez más. Pronto no quedaría ni rastro.

En cuanto se disponía a montarse en el coche, se tropezó con el zapato perdido en el impacto. Se apresuró a recogerlo y a lanzarlo a la parte trasera del coche. Justo en el instante en el que cerraba la puerta, el tren pasó a toda velocidad.

Koichi no supo explicar cómo había conseguido ponerse al volante del vehículo ni lo que le pasó por la cabeza en aquel momento. Cuando llegó a casa de su madre, tomó la precaución de aparcar en el garaje. Desde la carretera, nadie podría advertir el guardabarros doblado o la pintura desconchada.

Su madre, Umeko, salió en cuanto oyó ruido. En realidad, el «garaje» no era más que un techo improvisado levantado en el diminuto patio y oculto tras una cubierta de plástico. Ella había destinado sus modestos ahorros a hacerlo instalar para que Koichi no tuviera que dejar su coche en la calle cada vez que viniera que, en adelante, sería mucho más a menudo. Él había intentado disuadirla. No era necesario gastar el dinero, por poco que fuera, porque pronto le construiría una casa mucho más grande.

—¡Bienvenido, hijo mío! ¡Oh! ¿Qué ha pasado? —preguntó cuando reparó en la expresión de Koichi.

Se deshizo en lágrimas en cuanto la vio. Se mordió el puño para ahogar sus llantos.

Umeko escuchó con atención toda la historia. En lugar de culparlo, tomó una firme decisión.

—Tenemos que deshacernos del cadáver.

En el suelo del trastero, extendieron la lona de plástico que sobró de la construcción del garaje improvisado. Umeko actuaba con sosiego y minuciosidad. Tras el derrame que sufrió, la mano derecha había quedado sin movilidad, pero su voz no flaqueaba a la hora de dar órdenes a Koichi.

Él se encargó de desvestir al fallecido y guardar su ropa en una bolsa de papel. Llevaba una cartera en el bolsillo de la chaqueta que contenía un carné de conducir y otros documentos de identidad.

—Toshio Kusaka. ¿Te suena de algo, mamá?

Umeko no contestó, pero arrebató la cartera de las manos de su hijo y la introdujo en la bolsa junto al resto de la ropa. Cuando terminó de cerrarla, repuso:

—Trabaja en el ayuntamiento, en finanzas.

Acto seguido, envolvieron el cuerpo en la tela de plástico, lo ataron y lo escondieron en el patio.

—¿Qué hacemos con el coche? —inquirió Koichi.

—Tiene arañazos, ¿verdad?

A las siete de esa misma tarde, el telediario local informaba de la desaparición del ayudante del responsable financiero del ayuntamiento de Hirakawa. Al ver la noticia, Koichi sacó su coche del garaje. Lo estrelló contra el muro que rodeaba la casa vecina y fingió haber tomado mal la curva.

Llamó a una grúa y pidió que lo llevase a un taller donde arreglar los desperfectos. Entretanto, la compañía de seguros le prestaría un coche que apenas tardaron quince minutos en llevarle.

—Nunca me ha gustado ese muro —dijo Umeko a su hijo.

Esperaron hasta medianoche antes de cargar el cadáver junto con una pala en el maletero del coche prestado. El trayecto que los condujo hasta dejar atrás Hirakawa sucedió sin mayor contratiempo. Una hora más tarde, cuando la última casa de las afueras de la ciudad quedaba ya lejos, se detuvieron en un bosque, en pleno parque natural. Koichi sacó la pala, una linterna, y caminó durante poco tiempo hasta dar con el lugar perfecto, en una pendiente. Lo único que tenía que hacer era regresar al coche, recuperar el cuerpo y enterrarlo allí. Lo hizo todo solo. Umeko esperó en el interior del vehículo. No encendió ninguna luz, se quedó envuelta por la penumbra. Tampoco la radio. Permaneció sentada, inmóvil y sin apartar la mirada del frente.

Una vez cavada la fosa, y mientras Koichi vertía tierra sobre el bulto enrollado en la funda de plástico, la cuerda se soltó. Asomó una mano curvada, petrificada en una posición inverosímil. Casi temió que el muerto la tendiera hacia él y lo agarrara por el tobillo. Pero cuando reparó en el anillo de boda que lucía el dedo anular, la consternación vino a borrar el miedo. No se había fijado en este detalle que podría servir para identificar el cadáver. Koichi se enjugó el sudor de la frente. No había muchas probabilidades de que hallasen el cuerpo allí, pero no podía correr ningún riesgo.

Vertió toda la tierra que había extraído y la apisonó con la pala antes de encaminarse hacia el coche. El cansancio y el miedo se plasmaban en el temblor que sacudía sus brazos.

Cuando finalmente se vio capaz de ponerse al volante, Umeko declaró en voz baja:

—No tienes la culpa de nada. Olvídate de lo que ha pasado.

Koichi asintió, aunque sabía que jamás podría olvidar lo ocurrido aquella noche.

La boda discurrió sin problema alguno. Cuando la pareja regresó de su luna de miel, lo primero que hizo Koichi Yoshitake fue abrir el periódico de Hirakawa que le habían dejado en el buzón. El nombre de Toshio Kusaka ocupaba en grandes letras la primera plana. Yoshitake se sintió palidecer.

Sin embargo, el artículo solo mencionaba la desaparición del empleado municipal y lo señalaba como el principal sospechoso en un caso de malversación de fondos públicos.

La vida en Tokio transcurrió sin mayor incidencia. Lo de Hirakawa se vio envuelto por un halo de misterio, y no había motivo para pensar que la culpa pudiese recaer sobre Yoshitake. Su seguridad estaba garantizada. La única inquietud con la que cargaba, lastre considerable, tenía que ver con la familia que Toshio Kusaka había dejado detrás.

Que ese marido y padre de familia hubiese malversado fondos públicos no era ningún secreto. Ahora bien, el hombre no había desaparecido como insinuaban los medios de comunicación. Ni siquiera había huido. Yoshitake era el único responsable de que Kusaka nunca pudiese declarar ante las autoridades, confesar su delito, tal vez presentar alguna circunstancia atenuante y pagar por sus actos una vez juzgado y condenado. Su esposa e hijo habían quedado desamparados, y los remordimientos estaban devorando a Yoshitake por dentro.

Recabó algo de información sobre aquellos con quienes estaba en deuda en uno de sus esporádicos viajes a Hirakawa. Averiguar cómo se encontraba la mujer y el niño se convirtió en un deber para él.

Supo que la mujer, Keiko, y el hijo, Mamoru, se habían marchado de la casa subvencionada que el Estado ponía a disposición de los funcionarios. Por lo visto, vivían en un diminuto apartamento. Yoshitake decidió acercarse. Era un edificio vetusto, decrépito, y se preguntó qué tipo de soborno estaría pagando el propietario para poder seguir alquilando la tambaleante construcción.

Mientras aguardaba en la callejuela, el niño y su madre aparecieron. Ambos llevaban unas bolsas de la compra en las que destacaba el nombre de una tienda que quedaba a las afueras de la ciudad. Yoshitake supuso que ninguno de los dos era bienvenido en los comercios del barrio.

El niño estaba contando algo a su madre, y los dos estallaron en comedidas carcajadas. A su paso, un vecino cerró con violencia la ventana.

La familia Kusaka subió la escalera del maltrecho inmueble. Conforme avanzaban, Yoshitake les exhortaba en silencio: «¿Por qué no os marcháis de la ciudad? ¿Por qué razón seguís aquí? Sabéis que todo será más fácil y aun así os negáis a iros. ¿Por qué?».

Keiko y Mamoru permanecieron en el corazón de Yoshitake desde ese momento. Por más que su vida en Tokio siguiera adelante, no pudo olvidarse de ellos ni un solo minuto.

Recurrió con suma discreción a sus contactos como miembro de una familia muy arraigada en Hirakawa para encontrar un trabajo a Keiko. Nadie se atrevió a contradecirlo cuando alegó que la familia no tenía la culpa, que los demás debían compadecerse de ellos. Continuó con sus pesquisas mediante diferentes medios para averiguar cómo le iban las cosas a los dos, y siempre se aseguró de que se les echaba una mano en épocas de escasez.

Cuanto más se reforzaban esos lazos secretos, más se distanciaba de su mujer. Naomi lo achacaba a su incapacidad de tener hijos, pero se equivocaba. En realidad, cuando no estaba trabajando, Koichi se veía consumido por el recuerdo de la familia Kusaka. En su corazón, ya no quedaba espacio para nadie más.

Cinco años después de la desaparición de Toshio, Keiko y Mamoru seguían sin marcharse de Hirakawa. Yoshitake guardaba una colección de fotografías que había tomado a hurtadillas. Cuando estaba solo en su estudio, mirando las fotos, se sentía en paz, envuelto, junto con los remordimientos, por una misteriosa sensación de unidad. Era como si Keiko fuese su propia esposa y Mamoru, su hijo.

Keiko tenía una mirada triste engastada en un rostro bondadoso. Su sufrimiento, sin embargo, no le había arrebatado su delicadeza innata. Había crecido y gozaba de buena salud. Las fotografías mostraban a un chico espabilado, con una sonrisa de oreja a oreja que infundía vida a Yoshitake. Deseaba conocer a aquel muchacho. Y fue ese anhelo el que le dio una renovada esperanza.

Ocho años después del accidente, la primavera del año que fue ascendido al equipo directivo de Shin Nippon, decidió hacer un viaje muy especial con destino a Hirakawa. En el mes de abril, todas las escuelas del país celebraban su fiesta al aire libre. Se trataba de una especie de festival en el que se ponía punto y final a un largo invierno.

Yoshitake quería ver al chico, que ahora tenía doce años, aunque fuese desde lejos.

Aguardó detrás de la valla que rodeaba el patio de la escuela. Perdió la noción del tiempo mientras observaba las idas y venidas del muchacho. El plato fuerte de aquella fiesta de primavera era la tradicional carrera de relevos entre los niños de sexto curso. Mamoru, último relevista de su equipo, aguardaba su turno, con una banda roja alrededor del pecho.

En cuanto recibió el testigo y echó a correr, Yoshitake se quedó sin aliento y sus dedos se aferraron con fuerza a la malla de la verja. ¡El chico corría como el viento! Había empezado la vuelta desde la quinta posición y avanzaba con una tranquilidad digna de admiración. Cuando se acercaba la recta final, ya había adelantado a tres corredores. Desde el otro extremo de la valla, Yoshitake vio cómo su protegido, por los pelos, lograba cruzar primero la línea de meta. Los alumnos estallaron en vítores, y Yoshitake se unió a la ovación con nutridos aplausos y gritos de felicitación.

Una mujer que encabezaba la multitud de padres se volvió para mirarlo. Era la madre del chico, Keiko Kusaka. El anciano robusto que la acompañaba también aplaudía.

Los cerezos en flor despedían pétalos que aterrizaban sobre los hombros de Yoshitake. No era un día frío y lluvioso como cuando tuvo lugar el accidente, sino un cálido día de primavera cuyo aire quedaba impregnado de la fragancia de los cerezos. Keiko Kusaka reparó en él, sonrió y asintió en su dirección. Tuvo aprecio por aquel desconocido que aplaudía a su hijo.

Ese mismo día, Yoshitake fue a ver a su madre, y fue recibido por una mirada acusadora.

—¿Qué estás haciendo aquí? Tu hogar está en Tokio.

Más tarde, sentado solo en la oscuridad de la noche, Yoshitake supo que no podía hacer otra cosa sino reconocer su amor por la familia Kusaka. Su valiente resolución y su fuerza de voluntad le inspiraban respeto. Admiraba cómo se las habían ingeniado para seguir con sus vidas. Se negaron a dejar que la situación les afectara, cosa que él, por su parte, no había logrado tras el día del accidente. Y sabía que nunca lo conseguiría.

Su madre murió seis meses más tarde. Después del funeral y antes de que vendiera su casa, Yoshitake levantó las tablas de madera del suelo para sacar la bolsa de papel que se escondía bajo ellas, y quemó el contenido en la hoguera que prendió para deshacerse de algunos de los trastos de su madre. No sabía qué hacer con el único objeto vinculado con aquel día que marcó un antes y un después en su vida. Al final, decidió quedárselo. Era el anillo de boda de Toshio Kusaka.

Se lo probó. No fue más allá de la falange del dedo anular, como si el propietario original se opusiera.

Fue el último viaje de Yoshitake a Hirakawa, aunque continuó haciendo un estrecho seguimiento de la familia desde Tokio. Su esposa, Naomi, ya no lo trataba sino como a un ejecutivo más de la compañía.

Keiko Kusaka murió repentinamente el año que Yoshitake fue ascendido a vicepresidente. Él se encerró en su habitación para llorar. Jamás tendría la oportunidad de compensarla por el mal que le había causado.

Mamoru tenía dieciséis años y unos parientes iban a encargarse de él. Yoshitake contrató a un detective privado para que indagara en la vida de su familia de adopción. En parte, se sintió aliviado al saber que el chico viviría en un hogar feliz. Aquella sensación de serenidad no iba a durar mucho, se hizo añicos con el accidente que acabó con la vida de Yoko Sugano.

Yoshitake tenía un amigo en el departamento de policía al que pidió información sobre el caso. Supo de la ausencia de testigos y, por lo tanto, de la delicada situación en la que se encontraba el tío de Mamoru.

Por aquel entonces, Yoshitake tenía una amante llamada Hiromi Ida. Esa relación extraconyugal había brotado de un matrimonio cansado, de una planta sin flores. Una noche, mientras observaba la cara libre de maquillaje de Hiromi cuando esta salía del baño, descubrió algo. Hiromi Ida se parecía a Keiko Kusaka. El apartamento que había encontrado para ella no quedaba en los lujosos vecindarios de Azabu o Daikanyama, sino en un antiguo distrito shitamachi[8] salpicado por estrechas calles y edificios antiguos. Hizo oídos sordos de las protestas de Hiromi. Sabía la razón por la que había dado ese paso: poder estar más cerca de Mamoru.

«Ha llegado el momento».

Sí, estuvo con Hiromi la noche del accidente, pero no había atravesado la intersección donde tuvo lugar el atropello. Y, desde luego, tampoco había presenciado nada. No se enteró del suceso hasta que lo leyó en el periódico a la mañana siguiente.

Fue entonces cuando se le ocurrió desempeñar el papel de testigo clave y simular que lo había visto todo. Los habitantes de los shitamachi eran conocidos por el interés que mostraban ante cualquier incidente acontecido en sus calles, y Yoshitake hizo buen uso de la tarjeta de visita que le dejó un reportero del periódico al que conocía para recabar información acerca del suceso: qué ropa llevaba la víctima, de qué color era el coche o cualquier otro detalle que pudiera añadir crédito a su testimonio. Memorizó los datos, estudió a fondo su papel, se puso en la piel del personaje y ensayó la versión que daría durante el interrogatorio.

Su posición en Shin Nippon no era tan precaria como para que una simple aventura amorosa la hiciese tambalear. Tampoco le preocupaba el divorcio. Naomi cometió un craso error al tomarle por el hombre de su vida y, desde entonces, se limitaba a dejar las decisiones serias a otros.

«Testificaré», concluyó. «Hacerlo me acercará a Mamoru. Me brindará la oportunidad de asegurar su futuro. Haré cualquier cosa por él. Si no puedo compensarle aunque sea por una insignificante fracción de todo el daño que le he causado, no podré soportarlo más. Contaré las mentiras que haga falta. Al fin y al cabo, hasta ahora toda mi vida ha sido una mentira.

»Haré lo necesario por Mamoru. Estaré a su lado. Tendrá un futuro por delante mejor del que su propio padre hubiese podido proporcionarle en vida. Su madre se enorgullecerá de él.

»Lo he visto crecer. Ha sido mi única alegría, mi única esperanza…».