Estaba enfermo. Era extraño, pero esa fue la primera impresión que tuvo Mamoru. La persona que le había inferido una sensación de miedo permanente no era más que un anciano enfermo.
—Chico, por fin nos conocemos.
Se trataba de la misma voz afónica. No era más alto que él. El tamaño de su cabeza parecía desproporcionado en comparación con el resto de su cuerpo. Quizás se debiera a la enfermedad que padecía. El traje holgado que vestía tenía el mismo color ceniciento que su pelo. Tenía profundas ojeras con los ojos hundidos en las cuencas, las arrugas típicas de su edad, y la enfermiza palidez de alguien al que le consume una grave afección. Solo sus ojos, clavados en Mamoru, irradiaban todavía una chispa de vida.
—Chico, sabes quién soy, ¿verdad?
Mamoru asintió con mesura.
—No has podido con la cuarta, ¿verdad?
—Hiciste tu trabajo y yo sabía que lo harías —sonrió débilmente—. Ya no me importa Kazuko Takagi. ¿Vamos?
—¿Ir? ¿Adónde?
—No temas. Me gustas, y tengo muchas cosas que contarte.
Acompáñame.
Mamoru siguió al anciano hasta un taxi. Tras una carrera de treinta minutos, llegaron a una zona de viviendas y oficinas, sobre la cual desfilaba el expreso de Tokio. La puesta de sol invernal teñía la fachada de los edificios de un bellísimo tono rosa rojizo.
Cuando el taxi se alejó, Mamoru sintió que el miedo volvía a encogerle el corazón. El vehículo parecía llevarse consigo el último lazo que lo vinculaba a un mundo cuerdo. El anciano lo condujo hasta un edificio de fachada blanca, algo apartado de la calle principal. Mamoru echó un buen vistazo a su alrededor, en un intento por memorizar la ubicación. En la acera de enfrente, avistó el canal que pasaba detrás de algunos edificios. Delante del chico, se levantaba un aparcamiento de varias plantas. En un poste se leía una dirección. No importaba lo que sucediese a continuación, quería hacerse una idea del lugar donde se encontraba.
Subieron hasta la quinta planta, y el anciano se detuvo frente a la puerta del apartamento 503.
—Hemos llegado.
El letrero que colgaba sobre la puerta rezaba: «Shinjiro Harasawa». No sabía por qué, pero le asombró que un hombre tan misterioso tuviera un apellido tan ordinario.
—¿Harasawa? —masculló Mamoru.
—Ese es mi apellido —repuso el hombre—. Ha sido una grosería no haberme presentado.
Entraron en el apartamento y se encaminaron hacia un cuarto en el que tal vez no habitase nadie. Acto seguido, el anciano abrió la puerta de otra habitación que quedaba al fondo. Dejó que Mamoru entrase primero y encendió la luz antes de cerrar la puerta tras ellos.
El chico se sintió abrumado ante lo que vio.
Una de las paredes quedaba totalmente cubierta por lo que parecía un equipo de sonido. Mamoru reconoció tres pletinas en el centro, y unos altavoces y sintonizadores a ambos lados. ¿Sería un osciloscopio? Avistó una especie de amplificador. Había otras máquinas parecidas a las que utilizaron para comprobar el pulso y los latidos de su madre cuando estuvo ingresada en la unidad de cuidados intensivos del hospital.
Una pesada cortina tapiaba la ventana e impedía el paso de la luz. La pared opuesta quedaba oculta por una estantería empotrada llena a rebosar de libros. La moqueta silenciaba el sonido de sus pasos. El centro de la habitación lo ocupaba una solitaria silla.
—Dime, ¿qué te parece? —preguntó Harasawa. En esta habitación cerrada e insonorizada, su voz sonaba terriblemente humana.
—¿Qué haces aquí dentro?
El anciano se quitó la chaqueta y la dejó sobre una de las máquinas cercanas.
—Es una larga historia. ¿Por qué no tomas asiento?
—No, gracias. —Mamoru se apoyó contra la ventana—. Siéntate tú. Eres tú quien está enfermo.
—¿Es eso lo que piensas?
—Es obvio.
—Entiendo. Si el tiempo apremia, no lo malgastemos entonces. ¿Por dónde debería empezar? —Con los brazos en jarras, caminó lentamente frente al muro erigido de equipo electrónico y se detuvo junto a las pletinas—. Primero, deja que te dé un nombre.
En cuanto encendió el aparato, destelló un diodo rojo. El sonido de una grabación manó de los altavoces seguido por la voz de Harasawa que anunciaba la fecha y la hora de la grabación.
—El sujeto es Maki Asano. Mujer. Veintiún años.
Mamoru se enderezó de golpe y se apartó de la ventana. La reproducción siguió su curso.
—¿Cómo te llamas?
—Maki Asano.
Era la voz de su prima aunque más serena y relajada que de costumbre. Maki respondía con claridad a las preguntas del anciano: fecha de nacimiento, familia, profesión, estado de salud…
—Tu hermana que, en realidad, es tu prima, es altamente propensa a la sugestión. Se muestra flexible y cooperativa. Un sujeto ideal para la hipnosis.
—¿Hipnosis? —Mamoru se acercó a él y lo agarró por la camisa—. ¿Hipnotizaste a mi hermana?
—Eso es, chico. —Harasawa permaneció impasible—. Suéltame si quieres escuchar el resto.
Con la respiración alterada, lo soltó. Harasawa subió el volumen de la grabación.
—¿A dónde te gustaría ir?
—Al océano. Me encanta el océano.
—¿Pero dónde exactamente? ¿A una playa? ¿O preferirías salir en barco?
—Hum, me gustaría montar en velero algún día. Sentarme en la cubierta y sentir la salada brisa en mi cara.
La cavernosa voz del hombre prosiguió. Le dijo a Maki que se encontraba en la cubierta de un velero, que hacía sol, y que estaba relajada… muy relajada…
—Escucha con atención. ¿Puedes oírme?
—Sí, perfectamente.
—¿Hay un reloj en tu casa?
—Sí.
—¿Emite algún tipo de sonido al marcar las horas?
—Sí, es un gran reloj de pared.
—Mañana por la noche, cuando el reloj marque las nueve, quiero que le digas esto a Mamoru Kusaka.
—Mañana por la noche, cuando el reloj de pared marque las nueve, le diré a Mamoru…
—«Escúchame, chico. Llamé a Nobuhiko Hashimoto. Murió en el momento en el que descolgó el teléfono».
Maki repitió las palabras con voz monótona.
—Eso es. Ahora voy a contar hasta tres y, entonces, te despertarás y te marcharás de este edificio. En cuanto llegues a la calle, habrás olvidado todo lo que ha sucedido aquí. No recordarás que me has conocido ni que te he dado una orden. Mañana por la noche, a las nueve, volveré a ti. Una vez que entregues el mensaje, olvidarás que lo has hecho.
—Lo olvidaré…
—¿Me entiendes? Muy bien. Voy a contar. Uno, dos, tres.
La cinta terminaba ahí.
—Se llama fenómeno post-hipnótico —empezó Harasawa—. Cuando el sujeto es llevado a un estado hipnótico se le implanta una orden en el cerebro. Una orden que puede ser activada en cualquier momento a través de una palabra clave o un sonido, o incluso algún tipo de acción. Al oír la señal, el sujeto ejecuta la orden. Y lo único que queda después en su cerebro no es más que una laguna.
Mamoru recordó que la noche previa a la «demostración» de Harasawa, Maki había salido con unas amigas y que, a la mañana siguiente, no recordaba lo que había hecho o dónde había estado.
Harasawa señaló el equipo que quedaba contra la pared.
—Utilizo este equipo para registrar la condición física de los sujetos que van a ser sometidos a hipnosis. Si te interesa, puedo enseñarte lo fascinante que llega a mostrarse una persona que ha sido hipnotizada.
Mamoru apartó la mirada de Harasawa.
—Estoy seguro de que te va a gustar escuchar esto. —Harasawa cambió de cinta. Se oyó la voz de otra mujer—. Esta es Fumie Kato. ¡Qué docilidad! Se entregó al experimento como nadie. Me explicó con pelos y señales cómo se las había ingeniado para ganar tanto dinero sucio. Estaba orgullosa de sí misma. Penetrar en el subconsciente permite tener acceso a los secretos más oscuros de la gente, a los pensamientos reprimidos por la conciencia.
—¿A qué te refieres con «subconsciente»?
—A lo que está aquí —dijo Harasawa, dándose un golpecito en la sien—. La retaguardia encefálica que está en alerta las veinticuatro horas del día. Algunos expertos estiman que el subconsciente es el alma de una persona. La conciencia sería como una pizarra: puedes borrar cualquier cosa que hayas escrito. Por otro lado, el subconsciente es más bien como una caja negra: las cosas que han sido grabadas permanecen ahí para siempre. Imagina un chico que se cae y se rompe la dentadura a los cinco años. Tanto el miedo como el dolor que marcaron ese momento quedarán registrados en su subconsciente para toda la vida hasta que muera, digamos, a la edad de ochenta años. Lo que desencadena la respuesta post-hipnótica es el contacto con el subconsciente del sujeto.
El anciano apagó la cinta para que pudieran continuar su conversación con más tranquilidad.
—Tengo grabaciones de esas cuatro mujeres. Contacté con ellas, las hipnoticé, y les implanté una palabra clave…
—¿Pero y si alguien dijera accidentalmente esa palabra?
Harasawa sonrió.
—Con Kazuko Takagi cometí un error. Pasó demasiado tiempo desde el momento que la induje al estado hipnótico. Las otras tres escucharon la palabra al poco tiempo de haber sido hipnotizadas. Unas doce horas como máximo. Con Nobuhiko Hashimoto solo tuve que esperar tres horas.
Un brillo astuto iluminó de pronto los ojos de Harasawa.
—Hice un seguimiento de sus rutinas. No quería cometer ningún error. Tras la muerte de las tres mujeres, existía el riesgo de que Kazuko Takagi cayese en la cuenta de lo que estaba pasando y desapareciese, así que me acerqué en cuanto tuve la oportunidad. Fue la noche del velatorio de Yoko.
—Pero…
—Y para asegurarme de que no fuese otra persona quien activase esa orden, utilicé algo más que una palabra clave. Le advertí que no solo pronunciaría esa clave sino que además la escribiría en su mano. Ambas cosas debían suceder simultáneamente para detonar su reacción.
—¿Entonces la ordenó morir?
—No. —Harasawa negó con la cabeza—. A cada una de ellas le di la orden de huir. Verás, como cualquier animal, poseemos un indefectible instinto de conservación. Por lo tanto, ordenar el suicidio no surtiría efecto alguno. El subconsciente no puede disociarse del ser.
—¿Huir?
—Eso es. Huir. Escapar. No dejarte atrapar por la persona que te persigue o, de lo contrario, morirás. Supera cualquier obstáculo, atraviesa puertas, rompe ventanas, salta sobre ellas, ¡corre, corre, corre! Porque si no lo haces, morirás. Es el subconsciente quien activa esa respuesta. En definitiva, puede parecer paradójico, pero lo que mató a esas mujeres fue su propio instinto de supervivencia.
Mamoru se quedó sin habla.
La pregunta a la que tantas vueltas había dado, encontraba respuesta por fin.
—¿Por qué provocar su muerte?
—Tuvieron su merecido —repuso de inmediato el anciano. La sonrisa se le había borrado de la cara—. Hasta hace un año, era director de un grupo de investigación en la universidad. Trabajé allí junto con cinco investigadores que yo mismo había formado. Estudiábamos fenómenos como la hipnosis, el biofeedback, y el Chi Kung de la medicina china tradicional. Estaba convencido de que cuando nuestros esfuerzos diesen su fruto, podríamos ayudar a las personas, sobre todo, a aquellas que padecen depresión o problemas de socialización.
Alzó ambos brazos al aire y, a continuación, los dejó caer, abrumado por la tristeza.
—Y en ese preciso momento de mi vida, me enteré de que tenía cáncer. La investigación me tenía tan absorto que cuando quise recibir atención médica, ya era demasiado tarde. En fin, todos tenemos que morir tarde o temprano —dijo, encogiéndose de hombros, antes de continuar—: Sabía que mis investigadores tomarían el relevo y continuarían con el proyecto que inicié, cuando yo ya no estuviese aquí. Ellos tenían toda la vida por delante, y estaba seguro de que harían cualquier cosa que les pidiese.
El anciano se acercó a la estantería y sacó un álbum de recortes. Pasó las páginas hasta dar con lo que quería mostrar a Mamoru.
—Fíjate en esto. De los cinco posibles candidatos a mi sucesión, este era mi orgullo y devoción. —En el margen izquierdo de la página, aparecía un joven con unas gruesas gafas de montura negra y una sonrisa que revelaba una hilera de dientes blancos y perfectos. Tenía la frente ancha, la nariz recta y unos ojos llenos de luz tras los cristales de sus gafas—. Se llamaba Kenichi Tazawa. Era un investigador nato y contaba con una insaciable curiosidad natural.
—Hablas de él en tiempo pasado.
—Se suicidó. Ingirió unos barbitúricos que yo guardaba en el laboratorio. Sucedió el pasado mayo.
Mamoru alzó la vista. El anciano lo miró y asintió.
—Estaba enamorado. Yo había esperado que la chica a la que tanto amaba fuese la adecuada para él. Pero su relación no le trajo más que desgracias.
—¿Quién era la chica? —preguntó Mamoru.
—Kazuko Takagi. —Tras un breve silencio, el anciano continuó—: Cuando lo perdí, pensé que me volvería loco. Tuve que enterrar al joven que supuestamente iba a ser mi sucesor.
—¿Y cómo averiguaste que su amada era Kazuko Takagi?
—Tazawa me dejó una carta en la que describió el daño que esa mujer le había causado.
—Pero no tenía por qué morir. Tenía un futuro prometedor por delante.
—¿Es eso lo que piensas? ¿Que fue demasiado cobarde? ¿Que no tuvo el valor suficiente? —El hombre negó con la cabeza—. Chico, ¿qué crees que es el amor? ¿Por qué nos enamoramos de una determinada persona y no de otra? Es un misterio: ni siquiera los expertos lo comprenden. El caso es que Kazuko Takagi sacó provecho de la pasión que ese chico sentía por ella. —La voz de Harasawa había adoptado un tono más grave—. No fue una mera estafa. Cometió un acto de profanación.
Mamoru no sabía que responder.
—Incluso después de abandonarlo, Tazawa se negó a perder la esperanza de que volviera a su lado, a asumir que lo único que se proponía esta mujer era dejarle sin blanca. Ese es el motivo por el cual ella le envió un ejemplar de Canal de Información.
Mamoru recordó lo que Hashimoto le había dicho sobre aquel artículo. «Pero excepto los pies de foto, yo no añadí nada a lo que dijeron esas zorras. No tuve necesidad de agregar frases ni juegos de palabras para introducir elementos nuevos a la historia. Ellas lo dijeron todo. Todo, hasta el menor detalle».
—Dejó la revista junto a la carta que me escribió. Yo leí y releí el artículo. Lo leí tantas veces que acabé memorizándolo, palabra por palabra. Y entonces, tomé una decisión.
—Decidiste vengarte y asesinarlas a todas —dijo Mamoru—. ¿Y por qué a todas, en lugar de acabar con la única responsable, Kazuko Takagi?
—Fue algo más que una cuestión personal. Digamos que las utilicé como conejillos de indias.
—¿Conejillos de indias? ¿Quieres decir que quitarles la vida fue un experimento más para ti?
—Mezquino, lo sé. Pero no más mezquino que lo que hacen esas «amantes de alquiler». Quería que esas cuatro mujeres pagaran el precio por sus despiadadas acciones. Eso es todo.
—Estás loco. —Mamoru estaba fuera de sí—. No me importa lo que digas. Un asesinato es un asesinato.
—Eso le toca juzgarlo a la sociedad. A mí no me queda mucho. Puede que menos de un mes. He dado instrucciones a mi albacea para que remita a las autoridades mi confesión, así como todo el material pertinente que conservo.
Mamoru no tenía nada que añadir. Quería marcharse de allí tan rápido como le fuera posible. Lo único que tenía que hacer era levantarse y salir de esa habitación.
—Te sientes orgulloso de ti mismo, ¿verdad? No eres más que un malvado brujo senil.
—¿Brujo? —el anciano se echó a reír—. La investigación es sagrada. No hay nada frívolo o baldío en ella. Soy científico. Busco la verdad, ese es mi trabajo. Y te lo puedo demostrar ahora mismo, Mamoru. Tengo aquí información que te concierne y que te resultará muy útil.
Mamoru se detuvo en seco y se giró sobre sí mismo.
—¿Útil?
—Eso es. Yoshitake, ese hombre que testificó a favor de tu tío… Te diré quién es realmente.
Mamoru miró fijamente a Harasawa, sin pestañear.
—¿Qué sabes de él?
—Que te está mintiendo. No estuvo presente cuando Yoko Sugano murió. De eso estoy seguro. Lo delató un dato, por insignificante que parezca. —Levantó un dedo al aire—. Tiene que ver con las palabras clave empleadas en cada caso. Utilicé el teléfono con Fumie Kato. Hablé en persona con Atsuko Mita en el andén de la estación. Hipnoticé a Nobuhiko Hashimoto en su propia casa induciéndolo a abrir los conductos de gas y a verter gasolina por todos lados. Esperé un par de horas para asegurarme de que la casa estuviera llena de gas, lo llamé por teléfono, y pronuncié la palabra que le hizo encenderse un cigarrillo.
—¿Y Yoko Sugano?
—Su reloj le dio la señal de acatar mis órdenes. La alarma estaba programada para sonar a las doce de la noche. Al escucharla, huyó corriendo como alma que lleva el diablo y se le echó encima a tu tío. Yo no estaba allí cuando sucedió todo. Mi precario estado de salud no me permitió ir tras ella, y ese descuido causó demasiados problemas a tu tío.
Harasawa desvió la mirada hacia un lado, casi como si realmente lamentara lo sucedido.
—Después de su muerte, seguí todas las noticias de los periódicos y de los telediarios relacionadas con el accidente. Cuando me enteré de que Yoshitake había acudido a la policía como testigo, supe que estaba mintiendo. Alegó que había preguntado la hora a Yoko Sugano y que esta le respondió que eran las doce y cinco. Mentira. Es absolutamente imposible.
—¿Por qué?
—Porque a esa hora, se encontraba en estado hipnótico. Ya estaría huyendo de quien fuera que se acercara. No olvides que en su trance, alguien la estaba persiguiendo, tal y como yo le insinué. Jamás hubiese respondido a un estímulo exterior. No habría sido capaz de hacerlo.
»Yoshitake miente con total descaro. Y aunque hubiese estado presente, solo habría visto a una Yoko Sugano escapar de un perseguidor imaginario. Así que me pregunté, ¿por qué tomarse la molestia de mentir?
Mamoru cerró los ojos y se apoyó contra la puerta.
—Porque es mi padre.
—¿Eso crees?
—No lo creo, lo sé. El mismo que me abandonó hace doce años. Ahora responde al nombre de Koichi Yoshitake. Y sí, mintió. No presenció el accidente. Solo quiso ayudarnos a los Asano.
—¿Y cómo has llegado a esa conclusión?
Mamoru le explicó lo del anillo de boda y la reacción de Yoshitake ante los mensajes subliminales de la pantalla de vídeo. Y ahora que lo pensaba, había algo más.
—Cuando vino a vernos por primera vez, me llamó por mi apellido. ¿Cómo podía conocer mi verdadero apellido? Los Asano me presentaron como su hijo. No sé por qué no caí en la cuenta entonces.
Harasawa clavó la vista en el suelo durante unos segundos.
—Chico, la policía husmeó en su pasado cuando fue a testificar. Saben quién es. Saben dónde nació, dónde ha trabajado y quién es su familia. ¿Cómo pasearse por ahí con una identidad falsa?
—Yo me hice la misma pregunta. Pero él comentó que, en un momento de su vida, pasó una temporada en lo que describió como «una pensión de mala muerte». En ese tipo de lugares, no es imposible hacerse con un nuevo apellido y el correspondiente registro familiar a cambio de una golosa suma de dinero. A alguien en la situación de mi padre, que se había dado a la fuga y pretendía deshacerse de su pasado, podría parecerle la mejor opción. Puede que comprara los papeles de algún difunto vagabundo cuyo cadáver nadie reclamó nunca.
—Entiendo. Visto desde esa perspectiva, tiene sentido. —El anciano asintió—. No obstante, siento decirte que estás muy equivocado. No es tu padre. Lo que él os debe tanto a tu madre como a ti va mucho más allá de eso. —El hombre retrocedió hasta la pletina—. Cuando supe que estaba mintiendo, sentí curiosidad. Quise saber sus motivos. Así que lo hipnoticé. Y esto es lo que me dijo.
—¿Lo… hipnotizaste?
—Sí.
El anciano puso la cinta. La larga confesión que esta contenía hizo que el chico retrocediese doce años en el tiempo, hasta una época que, para él, siempre había estado envuelta por una densa e impenetrable niebla.