Estaba feliz. Se sentía envuelto por una felicidad que no había experimentado en doce años.
«Es un buen chico. Cuando fui a ver a su familia, vino corriendo tras de mí para darme las gracias en persona. Jamás habría imaginado que me hubiese visto en aquella intersección.
»Un buen chico… Se ha convertido en todo un hombrecito honesto y extrovertido. He de asegurarme de que le aguarda un futuro prometedor. Es mi deber. Tengo que hacer lo necesario para apoyarlo. Lo mandaré a la universidad o al extranjero, si es eso lo que desea.
»Y después, por qué no darle un buen puesto en la empresa. Lo prepararé para que se convierta en un líder. Heredará la compañía que yo he levantado. Claro, si es que está interesado en lo que yo hago. Podrá hacer lo que quiera; dispondrá de todos mis contactos. No, no, no basta con eso. Lo necesito a mi lado. No puede ser de otro modo».
El placer lo embriagaba de un modo tan abrumador que ni siquiera vio venir las náuseas.
«Será porque hay demasiada gente. No hay suficiente aire que respirar. ¿Por qué no ventilarán este sitio? ¿Cómo puede Mamoru pasar tanto tiempo aquí? Debe de haber un trabajo mejor para él…
»No hay ninguna razón para esperar. Le propondré un trabajo a media jornada. Están buscando un ayudante en el departamento de contabilidad. Así podré verlo más a menudo. Todo irá bien. No hay de qué preocuparse».
Empezó a dolerle la cabeza y le costaba respirar. Descontrolado, el corazón le latía con tanta violencia que parecía estar a punto de salirle del pecho. Presa de la taquicardia, resonaba por todo su cuerpo, como el estridente sonido del teléfono en una mañana de resaca.
Miró el enjambre de clientes y se le nubló la vista. Se fijó en la luminosa pantalla. Ya había reparado en ella al entrar; «bonito vídeo» había pensado… Ahora, el brillo le parecía excesivo. Le dolían los ojos.
Una vendedora se le acercó. «¿Se encuentra bien, caballero?».
El quiso contestar que sí, que no pasaba nada. Pero de repente ya no había vendedora, ya no se encontraba en las galerías. Se había transportado a otro sitio… A un sitio que lo aterraba, que tan solo veía en pesadillas. Un lugar del que supo que nunca podría escapar.
«Señor», le decía una dulce voz. No, solo era una fachada. Fingía ser amable pero intuyó que esa voz pertenecía a alguien que representaba una amenaza.
«¡Señor!». Una persistente mano se tendía hacia él. Quería tocarlo. Intentaba agarrarlo y arrastrarlo consigo.
Huir. Tenía que huir, pero las piernas no le respondían. Ahora todos lo miraban. Lo señalaban con el dedo entre cuchicheos. Era su peor pesadilla convertida en realidad.
Tenía que encontrar el modo de salir. Tenía que escapar de allí. Aún le quedaba tiempo. Aún podría conseguirlo. «Estoy intentando arreglar lo que hice, ¿por qué me tiene que pasar esto ahora? ¡No es justo!».
Ni se percató de que perdía el equilibrio. Primero le flaquearon las piernas, después el torso acompañó el inerte movimiento. Estaba cayendo. Intentó llevarse la mano al pecho, quería proteger algo muy valioso que llevaba consigo. Ya no había nada ahí. Aterrizó sobre su brazo.
El suelo estaba frío. Distinguió el olor de algo parecido a la goma de la suela de unos zapatos. Lo último que sintió antes de perder el conocimiento fue que se le partía el labio. La sangre que le empapaba la boca le supo a cobre.