Kazuko Takagi pasó los últimos días del año en una cafetería llamada Cerberus. El local quedaba situado en una ciudad alejada tanto de Tokio como de la casa de sus padres.
Cerberus era un lugar diminuto en el que diez clientes bastaban para superar el aforo. Un hombre llamado Mitamura, de la misma edad de Kazuko, lo regentaba. Había pasado una semana desde que abandonó su apartamento. Ahora se alojaba en un piso alquilado por semanas. Kazuko estaba sentada en un banco del parque, sola, cuando conoció a Mitamura.
—¿Qué haces aquí sentada cada día? —le había preguntado.
Kazuko alzó la vista, aunque permaneció callada. Daba por sentado lo que ese joven añadiría a continuación. «¿No nos hemos visto antes?». O quizás: «Si no tienes ningún plan en particular, ¿por qué no hacemos algo tú y yo?».
Y ocurrió tal y como había imaginado.
—¿Te apetece una taza de café en ese local de ahí? —Señaló el Cerberus que quedaba en la acera de enfrente—. Te garantizo que hacen un café muy bueno. Es mi local.
Kazuko parpadeó, sorprendida. Miró primero a su interlocutor y, después, el cartel de Cerberus.
Él se echó a reír.
—Me cargué al propietario y usurpé su lugar. Su cadáver sigue ahí mismo, secándose bajo las tablas del suelo. ¡Venga! Estoy de coña. El bar es mío. Al menos, una de las columnas. El resto todavía pertenece al banco.
—¿Por qué me invitas? —preguntó sin ambages Kazuko.
—Algunas de mis clientas tienen a sus niños en esa guardería de ahí. Parece que no les hace muchas gracia que te tires horas observándolos.
Kazuko echó un vistazo al jardín de infancia situado junto al parque. Los pequeños, ataviados con uniformes de color azul marino, jugaban felices en el diminuto patio de recreo.
—¿Qué quieres decir? ¿Que están algo inquietas porque me siento aquí cada día y miro en esa dirección?
—Pues sí. Ha habido algunos infanticidios últimamente. Todas están con los nervios a flor de piel.
Kazuko no pudo evitar sonreír. Ella no miraba la guardería por ninguna razón en particular. Se quedaba ahí sentada, con semblante desesperado, y con la impresión de que si la vida de alguien corría peligro, no era otra que la suya. ¡Menudo susto debían de haberse llevado las madres!
—¡Vaya! ¡Una sonrisa! —se entusiasmó el hombre—. Alguien con una sonrisa tan bonita no puede ser peligroso. Arreglaré las cosas con esas madres. ¿Y si aceptas ese café como señal de disculpa por haber sido tan grosero contigo?
Y fue así como Kazuko acabó en el Cerberus. Detrás de ese nombre tan poco habitual, se escondía un local cálido y confortable. Servían un café fuerte y caliente. Mitamura se presentó y le contó cómo había levantado el Cerberus. En realidad, hablaba como si hubiese sido un proyecto de lo más sencillo. Estaba tan absorto en la historia, que ni siquiera le preguntó su nombre.
—¿Quién eligió el nombre del local? —inquirió ella mientras se acomodaba en un taburete.
—Yo mismo. Es diferente, ¿no te parece?
—Sí, suena a monstruo o algo parecido.
—Has dado en el clavo. Según la mitología griega, Cerbero es el perro que custodia las puertas del infierno.
—¿Y por qué llamaste así a tu bar?
—Me gusta la idea de que esta cafetería sea la puerta al infierno. Así, cuando los clientes salgan por ella, lo dejarán atrás. Por muy mal que se pongan las cosas, jamás serán peor que en el propio averno.
Kazuko sonrió y aceptó gustosa la oferta de Mitamura. Después de aquel encuentro, iba al Cerberus todos los días. E incluso si había demasiados clientes, y Mitamura siempre andaba demasiado atareado como para intercambiar unas palabras con ella, a Kazuko le divertía observarlo.
—¿Qué vas a hacer en Año Nuevo? ¿Un viajecito, tal vez? —Mitamura sacó el tema la misma tarde de Nochevieja.
Kazuko negó con la cabeza.
—No tengo planes. Me quedaré sola en casa.
Ya les había anunciado a sus padres que no la esperaran. No quería ponérselo tan fácil a su perseguidor.
Perseguidor. Sí, Kazuko se veía definitivamente como alguien que estaba siendo perseguido.
—Oye, cerraré esta tarde y no volveré a abrir hasta pasada la medianoche, cuando ya estemos en Año Nuevo. Es el lugar de encuentro de los que regresan de su visita al santuario local. ¿Te apetece acompañarme al santuario antes de abrir? Hará frío a esas horas de la noche, pero será agradable.
Kazuko accedió. Era consciente de que cuando estaba sola se sentía asustada pero si, por el contrario, alguien la acompañaba, sus miedos se disipaban.
—De acuerdo pero con una condición —repuso ella.
—¿Cuál?
—¿Querrías acompañarme antes a mi apartamento? Está algo lejos y me gustaría recoger unas cosas.
Durante un instante, Mitamura la observó con atención, como si se preguntara qué tipo de vida llevaría ella.
—Claro, sin problemas —respondió al final.
Tras disculparse por el pésimo estado de su viejo Mini Cooper, Mitamura condujo a Kazuko hasta su apartamento.
—Todos mis ahorros fueron a parar a la hipoteca del local, así que tendré que apañarme con este coche una buena temporada.
—Mientras siga llevándote adonde quieras, no te quejes.
Había cinco o seis cartas en su buzón. La mayoría para publicidad de venta por catálogo y tarjetas de crédito, nada muy trascendente. Aunque le llamó la atención un sobre en el que no figuraba remitente alguno. Kazuko lo abrió. No había más que una breve nota.
Creo que puedo ayudarte. Eres la única que queda. Te espero el 7 de enero en el Ginza Mullion a las 3 de la tarde. Hablaremos allí. No le digas nada a nadie y ten mucho cuidado. Estás en peligro.
Kazuko se quedó paralizada con la carta en la mano. Mitamura se acercó a ella.
—¿Qué pasa? ¿Acaso no has pagado el alquiler y el casero te está acosando? —Entonces, reparó en que la chica se había puesto totalmente pálida—. ¿Qué ocurre? —repitió, esta vez en serio.
Kazuko le pasó la carta. Mitamura la leyó y la miró, perplejo.
—¿Qué es esto?
Kazuko empezó a temblar y no encontró el modo de serenarse. Se quedó allí plantada durante un buen rato, aferrada al brazo de Mitamura.
—¿No me tomarás por una loca? —inquirió por fin—. No he estado contando más que mentiras, y todos se las tragan. Si cuento la verdad ahora, me asusta que nadie me crea.
Empezó a sincerarse y se lo relató todo.
Mitamura sugirió que siguiera las instrucciones de la carta.
—Yo te acompañaré. Habrá mucha gente allí. No puede pasar nada. Tenemos que averiguar lo que esa persona tiene que decir.
—Me asesinarán.
—Por supuesto que no. Ya no estás sola.
Esa noche, Kazuko pagó el alquiler de la semana pendiente del piso, recogió sus cosas y se mudó al Cerberus. No fue hasta llegar allí cuando, finalmente, se permitió llorar.
Más tarde, mientras regresaban de su visita al santuario, se toparon con una chica que repartía folletos en la carretera. Aguardaba frente a un cartel que decía: «La doctrina del Señor». Otra mujer que parecía ser su madre la acompañaba en sus cánticos y sus voces eran cristalinas y hermosas. La chica se acercó a Kazuko y le entregó un folleto.
—Es un verso de la biblia. Por favor, léalo. Que Dios la bendiga.
Kazuko aceptó el papel y, de repente, tuvo la sensación de tener entre las manos algo valioso, algo sagrado. Todavía no lo había leído cuando se montó en el coche de Mitamura. Su mirada se posó entonces sobre ese verso extraído del Libro de las Revelaciones. Sobrecogida por la siniestra evocación que se desprendía de las líneas, estrujó el panfleto y lo lanzó al cenicero que quedaba junto al salpicadero.
—¿Qué decía? —quiso saber Mitamura.
—No lo he entendido —masculló.
Kazuko miró por la ventanilla. En algunas horas, el sol se levantaría, aniquilando las tinieblas. Un año nuevo empezaría en una ciudad nueva. Pero las agrias palabras del folleto se habían grabado a fuego en su corazón.
«Y yo miré. Contemplé un caballo pálido, y el nombre de su jinete era la Muerte. Y el infierno lo seguía».
Si Mamoru Kusaka no se daba prisa, Kazuko estaba destinada a morir en una semana.