El día a día de Mamoru se estaba convirtiendo en una pesadilla de la que no terminaba de despertar. Temía por los suyos. Para conjurar la posibilidad de que algo malo les sucediese, se mantuvo apartado de todos aquellos a los que conocía. Tenía que poner punto y final a aquella locura. Y debía hacerlo solo.

Corrían mediados de diciembre. Las calles ya bullían de actividad. Las tiendas lucían la decoración de las fiestas de fin de año. La trompeta del Ejército de Salvación resonaba en cada esquina. Como cada año en esa época, las asociaciones de vecinos retomaron sus rondas nocturnas exhortando a los residentes a que extremaran la atención para detectar todo indicio de incendio. Durante sus largas noches en vela, Mamoru podía oír los intercambios de saludos de los distintos grupos cuando se encontraban durante sus patrullas.

—Este año nos tocan tres Días del Gallo[7], así que mejor no escatimar en precauciones —advirtió Yoriko. Con el fin de sensibilizar a la familia ante el riesgo de incendio, colocó pegatinas por toda la casa, habitación de Mamoru incluida. Aquella maldita pegatina atormentaba al chico que no podía evitar recordar la trágica muerte de Nobuhiko Hashimoto. Cada vez que la veía, le venía a la mente la imagen del archivador reducido a cenizas, el insoportable olor a quemado.

Llevaba días teniendo el mismo sueño. Empezaba con el siseo de un escape de gas. En cuanto reconocía el lugar donde se encontraba le sacudía un escalofrío. Se trataba de la casa de Hashimoto aunque, por algún capricho del sueño, esa casa y la de los Asano eran una misma. Distinguía la oscura silueta de Hashimoto, durmiendo. El teléfono sonaba. Una vez, dos veces, tres veces. Mamoru gritaba, le rogaba que no contestase. Pero Hashimoto se despertaba y descolgaba el teléfono. Entonces, había una explosión. Los cristales se hacían añicos y las llamas salían despedidas por las ventanas.

Mamoru se despertó. Siempre se despertaba en ese punto del sueño. Estaba empapado en sudor y curvado en una posición fetal, como si intentara protegerse de la onda expansiva de la explosión.

¿Y si se sinceraba con alguien? ¿Y si contaba toda la verdad sobre lo que le estaba sucediendo? Nadie lo creería. Lo tomarían por un loco, le aconsejarían que se tomase unas vacaciones. Se preguntaba si incluso él acabaría riéndose de sí mismo. No podía confiarse, tenía demasiado miedo de que cualquier persona a la que recurriese acabara muerta en cuestión de días. Quizás saltase desde una azotea o se arrojara al paso de un vehículo… Y, después, el teléfono sonaría: «Chico, has roto tu promesa…».

No, no podía contárselo a nadie. Y puesto que no podía hablar del tema, prefirió guardar silencio. A Maki no le hizo mucha gracia, y le preguntaba una y otra vez el motivo de su repentino mutismo. Yoichi Miyashita, que solía acercarse para charlar con él, siguió insistiendo unos pocos días, pero terminó cansándose del comportamiento de Mamoru. Anego dejó de preocuparse y empezó a actuar con despecho. Ni siquiera intercambiaba las palabras de siempre con Takano quien acababa de pedir el alta voluntaria para poder encargarse de la campaña de fin de año en la Sección de Libros de Laurel.

Una semana después de su primera visita, Koichi Yoshitake regresó, esta vez solo, para escuchar la respuesta de Taizo. Yoriko y su marido hablaron largo y tendido sobre el tema y, en una ocasión, también lo discutieron con Maki y Mamoru. Antes de tomar cualquier decisión, calcularon el dinero que necesitaban para vivir y consideraron lo difícil que le resultaría al viejo Taizo encontrar un nuevo trabajo. Shin Nippon acababa de inaugurar una nueva línea de servicios dedicada al alquiler de mobiliario, y lo que Yoshitake ofrecía a Taizo era un puesto en el departamento de expedición. Su tarea consistiría en preparar el cargamento de los camiones según las hojas de pedidos que le fuesen entregadas. Finalmente, Taizo decidió aceptar.

Yoshitake estaba encantado con la decisión.

Cuando lo oyó llegar, Maki se acercó de puntillas a la ventana para ver qué tipo de vehículo conducía. Soltó un silbido, impresionada.

—¿Es de importación?

—No, no es un esnob. Leí un artículo sobre automóviles que él mismo escribió y en el que señalaba que los mejores coches del mundo son japoneses. Solo lo verás al volante de un coche de marca nacional.

La primera impresión de Mamoru fue que el tal Yoshitake era mucho más joven y saludable de lo que aparentaba en las fotografías de los periódicos. Lucía un intenso bronceado que resaltaba perfectamente bajo su camisa impoluta.

A la familia Asano le constaba y le afligía que su benefactor se hubiese visto inmerso en una complicada situación al testificar a favor de Taizo. Aquel asunto marcaría la vida del empresario, que tendría que soportar las burlas por siempre.

Mamoru y Maki no sabían muy bien qué expresión adoptar cuando Taizo los presentó como su hijo e hija. Al contrario, el invitado se comportó del modo más natural imaginable: elogió la comida que Yoriko se había tomado la molestia de preparar para recibirlo; expresó su satisfacción ante la decisión de Taizo; respondió con todo lujo de detalles a las preguntas de Maki sobre sus viajes de negocios al extranjero, las últimas tendencias en materia de moda o de diseño interior.

Maki escuchaba hechizada mientras él describía la primera vez que asistió a una subasta en el Sotheby’s, donde se convirtió en el ganador de la puja por una preciosa pipa que la emperatriz viuda Cixi solía fumar en la Ciudad Prohibida, cuando la dinastía Qing estaba en declive. Era la primera vez que, desde el accidente de su padre, Maki se mostraba feliz y relajada.

—A la emperatriz viuda le perdían los lujos, ¿verdad?

—Eso dicen. Es probable que sus excesos fueran una de las razones por las que la dinastía Qing abdicó. Se comentaba que poseía dos mil vestidos. ¿Has visto alguna vez la película El último emperador?

—¡Sí, es maravillosa!

Hacía unos meses que Maki había ido al cine acompañada por su primo, y Mamoru recordaba perfectamente que se había quedado dormida a mitad de la película. Supuso que era mejor no mencionar esa anécdota. Durante el tiempo que Yoshitake estuvo en casa, Mamoru tuvo la persistente impresión de que lo conocía de alguna otra parte. Pero ¿de dónde?

Antes de que se marchase, el chico se asomó por la ventana. ¡El coche! Ahora lo recordaba, era ese mismo coche de color gris plata en el que reparó la noche que fue al apartamento de Yoko Sugano. Sí, Yoshitake también estuvo allí, justo en el cruce donde se produjo el accidente.

Una vez que la familia se despidió y el invitado salió por la puerta, Mamoru lo siguió. Yoshitake buscaba la llave en el bolsillo.

«Incluso los ricos se olvidan de dónde han puesto las llaves», pensó.

En ese momento, Yoshitake reparó en él.

—Siento haberos entretenido tanto. ¿Me he dejado algo? —preguntó, lanzando una sonrisa bien ensayada y complaciente.

—¿Le importa si le hago una pregunta algo extraña? —empezó Mamoru.

—¿Qué tienes en mente?

—Señor Yoshitake, lo vi en la intersección donde la señorita Sugano fue atropellada. Fue el domingo después del accidente, a las dos o dos y media de la mañana.

Yoshitake miró al chico fijamente, con semblante grave. Por fin, su expresión pareció suavizarse, y de nuevo, brotó una sonrisa en sus labios.

—Supongo que me has pillado. ¿Cómo lo has sabido?

—Lo vi. Suelo salir a correr, y esa noche me acerqué hasta allí para ver el lugar del accidente.

—Entiendo. —Yoshitake se llevó la mano al bolsillo de la camisa, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno.

—También recuerdo el olor de sus cigarrillos. No es una marca corriente, ¿verdad?

—La próxima vez que salga de incógnito, procuraré llevar más cuidado —rio Yoshitake. El humo que emanaba su pitillo era de un color púrpura muy llamativo.

—Quería darle las gracias —dijo Mamoru—. Pese a todo lo que arriesgaba, decidió dar la cara.

—No es para tanto, créeme. Los medios de comunicación lo exageraron todo. No tienes que preocuparte por mí. Mi mujer no pedirá el divorcio y tampoco perderé mi puesto en la compañía. Que mi familia política me adoptara no significa que no sepa cuidar de mí mismo. He aprendido la lección. He decidido que tengo que ser más honesto con el papel que desempeño en la compañía, y estoy dispuesto a hacerlo.

Mamoru esbozo una sonrisa de alivio.

—Quienes merecéis mis disculpas sois tu hermana y tú —continuó—. Desaparecí como un cobarde con la esperanza de que no tuviera que testificar, de que apareciese alguien más. Lamento todo el dolor que os he causado.

—Pero al final acudió a la policía.

—Por supuesto que sí. Era lo correcto. —Yoshitake adoptó entonces una expresión de inquietud—. Oye ¿has perdido un poco de peso, verdad?

—¿Yo? —repuso Mamoru, desprevenido.

—¡Ahora soy yo quien te pilla por sorpresa! Me acerqué por aquí poco después del siniestro; aún no me había presentado en comisaría. Quería contárselo todo a tu familia. Pero no tuve agallas, aunque a ti sí que te vi.

Mamoru intentó situar el momento evocado.

—¿Estaba usted dentro de este coche?

—Eso es.

Ahora lo recordaba.

—Estaba aparcado junto a la orilla del río, ¿verdad?

—Y tú estabas corriendo —repuso Yoshitake, asintiendo—, y creo recordar que no tenías las mejillas tan hundidas.

—¿En serio? —Seguramente tuviese razón. No había tenido un momento de descanso desde aquella turbadora conversación telefónica.

—Mira —añadió Yoshitake, algo cohibido—. Está claro que nuestros caminos se cruzaron a raíz de circunstancias desafortunadas. No obstante, quiero que sepas que me alegro mucho de haberte conocido a ti y a los tuyos. Sois muy afortunados de teneros los unos a los otros. Sé de lo que hablo, mi esposa y yo no tenemos hijos.

Su agridulce sonrisa habría emocionado a cualquiera.

—Me alegra haberos conocido a tu hermana y a ti. Si alguna vez te ves en apuros, espero que sientas la suficiente confianza como para acudir a mí. Te aseguro que si está en mis manos, haré lo que sea por ayudarte.

—Gracias —dijo Mamoru—. Muchas gracias por todo.

Yoshitake miró al chico a los ojos.

—Se lo debo a tu padre. Quiero hacer lo correcto, eso es todo.

Conforme pasaban los días, Mamoru se preguntaba si volvería a saber del hombre de la misteriosa llamada. Quizás todo hubiese acabado. Quizás ya no tuviera que preocuparse por nada. Sin embargo, cada vez que contemplaba esa posibilidad, las palabras del desconocido volvían a su mente, y la ronca voz parecía susurrarle al oído: «Cuando llegue el momento de deshacerse de la cuarta, te pondré sobre aviso», recordándole que todo era muy real y no había terminado.

Ni los periódicos ni los telediarios informaron sobre la muerte de una mujer cuya descripción correspondiera a la de Kazuko Takagi. Por mucho que Mamoru buscó el modo de contactar con ella, todos sus esfuerzos fueron en vano, tal y como había vaticinado el siniestro anciano.

Se trataba de un apellido bastante común. Miró en la guía telefónica, y empezó a llamar a todos los Takagi de Tokio, pero no pudo dar con la Kazuko Takagi que andaba buscando. Era posible que no viviera en la ciudad, e incluso que ese no fuera siquiera su verdadero nombre. Mamoru acabó dándose por vencido. Lo único que consiguió fue quedarse afónico, de tanto llamar.

No tuvo más remedio que esperar. Cuando llegase el momento, detendría al asesino. No permitiría que Kazuko Takagi muriese.

La única pregunta era por qué aquel misterioso hombre lo había contactado precisamente a él. ¿Qué habría querido decir con eso de «tenemos mucho en común»? Le dijo que se lo explicaría todo a su debido tiempo. De modo que lo único que podía hacer era esperar. Apretó con fuerza los dientes en un intento de armarse de valor.

Una noche cuando regresó a casa tras su habitual carrera, reparó en un coche desconocido que había aparcado frente a la casa. La puerta del pasajero se abrió, y Maki se apeó. El hombre que iba al volante seguía hablando con ella, pero su prima cerró la puerta y se alejó sin volver la vista atrás.

El hombre salió del coche, lo rodeó para interceptarla y la agarró por el brazo. Mamoru estuvo a punto de correr hacia ella, pero Maki se liberó del hombre que la sujetaba y le dio un bofetón en la cara.

Entonces, entró corriendo en casa y cerró de un portazo. Mamoru pasó junto al tipo que se había quedado allí, pasmado, y siguió a su prima hacia el interior de la vivienda.

Maki no estaba llorando. Al contrario, se la veía bastante animada.

—Vaya, eso ha sido impresionante —dijo Mamoru, provocando la risa de su prima—. ¿Así que ese era Maekawa?

—Sí, ese era. Empezó a comportarse de un modo muy extraño después del accidente de papá. Estoy segura de que pensó que alguien tan selecto como él jamás podría salir con una chica cuyo padre estuviese en prisión.

—Pero no ha ido a la cárcel. —Gracias a los esfuerzos del abogado Sayama, el intachable expediente de Taizo, y el acuerdo al que llegaron con la familia de Yoko Sugano, la condena se quedaría en un simple apercibimiento, lo mínimo para un conductor que atropella a un peatón. Quizás solo debiese pagar una multa.

—He tenido suerte porque ahora sé cómo es en realidad, aunque me ha costado mucho dejarlo. Ya no me gusta, pero no quiero que la gente piense que me ha abandonado. Estaba orgullosa porque muchas chicas iban tras él. Supongo que me puse a su altura y fui tan arrogante como él.

—Encontrarás un chico mejor.

—Sí. Al siguiente no le preocuparán tanto las apariencias.

—Conozco a alguien que no le importa lo más mínimo lo que piense la gente.

—Pues tendrás que presentármelo.

Mamoru se refería a su jefe, Takano. Aunque, en el fondo, no era el momento más adecuado para hacer las presentaciones. Se había producido cierto distanciamiento entre los dos. Y Mamoru se sentía responsable. No quería hacer correr ningún riesgo a su superior que, por su posición y proximidad, podría convertirse en una víctima colateral más de ese juego macabro. Y, encima, el chico confiaba demasiado en Takano y temía acabar contándoselo todo. De modo que para evitar cualquier desastre, prefirió guardar las distancias.

Al final, fue Takano quien dio un paso adelante. El trece de diciembre llamó a la puerta de los Asano.